13 cuentos de fantasmas (26 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—No me lo podía imaginar —dijo Spencer—, ni que fuera tan visible el carácter de la crisis que aquí se está viviendo. Pero el otro día le sugerí a Jane Wingrave la conveniencia de presionar a su sobrino seriamente, y me ha tomado la palabra. Le han cortado los suministros…, están intentando rendirle por el hambre. No era eso lo que yo quería decir…, pero la verdad es que ya ni sé qué quería decir. Owen siente la presión, pero no cede. —Lo extraño era que, viéndose allí, el pequeño y caviloso preparador sabía todavía mejor, aunque entornase los ojos al hecho, que su propio ánimo había sucumbido a una oleada de reacción. Si estaba en aquella casa era porque estaba del lado del pobre Owen. Toda su impresión, toda su aprensión, se había tornado allí mucho más honda.

Había algo en la propia resistencia del joven fanático que empezaba a encantarle. Cuando su esposa, en la intimidad de la conferencia que he citado, se quitó la máscara y encomió hasta con extravagancias la posición que había adoptado su discípulo (valía demasiado para ser un soldado horrible. Tenía la nobleza de sufrir por sus convicciones —¿no era impávido como un joven héroe, aunque tuviera la palidez de un mártir cristiano?), la buena señora no hacía sino expresar la solidaridad que él, so capa de considerer a su ex alojado como una rara excepción, ya había reconocido en su propia alma.

Porque media hora antes, después de tomar un té superficial en la parda y vetusta sala grande de la casa, aquel indagador en las razones de las cosas le había propuesto dar un breve paseo por el exterior antes de ir a vestirse, e incluso ya en la terraza, según caminaban juntos hacia uno de los extremos, había tomado del brazo suplicantemente a su acompañante, permitiéndose así una familiaridad desacostumbrada entre discípulo y maestro, y calculada para mostrar que había adivinado de quién podía esperar más comprensión. También Spencer Coyle había adivinado algo, por lo que no le sorprendió que el chico tuviera una confidencia particular que hacerle. Había sentido al llegar que cada uno de los miembros del grupo iba a querer ser el primero en apropiarse de él, y sabía que en ese momento Jane Wingrave estaría acechando a través de la antigua borrosidad de alguna ventana —la casa había sido tan poco modernizada que los cristales, gruesos y oscuros, tenían tres siglos—, para ver si su sobrino daba trazas de estar emponzoñando el espíritu del visitante. De modo que Coyle no perdió tiempo en recordarle al joven —aunque cuidando de dar un sesgo jocoso a sus palabras— que él no había venido a Paramore para dejarse corromper. Había venido para hacer, cara a cara, un último llamamiento, que esperaba no fuese enteramente inútil. Owen sonrió tristemeste según caminaban, preguntándole si le veía con el aspecto general del que va a claudicar.

—Te veo extraño…, te veo enfermo —dijo Spencer Coyle muy sinceramente. Se habían detenido al llegar al extremo de la terraza.

—He tenido que ejercitar una gran capacidad de resistencia, y eso desgasta.

—¡Ay, hijo mío, ojalá que tu gran capacidad —porque evidentemente la tienes— se ejercitara en mejor causa!

Owen Wingrave, sonriente, bajó la mirada a su pequeño pero erguido instructor. «¡Eso no me lo creo!» Y a continuación añadió, para explicar por qué: «¿Lo que usted quiere (ya que por su bondad juzga positivamente mi carácter) no es verme ejercer la mayor capacidad, en una u otra dirección? Pues así es como ejerzo más.»

Reconoció haber tenido terribles sesiones con su abuelo, que le había atacado de una manera espeluznante. El ya contaba con que no les iba a hacer ninguna gracia, pero no se figuraba que fueran a armar tal escándalo. Lo de su tía fue distinto, pero igualmente insultante. Le habían hecho sentir que se avergonzaban de él; le acusaban de arrojar un baldón sobre su apellido. Era el único que se había echado atrás —el primero en trescientos años.

En todas partes se había sabido que iba para el ejército, y ahora en todas partes se le conocería como un hipócrita que de repente fingía tener escrúpulos. Hablaban de sus escrúpulos como no se hablaría ni de un dios de los caníbales. Su abuelo le había aplicado adjetivos intolerables. «Me ha llamado…, me ha llamado…» Al llegar aquí Owen flaqueó y se le quebró la voz. No cabía aspecto más alicaído en un joven de tan espléndida salud.

—¡Me lo imagino! —dijo Spencer Coyle con una risa nerviosa.

Los ojos empañados de su acompañante, como siguiendo las últimas y extrañas consecuencias de las cosas, se posaron por un instante en un objeto lejano. Luego buscaron los suyos, y durante otro momento los sondearon profundamente. «No es verdad. No. ¡No es eso!»

—¡Ni yo creo que lo sea! ¿Pero tú qué propones a cambio?

—¿A cambio de qué?

—De la estúpida solución de la guerra. Para negarla tendrías que sugerir por lo menos una alternativa.

—Eso es problema de los que mandan, de los gobiernos y los consejos de ministros —dijo Owen—. Ellos encontrarían en seguida la alternativa, en cada caso particular, si se les diera a entender que de no encontrarla acabarían en la horca… y cortados en cuatro. Que lo hagan delito capital; ¡íbamos a ver si no se les aguzaba el ingenio a los ministros! —Al hablar se le iba iluminando la mirada, y su aspecto denotaba seguridad y exaltación.

Coyle dio un suspiro de triste desaliento: verdaderamente era un caso de obsesión. Veía que al momento siguiente Owen le preguntaría si él también le tenía por cobarde; pero calculó con alivio que no sospechaba de él en ese sentido o se retraía de plantear la pregunta.

Spencer Coyle quería demostrar confianza, pero una declaración directa de que no ponía en duda el valor de Owen sería como un cumplido demasiado grosero —sería como decirle que no ponía en duda su sinceridad. La dificultad se allanó al cabo, cuando Owen siguió diciendo:

—Mi abuelo no puede deshacer el mayorazgo, pero lo único que me quedará será esta casa, que, como usted sabe, es pequeña, y que según están las rentas ha dejado de producir ingresos. El tiene dinero… no mucho, pero de lo que hay me deshereda. Mi tía hará otro tanto…, así me lo ha comunicado. Me iba a dejar las seiscientas libras que tiene al año. Lo tenía todo dispuesto, pero ahora lo que está claro es que no veré ni un penique de eso si renuncio al ejército. Debo añadir, todo sea dicho, que yo por mi cuenta tengo trescientas libras anuales de mi madre. Y será la pura verdad si le digo que la pérdida del dinero me trae completamente al fresco.

—El joven respiró hondo y despacio, como una criatura dolorida; luego añadió: —¡No es eso lo que me preocupa!

—¿A qué te piensas dedicar entonces? —preguntó su amigo sin otro comentario.

—No lo sé…, a lo mejor a nada. A nada grande, en cualquier caso. ¡A algo pacífico!

Owen sonrió con gesto cansado, como si, en medio de su agobio, todavía pudiera apreciar el efecto humorístico de semejante declaración de labios de un Wingrave; pero lo que suscitó en su invitado, que le miraba pensando que al fin y al cabo no era en vano un Wingrave y demostraba marcial entereza bajo el fuego enemigo, fue la exasperación que semejante programa, que así expresado sólo podía parecerles el colmo de lo ignominioso, debía haber producido en su abuelo y en su tía. «A lo mejor a nada»: ¡cuando podía continuar la gran tradición! No. Owen no era débil, y era un chico interesante; pero estaba claro que desde cierto punto de vista podía sacar de quicio. «¿Qué es, entonces, lo que te preocupa?», demandó Coyle.

—Esta casa…, hasta el aire que se respira en ella. Hay voces extrañas que parece como si me murmurasen…, como si me dijeran cosas horribles al pasar. Me refiero a la conciencia y responsabilidad generales de lo que hago. Por supuesto que para mí no ha sido fácil… ¡ni mucho menos! Le aseguro que no es ningún placer. —Con una luz en ellos que era como un anhelo de justicia, Owen volvió a bajar los ojos hacia los del pequeño preparador, y prosiguió: —He despertado a todos los viejos fantasmas. Hasta los retratos me fulminan desde las paredes. Hay uno de mi tatarabuelo (el de esa historia extraña que usted conoce…, el que está en el segundo descansillo de la escalera grande) que yo diría que hasta rebulle en el lienzo, que resopla un poco cuando paso cerca. Tengo que subir y bajar las escaleras…, ¡es bastante molesto! Es lo que mi tía llama el círculo familiar, todos sentados muy serios formando tribunal. Aquí está constituido el círculo entero, es una especie de presencia tremenda que todo lo abarca, que se prolonga hacia el pasado, y el otro día, cuando veníamos, me decía mi tía que no iba a tener yo la insolencia de decir tales cosas en mitad de él. No tuvo más remedio que decírselas a mi abuelo; pero ahora que ya están dichas me parece que no hay más que hablar. Quiero irme…; no me importa que sea para no volver.

—¡Pero tú eres un soldado; tienes que dar la batalla! —rió Coyle.

Esta ligereza pareció desanimar al joven; pero, según daban media vuelta para regresar por donde habían venido, él mismo sonrió débimente tras un instante y repuso: «¡Estamos todos contaminados!»

Hicieron en silencio parte del camino hasta el viejo pórtico; entonces el mayor de los dos, deteniendo el paso tras comprobar que la distancia a la casa era suficiente para que no le oyeran, preguntó a bocajarro: «¿Qué dice Kate Julian?»

—¿Kate Julian? —Owen se había ruborizado perceptiblemente.

—Estoy seguro de que ella no habrá ocultado su parecer.

—Es el mismo del círculo familiar, que la incluye, naturalmente. Aparte de que ella tenga el suyo propio.

—¿Su propio parecer?

—Su propio círculo familiar.

—¿Te refieres a su madre…, esa señora tan paciente?

—Me refiero más en particular a su padre, que cayó en combate. Como su abuelo, y el padre de su abuelo, y sus tíos y sus tíos abuelos…, todos cayeron en combate.

Coyle, ahora con expresión extrañamente fija, asimiló aquella respuesta. «¿No ha sido suficiente el sacrificio de tantas vidas? ¿Por qué quiere sacrificarte a ti?

—¡Porque me odia! —declaró Owen al tiempo que reanudaban la marcha.

—¡Ah sí, el odio de las chicas guapas a los jóvenes apuestos! —exclamó Spencer Coyle.

El no lo creía, pero su mujer sí, según se echó de ver al comentarle él la conversación mientras, de la manera que se ha dicho, ambos se vestían para la cena. La señora Coyle ya había descubierto, en la media hora que el grupo pasó en la sala grande, que no había cosa más odiosa que el comportamiento de la señorita Julian hacia el muchacho caído en desgracia; y a juicio de esta dama había que ser ciego para no ver que dicha señorita estaba ya intentando coquetear descaradamente con Lechmere hijo. Era una pena que hubieran llevado a ese bobo: en esos momentos estaba en la sala con aquel ser. Spencer Coyle tenía otra versión —le parecía que había en juego elementos más sutiles. La posición de aquella chica en la casa era inexplicable salvo sobre la base de estar predestinada al sobrino de la señorita Wingrave. Como sobrina del infortunado novio de la propia Jane Wingrave, desde muy temprano habíale destinado esta dama la misión de cerrar, mediante su enlace con la esperanza de la estirpe, la trágica brecha que había separado a sus mayores; y si a esto se respondía que a una muchacha de temperamento no le podía hacer gracia que nadie le dijera lo que tenía que hacer en ese terreno, el perspicaz amigo de Owen tenía ya preparado el argumento de que ninguna chica en la situación de Kate Julian haría la tontería de rehusar seriamente una oportunidad tan buena. En Paramore era de la casa y se sentía segura: por lo tanto podía concederse el entretenimiento de aparentar una posibilidad de escoger. No eran más que trucos inocentes y aires de importancia. Tenía un curioso encanto, y sería vano sostener que el heredero de aquella casa pudiera parecerle poco a una chica de dieciocho años, por muy lista que fuera. La señora Coyle le recordó a su marido que precisamente su ex pupilo ya no se contaba entre los de la casa: esta cuestión había sido uno de los temas en que emplearan su ingenio después del paseo de lo dos hombres por la terraza. Spencer le contó entonces a su mujer que a Owen le daba miedo el retrato de su tatarabuelo. Como no se había fijado, se lo enseñaría al bajar.

—¿Y por qué el de su tatarabuelo más que los otros?

—Porque es el más temible. Es el que a veces se aparece.

—¿Dónde? —La señora Coyle se había vuelto dando un respingo.

—Donde le encontraron muerto…, en el Cuarto Blanco, como lo llaman desde siempre.

—¿Me estás diciendo que en esta casa hay un fantasma probado? —chilló casi la señora Coyle—. ¿Y me traes aquí sin avisar?

—¿No te lo conté al volver de mi otra visita?

—Ni palabra. No me hablaste más que de Jane Wingrave.

—¡Pero si me impresionó mucho la historia…, será que ya no te acuerdas!

—¡Pues tu obligación era habérmelo recordado!

—Si hubiera pensado en ello no te habría dicho nada…, porque entonces no habrías venido.

—¡Más me habría valido! —clamó la señora Coyle—. Pero —preguntó inmediatamente— ¿qué historia es ésa?

—Nada, un suceso violento que hubo aquí hace siglos. Creo que fue en tiempos de Jorge II cuando el coronel Wingrave, un antepasado de la familia, en un arrebato de ira, le propinó tal golpe en la cabeza a uno sus hijos, casi un niño, que el desdichado murió. De momento se ocultó lo sucedido y se dieron otras explicaciones.

Tendieron al pobre chico en una de las habitaciones del otro lado de la casa, y apresuraron el entierro en medio de extraños rumores. Al día siguiente, cuando se reunió la familia, faltaba el coronel Wingrave; le buscaron en vano, y por fin a alguien se le ocurrió que acaso estuviera en aquel cuarto de donde habían llevado a su hijo a enterrar. Esa persona llamó a la puerta sin recibir respuesta…, y la abrió. El infeliz yacía muerto en el suelo, vestido, como si perdiendo el equilibrio se hubiera caído de espaldas, sin una herida, ni una señal, ni nada en su aspecto que revelase lucha ni sufrimiento. Era un hombre fuerte y sano…, nada podía explicar un ataque tan fulminante. Debió de ir a aquel cuarto por la noche, antes de acostarse, movido del arrepentimiento o fascinado por el miedo. Sólo después de aquello se supo la verdad de lo del chico. Pero en ese cuarto no duerme nadie.

La señora Coyle había palidecido un tanto. «¡Cómo quieres que duerman! ¡Gracias a Dios que nos han puesto ahí a nosotros!»

—Estamos bastante alejados…; yo conozco el lugar del hecho.

—¿Que tú has estado…?

—Sólo unos momentos. Están bastante ufanos, y mi joven amigo me lo enseñó la otra vez que vine.

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