13 cuentos de fantasmas (17 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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El autor y la actriz se concentraron de tal forma en su objetivo principal que a ésta apenas le quedó tiempo para volver a hablarle de la señora Alsager, sobre la que su imaginación parecía de hecho haber dispuesto lo indicado. Wayworth le dijo una vez que era a su encantadora amiga a quien Nona Vincent se suponía, en buena parte, que debía parecerse; pero ella le replicó con un sutil «¿Lo supone quién?» que tuvo como consecuencia apartarlo para siempre del tema. El seguía confiando, con la misma libertad que de costumbre, sus miedos a la señora Alsager, la cual comprendía sin dificultad la peculiar maraña de ansiedades en la que se encontraba. El grado de desasosiego variaba según la hora, pero si eso hubiera podido suponer algún alivio, quedaba contrarrestado por la variedad y diversidad de sus matices. Una tarde, cercana ya la noche del estreno, habiendo mencionado que no había pegado ojo en toda la noche, la señora Alsager le dijo, ofreciéndole su taza de té:

—Sin duda se halla usted en un terrible estado. La ansiedad que se experimenta por otro es todavía peor que la que se experimenta por uno mismo.

—¿Por otro? —repitió Wayworth, mirándola por encima del borde de la taza.

—Amigo mío, usted está inquieto por Nona Vincent, pero lo está infinitamente más por Violet Grey.

—¡Violet es Nona Vincent!

—No, no lo es… en lo más mínimo —dijo la señora Alsager, con brusquedad.

—¿De verdad cree eso? —exclamó Wayworth, derramando el té del susto.

—Lo que yo crea no significa… me refiero a lo que yo crea de eso. Lo que quería decir es que si su inquietud por la obra es grande, lo es aún más la que siente por su actriz.

—Y yo no puedo más que repetir que mi actriz es mi obra. La mirada de la señora Alsager se posó contemplativamente en la tetera.

—Su actriz es su…

—¿Mi qué? —preguntó el joven, con un ligero temblor de voz ante la pausa de su anfitriona.

—Su muy querida amiga. Usted está enamorado de ella… actualmente —y con un seco golpecito dejó caer la tapadera sobre el aromático recipiente.

—¡Todavía no! —rió su visitante—. ¡Todavía no!

—Lo estará cuando ella le saque de apuros.

—Pero usted dice que no va a sacarme de apuros.

La señora Alsager callo un instante, y después musitó con dulzura:

—Rezaré por ella.

—¡Es usted la más generosa de las mujeres! —exclamó Wayworth; luego se sonrojó como si sus palabras no hubieran sido afortunadas. En realidad desmerecían bastante de un hombre con tacto.

A la mañana siguiente recibió cinco líneas apresuradas de la señora Alsager. Había tenido que irse repentinamente a Torquay, a ver a un pariente enfermo de gravedad; esto iba a retenerla varios días, pero tenía muchas esperanzas de volver a tiempo para la noche del estreno. En cualquier caso le mandaba, sin limitaciones, sus mejores deseos. El joven la echó de menos inmensamente, pues esos últimos días suponían una gran tensión y en Violet Grey muy poco consuelo iba a encontrar. Violet estaba incluso más nerviosa que él, y tan pálida y alterada que temía que se pusiera demasiado enferma y no pudiera actuar. Habían acordado entre los dos que el daño que se infligían era enorme y que valía más, ahora, que la dejase en paz. Habían desmenuzado tanto a Nona que no parecía quedar nada de ella: al menos había que darle a Violet Grey tiempo para que volviera a crecer en su compañía. El joven la dejó en paz, todo lo que buenamente pudo, pero ella incumplió palmariamente su parte del contrato. Volvió a verle para preguntarle cosas: le esperaba cargada de viejas dudas, y media hora antes del ensayo general, en vísperas del estreno, le propuso una interpretación radicalmente nueva de su heroína. Este incidente causó en el autor tal sensación de inseguridad que le dio la espalda sin decir ni una palabra, salió del teatro, huyó a toda prisa por el Strand y llegó nada menos que hasta el Bank. Luego tomó un hansom y volvió rumbo al oeste, y cuando puso de nuevo los pies en el teatro todo había prácticamente terminado. Parecía, casi para su decepción, no ser lo bastante malo para consolarse con la vieja máxima del mundo de la farándula según la cual los mejores estrenos siguen a los peores ensayos generales.

El día siguiente, un miércoles, era el día fatal; el teatro había cerrado el lunes y el martes. El miércoles procuraron todos no verse, y todos fracasaron notablemente en el empeño. Según las previsiones debían, hasta las siete, dedicar el día a descansar, pero todo el mundo menos Violet Grey hizo su aparición por el teatro. Wayworth miraba al señor Loder, y el señor Loder miraba hacia otro lado, y esto fue lo más parecido que tuvieron a una conversación. En realidad Wayworth estaba hecho un manojo de nervios, no podía ni comer ni dormir ni estarse quieto, a veces era casi presa del terror. Conservaba la calma, como siempre, manteniéndose en movimiento; para calmar los nervios intentaba caminar. Por la tarde caminó hasta Notting Hill, pero logró no romper, la promesa que había hecho de no mezclarse con su actriz. Esta era como una acróbata posada sobre un balón resbaladizo: si la tocara, la haría caer. Pasó tres veces por delante de su casa y pensó en ella trescientas. En esos momentos lamentó como nunca que la señora Alsager no hubiera regresado: porque había ido a su casa sólo para enterarse de que seguía aún en Torquay. Lo cual era probablemente raro, y probablemente aún era más raro que no le hubiese escrito; pero ni siquiera de estas cosas estaba seguro, pues, al perder, como ahora había perdido del todo, el juicio respecto a su obra, le parecía también haber perdido el juicio respecto a todo

Lo demás. Al llegar a casa, no obstante, encontró un telegrama de la dama de Grosvenor Place: «Asistiré. Llego ciudad, siete». A las ocho y media, a través de una pequeña abertura en el telón del Renaissance, la vio en su palco rodeada de un grupo de amigos… absolutamente espléndida y radiante. El local estaba también espléndido: demasiado bueno para la obra, pensó; demasiado para cualquier obra. Todo parecía ahora igual de bueno: el escenario, el decorado, el vestuario, los mismos programas. Se apoderó de él la idea de que eso era probablemente lo que ocurría con la encarnación de Nona: que era, sólo eso, demasiado buena. Con esta señorita había hecho un plan detallado de lo que debían ser sus relaciones a lo largo de la velada; y aunque todo lo demás que habían acordado lo habían alterado, se habían prometido el uno al otro no alterar este punto. Era asombrosa la cantidad de cosas que se habían prometido. El le daría la entrada, vería sus primeros pasos: luego abandonaría la sala y no volvería hasta un momento antes del final. Ella le había suplicado que no volviera: iba a ponerle las cosas definitivamente más fáciles. Wayworth comprobó que iba exquisitamente vestida: había hecho uno o dos cambios para mejor desde la última noche, y este hecho pareció destinado a remover sus pensamientos en el neblinoso trayecto de regreso a casa en el estruendoso carruaje en que, a unos pocos pasos de la puerta de actores, se había refugiado en cuanto le dijeron que el telón se había alzado. Vivía a un par de millas, y había elegido un vulgar coche de punto para tener tiempo de aburrirse.

Al llegar, el fuego estaba apagado, la habitación, fría, y se echó en el sofá sin quitarse el abrigo. Había enviado a su patrona al anfiteatro, intencionadamente: para que rebosara de palabras y malentendidos. La casa parecía un negro desierto, igual que lo habían parecido las calles: era formidable, todo el mundo había ido a su estreno. Por fin se sentía más calmado de lo que se había sentido en quince días, y hasta demasiado débil para preguntarse cómo estaría yendo la cosa. Luego hubo de creer que había dormido una hora; pero aunque lo creyera pensó que aún era demasiado pronto para volver al teatro. Se sentó junto a la lámpara y trató de leer… leer un pequeño compendio de la vida de un ilustre estadista inglés, que formaba parte de una «colección». Le pareció brillante e ingenioso, y se preguntó si acaso no era éste el tipo de camino que habría debido tomar: no el de estadista, sino el del arte de la biografía. De pronto se dio cuenta de que tenía que darse prisa si de veras quería llegar al teatro: faltaba un cuarto para las once. Salió precipitadamente y esta vez tomó un hansom: últimamente llevaba gastado en coches de punto dinero suficiente para completar sus esperanzas de que los beneficios de su profesión llegaran a ser grandes. La ansiedad, la inquietud, regresaron con todo su furor, y mientras galopaba rumbo al este —iba rápido ahora— casi se puso enfermo por momentos. Apenas hubo entrado en la sala, el primer hombre —algún empleado— conque se topó le gritó, sin aliento: «Le están llamando, señor… ¡Le están llamando!». El tono de estas palabras le pareció de muy mal agüero; devoró con la mirada los ojos del hombre en busca de una traición: ¿le estaba diciendo acaso que le llamaban al patíbulo? Alguien más le oprimía, casi le empujaba, hacia delante; estaba ya en el escenario. Cobró entonces conciencia de un rumor más o menos continuo, aunque débil y lejano a la vez, que al principio tomó por la voz de los actores que llegaba a través de las paredes de tela de la bonita habitación empotrada del último acto. Pero los actores estaban entre bastidores, le estaban rodeando; el telón había caído y ellos volvían del proscenio. Los habían llamado, y le estaban llamando a él… todos le animaban con un «¡Adelante! ¡Adelante!». Estaba aterrorizado —no podía salir—, no se creía los aplausos, que oía, según su impresión, sólo lo suficiente para que se le antojaran poco entusiastas.

«¿Ha ido bien…? ¿Ha ido bien?», murmuraba sin aliento a la gente que le rodeaba; y les oía decir: «Bastante bien… ¡Bastante bien!», someramente, mendazmente, o eso le parecía, y hasta oyó alguna risa burlona, la risa de la derrota y la desesperación. De pronto, aunque todo eso no debió de durar más que un instante, Loder saltó sobre él desde algún sitio diciendo: «Por el amor de Dios, ¡no los haga esperar, o se callarán!» «¡Pero yo no puedo salir a hacer eso!», gritó Wayworth, angustiado; a él le parecía que el clamor ya había concluido. Loder le había agarrado y le estaba empujando; él se resistía y buscaba por todas partes como un loco a Violet Grey, porque a lo mejor ella le decía la verdad. A estas alturas había una multitud congregada entre bastidores, una multitud de caras extrañas y maquilladas haciendo muecas, pero Violet no estaba entre ellas y esta misma ausencia le llenaba de terror. Pronunció su nombre en un tono del que luego habría de lamentarse: un tono que, según pensó, los delataba a los dos; y mientras Loder le empujaba hasta el proscenio oyó que alguien decía: «Salió cuando la llamaron y luego desapareció». La habían llamado, pues: esto fue lo que más retuvo el pensamiento del joven cuando por un instante se irguió ante el resplandor de las candilejas, observando cegado la gran herradura vagamente poblada, y mientras era saludado con aplausos que ahora le parecían más fuertes de lo que se merecía y a la vez más débiles de lo que deseaba. Rápidamente se fundieron en un silencio, pero le dio la impresión de que pasaba mucho tiempo antes de poder retroceder, antes de poder agarrar, a su vez, al empresario del brazo y suplicarle con voz ronca:

—¿Ha ido bien? ¿Ha ido bien… de verdad?

El señor Loder le miró fijamente y contestó al cabo de un instante:

—¡La obra está muy bien!

Wayworth pendía de sus palabras.

—Entonces ¿qué es lo que ha ido mal?

—Hay que hacer algo con la señorita Grey.

—¿Qué le pasa?

—No está en su papel.

—¿Me está usted diciendo que lo ha hecho mal?

—Pues sí, demonios… Lo ha hecho mal.

Wayworth no dejaba de mirarle.

—Entonces, ¿cómo ha podido la obra salir bien?

—Oh, ya la salvaremos… La salvaremos.

—¿Dónde está la señorita Grey…? ¿Dónde está? —preguntó el joven.

Loder le agarró del brazo mientras él volvía a darse la vuelta buscando a su heroína.

—No se preocupe por ella ahora… ¡Ella ya lo sabe!

En este preciso instante se acercó a Wayworth un caballero en quien reconoció a uno de los amigos de la señora Alsager: lo había visto en el palco de la dama. Allí esperaba la señora Alsager al aclamado autor; era su mayor deseo que subiera a hablar con ella. Wayworth se cercioró primero de que Violet no estaba en el teatro: una de las actrices supo decirle que la había visto ponerse una capa, sin cambiarse de vestido, y que luego le habían dicho que, un momento después, se había metido a toda prisa, después de meter a su tía, en un coche de alquiler. El hubiera querido invitar a media docena de personas, dos de las cuales eran la señorita Grey y su anciana tía, a cenar en su casa; pero Violet se había negado de antemano a todo compromiso (habría sido un horror tener que cumplirlo, si no triunfaba), y esta actitud había arruinado aquellos prometedores planes, que se vinieron abajo. El le había dicho que era una aprensiva, pero ella permaneció inamovible. El mensajero de la señora Alsager le comunicó que se le esperaba en Grosvenor Place para la cena, y media hora más tarde allí estaba sentado, entre cumplidos y flores y botellas descorchadas, en la primera comida en condiciones que probaba desde hacía una semana. La señora Alsager le había llevado en su berlina: los demás fueron en sus propios medios. Cuando empezaba a decirle la fabulosa impresión que había causado la obra a todo el mundo, la interrumpió; la puso en el brete de tener que hablar de Violet Grey. ¿Había destrozado la obra, la había puesto en peligro o en un compromiso? ¿Había estado rematadamente mal, o había algo que se pudiera salvar?

—Lo cierto es que, si ella hubiera estado mejor, la función habría parecido mejor —confesó.

—Y, si la función hubiera sido mejor, la obra habría parecido mejor —dijo Wayworth, con tristeza, desde el rincón de la berlina.

—Hace lo que puede, y tiene talento, y su aspecto era envidiable. Pero no ve a Nona Vincent. No ve el tipo… no ve el ser individual… no ve a la mujer que usted quería. No llega a captarla… Lo que le da es otra persona.

—¡Oh, la mujer que yo quería! —exclamó el joven, mirando las farolas de Londres que el carruaje dejaba atrás—. Dios mío, ¡ojalá la hubiera conocido a usted! —añadió, mientras el coche se detenía. Ya dentro de la casa, le dijo—: Ya ve cómo ella no me va a sacar de apuros.

—¡Perdónela…! ¡Sea amable con ella! —suplicó la señora Alsager.

—Sólo le daré las gracias. Por mí, la obra, que se vaya al cuerno.

—Si eso ocurriera… si eso ocurriera… —empezó la señora Alsager, mirándole con sus ojos puros.

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