20.000 leguas de viaje submarino (21 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—Lo que sabe todo el mundo, capitán —le respondí.

—¿Y podría decirme qué es lo que sabe todo el mundo? —me preguntó con un tono un tanto irónico.

—Con mucho gusto.

Y le conté lo que los últimos trabajos de Dumont d'Urville habían dado a conocer, y que muy sucintamente resumido es lo que sigue. La Pérousse y su segundo, el capitán de Langle, fueron enviados por Luis XIV, en 1785, en un viaje de circunnavegación a bordo de las corbetas
Boussole
y
Astrolabe
, que nunca más reaparecerían.

En 1791, el gobierno francés, inquieto por la suerte de las dos corbetas armó dos grandes navíos,
Récherche y Esperance
, que zarparon de Brest el 28 de septiembre, bajo el mando de Bruni d'Entrecasteaux. Dos meses después, se supo por la declaración de un tal Bowen, capitán del
Albermale
, que se habían visto restos de los buques naufragados en las costas de la Nueva Georgia. Pero ignorando D'Entrecasteaux tal comunicación, bastante incierta, por otra parte, se dirigió hacia las islas del Almirantazgo, designadas en un informe del capitán Hunter como escenario del naufragio de La Pérousse.

Vanas fueron sus búsquedas. La
Esperance
y la
Récherche
pasaron incluso ante Vanikoro sin detenerse. Fue un viaje muy desgraciado, pues costó la vida a D'Entrecasteaux, a dos de sus oficiales y a varios marineros de su tripulación.

Sería un viejo navegante del Pacífico, el capitán Dillon, el primero que encontrara huellas indiscutibles de los náufragos. El 15 de mayo de 1824, al pasar con su navío, el
Saint-Patrick
, cerca de la isla de Tikopia, una de las Nuevas Hébridas, un indígena que se había acercado en piragua le vendió la empuñadura de plata de una espada en la que aparecían unos caracteres grabados con buril. El indígena afirmó que seis años antes, durante una estancia en Vanikoro, había visto a dos europeos, pertenecientes a las tripulaciones de unos barcos que habían naufragado hacía largos años en los arrecifes de la isla.

Dillon adivinó que se trataba de los barcos de La Pérousse, cuya desaparición había conmovido al mundo entero. Quiso ir a Vanikoro, donde, según el indígena, había numerosos restos del naufragio, pero los vientos y las corrientes se lo impidieron. Dillon regresó a Calcuta, donde consiguió interesar en su descubrimiento a la Sociedad Asiática y a la Compañía de Indias, que pusieron a su disposición un navío, al que él dio el nombre de
Récherche
, con el que se hizo a la mar el 23 de enero de 1827, acompañado por un agente francés.

La nueva
Récherche
, tras haber tocado en distintos puntos del Pacífico, fondeó ante Vanikoro el 7 de julio de 1827, en la misma rada de Vanu en la que se hallaba el
Nautilus
en ese momento.

Allí pudo recoger numerosos restos del naufragio, utensilios de hierro, áncoras, estrobos de poleas, cañones, un obús del dieciocho, restos de instrumentos de astronomía, un trozo del coronamiento y una campana de bronce con la inscripción: «Bazin me hizo», marca de la fundición del arsenal de Brest hacia 1785. La duda ya no era posible.

Estuvo Dillon completando sus investigaciones en el lugar del naufragio hasta el mes de octubre. Luego, zarpó de Vanikoro, se dirigió hacia Nueva Zelanda y llegó a Calcuta el 7 de abril de 1828. Viajó después a Francia, donde fue acogido con mucha simpatía por Carlos X.

Pero mientras tanto, ignorante Dumont d'Urville de los hallazgos de Dillon, había partido para buscar en otro lugar el escenario de naufragio. Y, en efecto, se había sabido por un ballenero que unas medallas y una cruz de San Luis se hallaban entre las manos de los salvajes de la Luisiada y de la Nueva Caledonia.

Dumont d'Urville se había hecho, pues, a la mar, al mando del
Astrolabe
, y dos meses después que Dillon abandonara Vanikoro fondeaba ante Hobart Town. Fue allí donde se enteró de los hallazgos de Dillon y donde supo, además, que un tal James Hobbs, segundo del
Union
, de Calcuta, había desembarcado en una isla, situada a 8° 18' de latitud Sur y 156° 30'de longitud Este, y visto a los indígenas de la misma servirse de unas barras de hierro y de telas rojas.

Bastante perplejo y dudando de si dar crédito a estos relatos, comunicados por periódicos poco dignos de confianza, Dumont d'Urvifie se decidió, sin embargo, a seguir los pasos de Dillon.

El 10 de febrero de 1828, Dumont d'Urville se presentó en Tikopia, donde tomó por guía e intérprete a un desertor establecido en esa isla, y de allí se dirigió a Vanikoro, cuyas costas avistó el 12 de febrero. Estuvo bordeando sus arrecifes hasta el 14, y tan sólo el 20 pudo fondear al otro lado de la barrera, en la rada de Vanu. El día 23, varios de sus oficiales dieron la vuelta a la isla y volvieron con algunos restos de escasa importancia. Los indígenas, ateniéndose a una actitud negativa y evasiva, rehusaban conducirles al lugar del naufragio. Esa sospechosa conducta les indujo a creer que los indígenas habían maltratado a los náufragos y que temían que Dumont d'Urville hubiese llegado para vengar a La Pérousse y a sus infortunados compañeros. Sin embargo, unos días más tarde, el 26, estimulados por algunos regalos y comprendiendo que no tenían que temer ninguna represalia, condujeron al lugarteniente de Dumont, Jasquinot, al lugar del naufragio.

Allí, a tres o cuatro brazas de agua y entre los arrecifes de Pacú y de Vanu yacían áncoras, cañones y piezas de hierro fundido y de plomo, incrustados en las concreciones calcáreas. El
Astrolabe
envió al lugar su chalupa y su ballenera. No sin gran trabajo, sus tripulaciones consiguieron retirar un áncora que pesaba mil ochocientas libras, un cañón del ocho de fundición, una pieza de plomo y dos cañoncitos de cobre.

El interrogatorio a que sometió Dumont d'Urville a los indígenas le reveló que La Pérousse, tras la pérdida de sus dos barcos en los arrecifes de la isla, había construido uno más pequeño, que se perdería a su vez. ¿Dónde? Se ignoraba.

El capitán del
Astrolabe
hizo erigir bajo un manglar un cenotaflo a la memoria del célebre navegante y de sus compañeros. Era una simple pirámide cuadrangular asentada sobre un basamento de corales, de la que excluyó todo objeto metálico que pudiera excitar la codicia de los indígenas.

Dumont d'Urville quiso partir inmediatamente, pero hallándose sus hombres y él mismo minados por las fiebres que habían contraído en aquellas costas malsanas, no pudo aparejar hasta el 17 de marzo.

Mientras tanto, temeroso el gobierno francés de que Dumont d'Urville no se hubiese enterado de los hallazgos de Dillon, había enviado a Vanikoro a la corbeta
Bayonnaise
, al mando de Legoarant de Tromelin, desde la costa occidental de América donde se hallaba. Legoarant fondeó ante Vanikoro algunos meses después de la partida del
Astrolabe
. No halló ningún documento nuevo, pero pudo comprobar que los salvajes habían respetado el mausoleo de La Pérousse.

Tal es, en sustancia, el relato que expuse al capitán Nemo.

—Así que se ignora todavía dónde fue a acabar el tercer navío, construido por los náufragos en la isla de Vanikoro, ¿no es así?

—En efecto.

Por toda respuesta, el capitán Nemo me indicó que le siguiera al gran salón.

El
Nautilus
se sumergió algunos metros por debajo de las olas. Se corrieron los paneles metálicos para dar visibilidad a los cristales.

Yo me precipité a ellos, y bajo las concreciones de coral, revestidas de fungias, de sifoneas, de alcionarios y de cariofíleas, y a través de miriadas de peces hermosísimos, de girelas, de glifisidontos, de ponféridos, de diácopodos y de holocentros, reconocí algunos restos que las dragas no habían podido arrancar; tales como abrazaderas de hierro, áncoras, cañones, obuses, una pieza del cabrestante, una roda, objetos todos procedentes de los navíos naufragados y tapizados ahora de flores vivas.

Mientras contemplaba yo así aquellos restos desolados, el capitán Nemo me decía con una voz grave:

—El comandante La Pérousse partió el 7 de diciembre de 1785 con sus navíos
Boussole
y
Astrolabe
. Fondeó primero en Botany Bay, visitó luego el archipiélago de la Amistad, la Nueva Caledonia, se dirigió hacia Santa Cruz y arribó a Namuka, una de las islas del archipiélago Hapai. Llegó más tarde a los arrecifes desconocidos de Vanikoro. El
Boussole
, que iba delante, tocó en la costa meridional. El
Astrolabe
, que acudió en su ayuda, encalló también. El primero quedó destruido casi inmediatamente. El segundo, encallado a sotavento, resistió algunos días. Los indígenas dieron una buena acogida a los náufragos. Éstos se instalaron en la isla y construyeron un barco más pequeño con los restos de los dos grandes. Algunos marineros se quedaron voluntariamente en Vanikoro. Los otros, debilitados y enfermos, partieron con La Pérousse hacia las islas Salomón, para perecer allí en la costa occidental de la isla principal del archipiélago, entre los cabos Decepción y Satisfacción.

—¿Cómo lo sabe usted? —le pregunté.

—Encontré esto en el lugar de último naufragio.

El capitán Nemo me mostró una caja de hojalata sellada con las armas de Francia y toda roñosa por la corrosión del agua marina. La abrió y vi un rollo de papeles amarillentos, pero aún legibles.

Eran las instrucciones del ministro de la Marina al comandante La Pérousse, con anotaciones al margen hechas personalmente por Luis XVI.

—Una hermosa muerte para un marino —dijo el capitán Nemo— y una tranquila tumba de coral. ¡Quiera el cielo que tanto yo como mis compañeros no tengamos otra!

20. El estrecho de Torres

Durante la noche del 27 al 28 de diciembre, el
Nautilus
abandonó los parajes de Vanikoro a toda máquina. Hizo rumbo al Sudoeste y, en tres días, franqueó las setecientas cincuenta leguas que separan el archipiélago de La Pérousse de la punta Sudeste de la Papuasia.

El 1 de enero de 1868, a primera hora de la mañana, Conseil se reunió conmigo en la plataforma.

—Permítame el señor que le desee un buen año.

—¡Cómo no, Conseil! Exactamente como si estuviéramos en París, en mi gabinete del Jardín de Plantas. Acepto tus votos y te los agradezco. Pero tendré que preguntarte qué es lo que entiendes por un «buen año», en las circunstancias en que nos encontramos. ¿Es el año que debe poner fin a nuestro cautiverio o el año que verá continuar este extraño viaje?

—A fe mía, que no sé qué decirle al señor. Cierto es que estamos viendo cosas muy curiosas, y que, desde hace dos meses, no hemos tenido tiempo de aburrirnos. La última maravilla es siempre la mejor, y si esta progresión se mantiene no sé adónde vamos a parar. Me parece a mí que no volveremos a encontrar nunca una ocasión semejante.

—Nunca, Conseil.

—Además, el señor Nemo, que justifica muy bien su nombre latino, no es más molesto que si no existiera.

—Dices bien, Conseil.

—Yo pienso, pues, mal que le pese al señor, que un buen año sería el que nos permitiera verlo todo.

—¿Todo? Quizá fuera entonces un poco largo. Pero ¿qué piensa de esto Ned Land?

—Ned Land piensa exactamente lo contrario que yo. Es un hombre positivo, con un estómago imperioso. Pasarse la vida mirando y comiendo peces no le basta. La falta de vino, de pan, de carne, no conviene a un digno sajón familiarizado con los bistecs, y a quien no disgusta ni el
brandy
ni la ginebra en proporciones moderadas.

—No es eso lo que a mí me atormenta, Conseil, yo me acomodo muy bien al régimen de a bordo.

—Igual que yo —respondió Conseil—. Por eso, yo quiero permanecer aquí tanto como Ned Land quiere fugarse. Así, si el año que comienza no es bueno para mí, lo será para él y recíprocamente. De esta forma, siempre habrá alguno satisfecho. En fin, y para concluir, deseo al señor lo que desee el señor.

—Gracias, Conseil. Únicamente te pediré que aplacemos la cuestión de los regalos y que los reemplacemos provisionalmente por un buen apretón de manos. Es lo único que tengo sobre mí.

—Nunca ha sido tan generoso el señor —respondió Conseil.

Y el buen muchacho se fue.

El 2 de enero habíamos recorrido once mil trescientas cuarenta millas desde nuestro punto de partida en los mares del Japón. Ante el espolón del
Nautilus
se extendían los peligrosos parajes del mar del Coral, a lo largo de la costa nordeste de Australia. Nuestro barco bordeaba a una distancia de algunas millas el temible banco, en el que estuvieron a punto de naufragar los navíos de Cook, el 10 de junio de 1770. El barco en que navegaba Cook chocó con una roca, y si no se fue a pique se debió a la circunstancia de que el trozo de coral arrancado se incrustó en el casco entreabierto.

Yo deseaba vivamente visitar ese arrecife de trescientas sesenta leguas de longitud contra el que el mar rompía su oleaje con una formidable intensidad sólo comparable a la de las descargas del trueno. Pero en aquel momento, los planos inclinados del
Nautilus
nos llevaban a una gran profundidad y no pude ver nada de esas altas murallas coralígenas. Hube de contentarme con la observación de los diferentes especímenes de peces capturados por nuestras redes. Observé, entre otros, a unos escombros, grandes como atunes, con los flancos azulados y surcados por unas bandas transversales que desaparecían con la vida del animal. Estos peces nos acompañaban en gran cantidad y suministraron a nuestra mesa un delicado manjar. Cogimos también un buen número de esparos de medio decímetro de longitud, cuyo sabor es muy parecido al de la dorada, y peces voladores, verdaderas golondrinas marinas que, en las noches oscuras, rayan alternativamente el agua y el aire con sus resplandores fosforescentes. Entre los moluscos y los zoófitos hallé en las redes de la barredera diversas especies de alcionarias, de erizos de mar, de martillos, espolones, ceritios, hiálidos. La flora estaba representada por bellas algas flotantes, laminarias y macrocísteas, impregnadas del mucílago que exudaban sus poros y entre las que recogí una admirable Nemastoma geliniaroíde, que halló su lugar entre las curiosidades naturales del museo.

Dos días después de haber atravesado el mar del Coral, el 4 de enero, avistamos las costas de la Papuasia. En esa ocasión, el capitán Nemo me notificó su intención de dirigirse al océano Índico por el estrecho de Torres, sin darme más precisiones. Ned observó, complacido, que esa ruta nos acercaba a los mares europeos.

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