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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (17 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Y sin embargo, me informaron, en cuanto quitaron los vendajes de los ojos de Virgil, vio al doctor y a su novia, y rió. Sin duda vio
algo
, ¿pero qué vio? ¿Qué significaba «ver» para aquel hombre que antes no veía? ¿A qué clase de mundo lo habían arrojado?

Virgil había nacido en una pequeña granja de Kentucky poco después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Durante sus primeros meses de vida parecía absolutamente normal, pero (en opinión de su madre) ya cuando empezó a andar su vista no era muy buena, a veces tropezaba con las cosas, parecía no verlas. Cuando tenía tres años se puso gravemente enfermo de una triple enfermedad: una meningitis o meningoencefalitis (inflamación del cerebro y sus membranas), polio y una infección provocada por arañazos de gato. Durante la fase aguda de la enfermedad, tuvo convulsiones, se quedó prácticamente ciego, se le paralizaron las piernas, en parte se le paralizó la musculatura de la respiración, y después de diez días cayó en un coma. Permaneció en coma dos semanas. Cuando salió de él parecía, según su madre, «una persona distinta»; mostraba una curiosa indolencia, indiferencia, pasividad, ya no era en absoluto el muchacho atrevido y travieso que había sido.

A lo largo del año siguiente recuperó la fuerza en las piernas, y el pecho se le puso más fuerte, aunque nunca volvió a ser del todo normal. También recuperó significativamente la vista, pero ahora tenía las retinas seriamente dañadas. Nunca estuvo claro si ese daño en las retinas fue causado totalmente por su enfermedad o por una degeneración retinal congénita.

A los seis años, Virgil comenzó a desarrollar cataratas en ambos ojos, y de nuevo fue evidente que se estaba quedando funcionalmente ciego. Ese mismo año le enviaron a una escuela para ciegos, donde con el tiempo aprendió a leer Braille y se acostumbró al uso del bastón. Pero no era un alumno estrella, no era tan aventurero ni tan agresivamente independiente como suelen ser los ciegos. Todo el tiempo que pasó en la escuela mostró una sorprendente pasividad, la misma que le había caracterizado desde su enfermedad.

Sin embargo, Virgil se graduó en la escuela, y cuando tenía veinte años decidió dejar Kentucky para buscar formación, trabajo y una vida propia en una ciudad de Oklahoma. Estudió para fisioterapeuta y pronto encontró empleo en la YMCA.
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No hay duda de que era bueno en su trabajo, y muy apreciado como persona, y enseguida le incluyeron entre el personal fijo y le proporcionaron una pequeña casa al otro lado de la calle, donde vivía con un amigo, también empleado en el mismo sitio. Virgil tenía muchos clientes —resulta fascinante oír los detalles táctiles con los que puede describirlos— y parecía que el trabajo le proporcionaba satisfacción y le llenaba de orgullo. De este modo, a su manera modesta, Virgil se ganaba la vida: tenía un empleo estable y una identidad, era económicamente independiente, tenía amigos, leía periódicos y libros en Braille (aunque con los años, a medida que aparecían los libros audio, cada vez menos). Le apasionaban los deportes, especialmente el béisbol, y le encantaba escuchar los partidos por la radio. Poseía un conocimiento enciclopédico de partidos de béisbol, jugadores, resultados, estadísticas. Durante esos años tuvo un par de novias, y se veía obligado a cruzar la ciudad en transporte público para reunirse con ellas. Mantenía un estrecho vínculo con su hogar paterno, en particular con su madre, y regularmente le llegaban cestas de comida de la granja, y enviaba cestos de ropa sucia para que se la lavaran. Una vida limitada, pero estable a su manera.

Entonces, en 1991, Amy apareció en su vida, o, mejor dicho, volvió a aparecer en su vida, pues se conocían desde hacía más de veinte años. El entorno de Amy era diferente del de Virgil: procedía de una familia cultivada de clase media, había ido a la Universidad de New Hampshire y se había graduado en Botánica. Había trabajado en otra YMCA de la ciudad, como monitora de natación, y había conocido a Virgil en una exposición de gatos en 1968. Habían salido un par de veces —ella estaba al inicio de la veintena, él era unos pocos años mayor—, pero entonces Amy decidió volver a la escuela para graduados de Arkansas, donde conoció a su primer marido, y no volvieron a saber nada el uno del otro. Ella puso un vivero de plantas, especializándose en orquídeas, pero tuvo que abandonar el negocio a causa de una fuerte asma. Amy y su primer marido se divorciaron tras unos pocos años y ella regresó a Oklahoma. En 1988, de manera inesperada, Virgil la llamó por teléfono, y después de tres años de largas charlas telefónicas finalmente volvieron a encontrarse en 1991. «De pronto fue como si aquellos veinte años no hubieran transcurrido», dijo Amy.

En ese momento de sus vidas, los dos sentían un cierto deseo de compañía. Con Amy ese deseo tomó quizá una forma más activa. Vio a Virgil amarrado (tal como ella lo percibió) a una vida vegetativa y monótona: ir al YMCA, hacer sus masajes; volver a casa, donde, cada vez más, escuchaba deportes en la radio; y cada año salía menos y conocía a menos gente. Ella debió de pensar que el recuperar la vista, junto con el matrimonio, le sacarían de esa existencia de solterón indolente y les proporcionaría a ambos una nueva vida.

Virgil se mostró en esto igual de pasivo que en muchas otras cosas. Lo habían enviado a media docena de especialistas a lo largo de los años, y todos habían estado de acuerdo en negarse a operar, creyendo que con toda probabilidad Virgil había perdido toda función retinal útil; y Virgil parecía aceptar esa unanimidad. Pero Amy no estaba de acuerdo. Estando Virgil ya ciego, dijo, no había nada que perder, y había una posibilidad real, remota pero demasiado excitante como para obviarla, de que pudiera recuperar la vista y, después de casi cuarenta y cinco años, ver otra vez. Y de este modo Amy insistió en que le operaran. La madre de Virgil, temiendo que eso causara algún trastorno a su hijo, se opuso rotundamente. («Está bien así», dijo.) El propio Virgil no mostraba ninguna preferencia en ese asunto; parecía feliz de plegarse a lo que ellos decidieran.

Por fin, a mitad de septiembre, tuvo lugar la operación. A Virgil le quitaron la catarata del ojo derecho y le implantaron una nueva lente; a continuación le vendaron el ojo, tal como es costumbre, durante las veinticuatro horas de recuperación. Al día siguiente le quitaron el vendaje, y el ojo de Virgil quedó expuesto, sin protección alguna, al mundo. El momento de la verdad había llegado por fin.

¿O quizá no? La realidad del asunto (tal como yo deduje posteriormente), aunque menos «milagrosa» de lo que sugería el diario de Amy, era infinitamente más extraña. Nada ocurrió en el momento dramático, que se prolongó, y al final dejó de serlo. Ningún grito («¡Veo!») salió de los labios de Virgil. Parecía mirar sin expresión y sin enfocar, perplejo, al cirujano, que estaba ante él aún con las vendas en la mano. Sólo cuando el cirujano habló —para decir: «¿Y bien?»—, una expresión de reconocimiento cruzó la cara de Virgil.

Virgil me dijo posteriormente que en ese primer momento no tenía ni idea de lo que estaba viendo. Había luz, había movimiento, había color, todo mezclado, todo sin sentido, en una mancha. En ese momento, de la mancha brotó una voz, una voz que dijo: «¿Y bien?» Entonces, y sólo entonces, comprendió finalmente que aquel caos de luz y sombras era una cara, de hecho, la cara del cirujano.

Su experiencia fue prácticamente idéntica a la de S. B., un paciente de Richard Gregory que accidentalmente se quedó ciego en la infancia y recibió un trasplante de córnea a los cincuenta años:

Cuando le quitaron los vendajes … oyó una voz delante de él: se volvió hacia la fuente del sonido y vio una «mancha». Comprendió que debía de ser una cara… Parecía convencido de que no habría sabido que eso era una cara de no haber oído previamente la voz y de no haber sabido que las voces procedían de las caras.

El resto de nosotros, que hemos nacido con vista, apenas podemos imaginar tal confusión. Para nosotros, nacidos con todo un conjunto de sentidos, al correlacionar el uno con el otro creamos un mundo visual desde el principio, un mundo de objetos visuales, conceptos y significados. Cada mañana, abrimos los ojos a un mundo que hemos pasado toda una vida
aprendiendo
a ver. El mundo no se nos da: construimos nuestro mundo a través de una incesante experiencia, categorización, memoria, reconexión. Pero cuando Virgil abrió su ojo, tras estar ciego durante cuarenta y cinco años —habiendo tenido poco más que la experiencia visual de un bebé, y ésta ya perdida hacía mucho tiempo—, no había recuerdos visuales que sustentaran su percepción; carecía del mundo de la experiencia y del significado. Veía, pero lo que veía no tenía coherencia. La retina y el nervio óptico estaban activos, transmitían impulsos, pero el cerebro no les encontraba sentido; estaba, tal como dicen los neurólogos, agnósico.

Todo el mundo, Virgil incluido, esperaba algo mucho más simple. Un hombre abre los ojos, la luz entra y derrama en la retina: el hombre ve. Tan simple como eso, imaginamos. Y la propia experiencia del cirujano, al igual que la de la mayoría de oftalmólogos, se circunscribía a quitar cataratas a pacientes que habían perdido la vista en una época muy tardía de su vida, y tales pacientes, si la operación es un éxito, recuperan la visión normal de una manera prácticamente inmediata, pues en ningún sentido han perdido su capacidad de ver. Y así, aunque había existido una cuidadosa discusión quirúrgica de la operación y de las posibles complicaciones postoperatorias, no se habían previsto las dificultades neurológicas y psicológicas con que Virgil podría encontrarse.

Una vez libre de la catarata, Virgil era capaz de ver los colores y los movimientos, de ver (pero no de identificar) grandes objetos y formas, y, asombrosamente, de
leer
algunas letras en la tercera línea del esquema visual estándar de Snellen, la línea correspondiente a una agudeza visual de aproximadamente un 20/100 o un poco más. Pero aunque en el mejor de los casos alcanzara un respetable 20/80, carecía de un campo visual coherente, pues su visión central era pobre, y al ojo le resultaba casi imposible concentrarse en un objeto; lo perdía, realizando movimientos de búsqueda al azar, encontrándolo y volviéndolo a perder. Era evidente que la parte central o macular de la retina, especializada en la agudeza y fijación superiores, apenas funcionaba, y que era sólo la zona que la rodeaba, paramacular, la que hacía posible su visión. La propia retina presentaba un aspecto degenerado o moteado, con zonas de pigmentación incrementada o reducida: isletas de retina intacta o relativamente intacta alternaban con zonas de atrofia. La mácula estaba degenerada y pálida, y los vasos sanguíneos de toda la retina se habían estrechado.

El examen, se me dijo, sugería cicatrices o secuelas de la antigua enfermedad, pero ningún proceso de enfermedad activa, por lo que la visión de Virgil, tal como estaba, podía ser estable durante el resto de su vida. Podía esperarse, además (puesto que primero habían operado el ojo peor), que el ojo izquierdo, que iba a ser operado dentro de pocas semanas, pudiera tener una retina considerablemente más funcional que el derecho.

No pude ir a Oklahoma inmediatamente —mi impulso, tras esa llamada telefónica inicial, fue tomar el primer avión—, pero me mantuve informado del progreso de Virgil durante las semanas siguientes hablando con Amy, con la madre de Virgil y, naturalmente, con el propio Virgil. También hablé largamente con el doctor Hamlin y con Richard Gregory, en Inglaterra, para discutir qué materiales para las pruebas debía llevar conmigo, pues jamás me había encontrado con un caso parecido, ni tampoco sabía de nadie (aparte de Gregory) que se hubiera enfrentado a algo así. Reuní algunos materiales: objetos sólidos, tiras animadas, ilusiones ópticas, cintas de vídeo y pruebas especiales de percepción ideadas por un colega fisiólogo, Ralph Siegel; telefoneé a un amigo oftalmólogo, Robert Wasserman (anteriormente habíamos trabajado juntos en el caso del pintor ciego al color), y comenzamos a planear la visita. Nos parecía importante no sólo someter a Virgil a esas pruebas, sino ver cómo se las arreglaba en la vida real, dentro y fuera de su casa, en escenarios naturales y en situaciones sociales; también era crucial que le viésemos como a una persona que ha visto cómo su vida —sus inclinaciones, necesidades y expectativas concretas— llegaba a una encrucijada crítica; que conociéramos a su novia, que tanto había insistido en la operación, y con quien su vida estaba ahora tan íntimamente vinculada; que observáramos no sólo sus ojos y capacidad de percepción, sino todo el contenido y pautas de su vida.

Virgil y Amy —ahora recién casados— nos saludaron en la barrera de salida del aeropuerto. Virgil era de estatura media, pero demasiado grueso; se movía con lentitud y tendía a toser y jadear al menor esfuerzo. Era evidente que su salud no era del todo buena. Sus ojos iban de un lado a otro, en movimientos de búsqueda, y cuando Amy nos lo presentó a Bob y a mí, no pareció vernos inmediatamente, miró en nuestra dirección, pero no a nosotros. Tuve la impresión, momentánea pero intensa, de que no miraba realmente nuestras caras, aunque sonreía y sonreía y escuchaba atentamente.

Me recordó lo que Gregory había observado de su paciente S. B., que «no miraba a la cara de su interlocutor, y no comprendía las expresiones faciales». El comportamiento de Virgil no era desde luego el de un hombre que ve, aunque tampoco el de un ciego. Era más bien el comportamiento de alguien
mentalmente
ciego, o agnósico, capaz de ver pero no de descifrar lo que está viendo. Me recordaba a un paciente agnósico que tuve, el doctor P. (el hombre que confundió a su mujer con un sombrero), quien, en lugar de mirarme, abarcarme, de la manera normal, observaba con fijeza extraña y repentina mi nariz, mi oreja derecha, mi barbilla, mi ojo derecho, sin ver, sin «captar» mi cara en su totalidad.

Salimos del abarrotado aeropuerto, Amy llevando a Virgil del brazo, guiándole hacia el aparcamiento donde habían dejado el coche. A Virgil le encantaban los coches, y uno de sus primeros placeres tras la operación (al igual que le había sucedido a S. B.) había sido observarlos desde la ventana de su casa, disfrutar de su movimiento, y divisar sus colores y formas…, especialmente sus colores. A veces le desconcertaban las formas. «¿Qué coches ve?», le pregunté mientras caminábamos hacia el aparcamiento. Señaló todos los que pasaban. «Ése es azul, ése es rojo… ¡guau, ése es grande!» Encontraba sorprendentes algunas de las formas. «¡Mire ése!» E, inclinándose, lo palpó —era un Jaguar V-12 estilizado y aerodinámico— y confirmó su estrecho perfil. Pero percibía sólo los colores y las formas; habría pasado de largo junto a su propio coche de no haber estado Amy con él. Y a Bob y a mí nos sorprendió el hecho de que mirara, atendiera visualmente, sólo si alguien se lo pedía o le señalaba algo, no espontáneamente. Puede que su vista estuviera en gran parte recuperada, pero utilizar los ojos, mirar, estaba claro que era algo muy poco natural en él; toda— vía tenía muchos de los hábitos, de los comportamientos, de un ciego.
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