Waylander (31 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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—He dado mi palabra.

—Eso no puedo discutírtelo —dijo el hombre con una sonrisa de comprensión—. Ni lo intentaré. Pero me intriga. ¿Por qué alguien haría semejante promesa?

—La estupidez no tiene reglas —dijo Waylander.

—Pero no eres estúpido.

—Todos somos estúpidos. Hacemos planes como si fuéramos a vivir eternamente. Creemos que nuestro esfuerzo puede mover montañas. Pero nos engañamos. Nada de lo que hagamos importa, el mundo nunca cambia.

—Me parece detectar cierta amargura en lo que dices, Waylander. Pero tus actos no guardan relación con tus palabras. Tu misión, sea la que sea, debe de ser importante. Si no fuese así, ¿por qué ibas a arriesgar la vida?

—Tanto si tengo éxito como si fracaso, dentro de cien años, puede que menos, nadie lo recordará. No le importará a nadie. Quizá consiga que el sol ilumine la ladera durante una hora; si fracaso, provocaré una hora de lluvia. A la montaña ¿qué le importa?

—Puede que a ella no —dijo el barquero—, pero a ti sí. Es suficiente. Hay muy poco amor en el mundo, demasiada codicia y violencia. Me gusta ver cómo crecen las cosas. Me gusta oír risas.

—Eres un romántico, barquero.

—Me llamo Gurion —dijo dándole la mano.

—A mí en otros tiempos me llamaban Dakeyras —dijo Waylander estrechándosela con una sonrisa.

—Tú también eres un romántico, Dakeyras. Sólo los románticos mantienen su palabra contra viento y marea. Esto debería hacernos más fuertes, pero no es así. El honor es una pesada cadena, nos aplasta.

—¿Filósofo además de romántico, Gurion? Deberías ser maestro en lugar de barquero.

—¿Qué buscas, Dakeyras?

—La Armadura de Bronce.

—¿Para qué?

—Tengo que entregársela a un general drenai llamado Egel. Lo ayudará en esta guerra.

—La he visto.

—¿Has estado en Raboas?

—Una vez, hace muchos años. Se halla en un recinto muy adentrado en las cuevas. Pero está vigilada.

—¿Por los nadir?

—No, por criaturas mucho peores, mitad hombre, mitad bestias, que viven en la oscuridad en el centro de la montaña.

—¿Cuándo la viste?

—Yo estaba con la tribu de mi mujer, los cabeza de lobo; éramos cincuenta. Fue durante la ceremonia de boda del hijo menor del Khan, que quería ver la Armadura legendaria.

—Me sorprende que los nadir no se la llevaran.

—No podrían —dijo Gurion—. ¿No lo sabías? No existe.

—Habla claro.

—La Armadura es una imagen; puedes atravesarla con la mano. Se dice que la verdadera Armadura está escondida en algún lugar de la montaña, pero nadie sabe dónde. Sólo se ve un espectro luminoso, y por eso la adoran. —Waylander no dijo nada. Se quedó mirando el fuego, perdido en sus pensamientos—. Pensaba que sabías dónde se oculta la Armadura real —añadió Gurion.

Waylander rió entre dientes, meneando la cabeza, y luego empezó a reír a carcajadas. Gurion, abrumado por la tristeza, apartó la mirada.

—Malditos sean los románticos —dijo Waylander cuando la risa cesó—. ¡Que se pudran en los siete infiernos!

—No lo dices en serio —dijo Gurion.

—No puedo explicarte lo cansado que estoy. Es como si me estuviera hundiendo en arena movediza y mis amigos me ayudaran atándome rocas en las piernas. ¿Entiendes? Soy un asesino, mato por dinero. ¿Te parece romántico? Soy un cazador de hombres. Sin embargo, ahora me persiguen a mí… hombres, bestias, espíritus de las tinieblas. Según mi amigo Dardalion, con esta búsqueda sirvo a la Fuente. ¿Has oído hablar de la Fuente? —Gurion asintió—. Pues bien, permíteme que te diga, amigo mío, que no es fácil servir a la Fuente. No puedes verla ni oírla, y desde luego no brinda ayuda para su causa.

—Ella te guió hasta el transbordador —sugirió Gurion.

—Mis enemigos pueden volar en la noche como demonios invisibles, pueden conjurar criaturas infernales con forma de lobo y leer la mente. ¡Y de nuestro lado tenemos a un dios que sabe guiar a un hombre hasta una barcaza!

—Sin embargo, sigues vivo.

—Por ahora, Gurion. Mañana será otro día.

VEINTE

Dardalion le dio la espalda a Astila y se apoyó en el amplio alféizar de la ventana. Como todas las ventanas del Torreón, se iba estrechando desde la ancha base hasta convertirse en una ranura, pensada para la defensa más que para el disfrute de las vistas o de la luz. Un arquero podía disparar una flecha hacia la izquierda, la derecha o el centro, cubriendo un amplio ángulo de ataque, mientras que los atacantes no podrían entrar por allí ni tampoco sus flechas, a no ser por un golpe de suerte. Dardalion se apoyó sobre los codos y miró abajo, a los bastiones.

La sangre y la muerte rondaban otra vez las murallas, pero los defensores resistían. Al otro lado se veían los restos carbonizados de dos torres de asedio vagrianas, rodeadas de cadáveres ennegrecidos. Los soldados enemigos acarreaban lentamente otra torre hacia las murallas, pero los defensores se disponían a recibirla con aceite y fuego. Más allá, otro contingente vagriano esperaba sentado la orden de ataque. Dardalion pestañeó y dirigió la vista a la piedra gris de la ventana.

—¿Por qué te niegas a escucharme, Dardalion? —preguntó Astila.

—Te escucho, hermano —dijo Dardalion, volviéndose hacia él—, pero no puedo ayudarte.

—Aquí te necesitamos. Estamos muriendo. Siete hombres acaban de irse a la Fuente; nos hace falta tu fuerza.

—Waylander también me necesita. No puedo abandonarlo.

—Nos estamos desanimando, Dardalion. —Astila se derrumbó sobre la estrecha cama y se quedó sentado con la cabeza entre las manos. Por primera vez notó la fatiga del sacerdote rubio: los hombros caídos, las manchas rojizas bajo los ojos otrora brillantes.

—No es mucho lo que puedo hacer —dijo Dardalion, alejándose de la ventana y sentándose junto a Astila—, y hay mucho que hacer. Creo sinceramente que la búsqueda de Waylander será la solución para los drenai. No sabría explicar por qué. Pero en todas mis oraciones se me aparece la Armadura; noche tras noche la veo brillar en la oscuridad de la cueva. A pesar de su importancia, sólo hay un hombre que la busca. ¡Sólo uno, Astila! Y enfrentados a él, la Hermandad, los nadir, y ahora unas criaturas atroces… Sin mí no tiene ninguna posibilidad. Trata de comprenderlo. Inténtalo, por favor.

—Eres nuestro líder y te seguiré más allá de la muerte —dijo Astila después de un momento de silencio, alzando la mirada hacia Dardalion. Tenía los brillantes ojos azules hundidos y ribeteados de rojo—. Pero te aseguro que el final está muy próximo. Lo digo sin arrogancia. Soy el más fuerte de los hermanos y, sin embargo, estoy acabado. Si esta noche me remonto, no volveré. Si es lo que quieres, que así sea. Pero créeme, Dardalion, debes elegir: o los Treinta o Waylander. Lo dejo a tu criterio.

—Yo también estoy al límite de mi poder —le dijo Dardalion poniéndole el brazo sobre el hombro—. Me cuesta un gran esfuerzo seguir escudando a Waylander. Y no puedo dejar de hacerlo, ni siquiera por ti.

—Entiendo —dijo Astila con voz apagada—. Iré a prepararme para esta noche.

—No. Debemos aceptar que hemos perdido la batalla mayor y limitarnos a poner un escudo delante de Karnak y de los oficiales que podamos cubrir.

—La Hermandad tomará la fortaleza.

—Que así sea. Resistirán, Astila, incluso contra las nubes de desesperación. Los hombres que la defienden son fuertes, son buenos.

—¿De verdad lo crees?

—¿En qué otra cosa podemos creer cuando no nos queda elección? Algunos vacilarán, algunos morirán. Otros seguirán luchando. No puedo creer que triunfe el mal. No puedo.

—Ha triunfado en todas partes: el país está en ruinas.

—Aquí no ha triunfado, Astila.

—La guerra todavía no ha acabado, Dardalion.

El sueño de Jonat estaba plagado de pesadillas. Se despertó sobresaltado. Había visto danzar a su padre muerto cuando lo descolgaban del árbol de la horca, con el rostro púrpura y la lengua colgante. Y, sin embargo, bailaba. Los nobles reían y le arrojaban monedas de cobre: los nobles, que se daban un festín de lenguas de alondra mientras su padre mendigaba un trozo de pan; que pagaban por una copa de vino más de lo que su familia veía en un mes. Escarneciéndolo, mofándose de él.

Se sentó, tembloroso. Karnak paseaba sobre la muralla acompañado de Gellan y Dundas. Jonat escupió.

Si lo hubieran escuchado un año antes, los vagrianos no habrían invadido el reino. Pero los nobles pensaban de otra manera. Recortaban los efectivos de la Legión. Alejaban a los soldados de un trabajo honrado. Si las granjas no pueden alimentarlos a todos, que se mueran de hambre. ¿Quién se preocupaba por el soldado de a pie? Nadie. Y menos aún los nobles, con sus vestidos de seda y sus espadas incrustadas de piedras preciosas. ¿Qué harían si todos los soldados volvían a casa? ¿Tanto los vagrianos como los drenai? ¿Guerrearían los nobles entre ellos? No. El juego habría acabado, ya no sería divertido.

La llegada de Gellan lo sobresaltó, alejándolo de sus pensamientos.

—He visto que estabas despierto. —El oficial se sentó a su lado—. ¿Te importa si te hago compañía?

—¿Por qué no?

—¿Cómo estás?

—Bastante bien.

—Ojalá pudiera decir lo mismo. No creo que pueda aguantar muchos días más como el de hoy. ¿A ti te sucede lo mismo?

—A veces. Se os pasará con el primer ataque de mañana, señor.

—Espero. Lo has hecho bien hoy, Jonat; conseguiste mantenerlos unidos cuando todo parecía perdido. Algo que muy pocos hombres podrían haber logrado. Tienes un don; lo supe desde el principio. Me siento orgulloso de ti, lo digo en serio. Por eso te he ascendido.

—¿No porque fuera un agitador de masas? —replicó Jonat.

—No. Eras lo que eras porque te preocupabas. Te preocupabas por la Legión, la Legión de verdad, los hombres. Tienes empuje y energía, e inspiras respeto. Un oficial tiene que ser respetado. El cargo no significa nada si la persona no es la adecuada. Tú lo eras. Y continúas siéndolo.

—Pero no por nacimiento —dijo Jonat.

—No sé ni me importa quiénes son tus antepasados, pero si tú le das importancia, déjame que te diga que mi padre era pescadero. Nada más.

Y estoy orgulloso de él, porque trabajó como un esclavo para darme una educación.

—Mi padre era un borracho; lo colgaron por montar el caballo de un noble.

—Tú no eres tu padre.

—¡Desde luego que no! Y os digo una cosa: jamás serviré a otro rey.

—Ni yo. Pero dejemos la discusión para otro día. Me voy a dormir un rato.

—¿Es cierto que vuestro padre era pescadero? —preguntó Jonat con una sonrisa mientras Gellan se ponía de pie.

—No, lo he dicho para molestarte. Era conde.

—Eso sí me lo creo.

—Y haces bien. Buenas noches, Jonat.

—Buenas noches, señor.

—Por cierto, dice Dardalion que los sacerdotes ya no podrán contener el poder de la Hermandad. Dice que vigilemos a los hombres que empiezan a dar muestras de debilidad: el enemigo se centrará en los más débiles. Así que mantén los ojos abiertos.

—Lo haré.

—Ya lo sé. Tu sección no me causa ningún problema.

Gellan se alejó en la oscuridad riendo entre dientes. Su padre había poseído cinco flotas pesqueras; se preguntaba cómo le habría sentado al conde el título de pescadero.

Waylander durmió una hora, ensilló el caballo y se despidió del barquero. La noche era clara y las montañas se erguían en la distancia como si fueran el muro del fin del mundo.

—Ten cuidado —le recomendó Gurion dándole la mano.

—Y tú también, amigo. En tu lugar, regresaría a la otra orilla. Esas bestias van a por mí; no volverán a molestarte.

Avanzó con cautela durante tres días, ocultando el rastro lo mejor que pudo, zigzagueando por torrentes y laderas rocosas, enmascarando su olor y sus huellas. Pero dudaba que sus esfuerzos sirvieran de algo aparte de retrasar a sus demoníacos perseguidores. Para colmo, tenía que estar atento a sus adversarios humanos.

Se detuvo dos veces en campamentos notas y en una ocasión compartió la comida con un pequeño grupo de cazadores. Los cuatro lo recibieron con frialdad y consideraron la posibilidad de robarle. Pero percibieron algo en el sureño alto que los mantuvo a raya. No fue la ballesta, los cuchillos ni la espada, sino más bien la mirada calculadora y la sutil seguridad en sí mismo. De modo que le dieron de comer y lo vieron alejarse con evidente alivio.

Al caer la noche, una partida más numerosa de nadir cayó sobre los cazadores, interrogándolos a fondo antes de darles una muerte espantosa.

Al día siguiente, nueve jinetes de la Hermandad, cuya llegada espantó a los buitres, descubrieron los cadáveres. No se quedaron mucho tiempo.

Al caer la tarde, el primero de los Transmutados hizo su aparición en la escena, atraído por el olor de la sangre. Se aproximó babeando y con los ojos rojos brillantes. Los buitres, hinchados, se dispersaron batiendo las grandes alas con un esfuerzo tremendo. Se posaron en las ramas de los árboles cercanos, observando a los nuevos invasores.

Otros hombres lobo salieron de la espesura y se acercaron a los despojos. Uno de ellos hundió el hocico en las carcasas sangrientas y, dominado por el hambre, cerró las fauces sobre un trozo de carne y hueso. Tosió, escupió la carne y lanzó un aullido desgarrador.

Los cuatro se fueron trotando hacia el norte.

Cuarenta millas más adelante, Waylander se aproximó a la vertiente sur de la cadena montañosa. Allí el terreno de las Estepas era accidentado, interrumpido por cañones profundos que parecían cortados con un cuchillo gigantesco. En el fondo de los cañones abundaban los árboles y los torrentes, y el paisaje estaba salpicado de chozas y casas. En las laderas pastaban cabras y ovejas, y al noreste vio un rebaño de caballos salvajes que mordisqueaban la hierba junto a una cascada.

Espoleó el caballo y descendió por la ladera hasta un bosque umbrío.

El terreno era de tierra negra y compacta, más rico que las áridas Estepas y tan fértil como la llanura de Sentran. Sin embargo, no había granjas. Ni trigo, ni árboles frutales, ni maíz dorado.

Los nadir eran una raza nómada de cazadores, guerreros y asesinos. No edificaban nada, ni les preocupaban demasiado sus sombrías perspectivas de futuro. «Conquistar o Morir» era el lema de las tribus. Waylander pensó, sin embargo, que últimamente la frase debería haber sido «Conquistar y Morir».

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