13 cuentos de fantasmas (22 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Pudo haber sido una imaginación mía que Blanche Adney pusiera al descubierto a nuestro compañero, o puede ser que la ironía práctica de nuestra relación con él en ese momento me hiciera verlo más vívidamente; en cualquier caso, nunca me había parecido tan desemejante de lo que podría haber sido si no le hubiéramos ofrecido un reflejo de su imagen. Éramos sólo un concurso de dos, pero él nunca había sido más público. Sus perfectos modales nunca habían sido más perfectos, su extraordinario tacto nunca había sido tan extraordinario.

Me daba la tácita sensación de que todo saldría en los periódicos de la mañana, con un editorial, y también la sensación secretamente vigorizadora de que yo sabía algo que no saldría, que nunca saldría, aunque cualquier diario emprendedor me daría una fortuna por ello. Debo añadir, sin embargo, que a pesar de mi gozo —era casi sensual, como el de un plato extraordinario— estaba deseoso de quedarme de nuevo a solas con Mrs. Adney, quien me debía una anécdota. Se demostró que era imposible esa noche, pues algunos de los otros salieron a ver qué era lo que encontrábamos tan absorbente; y entonces Lord Mellifont solicitó un poco de música del violinista, que sacó el violín y tocó para nosotros divinamente, sobre nuestra plataforma de ecos, enfrentados a los fantasmas de las montañas. Antes de que finalizara el concierto perdí de vista a nuestra actriz, y mirando por la ventana del salón vi que se había establecido con Vawdrey, que estaba leyéndole un manuscrito. Al parecer, la gran escena había sido conseguida, y sin duda era mucho más interesante para Blanche dadas las revelaciones que había reunido acerca de su autor. Juzgué discreto no molestarlos, y me fui a la cama sin volver a verla. La busqué temprano la mañana siguiente, y como el día prometía ser bello, le propuse que nos dirigiéramos a las colinas, recordándole la alta obligación en que había incurrido. Reconoció la obligación y me gratificó con su compañía, pero antes de que hubiéramos recorrido diez yardas del paso, exclamó con intensidad:

—Mi querido amigo, no tiene ni idea de cóno me obsesiona. No puedo pensar en otra cosa.

—¿Que no sea su teoría sobre Lord Mellifont? —Oh, ¡qué manía con Lord Mellifont! Me refiero a la suya sobre Mr. Vawdrey, que es çon mucho el más interesante de los dos. Estoy fascinada con esa teoría de su ¿cómo—se—llama?

—¿Su identidad alternativa?

—Su otro yo; eso es más fácil de decir.

—¿Lo acepta, pues, lo adopta?

—¿Adoptarlo? ¡Me regocijo con eso! Se me hizo tremendamente vívido anoche.

—¿Mientras le leía ahí?

—Sí, mientras lo escuchaba, lo observaba. Lo simplificó todo, lo explicó todo.

—Esa es la bendición. ¿La escena está bien?

—¡Es magnífica!, y lee maravillosamente.

—¡Casi tan bien como escribe el otro! —me reí.

Esto hizo que mi compañera se detuviera un momento, poniendo la mano en mi brazo.

—Usted materializa mi propia impresión. Me dio la sensación de que estaba leyéndome la obra de otro hombre.

—¡Qué servicio para el otro hombre!

—Una persona tan diferente —dijo Mrs. Adney.

Hablamos de esta diferencia mientras proseguíamos, y de la riqueza y el recurso de vida que constituía tal duplicación de su persona.

—Debería hacerlo vivir el doble que a otras personas —observé.

—¿A cuál de los dos?

—Pues a los dos, porque después de todo son miembros de una empresa, y uno de ellos no podría llevar a cabo el negocio sin el otro. Además, la mera supervivencia sería horrible para cualquiera de los dos.

Blanche Adney se quedó en silencio un poco; después exclamó:

—No sé; ¡ojalá sobreviviese!

—¿Podría preguntar, por mi parte, cuál de ellos?

—Si no puede adivinarlo, no se lo voy a decir.

—Conozco el corazón de la mujer. Siempre prefieren al otro.

—Aquí fuera, lejos de mi marido, puedo decírselo. ¡Estoy enamorada de él!

—Mujer infeliz, él no tiene pasiones —contesté.

—Precisamente por eso lo adoro. ¿Acaso una mujer con mi historia no sabe que las pasiones de otros son insoportables? A una actriz, pobrecita ella, no puede interesarle un amor que no proceda todo de su parte; no puede permitirse el lujo de ser correspondida. Mi matrimonio demuestra eso; el matrimonio es ruinoso. ¿Sabe lo que tenía anoche en la cabeza durante todo el tiempo que Mr. Vawdrey me estuvo leyendo esas preciosas frases? Un loco deseo de ver al autor.

Y de manera dramática, como para esconder su vergüenza, Blanche Adney dio un paso adelante:

—Eso ya lo conseguiremos —respondí—. Yo mismo quiero echarle otro vistazo. Pero entretanto haga el favor de recordar que llevo esperando más de cuarenta y ocho horas la prueba que apoye el esbozo que me hizo, intensamente sugerente y plausible, de la vida privada de Lord Mellifont.

—Oh, Lord Mellifont no me interesa.

—Ayer sí le interesaba —dije.

—Sí, pero eso era antes de que me enamorase. Usted lo hizo desaparecer con lo que me contó.

—Va a hacer que sienta habérselo dicho. Vamos —supliqué—, si no me dice cómo entró esa idea en su cabeza me imaginaré que simplemente se la inventó.

—Bueno, permítame recordarlo mientras paseamos por este verde valle.

Nos hallábanos a la entrada de una encantadora y tortuosa garganta, parte de cuyo suelo llano formaba el lecho de una corriente suave y veloz. Nos dirigimos hacia ella, y el paseo junto al torrente claro nos hacía seguir y seguir, hasta que de repente, mientras andábamos y esperábamos que mi compañera recordara, una vuelta del valle nos mostró a Lady Mellifont viniendo hacia nosotros. Estaba sola, bajo la tela de su sombrilla, arrastrando la cola negra de su vestido sobre la hierba, y de esta guisa, por los intrincados senderos, constituía una aparición lo suficientemente poco común. Solía llevarse a un criado, que marchaba detrás de ella por las carreteras y cuya librea resultaba extraña a los montañeses. Se sonrojó al vernos, como si en cierto modo debiera justificarse; rió vagamente y dijo que había salido a dar un paseíto mañanero. Permanecimos juntos un rato, intercambiando frases vulgares, y entonces comentó que había pensado que podría encontrar a su marido.

—¿Está por aquí? —pregunté.

—Supongo que sí. Salió hace una hora a dibujar.

—¿Ha estado buscándolo? —preguntó Mrs. Adney.

—Un poco; no mucho —dijo Lady Mellifont.

Cada una de las mujeres posó los ojos con cierta intensidad, según me pareció, en los ojos de la otra.

—Nosotros se lo buscaremos, si quiere —dijo Mrs. Adney.

—No importa. Pensé que me reuniría con él.

—No hará sus dibujos si usted no se le une —insinuó mi compañera.

—Tal vez lo haga si lo hacen ustedes —dijo Lady Mellifont.

—Oh, quizá aparezca —interpuse.

—Sin duda lo hará, ¡si sabe que estamos aquí! —replicó Blanche Adney.

—¿Por qué no espera mientras lo buscamos? —pregunté a Lady Mellifont.

Repitió que no tenía importancia; ante lo cual Mrs. Adney continuó:

—Nos encargaremos de esto por propio placer.

—Les deseo una agradable excursión —dijo su señoría, y cuando estaba volviéndose quise saber si debíamos informar a su marido de que lo había seguido. Dudó un momento y soltó de manera extraña—: Creo que será mejor que no lo haga.

Con esto se despidió de nosotros y descendió por la garganta con cierta rigidez.

Mi compañera y yo observamos su retirada y a continuación cruzamos una mirada, mientras un ligero fantasma de risa salía de los labios de la actriz en un susurro.

—¡Debe estar andando entre los arbustos tras Mellifont!

—Lo sospecha, ¿sabe? —contesté.

—Y no quiere que él lo sepa. No va a haber ningún dibujo.

—A no ser que lo sorprendamos —adjunté—. En ese caso lo encontraremos haciendo uno, en la más grácil actitud, y lo más extraño es que será magnífico.

—Dejémoslo en paz. Tendrá que volver sin ese dibujo.

—Él preferiría no volver. Oh, ya encontrará público.

—Tal vez lo haga para las vacas —insinuó Blanche Adney.

Y cuando yo estaba a punto de censurar su profanidad, prosiguió:

—Eso es sencillamente lo que descubrí por casualidad.

—¿De qué está hablando?

—Del incidente de anteayer.

—¡Ah, oigámoslo por fin!

—Eso es todo lo que fue… que yo estaba como Lady Mellifont: no podía encontrarlo.

—¿Lo perdió?

—El me perdió a mí, ésa es la cosa al parecer! Creyó que me había ido.

—Pero lo encontró, puesto que volvió con él.

—Fue él quien me encontró a mí. Eso es lo que debe pasar. El está desde el momento en que sabe que hay otra persona.

—Entiendo sus intervalos —dije tras una breve reflexión—, pero no acabo de captar la ley que los rige.

—Es un fino matiz, pero lo capté en ese momento. Yo había emprendido el regreso. Estaba cansada y había insistido en que no volviera conmigo. Habíamos encontrado unas flores poco comunes, las que traje de vuelta conmigo, y fue él quien las había descubierto casi todas. Lo divertía mucho y yo sabía que quería cortar más, pero yo estaba agotada y lo dejé. Él me dejó marchar. ¿Dónde si no habría estado su tacto? Y yo era entonces demasiado estúpida como para adivinar que desde el momento en que no estuviera allí no se juntaría ni una flor. Comencé el camino de vuelta, pero al cabo de tres minutos me di cuenta de que me había llevado su navaja, me la había prestado para cortar una rama, y sabía que la necesitaría. Retrocedí unos pasos para llamarlo, pero antes de hablar lo busqué con los ojos. No puede entender lo que sucedió entonces sin tener el lugar ante usted.

—Tiene que llevarme allí —dije.

—Puede que veamos la maravilla aquí —el lugar sencillamente no ofrecía la menor oportunidad de esconderse: una gran ladera suave, sin obstrucciones ni árboles. Había unas rocas a mis pies, tras las cuales había desaparecido yo misma, pero de las que al regresar, había vuelto a emerger de inmediato.

—Entonces él debió verla.

—Había desaparecido por completo, por alguna razón que mejor sabrá él. Era probablemente un momento de fatiga, se está volviendo viejo, ¿sabe?, así que, con la sensación del retorno de la soledad, la reacción había sido proporcionalmente grande, la extinción proporcionalmente completa. En cualquier caso, el escenario estaba tan desnudo como la mano de usted.

—¿Podría haber estado en algún otro sitio?

—No podría haber estado, en ese tiempo, en ninguna parte sino donde lo dejé. Sin embargo, el lugar se hallaba totalmente vacío, tan vacío como esta extensión de valle que hay ante nosotros. Se había desvanecido… había cesado de ser. Pero en cuanto sonó mi voz (pronuncié su nombre), salió ante mí como el sol naciente.

—¿Y dónde salió el sol?

—Exactamente donde debía… exactamente donde habría estado y donde lo debía haber visto, si hubiera sido como los demás.

Había escuchado con el más profundo interés, pero mi deber era que se me ocurrieran objeciones.

—¿Cuánto tiempo transcurrió entre el momento en que percibió su ausencia y el momento en que lo llamó?

—Sólo un instante. No pretendo que fuera mucho.

—¿El tiempo suficiente para estar segura? —pregunté.

—¿Segura de que él no estaba allí?

—Sí. Y de que no estaba equivocada, de que no era víctima de algún abracadabra de su vista.

—Puede que haya estado equivocada, pero no lo creo. De todos modos, por eso quería que mirase en su habitación.

Pensé un momento.

—¿Cómo puedo hacerlo yo si ni siquiera su mujer se atreve?

—Ella quiere hacerlo, propóngaselo. No haría falta mucho para convencerla. Sospecha.

Pensé otro momento.

—¿Parecía él saberlo?

—¿Que lo había perdido? Eso supuse, pero pensó que había sido lo bastante rápido.

—¿Habló usted de su desaparición?

—¡Dios me libre! Me pareció demasiado extraño.

—Claro. ¿Y qué aspecto tenía?

Intentando pensarlo otra vez y reconstituir su milagro, Blanche Adney elevó su mirada abstraída hacia el valle.

De repente exclamó:

—¡Exactamente el que tiene ahora! —y vi a Lord Mellifont de pie ante nosotros con su cuaderno de dibujo.

Percibí, al ir a su encuentro, que su aspecto no era ni sospechoso ni inexpresivo; parecía como siempre, en todas partes, el rasgo principal de la escena. Naturalmente, no tenía dibujo alguno que enseñarnos, pero nada pudo haber redondeado mejor la concepción que de él teníamos que la manera en que se puso en situación cuando nos aproximamos. Había estado seleccionando su punto de vista; tomó posesión de él con un movimiento de lápiz. Estaba apoyado en una roca; su preciosa cajita de acuarelas reposaba junto a él en una mesa natural, un saliente de la ladera, lo cual demostraba de qué manera inveterada la naturaleza contribuía a su conveniencia.

Pintaba mientras hablaba, y hablaba mientras pintaba; y si la pintura era tan variada como la charla, de igual manera la charla hubiera embellecido un álbum. Esperamos mientras la exhibición continuaba, y en verdad parecía que los conscientes perfiles de los picos tenían interés en que le saliera bien. Se erguían tan negros como siluetas en papel, destacando agudos sobre un cielo lívido, del que, sin embargo, no habría nada que temer hasta que el boceto de Lord Mellifont estuviera acabado. Blanche Adney comulgaba conmigo sin palabras, y pude leer el lenguaje de sus ojos: «¡Si pudiéramos hacerlo así de bien! Llena la escena de una manera que nos abruma.» No habríamos podido dejarlo, como no habríamos podido abandonar un teatro sin que acabara la obra, pero a su debido tiempo nos pusimos en marcha con él y nos encaminamos a la posada, ante la puerta de la cual su señoría, mirando de nuevo su dibujo, arrancó la hoja del cuaderno y se la regaló, con unas acertadas palabras, a Mrs. Adney. A continuación entró en la casa, y un momento después, alzando los ojos desde donde estábamos, lo vimos, arriba, en la ventana de su saloncito (tenía las mejores habitaciones), observando las señales del tiempo.

—Tendrá que descansar después de esto —dijo Blanche, posando los ojos en su acuarela.

—¡Ya lo creo! —elevé los míos hacia la ventana. Lord Mellifont se había desvanecido—. Ya está reabsorbido.

—¿Reabsorbido? —noté que la actriz se hallaba ahora pensando en otra cosa.

—En la inmensidad de las cosas. Ha dejado de existir de nuevo; hay un entr'acte.

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