Pero cuando se sentía de mal humor, prefería estar solo. Para pensar en sus cosas y no ser cargante con los otros.
Se acercó a la puerta y se quedó un rato allí, mirando el exterior.
—¿No comes, jefe?
Sin volverse, sacudió la cabeza.
—Voy al Deli de allí atrás. Volveré para hacer el recuento de las víctimas de la comida de Ron.
Bajó los escalones del barracón y, de pronto, se transformó en un ciudadano más. Atravesó el paso de cebra y se dirigió hacia la calle Veintitrés, dejando a sus espaldas la Tercera Avenida. A aquella hora no había mucho tráfico en esa parte de la ciudad. Nueva York escogía sus ritmos de modo muy regular, salvo enloquecimientos de tanto en tanto, cuando una masa de coches y de personas se lanzaba a las calles sin motivo y sin preaviso.
En esa ciudad todo aparecía y desaparecía constantemente en un eterno juego de prestigio: coches, personas, casas.
Vidas.
Caminando con decisión llegó al Deli, sin detenerse en ningún escaparate, un poco por desinterés en lo que exhibían, pero sobre todo porque no quería ver el reflejo de su imagen. Temía percatarse de que también él había desaparecido en la nada.
Empujó la puerta del local repleto de gente y una peste a comida le anegó el olfato. Al verlo entrar, una chica asiática le sonrió desde detrás de la caja. Después volvió a prestar atención a las personas que estaban en la cola para pesar y pagar lo que iban a comer.
Recorrió lentamente el largo expositor que mantenía la comida caliente, buscando en el contenido de los muchos recipientes algo que le atrajera. Unos empleados, también ellos asiáticos, reemplazaban los contenedores cuando se vaciaban. Cogió un plato de plástico y se sirvió unos trozos de pollo hervido de aspecto aceptable y se hizo preparar una ensalada mixta.
Mientras tanto, la cola de la caja se había acortado y al cabo se encontró frente a la chica que le había sonreído al entrar. A primera vista le había parecido alguien muy joven. Ahora, de cerca, se dio cuenta de que no hubiese podido ser su hija. Ella le sonrió como si estuviera dispuesta a convertirse para él en algo diferente. Jeremy pensó que quizás hiciera lo mismo con todos los clientes. Pesó su comida, pagó y dejó atrás a la mujer, que sonreía de la misma manera al siguiente cliente.
Se dirigió al fondo del local y se sentó solo en una mesa para dos. El pollo mantenía lo prometido, es decir, poco. Lo dejó por la mitad y se dedicó a la ensalada, recordando cuánto insistía Jenny, cuando estaban juntos, en que comiera más verdura.
«Todo sucede demasiado tarde. Siempre demasiado tarde...»
Con la lengua se quitó los fragmentos de ensalada metidos entre los dientes y los hizo desaparecer con sorbos de la cerveza que había cogido de la nevera de las bebidas.
Su mente volvió a la reunión de la mañana con Val Courier, un arquitecto de clara fama y sexualidad dudosa, y con Fred Wyring, ingeniero de cálculos más que sospechosos, a quien se había unido la mujer del propietario de la empresa. La señora Elizabeth Brokens, que parecía una publicidad de bótox, cansada de pasar de un psicoanalista a otro, había decidido que el mejor tratamiento para su neurosis era el trabajo. Sin tener aptitudes, preparación o siquiera una idea propia, el único camino posible consistía en apoyarse en su marido. Quizá se había liberado de la neurosis, pero sólo porque la estaba distribuyendo con generosidad entre las personas con que trataba.
Jeremy Cortese no tenía títulos académicos, pero el diploma se lo había ganado trabajando. Un día tras otro había trabajado duro y aprendido de quienes sabían más que él. Encontraba que las discusiones con los incompetentes eran una pérdida de tiempo, de la cual antes o después tendría que rendir cuentas al señor Brokens en persona. Pero se tragaría el decirle que su trabajo lo conocía bien, tanto como que Brokens no conocía bien a su mujer.
Cada vez que la veía llegar tenía ganas de poner en marcha el cronómetro para que su jefe supiera cuánto tiempo le costaba una visita de su cónyuge a las obras. Quizá le convendría más seguir pagando los honorarios de los psicoanalistas. Además de los de un joven profesor de tenis o de golf dispuesto a hacer horas extra.
Estaba tan concentrado en sus pensamientos que no vio entrar a Ronald Freeman. Sólo cuando estuvo frente a él, la percepción de su presencia le hizo alzar la mirada de la ensalada.
—Tenemos un problema.
Ron hizo una pausa y apoyó las manos en la mesa. Lo miró fijamente y con una expresión que Jeremy nunca le había visto. Si eso hubiese sido posible, Jeremy habría dicho que Ron estaba pálido.
—Un gran problema.
La confirmación hizo que la luz de alarma se encendiera en el cerebro de Jeremy.
—¿Qué sucede?
Ron señaló la puerta con el mentón.
—Es mejor que vengas a verlo.
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se dirigió a la salida. Jeremy lo siguió, tan preocupado como sorprendido. No era frecuente ver a su ayudante paralizado ante una emergencia, fuera cual fuere.
Ya en la calle, caminaron uno junto al otro. Cuando se acercaban a las obras vio que los hombres habían salido del área cercada, un grupo heterogéneo de chaquetas de trabajo y coloridos cascos.
Apuró el paso sin proponérselo.
Llegaron a la entrada y los trabajadores guardaron silencio mientras ellos pasaban. Parecía una escena de una vieja película, una de esas donde un barrido de imagen muestra rostros mudos y sin esperanza delante de la entrada de una mina donde un improvisto derrumbe ha aprisionado a mineros en las galerías.
«Pero ¿qué está sucediendo?»
No perdieron tiempo en ponerse el casco, como obligaba el reglamento. Caminaron a lo largo de la estacada, junto a los restos del muro que todavía estaba en pie, y poco a poco empezaron a bajar al viejo semisótano, ahora casi totalmente a cielo abierto. Su ayudante lo condujo hacia la parte opuesta de la excavación. La única pared que permanecía en pie era la medianera entre los dos edificios, todavía pendiente de demolición.
Uno detrás del otro, llegaron al rincón de la izquierda, el más apartado de la escalera. Ronald se detuvo y se apartó para dejar a la vista el panorama, un involuntario movimiento de telón que tuvo efecto escenográfico.
De golpe, Jeremy sintió un escalofrío. También sintió la amenaza de arcadas y agradeció haber comido sólo ensalada.
El trabajo de desescombro había dejado a la vista un intersticio. Por una brecha abierta por el martillo neumático aparecía el brazo de un cadáver, sucio por el tiempo y el polvo. La cara, ya casi sólo una calavera, estaba sostenida por lo que quedaba de los hombros, y parecía mirar al exterior con la amarga desolación de quien ha logrado demasiado tarde reencontrarse con el aire y la luz.
Vivien Light estacionó su Volvo XC60, apagó el motor y esperó un momento a que el mundo que la rodeaba la alcanzase. Durante todo el viaje de regreso de Cresskill había tenido la sensación de moverse en una exclusiva dimensión paralela donde ella era más rápida que el resto. Como si dejase tras de sí una estela compuesta de fragmentos del pasado, rápidas fracciones y refracciones de colores, visibles como la cola de un cometa desde los coches, las casas y las personas que daban vida a las pantallas privadas que eran las ventanas.
Le sucedía cada vez que iba a ver a su hermana.
Cada viaje de ida era una esperanza. Sin motivo, pero quizá por eso más fuerte y todavía más frustrante. Una esperanza de encontrarla igual y, como siempre, más hermosa. Por una compensación absurda, parecía que los meses y los años no tuvieran efecto sobre su rostro. Sólo que sus ojos eran una mancha azul arrojada en el vacío al que se había asomado, un vacío que su enfermedad seguía expandiendo lentamente.
Por esa razón el regreso era una especie de salto en el hiperespacio, un salto que la obligaba a emerger una vez más en el lugar que la esperaba en el centro de la realidad.
Giró hacia ella el espejo retrovisor. No era coquetería, quería verse otra vez, reconocerse como una persona normal. Apareció la cara de una muchacha que alguna vez alguien habría calificado de bonita y que algún otro habría mirado como si no existiese. El agrado, como sucede siempre, era inverso a sus intereses.
Era morena, con el pelo corto, sonreía muy poco y nunca cruzaba los brazos, y de vez en cuando sentía necesidad de contacto físico con las personas. En sus ojos claros parecía haber una huella permanente de severidad. Y en la guantera de su coche había una Glock 23 calibre 40 S&W.
Si hubiera sido una mujer normal, tal vez su contacto cotidiano con la existencia sería diferente. Y tal vez también su aspecto. Pero el pelo corto servía para impedir que la cogieran de la melena durante un cuerpo a cuerpo, y la expresión severa escenificaba la distancia que debía mantener. Cruzar los brazos podría verse como inseguridad, y tocar a alguien servía para transmitir un sentido de protección e instaurar una relación de confianza, imprescindible para hacer que se abriera y se explayara. Tenía la pistola porque era la detective Vivien Light, destinada en la comisaría del Distrito 13 del Departamento de Policía de Nueva York, en la calle Veintiuno. Tenía la entrada de su lugar de trabajo a sus espaldas y sólo esperaba bajar del coche y caminar esos pocos pasos que la llevarían del estado de mujer apenada al de mujer policía.
Se apartó para coger la pistola de la guantera y la metió en el bolsillo del chaquetón. También cogió el móvil y se concedió otro instante antes de encenderlo y volver a la tierra.
En el espejo lateral vio a dos agentes que salían por la puerta acristalada, bajaban las escaleras, subían al coche patrulla y partían a toda velocidad, con la sirena y las luces encendidas. Una llamada: una de las tantas que llegaban cada día. Una emergencia, una necesidad, un crimen. Hombres, mujeres y niños que cada día caminaban por esa ciudad en medio del peligro, sin posibilidad de preverlo o combatirlo.
Ellos estaban allí para eso.
Amabilidad.
Profesionalidad.
Respeto.
Esas palabras estaban escritas en las puertas de los coches de la policía. Lamentablemente no siempre la amabilidad, la profesionalidad y el respeto eran suficientes para proteger de la violencia y la locura humana a todas esas personas. A veces, para poderla combatir, el policía debía permitir que una pequeña parte de esa locura entrara en él. Y allí entraba también el difícil deber de ser consciente y tener la locura maniatada. Ésta era la diferencia entre ellos y las personas con las cuales se veían obligados a intercambiar la violencia. Violencia contra violencia. Por este motivo ella llevaba el pelo corto, rara vez sonreía, tenía una placa en el bolsillo y una pistola en la cintura.
Sin que viniera al caso, recordó una antigua leyenda india, la misma que en una época le contaba a Sundance y que hablaba de un viejo cherokee sentado junto a su nieto al atardecer.
—
Abuelo, ¿por qué luchan los hombres?
Con los ojos en el poniente y en el día que iba perdiendo su batalla con la noche, el viejo respondió con voz tranquila:
—
Antes o después, todos los hombres son convocados a la lucha. Para todos los hombres siempre hay una batalla que espera ser combatida. Una batalla que puede ganarse o perderse. Y el combate más cruento es el que se produce entre dos lobos
.
—
¿Qué lobos, abuelo?
—
Los que cada hombre lleva dentro de sí
.
El niño no lograba entender. Esperó a que el abuelo rompiese el silencio que había dejado caer entre los dos, quizá para avivar su curiosidad. Por fin, el viejo, que tenía la sabiduría del tiempo dentro de sí, retomó las palabras con calma
.
—
Dentro de cada uno de nosotros hay dos lobos. Uno es malo y vive de odio, celos, envidia, rencor, falso orgullo, mentiras y egoísmo
.
El viejo hizo una nueva pausa, esta vez para permitir que el niño entendiera sus palabras
.
—
¿Y el otro?
—
El otro es el lobo bueno. Vive de paz, amor, esperanza, generosidad, compasión, humildad y fe
.
El niño pensó un instante lo que su abuelo le había dicho. Después dejó que su pensamiento y su curiosidad se expresaran
.
—
¿Y cuál gana?
El viejo cherokee se volvió y, mirándolo, dijo:
—
El que más alimentas
.
Vivien abrió la puerta del coche y se apeó. Encendió el teléfono, que apenas tuvo cobertura se puso a sonar.
—Detective Light.
—Soy Bellew, ¿dónde estás?
—Aquí abajo, estoy entrando.
—Vale, bajo yo. Nos vemos en el vestíbulo.
Subió las escaleras, atravesó la puerta de vidrio y entró en el edificio, un punto de llegada y de salida para una humanidad doliente y transitoria. Personas a las que la vida había aplastado, personas que habían aplastado otras vidas. Cada uno había dejado tras de sí un residuo que cargaba la mente de imágenes y que se respiraba en el aire. A la izquierda, detrás de un largo mostrador que iba de pared a pared, estaban los agentes de servicio. Se hallaban de pie sobre una tarima, de modo que quien quisiera dirigirse a ellos tenía que mirar hacia arriba. A sus espaldas, una pared de azulejos que habían sido blancos. Como en las fábulas, Vivien no conocía el origen del cambio de color. Algunos azulejos estaban astillados, las juntas eran una telaraña gris y lo blanco estaba cubierto por una pátina opaca que sólo los malos tiempos pasados pueden proporcionar.
Detrás del mostrador había un negro con las manos esposadas a la espalda. Un agente uniformado lo sostenía por un brazo y otro estaba formalizando los detalles del arresto.
Vivien entró y respondió con un gesto el saludo del agente. Se volvió a la derecha y se encontró en una habitación amplia, pintada de un color indefinido, con sillas colocadas en línea en el centro y un panel blanco colgado de una pared. Había otro panel junto a un escritorio elevado. Era la sala de reuniones donde a los agentes se les comunicaba el orden del día y se impartían las directrices generales para las operaciones.
El capitán Alan Bellew apareció por una puerta de vidrio que daba al corredor, frente a la entrada. Apenas la vio, se le acercó con un paso veloz que transmitía la sensación de vigor físico. Era un hombre alto, práctico y capaz, a quien le gustaba su trabajo y sabía hacerlo.