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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (38 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Mi primera experiencia con los autistas tuvo lugar en el sórdido pabellón de un hospital estatal a mediados de los sesenta. Muchos de aquellos pacientes, quizá una mayoría, eran también retrasados; muchos tenían ataques epilépticos; otros mostraban un comportamiento violento contra sí mismos, como dar golpes con la cabeza; muchos otros tenían problemas neurológicos. Los pacientes en peor estado, además de su autismo, mostraban múltiples discapacidades (y varios estaban traumatizados por los malos tratos). Y sin embargo, incluso dentro de esta población, había a veces «islas de talento», un talento esporádicamente espectacular, que brillaba a través de la devastación, precisamente tal como Kanner y Asperger habían descrito: por ejemplo, extraordinarias capacidades gráficas o numéricas. Eran estos talentos especiales, aparentemente aislados del resto de la mente y la personalidad, y mantenidos mediante una fijación o motivación apasionada e intensamente concentrada —estos síndromes de
savants
—, los que llamaron mi especial atención y estudié y exploré más profundamente en esa época. Incluso entre la población de los aparentemente desesperados había algunos que respondían a la atención individual. Un joven paciente no verbal respondía a la música y a la danza; otro, después de algunas semanas, comenzó a jugar al billar americano conmigo, y más tarde, en el jardín botánico, dijo sus primeras palabras: «diente de león». A muchos de estos pacientes, nacidos en los años cuarenta y cincuenta, ni siquiera se les había diagnosticado autismo de pequeños, sino que los habían agrupado indiscriminadamente con los retrasados y los psicóticos para almacenarlos en mastodónticas instituciones desde su tierna infancia. Asi es como, probablemente, los autistas más graves han sido tratados durante siglos. Sólo en las dos últimas décadas la imagen de tales muchachos ha cambiado decisivamente: médicos y educadores han adquirido una conciencia cada vez mayor de sus problemas y potenciales específicos y se ha estudiado la introducción de escuelas especiales y campamentos para niños autistas.
[109]

Cuando en agosto visité algunos de estos campamentos vi una gran variedad de niños, algunos inteligentes, otros levemente retrasados, algunos sociables, otros tímidos, cada uno con su propia personalidad. En una de estas escuelas, mientras me acercaba, vi algunos niños en el patio, columpiándose o jugando a la pelota. Qué normal, pensé… sólo que cuando me acerqué vi a un niño columpiándose obsesivamente en aterradores semicírculos, tan alto como le permitía el columpio; otro lanzándose la pelota monótonamente de una mano a la otra; otro dando vueltas sin parar en un tiovivo; otro que en lugar de utilizar los ladrillos para construir algo los alineaba infinitamente, en meticulosas y monótonas hileras. Todos estaban inmersos en actividades solitarias y repetitivas; ninguno jugaba realmente, ni tampoco jugaba con los demás. Algunos de los niños que había dentro, cuando no estaban en clase, se balanceaban adelante y atrás; algunos daban palmas o farfullaban de manera ininteligible. De vez en cuando, me dijo uno de los profesores, había niños que sufrían súbitos arrebatos de pánico o de rabia y gritaban o daban golpes incontrolablemente. Algunos repetían cualquier palabra que se les dijera. Había un niño que al parecer se sabía todo un programa de televisión de memoria y lo «reproducía» todo el día, con todas sus voces y gestos, incluidos los aplausos. En Camp Winston, a un niño de seis años bastante guapo le habían dado unas tijeras y estaba recortando diminutas «haches» de papel, de poco más de un centímetro cada una, todas ellas perfectas. Casi todos los niños parecían físicamente normales; lo extraño era lo distantes e inaccesibles que parecían.

Algunos, en la adolescencia, comenzaban a salir de ese estado: hablaban con fluidez, aprendían relaciones sociales (mucho más difíciles para esos niños que cualquier enseñanza académica), para crearse una faz social que poder presentar al mundo.

Sin una educación especial —educación que para muchos de ellos había comenzado en la guardería o en casa—, estos jóvenes autistas, a pesar de su inteligencia y del ambiente social de procedencia, podrían haber permanecido profundamente aislados y discapacitados. Muchos de ellos ciertamente habían aprendido a «funcionar» hasta cierto punto, a mostrar al menos una percepción externa o formal de las convenciones sociales, y sin embargo esa misma apariencia externa o formal de su comportamiento resultaba en sí misma desconcertante. Tuve esta sensación, sobre todo, en una escuela que visité donde los niños te tendían una rígida mano y decían en voz alta y sin modular: «Buenos días mi nombre es Peter… estoy muy bien gracias cómo está usted», sin puntuación ni entonación, sentimiento o tono, en una especie de letanía. ¿Alcanzaría alguna vez uno de ellos, me pregunté, verdadera autonomía? ¿Utilizarían sus automatismos sociales de una manera práctica, como un modo de funcionar en el mundo; y, por encima de todo esto, alcanzarían una auténtica vida interior, quizá profundamente distinta, una vida interior típicamente autista, conocida o revelada a unos pocos?

Uta Frith ha escrito en su libro
Autism: Explaining the Enigma:
«El autismo … no desaparece … Sin embargo, los autistas pueden, en cierto modo lo hacen, compensar su discapacidad hasta un grado extraordinario. [Pero] subsiste un déficit permanente … algo que no puede corregirse ni sustituirse.» También da a entender, como especulación, que puede haber un reverso a este «algo», una especie dé intensidad o pureza moral o intelectual, tan apartada de lo normal como para parecer noble, ridícula o temible al resto de nosotros. Se pregunta, en este sentido, por los
iurodivyi
[mendigos benditos] de la vieja Rusia, sobre el ingenuo hermano Junípero, uno de los primeros seguidores de San Francisco de Asís, y, de manera muy interesante, por Sherlock Holmes, con sus rarezas, sus peculiares fijaciones, su «pequeña monografía sobre las cenizas de 140 variedades de tabaco de pipa, cigarro y cigarrillo», y las extremas originalidades que se permite a la hora de solventar casos que la policía, de pensamiento más convencional, es inca— paz de resolver. El propio Asperger habló de la «inteligencia autista» y la consideró una especie de inteligencia apenas afectada por la tradición y la cultura: nada convencional, ni ortodoxa, extrañamente «pura» y original, parecida a la inteligencia de la verdadera creatividad.

La doctora Frith, cuando nos conocimos en Londres, desarrolló estos temas y dijo que debía visitar a una de las autistas más extraordinarias que conocía, que la viera trabajando y en su casa, que pasara tiempo con ella. «Vaya a ver a Temple», me dijo la doctora Frith cuando abandoné su despacho.

Naturalmente, yo había oído hablar de Temple Grandin —todo el que se haya interesado por el autismo ha oído hablar de ella— y había leído su autobiografía,
Emergence:
Labeled Autistic
, cuando apareció, en 1986. La primera vez que leí el libro no pude evitar cierta suspicacia: en aquella época se suponía que la mente autista era incapaz de comprenderse a sí misma y a los demás, y por tanto tampoco podía realizar una auténtica introspección y retrospección. ¿Cómo
podía
una persona autista escribir una autobiografía? Parecía una contradicción. Cuando observé que el libro había sido escrito en colaboración con una periodista, me pregunté si parte de sus admirables e inesperadas cualidades —su coherencia, su sentimiento, su tono a menudo «normal»— podían deberse a ella. Se han seguido expresando suspicacias de ese tipo en relación con el libro de Grandin y con las autobiografías de autistas en general, pero cuando leí los documentos de Temple (y sus muchos artículos autobiográficos), encontré una coherencia y unos detalles, una franqueza, que me hicieron cambiar de opinión.
[110]

Leyendo su autobiografía y sus artículos, se percibe lo extraña y lo distinta que era de niña, lo lejos que estaba de ser normal.
[111]
A los seis meses comenzó a ponerse rígida en los brazos de su madre, a los diez meses a arañarla «como un animal atrapado». El contacto normal era casi imposible en esas circunstancias. Temple describe su mundo como hecho de sensaciones agudizadas, a veces hasta un grado torturante (e inhibidas, a veces hasta casi la aniquilación): Temple habla de sus orejas, a la edad de dos o tres años, como de confusos micrófonos que le transmitían todo, fuera o no relevante, a todo volumen hasta agobiarla; y había la misma falta de modulación en todos los sentidos. Mostraba un intenso interés por los olores y un extraordinario sentido del olfato. Estaba sujeta a impulsos repentinos, y cuando éstos se frustraban le sobrevenía una violenta cólera. No comprendía ninguna de las reglas y códigos usuales de las relaciones humanas. Vivía, a veces furiosa, inconcebiblemente desorganizada, en un mundo de caos desbocado. A los tres años se volvió destructiva y violenta:

Los niños normales utilizan arcilla para modelar; yo utilizaba mis heces y a continuación esparcía mis creaciones por toda la habitación. Masticaba las piezas de los puzzles y escupía la pasta de cartón en el suelo. Tenía un temperamento violento, y cuando alguien frustraba mis deseos, lanzaba todo lo que tenía a mano: un jarrón de gran valor o las heces sobrantes. Gritaba continuamente…

Y sin embargo, como muchos niños autistas, pronto desarrolló un inmenso poder de concentración, una atención selectiva tan intensa que fue capaz de crear un mundo propio, un lugar de calma y orden en el caos y el tumulto: «Podía sentarme durante horas en la playa jugando con la arena entre los dedos e imaginando montañas en miniatura», escribe. «Cada grano de arena me intrigaba como si fuera un científico mirando a través de un microscopio. Otras veces escrutaba cada línea de mi dedo, siguiéndolas como si fueran una carretera en un mapa.» O daba vueltas sobre sí misma, o hacía girar una moneda, tan ensimismada que no veía ni oía nada más. «La gente que estaba a mi alrededor era transparente … Ni siquiera un sonido fuerte y repentino me sacaba de mi mundo.» (No está claro si esa atención hiperconcentrada —una atención tan restringida como intensa— es un fenómeno primario del autismo o si representa una reacción o una adaptación al bombardeo sensorial, inexorable e incontrolado a que están expuestos estos individuos. Una hiperconcentración similar puede darse a veces en el síndrome de Tourette.)

A los tres años llevaron a Temple a un neurólogo y le diagnosticaron autismo; se insinuó que probablemente debería pasar toda su vida en una institución. La ausencia total de habla a esa edad parecía especialmente ominosa.

¿Cómo es posible, tuve que preguntarme, que tras esa infancia casi ininteligible, con su caos, sus fijaciones, su inaccesibilidad, su violencia —ese estado feroz y desesperado que casi la había llevado a que la internaran a los tres años— hubiera llegado a ser la bióloga e ingeniera de éxito que yo iba a conocer?

Telefoneé a Temple desde el aeropuerto de Denver para volver a confirmar nuestro encuentro: pensé que quizá fuera una mujer rápida con respecto a las citas, de modo que la hora y el lugar debían fijarse lo más concretamente posible. Había una hora y cuarto en coche hasta Fort Collins, dijo Temple, y me proporcionó detalladas indicaciones de cómo llegar a su despacho de la Colorado State University, donde era profesora adjunta en el Departamento de Zoología. En cierto momento se me pasó un detalle, y le pedí a Temple que me lo repitiera, y me sorprendió que repitiera toda la letanía de indicaciones —de varios minutos de duración— prácticamente con las mismas palabras. Parecía que tuviera que darme las indicaciones en una secuencia rápida, siguiendo un programa fijo, y que no pudieran separarse en sus componentes. Sin embargo, había que modificar una instrucción. Al principio me había dicho que debía girar a la derecha en College Street, en un cruce concreto señalado por el restaurante Taco Bell. En la segunda serie de indicaciones, Temple añadió un aparte, dijo que al Taco Bell le habían rehecho la fachada y lo habían encajado dentro de uña falsa casa de campo, y que ya no parecía en absoluto
«bellish»
[campanudo]. Me sorprendió el encantador y caprichoso adjetivo
«bellish»
, pues a menudo se califica a los autistas de personas sin humor ni imaginación, y
«bellish»
era seguramente un hallazgo original, una imagen espontánea y deliciosa.

Recorrí el camino hasta el campus de la universidad y encontré el edificio del Departamento de Zoología, donde Temple me estaba esperando para recibirme. Es una mujer alta y robusta en la mitad de su cuarentena; llevaba vaqueros, una camisa de punto y botas camperas, su atuendo habitual. Su ropa, su aspecto, sus modales, eran sencillos, francos y directos; me produjo la impresión de una ganadera decidida y seria, indiferente a las convenciones sociales, las apariencias, la ceremonia, con una ausencia de afectación, una absoluta espontaneidad en sus modales y su mentalidad. Cuando levantó el brazo para saludarme, el brazo fue demasiado arriba, pareció quedar atrapado por un momento en una especie de espasmo o postura rígida: un atisbo, un eco, de los estereotipos que una vez había tenido. A continuación me dio un fuerte apretón de manos y me llevó a su despacho. (Sus andares me parecieron ligeramente torpes o desgarbados, como ocurre a menudo en el caso de adultos autistas. Temple lo atribuye a una simple ataxia asociada con un desarrollo defectuoso del sistema vestibular y de parte del cerebelo. Posteriormente le practiqué un breve examen neurológico, centrado en la función cerebelar y el equilibrio; encontré un poco de ataxia, pero insuficiente, pensé, para explicar sus extraños andares.)

Me hizo sentar con poca ceremonia, sin preliminares, sin convenciones, sin cháchara hueca acerca de mi viaje ni de si me había gustado Colorado. Su despacho, abarrotado de papeles, de trabajo hecho y por hacer, podría haber sido el de cualquier profesor universitario, con las paredes tapizadas de fotografías de sus proyectos y figuras de animales que había recogido en sus viajes. Sin más preámbulos comenzó a hablar de su trabajo, de su precoz interés por la psicología y el comportamiento animal, de cómo se relacionaban con la autoobservación y con la idea de sus propias necesidades como persona autista, y de cómo eso se había unido a la parte de visualización e ingeniería de su mente para orientarla hacia el campo al que finalmente se había dedicado: a proyectar granjas, comederos, corrales, mataderos: sistemas de todo tipo para el manejo de animales.

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