20.000 leguas de viaje submarino (19 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Afortunadamente, estos voraces animales ven mal. Pasaron sin vernos, rozándonos casi con sus aletas parduscas. Gracias a eso escapamos de milagro a un peligro más grande, sin duda, que el del encuentro con un tigre en plena selva.

Media hora después, guiados por el resplandor eléctrico, llegamos al
Nautilus
. La puerta exterior había permanecido abierta, y el capitán Nemo la cerró, una vez que hubimos entrado en la primera cabina. Luego oprimió un botón. Oí cómo maniobraban las bombas en el interior del navío y, en unos instantes, la cabina quedó vaciada. Se abrió entonces la puerta interior y pasamos al vestuario.

No sin trabajo, nos desembarazamos de nuestros pesados ropajes. Extenuado, cayéndome de sueño e inanición, regresé a mi camarote, maravillado todavía de la sorprendente excursión por el fondo del mar.

18. Cuatro mil leguas bajo el Pacifico

Al amanecer del día siguiente, 18 de noviembre, perfectamente repuesto ya de mi fatiga de la víspera, subí a la plataforma en el momento en que el segundo del
Nautilus
pronunciaba su enigmática frase cotidiana. Se me ocurrió entonces que esa frase debía referirse al estado del mar o que su significado podía ser el de «Nada a la vista».

Y en efecto, el océano estaba desierto. Ni una sola vela en el horizonte. Las alturas de la isla Crespo habían desaparecido durante la noche.

El mar absorbía los colores del prisma, con excepción del azul, y los reflejaba en todas direcciones cobrando un admirable tono de añil. Sobre las olas se dibujaban con regularidad anchas rayas de muaré.

Hallábame yo admirando tan magnífico efecto de la luz sobre el océano, cuando apareció el capitán Nemo, quien, sin percatarse de mi presencia, comenzó a efectuar una serie de observaciones astronómicas. Luego, una vez terminada su operación, se apostó en el saliente del fanal para sumirse en la contemplación del océano.

Entretanto, una veintena de marineros del
Nautilus
, todos de una vigorosa y bien constituida complexión, habían subido a la plataforma para retirar las redes dejadas a la lastra durante la noche. Aquellos marineros pertenecían evidentemente a nacionalidades diferentes, aunque el tipo europeo estuviera fuertemente pronunciado en todos ellos. Reconocí, sin temor a equivocarme, irlandeses, franceses, algunos eslavos y un griego o candiota. Pero eran tan sobrios de palabras, y las pocas que usaban eran las de aquel extraño idioma cuyo origen me era hermético, que debí renunciar a interrogarles.

Se izaron las redes a bordo. Eran redes de barredera, semejantes a las usadas en las costas normandas, amplias bolsas mantenidas entreabiertas por una verga flotante y una cadena pasada por las mallas inferiores. Esas redes, así arrastradas, barrían el fondo del mar y recogían todos sus productos a su paso. Aquel día subieron curiosas muestras de aquellos fondos abundantes en pesca: pejesapos, a los que sus cómicos movimientos les han valido el calificativo de histriones; los peces negros de Commerson, provistos de sus antenas; balistes ondulados, rodeados de fajas rojas; tetrodones, cuyo veneno es extremadamente sutil; algunas lampreas oliváceas; macrorrincos, cubiertos de escamas plateadas; triquiuros, cuya potencia eléctrica es igual a la del gimnoto y del torpedo; notópteros escamosos, con fajas pardas transversales; gádidos verdosos; diferentes variedades de gobios, y, finalmente, algunos peces de más amplias proporciones; un pámpano de prominente cabeza y de una longitud de casi un metro; varios escómbridos, entre ellos algunos bonitos, ornados de colores azules y plateados, y tres magníficos atunes a los que la rapidez de su marcha no había podido salvar de la red.

Calculé en más de mil libras lo izado por la red. Era un buen botín, pero no sorprendente, porque ese tipo de redes, mantenidas a la rastra durante varias horas, capturan en su prisión de mallas todo un mundo acuático. No debíamos, pues, carecer de víveres de excelente calidad, y fácilmente renovables por la rapidez del
Nautilus
y por la atracción de su luz eléctrica.

Se introdujo inmediatamente el pescado por el escotillón y se llevó a las despensas, unos para su consumo en fresco y otros para su preparación en conserva.

Terminada la pesca y renovada la provisión de aire, creía yo que el
Nautilus
iba a proseguir su viaje submarino y me disponía ya a regresar a mi camarote, cuando el capitán Nemo, volviéndose hacia mí, me dijo sin preámbulo alguno:

—Mire el océano, señor profesor. ¿No está dotado de una vida real? ¿No tiene sus ataques de cólera y sus accesos de ternura? Ayer se durmió como nosotros y helo aquí que se despierta tras una noche apacible.

Así me habló, sin saludo previo de ninguna clase. Se hubiera dicho que el extraño personaje continuaba conmigo una conversación ya iniciada.

—¡Mire cómo se despierta bajo la caricias del sol para revivir su existencia diurna! Interesante estudio el de observar el ritmo de su organismo. Posee pulso, arterias, tiene espasmos, y yo estoy de acuerdo con el sabio Maury, que ha descubierto en él una circulación tan real como la de la sangre en los animales.

Siendo obvio que el capitán Nemo no esperaba de mí ninguna respuesta, me pareció inútil asentir a sus palabras con fórmulas tales como «evidentemente», «así es», «tiene usted razón»… Se hablaba más bien a sí mismo, con largas pausas entre frase y frase. Era una meditación en alta voz.

—Sí —prosiguió—, el océano posee una verdadera circulación, y para provocarla ha bastado al Creador de todas las cosas multiplicar en él el calórico, la sal y los animálculos. El calórico crea, en efecto, densidades diferentes que producen las corrientes y contracorrientes. La evaporación, nula en las regiones hiperbóreas, muy activa en las tropicales, provoca un cambio permanente entre las aguas tropicales y polares. Además, yo he sorprendido corrientes de arriba abajo y de abajo arriba que forman la verdadera respiración del océano. Yo he visto la molécula de agua de mar, caliente en la superficie, redescender a las profundidades, alcanzar su máximo de densidad a dos grados bajo cero para, al enfriarse así, hacerse más ligera y volver a subir. Verá usted, en los Polos, las consecuencias de este fenómeno, y comprenderá entonces por qué, en virtud de esta ley de la previsora naturaleza, la congelación no puede producirse nunca más que en la superficie de las aguas.

Mientras el capitán Nemo acababa su frase, yo me decía: «¡El Polo! ¿Es que este audaz personaje pretende conducirnos hasta allí?».

El capitán Nemo guardó nuevamente silencio, en la contemplación de ese elemento tan completa e incesantemente estudiado por él.

—Las sales —prosiguió luego— se hallan en el mar en considerables cantidades, tantas que si pudiera usted, señor profesor, retirar todas las que contiene en disolución extraería usted una masa de cuatro millones y medio de leguas cúbicas que, extendida sobre el Globo, formaría una capa de más de diez metros de altura
[13]
. Y no crea que la presencia de esas sales sea debida a un capricho de la naturaleza. No. Esas sales hacen que el agua marina sea menos evaporable, impiden a los vientos arrebatarle una excesiva cantidad de vapores, que, al condensarse y luego licuarse, sumergirían las zonas templadas. ¡Inmenso papel de equilibrio el suyo en la economía del Globo!

El capitán Nemo se detuvo, se incorporó, dio algunos pasos sobre la plataforma y regresó hacia mí.

—En cuanto a los infusorios —continuó diciendo—, en cuanto a esos miles de millones de animálculos, de los que sólo una gota de agua contiene millones y de los que hacen falta unos ochocientos mil para dar un peso de un miligramo, su papel no es menos importante. Absorben las sales marinas, asimilan los elementos sólidos del agua y, verdaderos creadores de continentes calcáreos, fabrican corales y madréporas. Y entonces, la gota de agua, privada de su elemento mineral, se aligera, asciende a la superficie donde absorbe las sales abandonadas por la evaporación, se hace más pesada, redesciende y lleva a los animálculos nuevos elementos para absorber. De ahí, una doble corriente ascendente y descendente, en un movimiento continuo, en el movimiento de la vida. La vida, más intensa que en los continentes, más exuberante, más infinita, triunfante en todas las partes del océano, elemento mortífero para el hombre, se ha dicho, pero elemento vital para miríadas de animales y para mí.

Al hablar así, el capitán Nemo se transfiguraba y provocaba en mí una extraordinaria emoción.

—Así, pues, aquí está la verdadera existencia. Yo podría concebir la fundación de ciudades náuticas, de aglomeraciones de casas submarinas
[14]
que, como el Nautilus, ascenderían cada mañana a respirar a la superficie del mar, ciudades libres como no existe ninguna, ciudades independientes. Pero quién sabe si algún déspota…

El capitán Nemo interrumpió su frase con un gesto violento. Luego, como para expulsar un pensamiento funesto, se dirigió a mí diciéndome:

—Señor Aronnax, ¿sabe usted cuál es la profundidad del océano?

—Sé al menos, capitán, lo que nos han revelado los principales sondeos hechos hasta la fecha.

—¿Podría usted citarlos, para que yo pueda controlarlos?

—He aquí algunos —respondí—, o por lo menos los que me vienen ahora a la memoria. Si no me equivoco, se ha hallado una profundidad media de ocho mil doscientos metros en el Atlántico Norte y de dos mil quinientos metros en el Mediterráneo. Los sondeos más notables efectuados en el Atlántico Sur, cerca de los treinta y cinco grados, han dado doce mil metros, catorce mil noventa y un metros y quince mil ciento cuarenta y nueve metros. En resumen, se estima que si el fondo del mar estuviera nivelado su profundidad media sería de unos siete kilómetros
[15]
.

—Bien, señor profesor —respondió el capitán Nemo—, espero mostrarle algo mejor. En cuanto a la profundidad media de esta parte del Pacífico, puedo informarle de que es solamente de cuatro mil metros.

Dicho esto, el capitán Nemo se dirigió hacia la escotilla y desapareció por la escalera. Le seguí y me dirigí al gran salón.

En seguida, la hélice se puso en movimiento y la corredera acusó una velocidad de veinte millas por hora.

Durante los días y las semanas siguientes, vi al capitán Nemo muy pocas veces. Su segundo echaba regularmente el punto, que se consignaba en la carta, de tal suerte que yo podía seguir exactamente la ruta del Nautilus.

Conseil y Land pasaban mucho tiempo conmigo. Conseil había relatado a su amigo las maravillas de nuestro paseo, y el canadiense lamentaba no habernos acompañado. Pero yo esperaba que se presentaría nuevamente una ocasión para visitar los bosques oceánicos.

Durante algunas horas y casi todos los días se descubrían los observatorios del salón y nuestras miradas no se cansaban de penetrar en los misterios del mundo submarino.

El rumbo general del Nautilus era Sudeste y se mantenía entre cien y ciento cincuenta metros de profundidad. Un día, sin embargo, por no sé qué capricho, navegando diagonalmente por medio de sus planos inclinados, alcanzó las capas de agua situadas a dos mil metros. El termómetro indicaba una temperatura de cuatro grados centígrados, temperatura que a esa profundidad parece ser común a todas las latitudes
[16]
.

El 26 de noviembre, a las tres de la mañana, el
Nautilus
franqueó el trópico de Cáncer a 172° de longitud. El 27 pasó ante las costas de las islas Sándwich, donde el ilustre Cook halló la muerte el 14 de febrero de 1779. Habíamos recorrido ya cuatro mil ochocientas sesenta leguas desde nuestro punto de partida. Al ascender aquella mañana a la plataforma, pude ver, a unas dos millas a sotavento, Hawai, la mayor de las siete islas que forman el archipiélago de este nombre. Distinguí con claridad los linderos de sus cultivos, las diversas cadenas montañosas que corren paralelas a la costa y sus volcanes dominados por el Mauna-Kea, que se eleva a cinco mil metros sobre el nivel del mar.

Entre otras muestras recogidas por las redes en aquellos parajes destacaban unas flabelarias pavonias, pólipos comprimidos de graciosas formas, que son peculiares de esta parte del océano.

El
Nautilus
se mantuvo rumbo al Sudeste. Cortó el ecuador el 1 de diciembre a 142° de longitud, y el 4 del mismo mes, tras una rápida travesía efectuada sin incidente alguno, avistamos el archipiélago de las Marquesas. A 8° 57' de latitud Sur y 139° 32' de longitud Oeste, vi a unas tres millas el cabo Martín, de Nouka-Hiva, la principal isla de este archipiélago, que pertenece a Francia. Tan sólo me fue dado ver las montañas boscosas que se dibujaban en el horizonte, pues el capitán Nemo evitaba acercarse a tierra. Allí las redes recogieron hermosos especímenes de peces, como unas coríferas con las aletas azuladas y la cola de oro, cuya carne no tiene rival; hologimnosos casi desprovistos de escamas y también de un sabor exquisito; ostorrincos de mandíbula ósea; todos ellos dignos de la mesa del
Nautilus
.

Tras haber dejado aquellas encantadoras islas bajo pabellón francés, el
Nautilus
recorrió unas dos mil millas, del 4 al 11 de diciembre, sin más hecho mencionable que el encuentro de una inmensa cantidad de calamares, curiosos moluscos muy semejantes a la jibia. Los pescadores franceses los designan con el nombre de
encornets
. Los calamares pertenecen a la clase de los cefalópodos y a la familia de los dibranquios que incluye con ellos a las jibias y a los argonautas. Estos animales fueron particularmente estudiados por los naturalistas de la Antigüedad, y, de creer a Ateneo, médico griego que vivió antes que Galeno, proveyeron de numerosas metáforas a los oradores del Ágora, a la vez que de un plato excelente a la mesa de los ricos ciudadanos.

Fue durante la noche del 9 al 10 de diciembre cuando el
Nautilus
halló aquel ejército de moluscos, que son particularmente nocturnos. Podían contarse por millones. Iban en emigración de las zonas templadas hacia las menos cálidas, siguiendo el itinerario de los arenques y de las sardinas. A través de los gruesos cristales los veíamos nadar hacia atrás con gran rapidez, moviéndose por medio de su tubo locomotor, persiguiendo a peces y moluscos, devorando a los pequeños y siendo devorados por los grandes, y agitando en una indescriptible confusión los diez pies que la naturaleza les ha implantado sobre la cabeza, como una cabellera de serpientes neumáticas. A pesar de su velocidad, el
Nautilus
navegó durante varias horas en medio de ese banco animal y sus redes izaron a bordo una enorme cantidad de ejemplares entre los que reconocí las nueve especies del Pacífico clasificadas por D'Orbigny.

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