Un rey golpe a golpe (41 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: Un rey golpe a golpe
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«Sólo La Zarzuela puede pararlo»

Pero el Supremo ratificó la sentencia y, después de unos cuantos años en prisión, el indulto se retrasó. A Amedo y Domínguez les seguían diciendo que era cuestión de semanas, que no se preocuparan. Pero los policías se empezaron a poner nerviosos. Felipe González había nombrado ministro de Interior y Justicia a Juan Alberto Belloch, cosa que sorprendió a todo el mundo, convencido de que podría solucionar el caso GAL y el caso Roldán. No se supo nunca por qué medios Belloch pretendía conseguirlo, porque sus gestiones fueron un fracaso. Lo que sí quedó claro es que no tuvo complejos a la hora de hacer lo que hiciera falta a expensas de los antiguos subordinados de González. Belloch ya había demostrado su estilo cuando era juez en Bilbao y quiso encarcelar a Julián Sancristóbal (entonces gobernador civil de Vizcaya). En sus primeras decisiones como ministro, en 1994, cerró el grifo de los fondos reservados, dejó de pagar el sueldo que recibían las esposas de Amedo y Domínguez y, a la vez, siguió demorando el indulto. En noviembre de 1994, tres ex de la lucha antiterrorista, Juan Alberto Perote, Francisco Álvarez y Julián Sancristóbal, se reunieron en el Hotel Tryp de Madrid. Los tres ya estaban trabajando para la empresa privada, sin cargos oficiales, pero estaban preocupados por las consecuencias que pudieran tener las decisiones del ministro Belloch. Sancristóbal, en concreto, recibía presiones de José Amedo y Michel Domínguez, que amenazaban con hablar. Se jugaban el cuello y necesitaban convencerles —tanto a ellos como a otros policías relacionados con los GAL— de que era necesario que siguieran callados. Pero esto no sería posible si alguien no frenaba a Belloch. Julián Sancristóbal, asustado, pidió perdón a Perote: «Juan, dile a Manglano», que era el director del CESID, «que esto va a estallar y que sólo la Zarzuela puede pararlo. Ya sabes que Felipe no quiere oír hablar de este tema y lo que nos pase a nosotros le importa un bledo».

Pero el rey, al parecer, no pudo o no quiso hacer nada en aquel momento. El ex-secretario de Estado para la Seguridad, Rafael Vera, también estaba preocupado, y, por su parte, intentó conseguir el apoyo del rey cuando vio que la cárcel sería inevitable. Empezó a mover todos los hilos para que Juan Carlos le recibiera. Incluso recurrió al general Sabino Fernández Campo para que le gestionara la audiencia, aunque éste ya había sido cesado de su cargo en la Casa Real y ni podía ni tenía ningún interés en ayudarlo. De todos modos, por otras vías (no se sabe cuáles), Vera acabó siendo recibido en La Zarzuela. Pero tampoco consiguió la ayuda del monarca. Como resultado, en diciembre de 1994, Amedo y Domínguez relataron a
El Mundo
el principio y el fin de los GAL y empezaron a colaborar con el juez Garzón, que volvía a encargarse del caso, tras romper relaciones con Felipe González (aunque el sumario del secuestro de Segundo Marey ya lo había reabierto antes el juez García Castellón, a instancias del fiscal Ignacio Gordillo, cuando Garzón todavía estaba en Interior). Gracias a las declaraciones de los dos policías, Garzón empezó a llevar a cabo una serie de arrestos en cadena de toda la cúpula del Ministerio del Interior: Rafael Vera, Julián Sancristóbal, Francisco Álvarez, Miguel Planchuelo, Justo, Damborenea… En otra de sus brillantes actuaciones, el ministro Juan Alberto Belloch consiguió traer a Luis Roldán a España, en una rocambolesca operación en la que lo engañaron con unos papeles falsos donde se negociaba su extradición.

Curiosamente, la primera comparecencia en los tribunales de Roldán, que había jurado «tirar de la manta», coincidió con el descubrimiento de los restos de José Lasa e Ignacio Zabala, los dos jóvenes secuestrados el 16 de octubre de 1983, y después torturados y asesinados por miembros de la Guardia Civil, en la que fue la primera acción de la guerra sucia. El caso GAL seguía adelante.

Por otro lado, el coronel Perote y otros no estaban dispuestos a aceptar que sólo pagaran unos pocos. Juan Alberto Perote, en concreto, había abandonado el CESID tres años antes, coincidiendo con su ascenso a coronel, y había pasado a ser asesor de seguridad de Repsol. Pero, antes de irse, había limpiado su despacho de papeles y disponía de 1.245 folios, que se correspondían con 23 microfilms del CESID, entre los cuales se hallaba el «acta fundacional» de los GAL. En 1995, en prisión por segunda vez a causa de sus propios problemas, que no tenían nada que ver con los GAL, Mario Conde contactó en Alcalá-Meco con Julián Sancristóbal, quien lo puso al corriente de algunos detalles de la trama GAL. En marzo, justo tras salir de prisión, el banquero se entrevistó con Perote. Al ex-agente del CESID le interesaba la influencia de Conde en los medios de comunicación (en particular
El Mundo
) para dar caña al tema GAL en favor de sus amigos; y Conde no estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad de conseguir una valiosa información.

Tras varias reuniones, pensaron que los «papeles del CESID» que poseía Perote quizás no tenían valor judicial, pero, en cambio, sí podían servir para presionar. Perote y Conde acordaron hacer «frente común», aunque por motivos diferentes, a la hora de utilizar los papeles ante el Gobierno del PSOE. La intención de Perote era que «no dejaran tirada a la gente». Amenazando con hacer pública aquella información, pretendía obligar al Gobierno de Felipe González a hacer algo efectivo para que no condenaran a sus amigos (Paco Álvarez, Julián Sancristóbal, etc.). Una de dos, o solucionaban la cuestión como fuese, o todos tendrían que rendir cuentas ante la justicia (o, al menos, ante la opinión pública). Y con respecto a Conde, pretendía solucionar sus asuntos pendientes. Consideraba que lo más justo era volver a la situación en la que se encontraba antes de la intervención de Banesto (había sido propietario de un total de siete millones de acciones, que con la cotización de aquel momento, a 2.000 pesetas cada una, suponían una cifra de 14.000 millones de pesetas). A punto de entregarle los papeles del CESID, Perote, que conocía la amistad de Conde con el monarca, le preguntó: «Hay una cosa que no entiendo bien. ¿Cómo es posible que el rey no haya podido evitar que las cosas hayan llegado hasta donde están?». Conde contestó: «Ése es un tema difícil de explicar… Lo único que se me ocurre decirte es que Su Majestad no tiene la libertad que algunas veces quisiéramos y así lo tenemos que aceptar».

Sin embargo, fue el rey quien facilitó la negociación de estos dos con La Moncloa. A estas alturas Conde ya no tenía unas vías de acceso fáciles a La Zarzuela, y recurrió a Adolfo Suárez para que pusiera al monarca al corriente del asunto. Después, una vez que informó de que aquello iba en serio y de la necesidad de negociar, Juan Carlos recomendó a Felipe González que recibiera a Conde. En primer lugar, en mayo de 1995, Perote hizo llegar a Barrionuevo un informe-resumen sobre los GAL, redactado por él mismo basándose en la documentación del CESID que tenía en su poder. Quería provocar una guerra de nervios. En aquel momento Julián Sancristóbal y el comisario Miguel Planchuelo estaban en la cárcel de Guadalajara, y Barrionuevo fue a visitarlos muy agitado, porque creyó que las informaciones provenían de ellos. Sobre todo, estaba inquieto por la idea de que el informe, igual que le había llegado a él, pudiera llegar a Garzón. Sancristóbal y Planchuelo negaron que tuvieran nada a ver. Barrionuevo seguramente salió ya de aquella reunión con la idea de que el informe provenía de Perote y Conde. El informe de Perote circuló por los canales previstos hasta que llegó a La Moncloa y provocó la ira de Felipe González. Era lo que quería Perote para preparar el terreno. Felipe tenía que conocer la dimensión de lo que ellos tenían para avenirse a pactar algo. En un principio, González quiso solucionarlo por la vía expeditiva. El general Santiago Bastos, jefe de la División de Interior del CESID, se dirigió a Perote con amenazas más o menos explícitas. Pero entonces el rey intervino para que Felipe González recibiera a Santaella, el abogado que habían designado Conde y Perote para llevar el asunto, y para que negociara con él. El mismo González lo reconoció implícitamente un poco más tarde, cuando, para justificar su reunión con Jesús Santaella, dijo: «Yo creía que era interesante desde el punto de vista de la seguridad del Estado haber hecho esta reunión. No sólo lo creí yo, sino también personas a las que tengo mucho respeto» («personas», en plural). La reunión con Santaella, en La Moncloa, tuvo lugar el 23 de junio de 1995. Pero la negociación no fue bien. Felipe González no podía o no quería hacer nada por sus subordinados. Alguien tenía que cargarse el muerto y, desde luego, no sería él.

En septiembre las negociaciones con La Moncloa se dieron por rotas y enseguida se volvieron a utilizar otros métodos más resolutivos y decididos.
El País
publicó aquel mes que Mario Conde y Juan Alberto Perote habían pretendido chantajear al Gobierno y al rey con información reservada que el ex-agente había robado del CESID. Se trataba de intentar neutralizar el potencial de la documentación que podría meterlos a todos en prisión, convirtiéndola en ilegal. El coronel Perote ingresó en prisión aquel mismo mes, el día 29 (dos años después, en julio de 1997, el Tribunal Militar Central le acabó condenando a siete años de prisión por haber revelado secretos militares).

Pero otro de los objetivos de González, no menos importante, era presentar las investigaciones en torno a la trama GAL como una conjura para acabar con el Gobierno… y la monarquía. De paso, se hacía una velada advertencia al monarca —y a todo aquél que pudiera estar interesado en seguir con el asunto —, puesto que nada menos que el rey era también susceptible de ser objeto de un chantaje con los papeles del CESID, cosa que daba a entender que estaba involucrado en la trama. Si caía Felipe, también caería la monarquía. Poco después, el 10 de noviembre, esta vez a través de
Diario 16
, se lanzaría una nueva historia de «Chantaje al rey», por parte de Javier de la Rosa y, nuevamente, de Mario Conde, en una segunda entrega de lo que se interpretó como una conspiración para derrocar al Gobierno y la monarquía, ahora relacionada con escándalos económicos.

El tema de los papeles del CESID trajo cola unos cuantos años. Pero adelantemos ya que, aunque acabaron en los medios de comunicación (al menos, una parte importante), no fueron desclasificados porque podían ser utilizados como prueba en un juicio. Los últimos de la fila del tema GAL no recibieron más ayuda por parte del rey que unos cuantos gestos de buena voluntad.

Pero cuando la justicia intentara elevar el listón de las responsabilidades, entonces sería distinto. El rey ya estaba advertido.

El «apagafuegos» real logra poner punto y final

Tras la primera ronda de detenciones (Sancristóbal, Álvarez, Planchuelo, Vera, etc.), la cosa se empezó a complicar de verdad. El siguiente que podía caer era el ex-ministro de Interior, José Barrionuevo, que ya constituía una pieza de caza mayor. El 12 de octubre de 1995, en la recepción en el Palacio Real del día de la Hispanidad, el rey le cogió del brazo e interrumpió el curso del besamanos. «Pepe, ¿cómo te encuentras?». Contestó la mujer del ex-ministro: «Bien, Majestad, muchas gracias». Barrionuevo ya estaba convencido de que sería procesado y condenado y, en cierto modo, lo tenía asumido. Pero su círculo familiar, en especial su mujer, Esperanza Huélamo, le presionaba para que no se dejara hundir en el fango ni involucrara a González; y el presidente ya sabía lo que estaba dispuesto a hacer. Aquella fue una etapa de grandes gestos y muy buenas palabras para conseguir evitar que la moral del ex-ministro se derrumbase. Pero era necesario hacer más cosas. Las complicaciones aumentaron cuando, el 3 de marzo de 1996, el Partido Popular ganó las elecciones generales. Aznar ya había pactado antes con Felipe González un final «pacífico» a los escándalos del PSOE, incluyendo el tema GAL, en las conversaciones que mantuvieron en otoño de 1993, impulsadas por el rey, en las que entre los dos se pusieron de acuerdo para quitarse de encima a Mario Conde. Pero habían pasado muchas cosas desde entonces. Entre otras, la aparición de los papeles del CESID, que el nuevo partido en el Gobierno se había manifestado partidario de entregar a la justicia durante la campaña electoral. Precisamente, uno de los que habían defendido públicamente esta idea, Rafael Arias-Salgado, era el candidato del PP para ocupar la cartera de Defensa y a primeros de abril ya había empezado a visitar el Ministerio, cuando todavía era titular Gustavo Suárez Pertierra, para ir poniéndose al día, por ejemplo, del envío de tropas a Bosnia.

Cuando se supo, González le pasó el encargo a Juan Carlos por medio de Adolfo Suárez, que se reunió con el rey en La Zarzuela el 9 de abril para tratar el tema. Y allí mismo, delante de Suárez, Juan Carlos telefoneó a Aznar para citarlo al día siguiente por la mañana.

Aclaremos, por si con tanta martingala se llega a crear confusión, que el rey no tiene ninguna clase de autoridad para imponer a un ministro ni vetar a otro. Y recordemos que Aznar llegó al poder con promesas de «regenerar España tras más de una década de corrupción». Por lo tanto, si el líder del PP aceptó las presiones del monarca, lo hizo por su cuenta y riesgo, aunque a un cierto sector de la población le pueda resultar comprensible e incluso aceptable que lo hiciera para salvar a la monarquía de una quema segura y no, sin duda, para echarle una mano a Felipe González. El pueblo español ha tenido durante muchos años la dudosa fortuna de tener esta clase de salvadores de la patria, para que decidan por él lo que conviene o no conviene defender. Y Juan Carlos ha salido beneficiado de esto muchas veces a lo largo de su reinado. Dicho lo anterior, volvamos a la narración de los hechos.

Tras su audiencia con el rey en La Zarzuela, el mismo día 10 de abril al mediodía, José María Aznar se reunió en La Moncloa con Felipe González y Adolfo Suárez. La noticia se filtró a la prensa con bastante ajetreo, sobre todo porque Leopoldo Calvo Sotelo, como ex-presidente, se sintió marginado, puesto que era el único que faltaba en la reunión y el único que no sabía por qué. La prensa no dijo de qué hablaron. Como después fue quedando claro, Aznar había negociado nombramientos importantes que afectaban a Defensa, Interior y el CESID. La cartera de Defensa fue para Eduardo Sierra, que ya había sido subsecretario a las órdenes de Narcís Sierra en el mismo Ministerio y era, además, un hombre de confianza en La Zarzuela. Jaime Mayor Oreja ocupó, como estaba previsto, el cargo de ministro del Interior. Pero su segundo, el secretario de Estado para la Seguridad, Ricardo Martí Fluxá, procedía de la Casa Real (había sido el jefe de Protocolo). El nuevo director general del CESID, el general Javier Calderón, había compartido con Eduardo Sierra la dirección de la Fundación de la reina Sofía contra la Droga, en la que también militaba Martí Fluxà. Y el 2 de agosto, al amparo del verano para no llamar la atención, el nuevo Gobierno decidió no desclasificar los papeles del CESID. Arias-Salgado fue compensado con la cartera de Transportes y Comunicaciones donde, en lugar de protagonizar una brillante cruzada contra la guerra sucia, tuvo la oportunidad de lucirse dando explicaciones, durante la etapa más desastrosa de los aeropuertos españoles, ante hordas de pasajeros que se amotinaban contra las tripulaciones de los vuelos. Pero en el tema de los GAL todavía no se podían lanzar las campanas al vuelo. El punto álgido fue el juicio del caso Marey, el ciudadano francés secuestrado por los GAL en Hendaya el 4 de diciembre de 1983… por error.

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