Sobre los delitos de De la Rosa, en la misma resolución se aseguraba: «Los pensamientos no delinquen y los comentarios, aun groseros, en ocasión de la salida de la cárcel de De la Rosa […] deben quedar en dicho ámbito y al margen de todo reproche penal». El 10 de enero, el juez Bueren resolvió sobreseer y archivar el caso, dictaminando que no se tendría por parte querellante a Ruiz Mateos si no depositaba una fianza de 100 millones de pesetas. Al día siguiente, Carlos Bueren dejaba la Audiencia Nacional y se iba a trabajar al bufete de Aurelio Menéndez y Rodrigo Uría, casado con Mónica Prado y Colón de Carvajal, sobrina de Manuel Prado, en la plaza que acababa de dejar vacante Jaime Alfonsín al ser nombrado secretario del príncipe Felipe.
Pero tras el intento en vano de Ruiz Mateos, todavía quedaban asuntos judiciales que iban a traer cola durante varios años. Ya en la etapa del PP, el Gobierno de Aznar colaboró con el rey para cortar algunos flecos, sobre todo cuando Sabino Fernández Campo fue llamado a declarar sobre la entrevista que había tenido con De la Rosa. Este episodio llegó a los juzgados porque Javier de la Rosa había presentado una querella contra el periodista Ernesto Ekaizer (por un libro,
Banqueros de rapiña
, en el que, entre otras cosas, daba cuenta de aquella entrevista). En noviembre de 1996, Sabino recibió la citación del Juzgado de Primera Instancia número 13 de Madrid para declarar como testigo e inmediatamente informó al rey. Unos días después, el ex-jefe de la Casa Real recibió una llamada telefónica de Francisco Álvarez Cascos para pedirle amablemente que pasara por su despacho en La Moncloa. Cascos explicó que el presidente había tenido noticia de una citación judicial y que el Gobierno quería ayudarlo «porque el asunto es delicado». Delante del mismo Sabino, Cascos telefoneó al abogado del Estado y después le dijo que el letrado opinaba que lo mejor era no ir a declarar; que no pasaba nada… en todo caso una multa. Había que ganar un poco de tiempo mientras pensaban cómo podían solucionar el lío. También telefoneó a Sabino Ramón Rodríguez Arribas, presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), «de parte de la ministra Mariscal de Gante», para insistir en lo mismo: «Nosotros arreglaremos el asunto… La ministra invoca razones de Estado», le dijo Ramón Rodríguez. Fernández Campo acabó por aceptar quedarse en casa y lo justificó con un informe médico de una amenaza de gripe. Naturalmente, hubo una nueva citación (y una nueva llamada telefónica del monarca, un nuevo contacto con el vicepresidente del Gobierno, etc.). Pero se había ganado el suficiente tiempo y, cuando al fin prestó declaración, admitió que habían estado reunidos, por cuestiones privadas, y la cosa quedó aquí. El juez no quiso profundizar en el asunto, y Sabino no tenía nada más que declarar.
Una de las abogadas de la acusación quería saber de qué se había tratado en la conversación si llevaba un mensaje… Pero el juez la cortó por lo sano: denegó la pregunta. Y extendiendo el acta de su declaración, ordenó a Fernández Campo: «A ver, firme ahí. Ya puede irse».
Javier de la Rosa volvió a ingresar en prisión en 1998 por el caso KIO y, mientras estaba allí, acabó la instrucción del caso Gran Tibidabo. El fiscal le pidió 14 años en chirona. Prado, al contrario que Javier de la Rosa, no ha ingresado nunca en prisión, todavía. Se libró por los pelos a finales de 1995, cuando el juez Aguirre, encargado de la instrucción del caso Gran Tibidabo, le impuso una fianza de 150 millones de pesetas, que se vio obligado a pagar aunque en principio tuvo la obligación de enviar al juzgado una relación de bienes por un importe de 2 millones.
El 13 de mayo de 1997 Prado comparecía de nuevo, esta vez ante la jueza Teresa Palacios, encargada del caso Torras-KIO en la Audiencia Nacional. Prado siguió insistiendo en desvincular al monarca, y en las comparecencias judiciales y los comunicados públicos declaró que su relación con De la Rosa era mercantil y personal, y siempre en el extranjero. El 22 de enero de 1998, la jueza Palacios, atendiendo a una petición de la Fiscalía Anticorrupción, impuso a Prado una nueva fianza de responsabilidad civil de 2.000 millones de pesetas, que tuvo que depositar para evitar que le embargaran los bienes. Los 2.000 millones se correspondían con una parte de los 12.000 que había recibido de De la Rosa, la parte que en este momento investigaba la jueza en lo que se entendió que había sido una operación de «sustracción a través de una factura falsa emitida por la sociedad Wardbase». Y es que el cobro se había justificado como una factura por un contrato del asesoramiento que Prado (a través de Wardbase) ofrecía al grupo Torras; es decir, por unos informes técnicos que en realidad no existieron nunca. Mientras la cosa se vaya solucionando con unos cuantos miles de millones de fianza no hay problema, al menos para él. No es lo mismo para las 40.000 personas despedidas que generó la suspensión de pagos del grupo Torras. No se han calculado los costes sociales de la quiebra de la sociedad Gran Tibidabo, que se hizo efectiva en los juzgados el 18 de octubre de 1999.
Pero desde este otoño el caso ha cobrado nuevos aires, con las últimas declaraciones de Javier De la Rosa en la Audiencia Nacional. El tema sigue adelante y al parecer lo peor todavía está por llegar.
Mientras su amigo pone la barba a remojo, el rey Juan Carlos escucha y calla. Preocupado por el cariz que están tomando las cosas últimamente, en unas recientes declaraciones ante un grupo de periodistas se dejó llevar por la nostalgia al afirmar que, por ahora, ya no podría volver a colaborar en un libro como el de Villalonga de 1993, basado en conversaciones con el monarca, «porque ya no hay cosas que se puedan contar».
¿LA MONARQUÍA VA BIEN?
EL REY CON EL PP
Tras una larga y azarosa etapa de reinado con el PSOE que todavía colea, el rey Juan Carlos entró en una nueva fase política con el Partido Popular. En un principio, mucho más pacífica. Tras tantos escándalos, sobre todo en torno al eje neurálgico del complicado 1992, la familia real volvía a reinar en el papel couché con sus mejores galas, en bodas, bautizos y funerales. Tras la fastuosa boda de la infanta Elena en Sevilla, en 1995, la Casa Real se dio cuenta de que aparecer en la portada del
Hola
disparaba los índices de popularidad de la institución mucho más que mil artículos del
ABC
, y desde entonces lo tuvo claro. Las infantas dejaron de aprovechar la ropa vieja de mamá y se dedicaron a lucir con la mejor planta posible modelitos de los diseñadores de más alto vuelo. La imagen de Elena de Borbón con grandes pamelas, y la de su nuevo esposo con extravagantes pantalones que dieron mucho que hablar en Tómbola, se prodigaron cada vez más en actos mundanos de toda clase.
A la infanta Cristina también le llegó el turno, cuando se anunció un compromiso que parecía casi como el del resto de la humanidad, aunque el novio, Iñaki Urdangarín, se lo había robado a otra que no era princesa. No podía haber escogido nada mejor que un jugador de élite, aunque fuera de balonmano, en una etapa en que las «anitas obregón» del mundo perseguían a futbolistas, que, junto con los toreros, se convirtieron en la última década del siglo en la especie más perseguida por las aspirantes a famosas. La boda de Cristina en Barcelona, realizada para Televisión Española por Pilar Miró, que antes ya se había encargado de la de la infanta Elena, fue un nuevo éxito de audiencia. Un espectáculo en toda regla. Después vinieron los hijos de las dos, y los profesionales de la prensa tuvieron que hacer horas extras para no perderse ni un minuto de la larga espera ante las clínicas privadas en las que nacieron. El pueblo español no se podía perder los primeros mohínes de Froilán, el pequeño Juan Urdangarín y Victoria Federica, y las cadenas de televisión interrumpían sus emisiones habituales para anunciar en directo tan buenas noticias.
La muerte de la madre del rey, María de las Mercedes, condesa de Barcelona, en enero de 2000, acabó de dar la última capa de barniz de humanidad a la familia real, que tanto necesitaba ésta tras varias tentativas del PSOE de conjurar a la Corona. En el funeral, como ya habían hecho en el de Don Juan, el rey y la reina aparecieron juntos, llorando emocionados, y nuevamente la prensa dio un eco desproporcionado al gesto, como si llorar la muerte de una madre fuese un hecho extraordinario. Francisco Umbral, entregado en los últimos años a explicar al país cómo era de humano el rey «que no quiso ser Franco» (cosa que se podría entender en un doble sentido, sin la mayúscula en Franco, aunque no era la intención del escritor), publicó en su columna diaria en
El Mundo
: «Este Rey Juan Carlos, que tanto ha enseñado a reír a los ásperos españoles, es un hombre que llora cuando le pasan cosas. A la gente le gusta saber eso». Aunque también decía: «El Rey llora con un ojo, pero me mira con el otro…». El monarca miraba a su alrededor, como diciendo «¡A ver qué pasa…!». Y es que la llegada al poder de Aznar le tenía que haber devuelto a las actividades deleitosas de las vacaciones con el yate y los casorios, sin más preocupaciones. Pero todavía no se podía bajar la guardia. Hizo falta seguir todavía varios años, hasta el día de hoy, con un ojo abierto para vigilar lo que pasaba en el desenlace final de todos los sumarios que se instruían en los juzgados. El PSOE había dejado demasiado rastro. Antes de conseguir llegar a La Moncloa, pese a los escándalos del PSOE que trabajaban a su favor (sobre todo el tema GAL, que en el modelo favorito del poder político establecido en España, el de los Estados Unidos, habría acabado con la dimisión de Felipe González mucho tiempo antes), el Partido Popular no lo tuvo nada fácil. No porque contara o dejara de contar con la confianza de la banca o la CEOE, o con la simpatía o antipatía del monarca. Es que ante los españoles defraudados por los presuntos socialistas, la derecha no era realmente una alternativa. Desencantarse por el choriceo del PSOE y huir hacia el PP sólo se les podía ocurrir a los que estaban atrapados en la sensación de huir del fuego para caer en las brasas que el sistema democrático de la monarquía parlamentaria había conseguido consolidar a lo largo de los años. En el PP lo sabían y se esforzaron en hacer una campaña para moverse hacia el centro, aunque fuera a costa de unos cuantos jefes —«cráneos privilegiados», que diría Valle Inclán— del PP más recalcitrante.
Pero antes de ganar las elecciones en 1996, por pura desesperación de un electorado cuya alternativa era abandonarse a la abstención en masa, a Aznar le pusieron la zancadilla unas cuantas veces. Al rey Juan Carlos, muy en particular, le costaba bastante aceptar el hecho previsible de que el PP llegara al Gobierno un día no muy lejano. Se había sentido demasiado cómodo con Felipe González y, sobre todo, atado a él por los secretos compartidos. Durante la campaña electoral de 1993, en un debate en directo con el líder del PSOE en Antena 3, José María Aznar dijo algunas cosas que todo el mundo tenía ganas de oír acerca de los escándalos de corrupción económica y la guerra sucia. Viniendo de él, no era para lanzar las campanas al vuelo, pero ya era algo, y aparte de ser un éxito de audiencia, el debate dio al líder del PP como claro ganador. Pero inmediatamente después, mientras el público esperaba impaciente la segunda entrega, que debía tener lugar en el plató de Telecinco entre los mismos adversarios, Aznar recibió una llamada telefónica con el consejo real de no tensar demasiado la situación. «Menos crispación», era la consigna. El 31 de mayo de 1993, toda España estaba enganchada a Telecinco como si fueran a emitir la final de la liga… O más, porque el debate preelectoral logró unas cifras de audiencia que no fueron superadas ni por los momentos más calientes de Gran Hermano. Fue el récord de la cadena en toda su historia, nunca batido hasta el día de hoy. Sin embargo, Aznar desaprovechó la oportunidad y defraudó. El público se quedó perplejo ante la imprevisible y anodina desaparición de las referencias a la corrupción. El PP redujo la ventaja que había adquirido en el debate anterior. Acabó perdiendo las elecciones. Con todo, los ocho millones de votos que obtuvo en la derrota de 1993, la falta de otras alternativas, el punto de vista del Gobierno yanqui sobre el contencioso… ya situaban a Aznar como inevitable futuro presidente de cara a las siguientes elecciones.
Como ya hemos comentado en otro capítulo, en círculos próximos al monarca se especulaba sobre la posibilidad de una «tercera vía» con Mario Conde al frente para dar salida a la situación, pero esta opción quedó descartada definitivamente después de un viaje de Juan Carlos a los Estados Unidos, en octubre de 1993. Cuando volvió, Aznar fue recibido en La Zarzuela y después se reunió en la Moncloa con Felipe González para empezar una especie de «traspaso de poderes» de antemano, con varios acuerdos para desembarazarse de Mario Conde de manera definitiva (el 28 de diciembre siguiente el Banco de España intervino) y pactar un punto final para el tema GAL. El 3 de marzo de 1996, el Partido Popular ganó las elecciones generales. Pero, para la tranquilidad del PSOE, Aznar se avino a negociar, por mediación del monarca, importantes nombramientos que afectaban a los ministerios de Defensa (con Eduardo Sierra al frente) e Interior (con Ricardo Martí Fluxá como segundo de Mayor Oreja), y también al CESID (con el general Javier Calderón como nuevo director. Después, el 2 de agosto, decidió no desclasificar los papeles del CESID. Y, tras el juicio del caso Marey celebrado en verano de 1998, concedió el indulto a Vera y José Barrionuevo, que no llegaron a pasar ni un año en prisión. El Gobierno del PP también ayudó a Polanco y Cebrián en el caso Sogecable a petición del rey. Con respecto al caso KIO, Aznar había empezado por explicar a Manuel Prado, cuando recurrió a él por primera vez, en una entrevista que tuvieron en la primavera de 1994, que el PP no se mojaría por el rey en un escándalo de corrupción económica (o si el rey no actuaba como garante de la unidad de España). Pero no se debe olvidar que uno de los destinatarios de los telegramas que Javier de la Rosa envió desde prisión en noviembre de 1994, junto con el rey y Jordi Pujol, fue José María Aznar. No se sabe a ciencia cierta qué podría significar una advertencia de aquella clase, aunque De la Rosa ha hablado alguna vez de una «maleta de dinero» entregada a un dirigente del PP. Fuera como fuese, tras las elecciones de 1996, en noviembre de aquel mismo año, el Gobierno de Aznar ya colaboraba con el rey cuando Sabino Fernández Campo fue llamado a declarar sobre la entrevista que había tenido con De la Rosa, a través del vicepresidente del Gobierno Francisco Álvarez Cascos. Se sigue diciendo que «no hay química» entre el rey y el líder del PP, aun cuando la primera dama, Ana Botella, se esfuerce en resultar simpática. Delante de testigos, Juan Carlos ha criticado y ridiculizado a Aznar en múltiples ocasiones («¡Pero qué corto, qué hombre tan corto!», dicen que exclamó). Aparte de esto, el monarca no se ha contenido lo más mínimo y se ha comportado descaradamente varias veces. Como cuando anunció el compromiso matrimonial de la infanta Cristina el mismo día en que Aznar era recibido por el presidente Clinton; o cuando abrazó efusivamente a Felipe González ante una muchedumbre de fotógrafos, después de un sobrio apretón de manos con Aznar, en la recepción para celebrar su santo en los jardines del Campo del Moro, en junio de 1998. Pero todo esto deja de tener importancia cuando, en lo que realmente cuenta, reina la armonía. Aznar ya había advertido a Manuel Prado, en 1994, que lo que más le importaba, como Franco, era la «unidad de la patria». Y en este punto, por lo que se ve, el rey se está comportando.