Waylander (23 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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Waylander giró sobre un talón lanzando el cuchillo con un veloz movimiento de la mano. La hoja negra golpeó con un ruido sordo el hombro de un arquero arrodillado. Waylander se abalanzó sobre su oponente, pero éste se puso de pie rápidamente, lo esquivó y se internó corriendo en la oscuridad.

Desarmado, Waylander se hincó sobre una rodilla y esperó.

Se oyó un grito en la dirección que había tomado el herido.

—Deberías tener más cuidado, Waylander —dijo una voz. Un objeto oscuro voló por el aire y se clavó en el suelo, a su lado, con un golpe seco. Era su cuchillo.

—¿Por qué me has salvado?

—Porque eres mío —replicó Cadoras.

—Estaré preparado.

—Eso espero.

Durmast y Danyal corrieron junto a él.

—¿Con quién hablabas? —preguntó el gigante.

—Con Cadoras. Pero no importa; volvamos a la caravana.

El trío regresó a la relativa seguridad del campamento. Durmast avivó el fuego que se estaba extinguiendo y limpió la sangre del hacha.

—Vaya mujer tienes —dijo—. ¡Mató a tres de esos canallas! ¡Y tú que me habías hecho creer que no era más que una compañera de cama! Eres un demonio astuto, Waylander.

—Eran guerreros de la Hermandad —dijo el asesino—. Emplearon algún tipo de hechicería para dormirme. Tendría que haberlo adivinado.

—Dardalion te salvó —dijo Danyal—. Me visitó en sueños.

—¿Un guerrero plateado de pelo rubio? —preguntó Durmast. Danyal asintió—. A mí también se me presentó. Tienes amigos poderosos: una diablesa y un hechicero.

—Y un gigante con un hacha de guerra —dijo Danyal.

—No confundas los negocios con la amistad —murmuró Durmast—. Y ahora, si me disculpáis, tengo que recuperar el sueño.

En lo que otrora fuera el palacio de Purdol, el anciano observó con ojos cansados los rostros de los guerreros vagrianos sentados delante de él, en los que brillaba la arrogancia que nace de la victoria. Sabía demasiado bien qué pensaban: que estaba viejo, cansado y débil.

El Gan Degas se quitó el yelmo y lo dejó sobre la mesa.

—Tengo entendido que estáis dispuesto a rendiros —dijo Kaem con expresión pétrea, sentado justo frente a él.

—Sí. Si se cumplen ciertas condiciones.

—Enumeradlas.

—Mis hombres no deben resultar heridos; han de quedar en libertad para volver a su hogar.

—De acuerdo… tan pronto entreguen las armas y la fortaleza sea nuestra.

—Muchos ciudadanos se han refugiado en la fortaleza: también se les permitirá marcharse y recuperar las viviendas que vuestros hombres han ocupado.

—Una nimiedad burocrática —dijo Kaem—. No habrá ningún problema.

—¿Qué garantías podéis ofrecerme? —preguntó Degas.

—¿Qué garantías puede ofrecer un hombre? —Kaem sonrió—. Tenéis mi palabra: entre generales, ha de ser suficiente. De lo contrario, no tenéis más que trancar las puertas y seguir luchando.

—Muy bien. —Degas bajó los ojos—. ¿Tengo vuestra palabra, entonces?

—Por supuesto, Degas.

—Las puertas se abrirán al amanecer. —El viejo guerrero se puso de pie y se volvió para marcharse.

—No olvidéis el yelmo —se burló Kaem.

Se oyeron los ecos de las risas en el pasillo mientras Degas salía del vestíbulo flanqueado por dos hombres de capa negra. Se internó en el aire nocturno; caminó por los muelles y subió en dirección a la puerta oriental. Una cuerda descendió por la torre de la puerta; Degas se la enlazó en la muñeca y lo izaron al interior de la fortaleza.

En el palacio, Kaem pidió silencio a los oficiales.

—En la fortaleza hay unos cuatrocientos hombres —dijo, volviéndose hacia Dalnor—. Para matarlos a todos se requiere cierta planificación: no quiero una montaña de cadáveres que diseminen plagas y enfermedades. Sugiero que dividáis a los prisioneros en veinte grupos y que los llevéis uno por uno al puerto. Hay una veintena de almacenes vacíos. Matadlos y transportad los cadáveres a los barcos que han descargado grano. Podemos arrojarlos al mar.

—Sí, mi señor. Llevará algún tiempo,

—Tenemos tiempo. Dejaremos en la fortaleza una guarnición de mil hombres, nos dirigiremos hacia el oeste y penetraremos en Skultik. La guerra casi ha terminado, Dalnor.

—Así es; gracias a vos, mi señor.

—¿Qué noticias hay de Waylander? —Kaem se volvió hacia un oficial de barba oscura que estaba a su derecha.

—Aún vive, lord Kaem. Anoche él y sus amigos repelieron un ataque de mis Hermanos. Pero hay más en camino.

—Necesito la Armadura.

—La tendréis, mi señor. El emperador ha encargado a Cadoras, el asesino, que mate a Waylander. Y veinte de mis Hermanos se acercan. Además, hemos recibido un mensaje de Durmast, el ladrón; pide veinte mil piezas de plata por la Armadura.

—Supongo que has aceptado.

—No, mi señor, tuvo que conformarse con quince mil. Si hubiéramos aceptado sin discutir, habría sospechado. Ahora gozamos de su confianza.

—Cuidado con Durmast —advirtió Kaem—. Es como el león que vive alejado del grupo: ataca a cualquiera.

—Varios de sus hombres trabajan para nosotros, mi señor; hemos previsto todas las eventualidades. La Armadura es nuestra. Waylander es nuestro, al igual que los drenai.

—No te fíes demasiado, Nemodes. No hay que contar los dientes del león hasta que tenga moscas en la lengua.

—Pero mi señor, la cuestión ya está fuera de duda, ¿no es así?

—Tuve una vez un caballo, el animal más rápido que he poseído en mi vida. Como no podía perder, aposté una fortuna por él. Pero lo picó una abeja justo antes de la salida. La cuestión nunca está fuera de duda.

—Sin embargo, dijisteis que la guerra prácticamente había terminado —protestó Nemodes.

—En efecto. Y mientras no haya acabado del todo, mantendremos las precauciones.

—Sí, mi señor.

—Hay tres hombres que tienen que morir. Uno de ellos es Karnak. Otro es Egel. Pero, sobre todo, quiero ver la cabeza de Waylander clavada en una lanza.

—¿Por qué Karnak? —preguntó Dalnor—. Una batalla no es suficiente para catalogarlo como peligroso.

—Porque es atrevido y ambicioso —respondió Kaem—. Con él no se pueden hacer planes. Algunos son buenos espadachines, arqueros o estrategas. Otros por lo visto tienen algún don divino y dominan todo lo que hacen. Karnak es uno de ellos: no puedo adivinar qué hará y esto me inquieta.

—Se dice que está en Skarta, bajo las órdenes de Egel —dijo Dalnor—. Pronto lo tendremos.

—Tal vez —dijo Kaem en tono dubitativo.

A la sombra de la puerta oriental, Kaem, al frente de la Segunda Legión, se esforzó por controlar la tensión. Hacía apenas unos minutos que había amanecido, pero aún no se advertía ningún movimiento al otro lado de las puertas. Pertrechado con el equipo completo de combate, rojo y bronce, el sudor se le deslizaba entre los omóplatos. Era plenamente consciente de las miradas hostiles de los arqueros apostados en las almenas de la torre de la puerta.

Dalnor estaba a su lado, flanqueado de espadachines: guerreros de ojos oscuros de la Primera Elite, los combatientes más mortíferos de la Segunda Legión de la Jauría del Caos.

El sonido de cuerdas que se tensaban y un crujido de poleas oxidadas tranquilizó a Kaem: al otro lado de las puertas de hierro y roble estaban levantando la enorme tranca reforzada de bronce. Pasaron los minutos y las puertas se entreabrieron con un chirrido. Sintió una exultante sensación de triunfo, pero la reprimió, irritado ante la intensidad de sus emociones.

Detrás de él, los hombres empezaron a arrastrar los pies, ansiosos por acabar con el largo asedio y entrar en la odiada fortaleza.

Las puertas se abrieron más.

Kaem pasó bajo la sombra del rastrillo y volvió a salir a la luz brillante del patio…

Se detuvo tan bruscamente que Dalnor tropezó con él empujándolo. Se enderezó el yelmo que se le había caído sobre los ojos. El patio estaba rodeado de combatientes con la espada desenvainada. En el centro había un guerrero gigantesco, vestido de forma estrafalaria y apoyado sobre un hacha de guerra. Le entregó el hacha a un compañero y avanzó.

—¿Quién es ese payaso gordo? —susurró Dalnor.

—¡Silencio! —ordenó Kaem. Su cerebro trabajaba a un ritmo frenético.

—Bienvenido a Dros Purdol —dijo el hombre sonriendo.

—¿Quién eres, y dónde está el Gan Degas?

—El Gan está descansando. Me ha pedido que negociara vuestra rendición.

—¿Qué tontería es ésta?

—¿Tontería, mi querido general? ¿Qué quieres decir?

—Gan Degas acordó que hoy se rendiría, una vez se cumplieran sus condiciones. —Kaem se humedeció nerviosamente los labios mientras, desde su altura, el enorme guerrero le sonreía divertido.

—Ah, las condiciones —dijo—. Creo que ha habido un malentendido. Cuando el Gan Degas exigió seguridad para sus hombres, en realidad no se refería a que los llevaran en grupos de veinte a los almacenes del puerto para matarlos. —Entornó los ojos y el buen humor desapareció de su sonrisa—. Te he abierto las puertas, Kaem, para que puedas verme. Conocerme… Comprenderme. No habrá rendición. He traído tres mil hombres —mintió Karnak— y estoy al mando de la fortaleza.

—¿Quién eres?

—Karnak. Recuerda el nombre, vagriano, pues significará tu muerte.

—Haces muchos aspavientos, Karnak. Perro ladrador, poco mordedor.

—Es verdad, pero tú me temes, chico —dijo Karnak tranquilamente—. Tienes veinte segundos para retirar a tus hombres de la puerta. Después el aire se llenará de flechas y de muerte. ¡Vete!

Kaem giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con varios cientos de guerreros, la flor y nata de sus fuerzas. Una humillación absoluta lo golpeó como un puñetazo. Estaba dentro de la fortaleza con las puertas abiertas; sin embargo, no podía ordenar el ataque ya que todos los arqueros lo apuntaban con sus flechas. Y para salvarse, pues debía salvarse, tenía que ordenarles que retrocedieran. Su prestigio caería en picado y la moral de los hombres resultaría seriamente perjudicada.

—¡Disfruta de tu gran momento, drenai! —Retrocedió con el rostro rojo de furia—. De ahora en adelante tendrás pocas ocasiones como ésta.

—Quince segundos —dijo Karnak.

—¡Atrás! —gritó Kaem—. ¡Retiraos!

Las risas burlonas persiguieron al general vagriano mientras se abría paso entre sus tropas.

—¡Cerrad las puertas! —aulló Karnak—. ¡Y preparaos para el ataque de esos cabrones!

—¿Qué significaba eso de los almacenes y la matanza? —preguntó Gellan acercándose a Karnak.

—Dardalion me dijo que eso era lo que planeaban. Kaem le había prometido a Degas que los hombres no sufrirían ningún daño; era una vil mentira, exactamente lo que puede esperarse de Kaem, pero Degas estaba demasiado agotado para advertirlo.

—Hablando de agotamiento —dijo Gellan—, después de diez horas horadando las rocas bajo las mazmorras, yo también me siento algo cansado.

—Tus hombres han hecho un buen trabajo, Gellan. —Karnak le dio una enérgica palmada entre los omóplatos—. Sólo los dioses saben qué habría sucedido si hubiéramos llegado una hora más tarde. Aun así, es bonito saber que la suerte nos sonríe, ¿no?

—¿Suerte, general? Hemos penetrado en una fortaleza asediada y provocado la cólera del general más poderoso del continente. Decidme qué clase de suerte es ésa.

—Era el general más poderoso del continente —dijo Karnak riendo entre dientes—, pero hoy ha sufrido un revés. Lo hemos humillado. Eso no va a beneficiarlo; le hará un pequeño desgarro a su capa de invencibilidad.

Jonat caminaba con paso firme por la muralla mientras gritaba a los cincuenta hombres a sus órdenes. Esa mañana se habían comportado de forma bochornosa: huyeron aterrorizados cuando los vagrianos franquearon la muralla junto a la torre de la puerta. Jonat y diez espadachines corrieron a taponar la brecha y un jinete de la Legión, esbelto y de barba negra, había escapado milagrosamente ileso. Seis de los camaradas de Jonat habían muerto a su lado. Al advertir el peligro, Karnak acudió en su ayuda, blandiendo una enorme hacha de guerra de dos cabezas y seguido de un centenar de soldados. El combate junto a la torre de la puerta fue breve y sangriento, y los hombres de Jonat se habían incorporado a la lucha cuando ya casi finalizaba. Ahora, mientras caía la tarde y el sol se hundía en un baño de fuego, los gritos de Jonat sonaban como latigazos. A pesar de su cólera, conocía la causa del pánico, e incluso la entendía. La mitad de los hombres eran guerreros de la Legión y la otra mitad, granjeros y comerciantes reclutados. Los guerreros no confiaban en que los granjeros resistieran, en tanto que los granjeros se sentían fuera de su ambiente y perdidos en el infernal estrépito de las espadas y los gritos de furia.

Y, lo que era peor, habían sido los guerreros los que se habían dispersado.

—Mirad a vuestro alrededor —gritó Jonat, consciente de que otros soldados observaban la escena—. ¿Qué veis? ¿Una fortaleza de piedra? No es lo que parece: es un castillo de arena que los vagrianos azotan como un mar enfurecido. Se mantendrá en pie sólo si los granos de arena permanecen unidos. ¿Lo entendéis, hatajo de estúpidos? Hoy habéis huido aterrorizados y los vagrianos han abierto una brecha en la muralla. De no ser porque se ha retomado el control rápidamente, habrían invadido el patio detrás de las puertas y la fortaleza se habría convertido en una tumba gigantesca.

»¿No podéis meteros en la cabeza que no hay adonde escapar? O luchamos o morimos.

»Hoy han muerto seis hombres a mi lado. Eran buenos, mejores que vosotros. Mañana, antes de salir huyendo, pensad en ellos.

—Yo no he pedido estar aquí —dijo agriamente un joven comerciante, después de carraspear y escupir.

—¿Qué has dicho, rata? —siseó Jonat.

—Ya me habéis oído.

—Sí, te he oído. Y hoy también te he visto huyendo de la muralla a toda carrera como si tuvieras la espalda en llamas.

—Intentaba alcanzar a vuestros soldados de la Legión —replicó—. Ellos encabezaban la desbandada. —Un murmullo colérico saludó sus palabras, pero se silenció cuando un hombre alto avanzó por las almenas.

—¿Me permites unas palabras, Jonat? —le dijo, poniéndole la mano en el hombro y sonriendo para disculparse.

—Desde luego, señor.

El oficial se puso en cuclillas entre los hombres y se quitó el yelmo. Los ojos de color azul grisáceo mostraban el cansancio de seis días con sus noches de lucha encarnizada. Se los frotó con un gesto de fatiga y alzó la vista hacia el joven mercader.

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