Waylander (27 page)

Read Waylander Online

Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
13.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cadoras se inclinó sobre él mientras Waylander separaba los brazos para tensar las cuerdas, dejó caer la espada y lo liberó. Waylander echó un vistazo a su alrededor. Su caballo estaba atado a un arbusto y su ropa y sus armas, amarradas a la silla. Junto a los árboles se hallaba el cadáver desnudo del guerrero nadir que había matado la noche anterior. Se acercó al caballo con paso tambaleante, desató las riendas y, con mucho esfuerzo, trepó a la silla. Emprendieron la marcha, ciñiéndose a la estrecha senda bordeada de árboles.

Los nadir se acercaban y las flechas centelleaban peligrosamente cerca de los fugitivos. Salieron de la arboleda y se encontraron cabalgando en terreno abierto.

—Espero que tu caballo pueda saltar —aulló Cadoras.

Waylander se irguió para mirar hacia delante. El miedo lo invadió al ver que el sendero acababa bruscamente en un precipicio.

—¡Sígueme! —gritó Cadoras. Espoleando su enorme capón gris, saltó sobre el abismo.

Waylander hundió los talones en los flancos del caballo y fue tras él. El salto no llegaba a diez pies. Abajo un río discurría sobre piedras blancas. El caballo de Cadoras cayó bien, deslizándose sobre el terreno cubierto de guijarros; Waylander estuvo a punto de caerse, pero consiguió mantenerse firmemente aferrado a su montura. El caballo se tambaleó al llegar al otro lado, pero recuperó el equilibrio y llevó a su jinete fuera del alcance de las flechas. Waylander se volvió y vio a los jinetes nadir al borde del abismo; el salto era demasiado grande para sus ponis.

Se internaron en la montaña, saltando sobre rocas y torrentes. Waylander se inclinó, levantó la cantimplora que colgaba de la perilla y bebió un buen trago. Se volvió, sacó la capa del petate y se cubrió los hombros ardientes. Al atardecer, cuando se internaban en una arboleda más espesa, Cadoras de repente se desplomó de la silla. Waylander desmontó, ató el caballo y se arrodilló junto al caído. Entonces advirtió las tres flechas que sobresalían de la espalda de Cadoras. Tenía la capa empapada de sangre. Waylander lo sentó con suavidad y la cabeza de Cadoras cayó hacia atrás contra el pecho de Waylander. Al bajar la vista, Waylander vio una cuarta flecha profundamente clavada en su costado izquierdo.

—Buen sitio para acampar —musitó Cadoras abriendo los ojos.

—¿Por qué volviste a buscarme?

—Quién sabe. Dame algo de beber.

Con cuidado, Waylander acomodó al moribundo contra un árbol y fue a buscar la cantimplora. Cadoras bebió con avidez.

—Te seguí. Encontré al nadir que mataste y vi que te habías llevado su ropa. Entonces adiviné que te habrías embarcado en alguna locura sin sentido.

—¿Te refieres a algo tan insensato como atacar un campamento nadir sin ayuda?

—Vaya tontería, ¿no? Nunca he sido un héroe y pensé que no estaría mal intentarlo una vez, aunque no creo que lo vuelva a repetir.

—¿Quieres que te extraiga las flechas?

—¿Para qué? Me destrozarías. ¿Sabes? En todos estos años sólo me han herido en una ocasión, y no fue más que un corte superficial que me dejó esta desagradable cicatriz. Qué raro, ¿no es cierto? Me he pasado la vida cometiendo infamias, y la única vez que intento hacer algo bueno me matan. No es justo.

—¿Por qué lo has hecho? Ahora dime la verdad.

—Ojalá lo supiera. —Cadoras inclinó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos—. ¿Crees que el cielo existe?

—Sí —mintió Waylander.

—¿Crees que una acción puede borrar toda una vida de maldad?

—No lo sé. Espero que sí.

—Probablemente no. ¿Sabes que nunca me he casado? Nunca le he gustado a nadie. No es sorprendente, yo tampoco me gustaba mucho. Oye, no te fíes de Durmast, te ha vendido. Kaem le ha encargado que busque la Armadura.

—Ya lo sé.

—¿Lo sabes? ¿Y aun así viajas con él?

—La vida es un misterio —dijo Waylander—. ¿Cómo te sientes?

—Es una pregunta ridícula. No siento las piernas y la espalda me quema de una manera infernal. ¿Alguna vez has tenido amigos, Waylander?

—Sí. Hace mucho.

—¿Era agradable?

—Sí.

—Me lo imagino. Creo que ya debes irte. Pronto llegarán los nadir.

—Me quedaré un rato.

—No seas tan noble —dijo Cadoras con brusquedad—. ¡Vete y consigue la Armadura! No me gustaría pensar que muero en vano. Y llévate mi caballo; no quiero que se lo quede un salvaje comeperros. Pero ten cuidado, es una bestia odiosa; si puede, te arrancará la mano.

—Lo tendré. —Waylander le levantó la mano y se la estrechó—. Gracias, amigo.

—Vete ya. Quiero morir solo.

DIECISIETE

Sarvaj, el oficial drenai, no conseguía dormir bien. Se había acurrucado en la zona de las almenas resguardada del viento, envuelto en una gruesa manta, y descansaba la cabeza sobre una alforja rota que había encontrado cerca de los establos. Tenía frío y notaba cada uno de los eslabones de la cota de malla, a pesar incluso del forro de cuero y de la camiseta de lana. Dormir con la armadura puesta no resultaba nunca cómodo, pero si se añadía el frío y la lluvia, se volvía insoportable. Sarvaj se giró, pellizcándose la oreja con una hebilla de bronce; profirió una maldición, se sentó y desenvainó el cuchillo. Al cabo de unos minutos consiguió cortar el cuero mojado y arrojó la molesta pieza de metal por encima de las almenas.

Un trueno impresionante retumbó sobre su cabeza, y un nuevo chaparrón azotó los muros de piedra. Sarvaj deseó haber tenido una capa de cuero aceitado para la lluvia, pero con semejante tormenta ni siquiera así se habría mantenido seco. Vanek y Jonat dormían a su lado como benditos, a despecho del mal tiempo. Incluso se habían alegrado, pues de esa manera se suspenderían los ataques nocturnos que minaban el espíritu de los defensores.

Un relámpago atravesó el cielo iluminando el Torreón, que sobresalía de las montañas de granito gris como un diente roto. Sarvaj se levantó y se desperezó. Se volvió y contempló el puerto y, más allá, la bahía. Los trirremes vagrianos se sacudían y balanceaban sobre sus anclas mientras el viento abofeteaba la bahía. Ya había más de cuarenta barcos anclados en Purdol, y el ejército de Kaem se había engrosado hasta contar con casi sesenta mil combatientes, señal, según Karnak aseguraba, de que los vagrianos estaban cada vez más desesperados.

Sarvaj no estaba tan seguro. Durante las últimas dos semanas habían muerto cerca de dos mil hombres, y casi el mismo número había quedado inutilizado para el combate debido a las graves heridas sufridas. Cuando cambiaba el viento se podían oír los gritos que llegaban del hospital.

A Elban, un excelente jinete, habían tenido que amputarle una pierna a causa de la gangrena, y acabó muriendo en la espantosa operación. A Sidrik, el bromista del regimiento, le alcanzó una flecha en la garganta. Los nombres poblaban la mente de Sarvaj, un torrente de rostros y retazos de recuerdos.

Y Gellan parecía tan cansado. Tenía destellos de plata en el cabello y los ojos hundidos y circundados de púrpura. Karnak era el único que no aparentaba haber cambiado. Había adelgazado un poco, aunque su tamaño seguía siendo impresionante. El día anterior, durante un intervalo en el combate, se había acercado a la sección de Sarvaj.

—Un día más cerca de la victoria —había dicho, con una amplia sonrisa que le daba el aspecto de un crío a la luz del atardecer.

—Eso espero —dijo Sarvaj, limpiando de sangre la espada y envainándola—. Estáis perdiendo peso, general.

—Te confiaré un secreto: ¡un hombre delgado no aguantaría este ritmo! Mi padre era el doble que yo y vivió hasta pasados los noventa.

—Sería bonito —dijo Sarvaj con una mueca—. Yo me conformaría con llegar a los veinticinco.

—No nos vencerán; no tienen agallas suficientes.

Sarvaj creyó más atinado asentir, y Karnak se fue a buscar a Gellan.

Sarvaj escuchó otro trueno. La tormenta parecía desplazarse hacia el este. Sorteando a los soldados dormidos, se dirigió a la torre de la puerta oriental y subió por la escalera de caracol. También allí dormían algunos que habían preferido mantenerse secos. Tropezó con una pierna, pero el hombre se limitó a gruñir sin despertarse.

Salió a las almenas superiores y vio a Gellan. Sentado sobre un banco de piedra, contemplaba la bahía. La lluvia estaba amainando y se había convertido en una fina llovizna, como si algún dios siniestro hubiera advertido que sólo faltaba una hora para el amanecer y que los vagrianos necesitaban buen tiempo para escalar las murallas.

—¿Nunca duermes? —preguntó Sarvaj.

—Por lo visto no me hace falta —dijo Gellan con una sonrisa—. Dormito de vez en cuando.

—Karnak dice que vamos ganando.

—Perfecto. Recogeré mis cosas.

—Tengo la impresión de que siempre hemos estado aquí —dijo Sarvaj derrumbándose a su lado—, como si todo lo sucedido antes fuera sólo un sueño.

—Conozco esa sensación —dijo Gellan.

—Ayer dos hombres se abalanzaron sobre mí, y mientras los mataba pensaba en un baile en Drenan el año pasado. Fue una experiencia curiosa, como si mi cuerpo actuara por su cuenta y mi mente divagara libremente.

—No la dejes divagar demasiado, amigo. Nadie es invulnerable.

Se quedaron un rato en silencio. Gellan reclinó la cabeza sobre la piedra y se puso a dormitar.

—Sería bonito despertarse en Drenan, ¿verdad? —intervino Sarvaj.

—¿Y decir adiós a esta pesadilla?

—Sí… Hoy ha muerto Sidrik.

—No lo sabía.

—Una flecha le atravesó la garganta.

—Entonces ¿ha sido rápido?

—Sí. Ojalá mi muerte fuera tan rápida.

—Si te mueres, te suspenderé el sueldo.

—El sueldo… —musitó Sarvaj—. ¿No era algo que cobrábamos en otros tiempos, cuando el mundo aún no estaba loco?

—Piensa en lo que te deberán cuando todo haya acabado.

—¿Acabado? —murmuró Sarvaj. Su buen humor había desaparecido tan deprisa como la tormenta—. No acabará nunca. Aunque venciéramos, ¿crees que podríamos perdonar a los vagrianos? Convertiríamos su territorio en un osario y ya verías cómo les sentaría.

—¿Es eso lo que quieres?

—Ahora mismo sí. Mañana… tal vez no. ¿Qué conseguiríamos? Me pregunto cómo le estará yendo a Egel.

—Dardalion dice que sólo falta un mes para que intente salir. Y los lentrianos han aplastado al ejército vagriano y han entrado en territorio drenai. ¿Recuerdas al viejo Pestillo de Hierro?

—¿El que estaba en el banquete?

—Sí.

—¿El desdentado que sólo podía comer sopa y pan blando?

—El mismo. Pues bien, ahora comanda el ejército lentriano.

—Increíble. Si todos nos reíamos de él.

—Tú ríete. Sin embargo, los obliga a retroceder.

—Para ellos tiene que ser difícil de aceptar. No están acostumbrados a perder.

—Ese es su punto débil —dijo Gellan—. Los hombres y los ejércitos tienen que perder alguna vez. Es como poner el acero al fuego: si no se rompe se vuelve más resistente.

—Karnak no ha perdido nunca.

—Ya lo sé.

—¿Y se le puede aplicar tu reflexión?

—Siempre te las ingenias para hacer preguntas difíciles. Pero sí, creo que sí. Cuando Karnak dice que la victoria está garantizada, lo cree sinceramente.

—¿Y tú?

—Eres amigo mío, Sarvaj; contigo no puedo simular. Tenemos una oportunidad, eso es todo.

—No me dices nada que no sepa. Lo que me interesa es lo siguiente: ¿crees que ganaremos?

—¿Por qué crees que mis predicciones pueden ser más fiables que las de Karnak?

—Porque confío en ti.

—Te agradezco la confianza, pero no puedo responderte.

—Me parece que ya lo has hecho.

En lo alto del Torreón, Karnak empezaba a perder la paciencia con Evris, el cirujano. Intentando contener la irritación, interrumpió su argumento dando un puñetazo sobre la mesa.

—¡No pienso permitir que traigan a los heridos al Torreón! ¿Entendido? ¿Cómo tengo que decírtelo, Evris? ¿No hablo bastante claro?

—Muy claro, general. Los hombres mueren a montones sin necesidad, y no os importa.

—¿Que no me importa? ¡Pues claro que me importa, sinvergüenza! —atronó Karnak—. La audiencia ha terminado. ¡Vete!

—¿Audiencia, general? Creía que los reyes concedían audiencias. ¡No los carniceros!

Con un par de zancadas Karnak rodeó la mesa y aferró al enclenque cirujano por el delantal ensangrentado. Lo alzó hasta que quedó colgando con los pies en el aire ante el enfurecido general, lo sujetó unos segundos y lo arrojó contra la puerta, donde aterrizó después darse un golpe tremendo.

—Vete antes de que te mate —siseó Karnak. Dundas, que había observado la escena en silencio, fue a ayudar al cirujano a salir al pasillo.

—Has ido demasiado lejos, cirujano —dijo Dundas en voz baja—. ¿Estás herido?

—No. —Evris rechazó el apoyo que le ofrecían los brazos de Dundas—. No me invade la gangrena ni tengo las heridas llenas de gusanos.

—Intenta enfocarlo de una forma más amplia —le recomendó Dundas—. Son muchos los enemigos a los que nos enfrentamos, y la amenaza de una epidemia no es el menos importante. No podemos llevar a los heridos al Torreón.

—¿Me crees tan incapaz en cuestiones de estrategia que necesitas utilizar el mismo argumento elemental de tu general? Sé qué piensa, y lo respetaría mucho más si lo admitiera. No podremos defender las murallas mucho más tiempo. Entonces los soldados se replegarán al Torreón. Karnak quiere que allí sólo haya hombres en condiciones de combatir; no le conviene que el espacio esté ocupado por mil y pico heridos a los que hay que alimentar, lavar y curar. —Dundas no respondió—. Gracias por no disentir —añadió Evris con una sonrisa—. Cuando llegue el momento de la retirada, los vagrianos liquidarán a todos los heridos; los matarán en sus lechos.

—Karnak no tiene elección.

—Ya lo sé, maldita sea.

—Entonces ¿por qué te enfrentas a él?

—¡Porque él es quien manda aquí! Es su responsabilidad; está implícita en el cargo. Y también porque lo detesto.

—¿Cómo puedes decir eso sabiendo que lucha para defender todo aquello por lo que has vivido?

—¿Defender? Mis ideales no se pueden defender con la espada. No lo entiendes, ¿verdad, Dundas? En realidad no hay ninguna diferencia entre Karnak y Kaem. Son almas gemelas. Pero no puedo quedarme aquí hablando contigo mientras mis pacientes se mueren. —Se alejó tambaleante y al llegar a la escalera se volvió—. Esta mañana he encontrado a tres hombres muertos en el establo, donde me había visto obligado a instalarlos. Las ratas los habían devorado vivos.

Other books

All They Ever Wanted by Tracy Solheim
The House in Paris by Elizabeth Bowen
Incidents in the Life of Markus Paul by David Adams Richards
The Hidden Heart by Candace Camp
The Secret Prophecy by Herbie Brennan