Había respondido con una pregunta.
—¿Es usted piloto, señor Terrance?
El hombre rio. En la cara bronceada, al lado de los ojos, se le formaban arrugas como una telaraña.
—Oh, soy una especie de hombre para todo. Mecánico, chófer, asistente de parrilla... parrilla de salida y de barbacoa si fuera necesario.
Hizo un gesto con la mano, un gesto con el que resumía los hechos de la vida.
—En este momento Jason Bridges, o sea mi piloto, está viajando en avión, muy cómodo él. A los currantes nos esperan las fatigas, a los pilotos, la gloria. Pero, si te soy honesto, mucha gloria no llega. Como piloto es un fracaso. Sin embargo, sigue corriendo; es algo que ocurre cuando tu padre tiene la cartera llena. Los coches pueden comprarse, las pelotas no.
El muchacho negro había terminado de llenar el depósito y buscaba con la mirada al dueño de la camioneta. Cuando lo encontró hizo un ademán elocuente dando a entender que detrás había una fila de coches esperando. Terrance hizo un gesto que pretendía borrar todas las palabras dichas.
—Bien, ¿vamos? Si aceptas, desde este momento puedes llamarme Lukas.
Recogió el morral y siguió a Lukas Terrance.
La cabina de la camioneta era un revoltijo de mapas de carretera mezclados con números de
Mad
y
Playboy
. Terrance le había hecho sitio en el asiento del copiloto, apartando un paquete de galletas Oreo y una lata vacía de Wink.
—Lo siento. No es que tenga muchos pasajeros en este carromato.
Habían dejado atrás la gasolinera, con parsimonia, y después Florence y también Kentucky. Dentro de poco, esos instantes y esos lugares se convertirían en recuerdos. Ni siquiera malos recuerdos. Los bonitos, los verdaderos, los que había ansiado toda la vida, aún tenía que creárselos. Para eso iba allí.
Había sido un viaje agradable.
Había escuchado con atención las anécdotas sobre el mundo de las carreras que atesoraba su chófer. Y sobre todo las que concernían al piloto para quien trabajaba. Terrance era un buen hombre, soltero, sin domicilio fijo. Había vivido siempre en el ambiente de las carreras, pero no había logrado hacerse un sitio en aquellas realmente importantes, como la NASCAR o la Indy. Citaba nombres de pilotos famosos, como Richard Petty, Parnelli Jones o A. J. Foyt como si los hubiese conocido personalmente. Quizá los había conocido, ¿por qué no? En cualquier caso parecía darle placer el pensarlo y para los dos había sido una buena charla.
Ni una sola vez surgió el tema de la guerra.
Una vez cruzada la frontera del estado, la camioneta, con su cáscara de carreras a las espaldas, había enfilado la carretera 50, sin prisas y sin aire acondicionado. Era la carretera que llevaba a Chillicothe. En su asiento, con la ventanilla abierta y mientras escuchaba las historias de Terrance, poco a poco había visto cómo el atardecer se preparaba para volverse noche, con esa típica y persistente luminosidad propia de las tardes estivales. Poco a poco los lugares se le iban haciendo familiares, hasta que por fin apareció el cartel de «Bienvenidos a Ross County».
Estaba en casa.
O, mejor, estaba donde quería llegar.
Unos tres kilómetros después de Slate Mills le había pedido a su sorprendido compañero que parara. Lo había dejado solo y perplejo, para que continuara su viaje. Ahora caminaba en campo abierto como un fantasma. Lejos sólo se veían las luces de unas casas que en el mapa de carreteras figuraban con el nombre de North Folk Village, unas luces que le indicaban el camino. Y cada paso le parecía más agotador que todos los que había dado en el légamo del Vietnam.
Por fin, alcanzó la que había sido su meta desde que partiera de Luisiana. Menos de una milla antes de llegar al pueblo torció por un sendero a la izquierda, y después de un centenar de metros llegó a una construcción de cemento rodeada por una valla metálica. En la parte de atrás había un espacio iluminado por tres focos, donde había aparcados una grúa de ocho ruedas, Una furgoneta Volkswagen y un camión Mountaineer Dump con su correspondiente pala quitanieves.
Ésa había sido su casa en Chillicothe. Y sería su soporte en la última noche que pasara allí.
En el interior de la construcción no se veían luces que revelaran presencias.
Antes de seguir, se aseguró de que no había nadie en los alrededores. Finalmente siguió caminando, con la valla a la derecha hasta la parte más protegida por la oscuridad. Llegó a un matorral que lo resguardaba de ser visto. Puso el morral en el suelo y extrajo un par de pinzas que había comprado en una gasolinera durante el viaje. Cortó los alambres sólo lo suficiente para poder entrar. Imaginó la figura robusta de Ben Shepard allí, ante la abertura, y oyó la voz sibilante que gruñiría contra esos «malditos hijos de puta que no respetan la propiedad privada».
Ya dentro, se dirigió a una pequeña puerta metálica junto al portón corredero azul que se usaba como entrada de vehículos a la nave. Sobre el portón había un gran cartel blanco con letras azules. Indicaba, a quien estuviera interesado, que aquel lugar era la sede de la «Ben Shepard - Demoliciones, Reestructuraciones y Construcciones». No había conservado la llave, pero conocía el sitio donde su antiguo patrón dejaba una copia, si es que conservaba el hábito de hacerlo.
Abrió la portezuela del extintor. Detrás del tubo rojo estaba la llave. La cogió con una sonrisa en los labios martirizados y fue a abrir la puerta. La hoja se deslizó hacia el interior sin chirridos.
Un paso y estuvo dentro.
La poca luz que penetraba desde el exterior a través de los vidrios superiores, en los cuatro lados del almacén, dejaba ver el espacio ocupado por herramientas y maquinaria. Cascos de protección, monos colgados en ganchos, dos hormigoneras de diferente tamaño. A la izquierda había un largo banco de trabajo lleno de instrumentos para la labor en hierro y madera.
El calor húmedo, el olor y la penumbra le eran familiares. Hierro, cemento, madera, cal, cartón enyesado, lubricante. Un vago hedor a cuerpo sudado de los monos de trabajo colgados. Todo familiar. En cambio, el sabor que sentía en la boca era del todo nuevo. Era el regusto ácido de la laceración, la regurgitación de todo lo que le habían quitado. La vida de cada día, el afecto, el amor. El poco amor que había conocido cuando Karen le enseñó qué era lo que merecía tal nombre.
Avanzó en la semioscuridad hacia una puerta a la derecha, cuidando dónde poner los pies. Hizo un esfuerzo por no pensar que ese lugar áspero y anguloso había sido para él todo lo que el resto de muchachos tenían en su casa, con paredes recién pintadas y un coche en el garaje.
Encontró el único cuarto del almacén, a un lado del local, pegado como un molusco a las rocas. Tenía una sola ventana, protegida por rejas. En un rincón la cocina, en el otro el cuarto de baño. Era todo lo que daba forma al que había sido su domicilio habitual. Cuando había sido guardián, obrero y único inquilino.
Llegó a la puerta y la empujó.
Y la sorpresa lo dejó con la boca abierta.
Allí las formas eran más nítidas. La luz de las farolas del aparcamiento entraba por la ventana y enviaba a casi todas las sombras a refugiarse en los rincones.
La habitación estaba en perfecto orden, como si no se hubiera ido años antes, como si se hubiera ausentado hacía poco rato. En el aire no había rastros de polvo en suspensión, y se advertían señales de una minuciosa limpieza reciente. Sólo el catre estaba cubierto con una tela de plástico transparente.
Estaba por dar un nuevo paso en su viejo hogar cuando de golpe sintió que algo se deslizaba entre sus piernas. De inmediato, una silueta oscura saltó sobre la cama haciendo crujir el plástico que la recubría.
Cerró la puerta y se acercó a la mesilla de noche para encender la lámpara de lectura. La iluminación tenue que se añadió a la de la ventana reveló el morro de un gran gato negro. Lo miraba con dos enormes ojos verdes.
—¡
Walzer
, por Dios, todavía estás aquí!
El animal se le acercó sin temor, lentamente, para olerlo y reconocerlo. Él extendió la mano para cogerlo y el minino se dejó hacer. Se sentó en la cama y lo puso en las rodillas. Empezó a rascarlo con delicadeza en el cogote y el felino empezó a ronronear como él esperaba.
—Todavía te gusta, ¿eh? Eres el mismo filósofo regalón de siempre.
Mientras lo acariciaba, con la otra mano llegó al punto donde debería estar la pata derecha posterior.
—Veo que durante este tiempo no te ha crecido.
Había una historia extraña relacionada con el nombre de ese gato. Wendell estaba haciendo una reparación que le había encargado Ben en Casa de la doctora Paterson, la veterinaria. Entonces había llegado una pareja con un gatito envuelto en una frazada ensangrentada. Explicaron que un gran perro había entrado en su jardín y lo había mordido con saña en una pata, tal vez haciéndole pagar la culpa de existir. La doctora se había ocupado del gato y lo había operado enseguida, pero no había sido posible salvarle la pata. Cuando la doctora salió del quirófano y se lo explicó a los dueños, los dos se habían mirado con desazón.
Después, esa mujer, una tía sin gracia que vestía un
twin-set
azul celeste y que trataba de corregir con color unos labios demasiado finos, le había dicho a la veterinaria con tono de duda:
—¿Dice que sin una pata?
Y se había vuelto hacia el hombre que la acompañaba buscando confirmación.
—¿Qué opinas, Sam?
El hombre había hecho un gesto impreciso.
—Bueno, es seguro que el pobre sufrirá mucho sin una pata. Será un inválido. Tal vez en este caso sería mejor... —Había dejado la frase sin concluir.
La doctora Paterson lo había mirado con aire de interrogación, agregando la palabra que el hombre no había pronunciado:
—¿Sacrificarlo?
Los dos se habían consultado con miradas de alivio, satisfechos de haber encontrado confirmación profesional de esa solución, que en realidad ya habían decidido.
—Veo que usted está de acuerdo, doctora. Entonces hágalo. No sufrirá, ¿verdad?
En ese momento los ojos azul claro de la veterinaria eran de hielo, y tenía la voz recubierta de escarcha. Pero esos dos tenían demasiada prisa por irse como para percatarse de lo que pasaba.
—No, no sufrirá.
Habían pagado y se habían largado un poco más deprisa de lo que cabía esperar, cerrando con cuidado la puerta. A continuación un coche que se marchaba confirmó la condena del pobre gatito. Él había asistido a la escena sin dejar de trabajar. Después de que se fueran, había dejado el yeso que estaba mezclando y se había acercado a Claudine Paterson. Los dos estaban blancos, ella por la bata y él por el yeso en el mono de trabajo.
—No lo mate, doctora. Yo me lo quedaré.
Ella lo había mirado sin pronunciar palabra. Sus ojos lo escrutaron largamente antes de responder sólo dos palabras:
—De acuerdo.
Y se dio la vuelta para entrar de nuevo en la consulta, dejándolo solo y amo de un gato de tres patas. De allí había nacido su nombre,
Walzer
. Guando fue creciendo, su modo de caminar le recordaba el compás del vals: un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres...
Y
Walzer
se quedó.
Estaba por apartar al gato, que seguía ronroneando tranquilamente a su lado, cuando de golpe alguien abrió la puerta de una patada.
Walzer
se asustó, y con un ágil salto sobre sus tres patas corrió a refugiarse bajo la cama. Una voz autoritaria se expandió por la habitación y entró en lo que quedaba de las orejas del joven.
—Seas quien seas, lo mejor que puedes hacer es salir con las manos a la vista y sin movimientos bruscos. Tengo un fusil y no vacilaré en usarlo.
Por un instante se quedó inmóvil.
Después se levantó sin decir palabra, dirigiéndose hacia la puerta con calma. Antes de llegar al umbral iluminado levantó los brazos. Era el único movimiento que todavía le provocaba un poco de dolor.
Y una marea de recuerdos.
Ben Shepard se parapetó detrás de una hormigonera, una buena posición si tenía que disparar contra la puerta. Una gota de sudor en la sien le recordó cuán calurosa y húmeda era la nave. Tuvo la reacción instintiva de secarse pero prefirió no soltar el Remington. Quienquiera que fuere el intruso, él no sabía cómo reaccionaría. Y tampoco sabía si estaba armado o no. De todos modos, el hombre estaba sobre aviso. Él empuñaba un fusil semiautomático y nunca hablaba por hablar. Había luchado en Corea. Si ese tipo, o tipos, no creían que era capaz de usarlo, se equivocaban.
No sucedió nada.
Había preferido no encender luces. En penumbras, el tiempo se transformaba en un asunto personal entre él y los latidos de su corazón. Esperó unos instantes que parecían insertos en la eternidad.
Era una casualidad que estuviese allí a esa hora.
Volvía de una partida de bolos con su equipo. Estaba en la Western Avenue y apenas había dejado atrás el North Folk Village, cuando una luz en el salpicadero de la vieja furgoneta indicó que el aceite estaba en la reserva. De haber continuado, habría podido fundir el motor. A pocos metros de allí estaba el desvío hacia la nave. Lo enfiló a toda velocidad, invadiendo el carril contrario para describir una larga curva sin verse obligado a pisar el freno. Después, apagó el motor y lo dejó en punto muerto para aprovechar la pendiente y llegar así al portón.
Cuando se acercaba a la construcción sintiendo el ripio bajo las ruedas, que perdían velocidad y producían un sonido cada vez más grave, por un instante le pareció entrever una luz tenue en las ventanas. Esto interrumpió de golpe unos pensamientos no muy edificantes dirigidos a alguna deidad protectora de los automovilistas.
Detuvo la furgoneta de golpe. Cogió el Remington de detrás del asiento y comprobó que estaba cargado. Se apeó sin cerrar la puerta y se acercó a la nave caminando por la hierba para no hacer ruido con sus pesados zapatos. Pensó que cuando se había ido, un par de horas antes, bien podría haberse olvidado las luces encendidas.
Eso era, claro.
Pero de todos modos, prefería estar en lugar seguro: la culata de un fusil. Ya lo decía su padre: «De mucha prudencia no se muere nadie.»
Siguió caminando junto a la valla y encontró la parte que había sido cortada. Después vio la luz en el interior de la habitación y una sombra que pasaba por la ventana.