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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (26 page)

BOOK: Waylander
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—Aléjate o te mataré —gruñó Danyal.

Durmast apareció por detrás del hombre y, asiéndolo por el cinturón, lo levantó y se lo llevó.

—Ya has oído a la señora —dijo Durmast—. ¡Vete! —Con un giro lanzó al hombre por la ventana abierta y contempló satisfecho cómo caía en el polvo varios pies más allá de la pasarela de madera—. Veo que conservas tu famosa dulzura —añadió volviéndose hacia Danyal con una sonrisa irónica dibujada en el rostro ancho.

—No necesitaba tu ayuda.

—Ya lo sé. Le he hecho un favor. Con suerte sólo lo habrías apuñalado, pero si llegabas a perder la paciencia y empleabas tu lengua de víbora, no se habría recuperado jamás.

—No tiene gracia.

—Depende del punto de vista. He reservado billetes en un velero que sale mañana a media mañana. También he reservado un camarote… con dos camas —añadió sarcásticamente.

DIECISÉIS

Sentado en su tienda, Butaso observaba malhumorado al anciano chamán agachado delante de él. El viejo extendió en el suelo un trozo de piel de cabra curtida y arrojó con indiferencia una docena de tabas. Los huesos estaban toscamente tallados en forma de cubos con extraños símbolos grabados en los lados. El chamán estudió los huesos y por fin alzó la vista. Los oscuros ojos rasgados le brillaban con malicia.

—Tu traición te ha matado, Butaso —dijo.

—Habla claramente.

—¿No está bastante claro? Estás condenado. Una sombra se cierne sobre tu alma.

—Soy tan fuerte como siempre —dijo Butaso, mientras se ponía en pie con dificultad—. Nada puede herirme.

—¿Por qué no has cumplido la promesa que le hiciste a Ojos de Hielo?

—He tenido una visión. Tengo muchas visiones. El Espíritu del Caos está en mí y me guía.

—En nadir se llama Espíritu de los Hechos Oscuros, Butaso. ¿Por qué no lo llamas tú de la misma manera? Es un mentiroso.

—Eso dices tú, viejo. Pero me ha dado poder, riquezas y muchas esposas.

—Te ha dado la muerte. ¿Qué te ha exigido?

—Que destruya las carretas de Ojos de Hielo.

—Sin embargo, Ojos de Hielo sigue con vida. Igual que su amigo, el Ladrón de Almas.

—¿Y a mí qué me importa?

—¿Dudas de mis poderes? ¡Estúpido mortal! Ardes en deseos de venganza desde que aquel día el Ladrón de Almas te dejó con el corazón en un puño al perdonarte la vida. Has matado a sus amigos y ahora va a por ti. ¿No lo entiendes?

—Lo único que entiendo es que tengo a un centenar de hombres peinando las estepas para encontrarlo. Me traerán su cabeza al amanecer.

—Ese hombre es el príncipe de los asesinos. Esquivará a tus cazadores.

—Es lo que te gustaría, ¿verdad, Kesa Khan? Siempre me has odiado.

—Reventarás de orgullo, Butaso. No te odio, te desprecio. Pero eso no viene al caso. Hay que detenerlo.

—¿Me ayudarás?

—Es un peligro para las futuras generaciones nadir. Busca la Armadura de Bronce, la Ruina de los Nadir; hay que impedir que siga con vida y la encuentre.

—Usa entonces a los Transmutados; liquídalo.

—Son el último recurso —replicó Kesa Khan, poniéndose de pie—. Tengo que pensarlo. —Guardó los huesos en una bolsita de piel de cabra, salió de la tienda y contempló las estrellas. Había poco movimiento en las inmediaciones, a no ser por los centinelas que protegían a Butaso; ocho hombres rodeaban la tienda espada en mano, vigilaban en silencio y golpeaban los pies contra el suelo de vez en cuando para combatir el frío.

Kesa Khan se dirigió a su tienda. Voltis, la esclava, había encendido un brasero para calentarla. También había servido un cuenco de lyrrd y le había puesto tres piedras calientes en la cama. El chamán le sonrió y se bebió el lyrrd de un trago, sintiendo cómo el alcohol le inflamaba las venas.

—Eres una buena chica, Voltis. No te merezco.

—Habéis sido amable conmigo —dijo ella con una reverencia.

—¿Te gustaría volver a casa?

—No, señor. Deseo serviros.

Se sintió conmovido por su sinceridad. Inclinándose hacia delante, le alzó la barbilla… y se quedó petrificado.

¡Ocho!

Por lo general, los guardias de la tienda de Butaso eran siete.

—¿Qué quieres? —Butaso se volvió al entrar el guardia.

—Que me devuelvas mi regalo —dijo Waylander. Butaso giró sobre los talones mientras un alarido empezaba a brotarle de la garganta. Un alarido interrumpido por seis pulgadas de acero reluciente que se le clavaron en el cuello. Tanteó en busca de la espada, se le dilataron los ojos agónicos y cayó al suelo con la mirada fija en la figura alta que se erguía impasible ante él.

Lo último que oyó mientras se le cerraban los ojos fue el chasquido del acero cuando los guardias entraron precipitadamente en la tienda.

Waylander se volvió, detuvo con la espada un violento sablazo y con un giro de muñeca lanzó por los aires la de su adversario. El guardia desenfundó un cuchillo, pero Waylander lo mató de una estocada en las costillas. Los otros guardias siguieron avanzando, obligando a Waylander a retroceder al centro de la tienda.

—Depón el arma —siseó Kesa Khan desde la entrada.

—Ven y cógela —dijo Waylander observando fríamente el círculo de acero que se iba cerrando a su alrededor.

Los nadir se abalanzaron sobre él. La espada de Waylander centelleó y un hombre cayó con un aullido. Luego una hoja lo golpeó de plano en la cabeza. Cayó e intentó levantarse, pero se lo impidieron a puñetazos. Se sumergió en un mar de tinieblas…

Se despertó por el dolor, un dolor profundo, punzante, insistente. Tenía los dedos hinchados y el sol le azotaba despiadadamente el cuerpo desnudo. Estaba colgado de las muñecas en un poste, en el centro del campamento nadir; lo habían despojado de su atuendo nadir y lo habían atado al sol; empezaba a sentir cómo le ardía la piel, blanca como el mármol. La cara y los brazos, que parecían de cuero de tan bronceados, no corrían peligro, pero el resto de su cuerpo nunca había estado expuesto a la luz intensa y los hombros y el pecho ya le quemaban. Intentó abrir los ojos, pero sólo lo consiguió con el izquierdo; el derecho estaba cerrado por la hinchazón. Tenía la boca seca y la lengua como si fuera de corcho.

Notaba pinchazos en las manos y las tenía casi moradas. Se apoyó en los pies y se irguió para aliviar la presión de las muñecas hinchadas. Inmediatamente sintió un puñetazo en el estómago; se estremeció y se mordió el labio con tanta fuerza que la sangre le empezó a correr por la barbilla.

—Te hemos reservado sorpresas muy agradables, cabrón de ojos redondos —dijo una voz. Waylander ladeó la cabeza y vio a un hombre joven de mediana estatura, con el pelo negro y grasiento recogido en la nuca y las facciones oscurecidas por las cenizas del luto.

Waylander apartó la vista y el hombre lo volvió a golpear.

—¡Déjalo! —ordenó Kesa Khan.

—Es mío.

—Obedéceme, Gorkai —ordenó el anciano.

—Tiene que sufrir una muerte lenta y dolorosa. Irá a servir a mi padre al Vacío.

—Bien hecho, Ladrón de Almas —le dijo Kesa Khan después de que el joven se marchara—. Le has quitado la vida a un tonto que nos habría llevado a la ruina.

Waylander lo miró sin responderle. La sangre que le llenaba la boca le humedecía la lengua reseca y le aliviaba la garganta.

—La sangre no te mantendrá con vida —dijo Kesa Khan sonriendo—. Hoy te llevaremos al desierto y veremos cómo la arena ardiente te arrebata el alma.

El largo día se extinguía y el dolor iba en aumento. Waylander bloqueó la mente para defenderse de la quemazón de la piel y trató de mantener la calma respirando lenta y profundamente, reservando toda la energía posible para el momento en que los nadir lo liberaran. Si pensaban trasladarlo al desierto, primero tendrían que desatarlo del poste. En ese momento los atacaría, obligándolos a matarlo.

Se dejó llevar por los recuerdos. Volvió a ver a Dakeyras, joven e idealista: el niño que ansiaba ser soldado y alistarse en el ejército de Orien, el Rey Guerrero de Bronce. Recordó el día en que Orien había desfilado por las calles de Drenan a la cabeza de sus fuerzas victoriosas, y la multitud que lo aclamaba y le lanzaba flores. A aquel Dakeyras de diez años, el rey le había parecido un gigante con su armadura refulgente al sol del mediodía. Orien llevaba delante de él a su hijo de tres años y el niño, asustado por el ruido de la muchedumbre, se había puesto a llorar. El rey lo había alzado y besado suavemente. Dakeyras había disfrutado de la ternura de aquel momento.

Sus pensamientos se apartaron de la escena y contemplaron una vez más el momento en que el rey Niallad caía con la saeta de Waylander clavada en la espalda. La visión lo devolvió al presente y el terrible dolor apareció otra vez. ¿Cómo había llegado aquel chico de nobles sentimientos a convertirse en un asesino despiadado? Le dolían las muñecas y advirtió que las piernas se le habían vuelto a aflojar. Se irguió haciendo un esfuerzo y abrió el ojo sano. Un grupo de niños nadir estaban arrodillados delante de él y uno de ellos le pegó con una rama.

Un guerrero nadir se acercó y dejó al niño tendido en el suelo de una patada bien dada.

Waylander empezó a divagar otra vez con los ojos cerrados. Se le encogió el corazón cuando reapareció la visión del niño sostenido en alto por el padre que lo adoraba. El niño, consolado por el beso, había empezado a reír, imitando los saludos del rey a la multitud. El diminuto Niallad, la esperanza del futuro.

«Algún día —había pensado en aquel entonces Dakeyras— estaré a su servicio, igual que mi padre está al servicio de Orien.»

—Waylander —lo llamó una voz. Abrió los ojos. No se veía a nadie, pero la voz volvió a surgirle del fondo de la mente—. Cierra los ojos y relájate. —Waylander hizo lo que le pedía y el dolor se desvaneció al tiempo que se sumía en un sueño profundo. Se encontró en una ladera desolada bajo estrellas desconocidas, brillantes, próximas y perfectamente redondas. Del cielo pendían dos lunas; una plateada y la otra salpicada de azul y verde, como mármol veteado. Orien estaba sentado en la ladera, esta vez más joven y más parecido al rey que Waylander recordaba.

—Ven, siéntate a mi lado.

—¿He muerto?

—Todavía no, aunque no falta mucho.

—Te he fallado.

—Lo has intentado; no se puede pedir más,

—Han matado a la mujer que amaba.

—Y te has vengado. ¿Ha sido dulce la venganza?

—No, no he sentido nada.

—Es una lección que deberías haber aprendido hace años, cuando liquidaste a los hombres que mataron a tu familia. Eres débil, Waylander; te dejas llevar por los acontecimientos. Pero no eres malo.

—Maté a tu hijo. Por dinero.

—Sí. No lo he olvidado.

—Parece inútil decir que lo siento, y sin embargo así es.

—Nunca es inútil. El mal no es como una piedra, estático e inmóvil; es un cáncer que se alimenta de sí mismo. Pregúntale a cualquier soldado que haya ido a la guerra. Jamás se olvida al primer hombre que matamos, pero no recordaríamos al décimo ni por todo el oro del mundo.

—Recuerdo al décimo —dijo Waylander—, Un jinete llamado Kityan, un mestizo nadir. Lo seguí hasta un pueblo al este de Skeln…

—Y lo estrangulaste después de sacarle los ojos con los pulgares.

—Sí. Era uno de los que mataron a mi mujer y a los niños.

—Dime, ¿por qué no buscaste a Danyal entre los cadáveres?

—Una vez vi a la mujer que amaba después de que los asesinos se marcharan. —Waylander se volvió y tragó con fuerza—. No podría volver a presenciar una escena semejante.

—Si te hubieras armado de valor para buscarla, ahora no estarías atado a un poste nadir. Está viva: Durmast la rescató.

—¡No!

—¿Crees que te mentiría, Waylander?

—¿Puedes ayudarme a escapar?

—No.

—Entonces moriré.

—Sí —dijo Orien tristemente—. Estás muriendo. Pero sin dolor.

—¿En este mismo momento?

—Claro.

—¡Déjame volver, maldita sea!

—¿Quieres volver al sufrimiento y la muerte?

—Se trata de mi vida, Orien. ¡La mía! Conozco el dolor y puedo soportarlo. No me rendiré hasta que llegue el momento de la muerte. Ni ante ti, ni ante los nadir, ni ante nadie. ¡Déjame volver!

—Cierra los ojos, Waylander, y prepárate a sufrir.

Waylander gimió cuando lo alcanzó el dolor; el sonido le desgarró la garganta hinchada y seca. Oyó una risa y al abrir los ojos descubrió que a su alrededor se había congregado una multitud.

—Os dije que estaba vivo. —El joven Gorkai sonreía de oreja a oreja—. ¡Bien! Dadle de beber. Quiero que sienta cada herida. —Uno de los guerreros se agachó y, obligándolo a echar la cabeza hacia atrás, le vertió agua de una jarra de piedra en los labios agrietados. Al principio no podía tragar, pero dejó que el agua pasara por su garganta reseca.

—¡Es suficiente! —dijo Gorkai—. Para que te enteres, asesino: te haremos cortes muy leves por todo el cuerpo y te untaremos de miel. Después te enterraremos junto a un hormiguero. ¿Lo has entendido?

Waylander no respondió. Tenía la boca llena de agua y de vez en cuando dejaba pasar una pequeña cantidad por la garganta.

Gorkai extrajo un cuchillo curvo y empezó a acercarse. El sonido de unos cascos al galope lo detuvo. Se volvió. La muchedumbre abría paso a un jinete que entraba con estruendo en el campamento. Waylander alzó la vista, pero el sol estaba directamente detrás del jinete.

—¡Matadlo! —gritó Gorkai, protegiéndose los ojos del sol. Cuando el jinete se aproximó, los nadir se dispersaron y corrieron a buscar sus armas; Gorkai aferró firmemente el cuchillo y se volvió hacia Waylander. Alzó la hoja… Pero una flecha le atravesó la sien y lo derribó. El jinete se acercó al poste y tiró de las riendas; una espada cortó las cuerdas por encima de las muñecas de Waylander, que se desplomó hacia delante. Se recobró y se acercó tambaleándose al caballo mientras dos nadir lo perseguían corriendo espada en mano. El jinete soltó la ballesta, izó a Waylander y lo tendió de través en la silla; blandió la espada y los nadir retrocedieron de un salto. Las flechas centelleaban junto al jinete que, espoleando el caballo, partió a medio galope en dirección a las colinas.

Waylander sentía que la perilla se le hundía en el flanco y estuvo a punto de caerse. Vio destellos de las tiendas que iban dejando atrás y en dos ocasiones a arqueros nadir que tensaban el arco. El animal llegó resollando a los árboles. Waylander oía tras ellos el retumbar de cascos y los gritos furiosos de los perseguidores. El jinete detuvo la montura en una hondonada y lo empujó al suelo. Cayó pesadamente y se puso de rodillas; seguía maniatado.

BOOK: Waylander
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