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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (18 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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El trayecto del aeropuerto a casa de Virgil fue largo; tuvimos que atravesar el centro de la ciudad y eso nos dio la oportunidad de hablar con Virgil y Amy y de observar las reacciones de Virgil ante la recuperación de la vista. Estaba claro que disfrutaba del movimiento, observando el siempre cambiante espectáculo a través de las ventanillas del coche y el movimiento de otros coches en la carretera. Divisó un vehículo que venía detrás de nosotros a una velocidad superior a la permitida e identificó coches, autobuses (le gustaban especialmente los autobuses escolares de un vivo amarillo), los camiones de dieciocho ruedas, y en una ocasión, en una carretera secundaria, un lento y ruidoso tractor. Parecía muy sensible a los grandes anuncios y señales de neón, que también le intrigaban, y le gustaba identificar las letras mientras pasábamos. Tenía dificultad en leer palabras enteras, aunque a menudo las intuía correctamente a partir de una o dos letras o del estilo de las señales. También había señales que veía pero que no podía leer. Era capaz de ver e identificar los colores cambiantes de los semáforos a medida que nos internábamos en la ciudad.

Él y Amy nos contaron que habían visto otras cosas desde la operación, y algunas de las inesperadas confusiones que podían ocurrir. Virgil había visto la luna; era más grande de lo que esperaba.
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En una ocasión se quedó perplejo al ver «un gran aeroplano» en el cielo, «clavado, sin moverse». Resultó ser un dirigible. Esporádicamente había visto pájaros; algunas veces, si se le acercaban demasiado, le hacían dar un respingo. (Naturalmente,
no
se le acercaban tanto, explicó Amy. Virgil simplemente no tenía ninguna noción de la distancia.)

Últimamente Amy y Virgil habían pasado mucho tiempo de compras: habían tenido que preparar la boda, y Amy quería presumir de Virgil, contar su historia a los dependientes y comerciantes que conocían, dejar que vieran por ellos mismos a un Virgil transformado.
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Era divertido; la emisora local de televisión había emitido un reportaje sobre la operación de Virgil, y mucha gente le reconocía y se le acercaba a estrecharle la mano. Pero los supermercados y otras tiendas eran también auténticos espectáculos visuales de objetos de todo tipo, a menudo en envolturas de colores brillantes, y constituían un buen «ejercicio». Entre los objetos que había reconocido el mismo día que le quitaron los vendajes estaban los rollos de papel higiénico a la venta. Había cogido un paquete y se lo había entregado a Amy para demostrarle que veía. Tres días después de la operación, habían ido de compras a una gran superficie, y Virgil había visto estantes, fruta, latas, gente, pasillos, carritos… tantas cosas que se había asustado. «Todo ocurría al mismo tiempo», dijo. Necesitaba salir de allí y cerrar los ojos un rato.

Disfrutaba de las vistas armoniosas, dijo, de las verdes colinas y la hierba —sobre todo después de los excesivos y recargados espectáculos visuales de las tiendas—, aunque era difícil para él, señaló Amy, relacionar las formas visuales de las colinas con las tangibles colinas que había recorrido, pues no tenía idea del tamaño ni de la perspectiva.
[75]
Pero el primer mes transcurrido desde la recuperación de la vista de Virgil había resultado predominantemente positivo: «Cada día parece una gran aventura, y cada día ve más cosas nuevas», había escrito Amy, resumiéndolo, en su diario.

Cuando llegamos a casa, Virgil, sin bastón, subió por sí mismo el camino que conducía a la puerta principal, sacó la llave, agarró el pomo, hizo girar la llave y la abrió. Fue impresionante, no lo habría conseguido nunca a la primera, y llevaba practicando desde el día siguiente a la operación. Era el número fuerte de su actuación. Pero dijo que en general encontraba que andar sin tacto, sin su bastón, le «daba miedo» y le «confundía», pues su apreciación del espacio y la distancia era incierta e inestable. A veces las superficies o los objetos le parecían amenazantes, como si estuvieran encima de él, cuando de hecho se hallaban a bastante distancia; a veces le confundía su propia sombra (toda la noción de sombras, de objetos bloqueando la luz, le dejaba perplejo) y se detenía, o daba un traspié o intentaba pasar por encima. Las escaleras, en particular, poseían un riesgo especial, pues lo único que veía era confusión, una superficie plana de líneas paralelas y líneas que se entrecruzaban; no podía verlas (aunque las conociera) como objetos sólidos que subían o bajaban en un espacio tridimensional. Ahora, cinco semanas después de la operación, a menudo se sentía más inválido que cuando estaba ciego, privado de la seguridad y la facilidad de movimiento que poseía entonces. Pero esperaba que todo aquello desapareciera con el tiempo.

Yo no estaba seguro; todos los pacientes descritos en la literatura sobre el tema se habían encontrado, tras la operación, con grandes dificultades a la hora de percibir el espacio y la distancia, dificultades que se habían prolongado durante meses e incluso años. Éste era incluso el caso de H. S., el inteligentísimo paciente de Valvo, que no había tenido problemas de visión hasta los quince años, cuando la perdió debido a una explosión química. Se quedó totalmente ciego hasta que se le practicó un trasplante de córnea veintidós años más tarde. Pero después de eso se encontró con dificultades de todo tipo, que grabó minuciosamente en un casete:

Durante esas primeras semanas [siguientes a la operación] no percibía la profundidad ni la distancia; las luces de las calles eran manchas luminosas pegadas a los cristales de las ventanas, y los pasillos del hospital agujeros negros. Cuando cruzaba la calle el tráfico me aterraba, incluso cuando iba acompañado. Me siento muy inseguro al caminar; de hecho tengo más miedo que antes de la operación.

Nos reunimos en la cocina, en la parte trasera de la casa, donde había una gran mesa de pino blanca. Bob y yo sacamos todos los objetos que habíamos llevado para hacerle pruebas —tablas de color, tablas de letras, imágenes, ilusiones ópticas—, los pusimos encima de la mesa y emplazamos una cámara de vídeo para grabarlas. Mientras lo preparábamos todo, el gato y el perro de Virgil aparecieron saltando para damos la bienvenida, y observamos que Virgil tenía dificultades para saber quién era cada uno. Este cómico y embarazoso problema le angustiaba desde su regreso del hospital; daba la casualidad de que los dos animales eran blancos y negros, y él los confundía —para enfado de ambos— hasta que podía tocarlos. A veces, decía Amy, veía a Virgil examinado al gato detalladamente, mirándole la cabeza, las orejas, las patas, la cola, y le tocaba suavemente cada parte mientras lo hacía. Yo mismo pude observarlo al día siguiente: Virgil palpando y observando a Tibbles con extraordinaria concentración, comparándolo con el gato. Amy observó que lo hacía una y otra vez («Cualquiera pensaría que con una es suficiente»), pero las ideas nuevas, los reconocimientos visuales, seguían esquivando su mente.

Cheselden describió una escena asombrosamente similar con un joven paciente en la década de 1720:

Sólo relataré un pormenor, aunque pueda parecer trivial: habiendo olvidado a menudo cuál era el gato y cuál el perro, le daba vergüenza preguntar; pero al coger al gato, que conocía por el tacto, se observó cómo lo miraba fijamente, y a continuación, dejándolo en el suelo, decía: Bueno, minino, la próxima vez te reconoceré … Al pedirle que identificara cosas concretas … comentaba con cautela que podría volver a conocerlas; y (como él mismo decía) conocía, y de nuevo olvidaba, mil cosas cada día.

Los primeros reconocimientos formales de Virgil cuando le quitaron los vendajes fueron las letras de la tabla de signos del oftalmólogo, y decidimos someterle, en primer lugar, a una prueba de reconocimiento de letras. No veía claramente las letras de un periódico normal —su agudeza todavía era sólo de 20/80—, pero percibía sin dificultad las letras que tenían más de ocho milímetros de tamaño. En esta prueba sus resultados fueron buenos en su mayor parte, y reconoció todas las letras más comunes (al menos las mayúsculas) fácilmente, al igual que había sido capaz de hacerlo desde el momento en que le quitaron los vendajes. ¿Cómo es que tenía tanta dificultad en reconocer las caras, o al gato, y tanta dificultad con las formas en general, y con el tamaño y la distancia, y sin embargo tan poca dificultad en reconocer las letras? Cuando le planteé esto a Virgil, me dijo que había aprendido el alfabeto al tacto en la escuela, donde habían utilizado letras de molde o letras recortadas para enseñar a los ciegos. Esto me sorprendió y me recordó a S. B., el paciente de Gregory: «Para nuestra sorpresa, incluso podía decir la hora con la ayuda de un gran reloj de pared. Nos quedamos tan sorprendidos que al principio no nos creímos que hubiera estado ciego en absoluto antes de la operación.» Pero en sus días de ceguera S. B. había utilizado un gran reloj de cazador sin cristal, sabiendo la hora al tacto, y al parecer había realizado una instantánea transferencia «intermodal», por utilizar el término de Gregory, del tacto a la visión. Al parecer también Virgil debía de haber hecho esa transferencia.

Pero aunque Virgil podía reconocer fácilmente letras individuales, era incapaz de engarzarlas, no podía leer ni ver palabras. Esto me pareció desconcertante, pues él había dicho que en la escuela utilizaban no sólo Braille, sino el alfabeto inglés en letras grabadas o en relieve, y que había aprendido a leer con bastante fluidez. De hecho, todavía podía leer fácilmente al tacto las inscripciones en monumentos de guerra y en lápidas. Pero sus ojos parecían fijarse en letras concretas y ser incapaces del fácil movimiento de barrido que se necesita para leer. Eso era lo mismo que ocurría con H. S., que sabía leer y escribir:

Mis primeros intentos de leer fueron angustiosos. Podía distinguir las letras una por una, pero me era imposible identificar las palabras completas; sólo lo conseguí después de semanas de intentos agotadores. De hecho, me era imposible recordar todas las letras juntas, después de haberlas leído una por una. También me era imposible, durante las primeras semanas, contar mis propios cinco dedos: sentía que estaban allí, pero… no me era posible pasar de uno a otro mientras contaba.

Aparecieron otros problemas a medida que pasábamos el día con Virgil. Captaba continuamente detalles innecesarios —un ángulo, un borde, un color, un movimiento—, pero luego no era capaz de sintetizarlos, de formar una percepción compleja de un vistazo. Ésta era una de las razones por las que el gato, visualmente, era tan desconcertante: él veía una pata, el hocico, la cola, la oreja, pero no podía verlos juntos, ver el gato como una totalidad.

Amy había comentado en su diario cómo incluso debía aprender las relaciones más «obvias» —visual y lógicamente obvias—. De este modo, nos dijo, pocos días después de la operación «dijo que los árboles no se parecían a ninguna otra cosa de la tierra», pero en su entrada del 21 de octubre, un mes después de la operación, anotó: «Virgil ha conseguido finalmente ensamblar las partes de un árbol, ahora sabe que el tronco y las hojas se aúnan para formar una unidad completa». Y en otra ocasión: «Los rascacielos le son extraños, no puede comprender cómo consiguen mantenerse erguidos sin derrumbarse.»

Muchos —o quizá todos— los pacientes en la situación de Virgil habían tenido dificultades parecidas. Uno de tales pacientes (descrito por Eduard Raehlmann en 1891), aunque tenía un poco de visión antes de que le operaran y había tocado perros, «no tenía ni idea de que la cabeza, las piernas y las orejas estuvieran conectadas con el animal». Valvo cita a su paciente T. G.:

Antes de la operación yo tenía una idea completamente distinta del espacio, y sabía que un objeto podía ocupar sólo un lugar identificable al tacto. Yo sabía … también que si había un obstáculo o un escalón al extremo del porche, este obstáculo acaecía después de un cierto período de tiempo, al cual yo estaba acostumbrado. Tras la operación, durante muchos meses, ya no pude coordinar las sensaciones visuales con la velocidad de mi paso … Tenía que coordinar tanto mi visión como el tiempo necesario para cubrir la distancia, cosa que encontraba muy difícil. Si el paso era demasiado lento o demasiado rápido, tropezaba.

Valvo comenta: «En este caso, la verdadera dificultad es que la percepción simultánea de los objetos es algo insólito para aquellos que están habituados a la percepción secuencial a través del tacto.» Nosotros, con toda una serie de sentidos, vivimos en el espacio y en el tiempo; los ciegos sólo viven en un mundo de tiempo, pues construyen sus mundos a partir de secuencias de impresiones (táctiles, auditivas, olfativas) y no son capaces, como sí lo es la gente que ve, de tener una percepción visual simultánea, de crear una escena visual instantánea. De hecho, si uno ya no puede ver en el espacio, entonces la
idea
de espacio se vuelve incomprensible, incluso para las personas de mayor inteligencia que han quedado ciegas en una época relativamente tardía de la vida (ésta es la tesis central de la gran monografía de Von Senden). Y nos lo transmite poderosamente John Hull cuando habla de sí mismo, del ciego, como alguien que casi exclusivamente «vive en el tiempo». Con los ciegos, escribe:

esta sensación de estar en un lugar es menos pronunciada… El espacio se reduce al propio cuerpo de uno, y la posición del cuerpo se conoce no mediante los objetos que han pasado sino por cuánto tiempo ha estado en movimiento. De este modo, la posición viene medida por el tiempo… Para los ciegos, las personas no están presentes a menos que hablen… Las personas están en movimiento, son temporales, vienen y van. Llegan de la nada; desaparecen.

Aunque Virgil era capaz de reconocer letras y números, y también de escribirlos, confundía algunas bastante similares (la «A» y la «H», por ejemplo), y en una ocasión escribió algo al revés. (Hull cuenta cómo, después de cinco años de ceguera tras haber sido vidente durante más de cuarenta, su propia memoria visual se había vuelto tan vacilante que no estaba seguro de a qué lado se redondeaba un «3» cuando lo trazaba en el aire con los dedos. Así, el numeral era retenido como un concepto táctil-motor, pero ya no como un concepto visual.) Aun con todo, Virgil lo estaba haciendo muy bien para ser alguien que no había visto en cuarenta y cinco años. Pero el mundo no estaba hecho de letras y números. ¿Cómo le iría con objetos e imágenes? ¿Cómo le iría con el mundo real?

Sus primeras impresiones cuando le quitaron los vendajes fueron especialmente cromáticas, y parecía ser el color, algo que no tiene análogo alguno en el mundo del tacto, lo que más le excitaba y encantaba: todo ello quedaba muy claro por la manera en que hablaba y por el diario de Amy. (La identificación de los colores y el movimiento parecen ser algo innato.) Era los colores a lo que continuamente aludía Virgil, y a lo cromáticamente imprevisible que era lo que veía. Había tomado ensalada griega y espaguetis la noche antes, nos contó, y los espaguetis le dejaron atónito: «Cuerdas blancas y redondas, como sedal», dijo. «Creía que serian marrones.»

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