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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

Treinta noches con Olivia (30 page)

BOOK: Treinta noches con Olivia
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Todo lo dijo sin hacer pausas, con gran seguridad, haciendo creíble la mentira y sin dar pie a réplica.

—Muy convincente —expresó ella no sin cierto retintín.

Thomas, que seguía algo traspuesto con la imagen de ella grabada a fuego, se limitó a apagar el teléfono, no quería interrupciones de ningún tipo.

41

Cuando entraron en el restaurante no tuvieron ni que esperar medio minuto para que los condujeran hasta su mesa.

Olivia, a cada paso que daba, se sentía más extraña. Algo seguía sin estar bien y no saber qué la intranquilizaba aún más.

Miró a su alrededor: lujo por todas partes, buen gusto y algunas de sus clientas más adineradas allí sentadas.

No era habitual frecuentar ese tipo de establecimientos, esas mujeres lo sabían, y Olivia pudo notar cómo era el centro de atención. Lo peor vendría el lunes, en el trabajo.

El camarero les entregó una carta a cada uno, empezando por ella.

Thomas primero revisó la carta de vinos y pidió un Pesquera. Ella siguió callada intentando elegir algo para cenar, pero ese runrún interior continuaba creciendo.

—¿Has elegido ya? —preguntó él, sacándola de sus elucubraciones.

—No —respondió de forma apagada.

—Pues, por el tiempo que llevas leyendo, te la debes saber de memoria.

Prefirió no responderle y cuando el camarero, que hasta el momento se había mantenido prudentemente distante, se acercó para tomar nota pidió algo tan sencillo como una ensalada. Aunque, claro, estaba segura que en esos sitios las ensaladas no consistían en lechuga y tomate.

—¿Alguna cosa más, señores? —insistió educadamente el camarero.

—No, gracias. Eso es todo. —Thomas se adelantó respondiendo y la miró de forma especulativa. Algo se le estaba escapando.

La cena, que no había empezado de la forma que él esperaba, no mejoró en absoluto, pues fue testigo del comportamiento extraño de ella. Silenciosa, distraída y cambiando la comida de sitio en el plato como esas anoréxicas con las que a veces se veía obligado a compartir mesa en insufribles pero necesarias reuniones de trabajo.

Acostumbrado a su parloteo, a sus comentarios divertidos y a su buen apetito, no entendía a qué venía ese mutismo exasperante que le estaba amargando la cena.

—¿Te encuentras bien? —probó la vía diplomática; tal vez estaba enferma y no quería decírselo para no aguarle la fiesta.

—Ajá.

No le gustó ni la respuesta ni mucho menos el tono.

—¿Hay algún problema en tu plato?

—No.

—Pues no lo parece. Llevas cinco minutos sin probar bocado y, que yo sepa, no estás a régimen. Aunque con lo que te has pedido no se alimenta ni un pájaro…

—No tengo mucha hambre —dijo, esquivando su mirada.

No quería entrar en detalles, quería terminar cuanto antes y volver a casa, la bola de nieve de la intranquilidad cada vez era más grande y más amenazante.

—No hace falta que lo jures —arguyó disimulando su enfado.

Thomas decidió no pedir postre ya que, para comer solo y tener enfrente a una mujer que hablaba menos que la farola de la calle, era más rentable poner fin a la cena. Si no lo hacía, iba a terminar con dolor de estómago de tanto contener las ganas de pedir explicaciones.

Su idea inicial, relajarse tras la cena tomando una copa, también se fue al traste nada más ver la cara que ella tenía, cada vez más avinagrada, como si el hecho de estar en su compañía fuera un suplicio.

Sin perder las formas, salieron del comedor y él le indicó que volvían a la habitación. Ella se limitó a encogerse de hombros, una actitud indiferente que empezaba a tocarle los cojones muy seriamente.

—¿Se puede saber qué hostias te pasa? —estalló él nada más cerrar la puerta de la suite.

—Nada —respondió dándole la espalda, mientras caminaba hacia donde había dejado sus cosas, tenía intención de cambiarse y volver a casa cuanto antes.

Se estaba ahogando, asfixiando. La intranquilidad inicial se había convertido en un malestar general, en desánimo, en desasosiego y nerviosismo. Principalmente, por encontrarse fuera de su ámbito. Él no lo entendería jamás, pero ella era una mujer de gustos sencillos, estaba fuera de su elemento.

—¡Nada! —exclamó él levantando las manos; su paciencia tenía un límite y éste había sido rebosado hace tiempo—. Si una cosa he aprendido es que cuando una mujer dice «nada» miente, su retorcido pensamiento siempre está activo.

—Es la verdad —añadió en voz baja. Quería poner punto y final a la discusión.

—No me jodas, que nos conocemos. Tú nunca estás más de cinco minutos callada, hablas por los codos y hoy no has dicho más de dos putos monosílabos en toda la noche, y porque te he preguntado.

Ella lo miró un instante y volvió a esquivar su mirada. Era cierto, su alarma interna la había mantenido callada.

—Volvamos a casa. Es tarde.

—Ni hablar —aseveró él. No dejaba de pasearse por la habitación; por suerte, la moqueta del suelo amortiguaba sus pasos, ya que, si no, se hubieran quejado del piso inferior—. Para una vez que tengo la oportunidad de hacer algo diferente…

Ella escuchó sus palabras. No tenía nada que decir.

Intentar explicarle sus razones sería como tirar margaritas a los cerdos.

—Joder… —continuó él—. Tenemos la oportunidad de disfrutar de un buen fin de semana, un hotel de lujo… ¿Y qué haces? Comportarte como una cabeza hueca, enfurruñándote como las niñas pequeñas. —Thomas no dejaba de acusarla mientras expresaba en voz alta su frustración—. Sólo quería, por una jodida vez, tener la oportunidad de salir de ese pueblucho, dormir en una cama decente y pasar la noche contigo. ¿Es mucho pedir?

Ella podía haber defendido el honor de Pozoseco, pero las palabras que vinieron después hicieron que el insulto pasara desapercibido.

¿Por qué tanto empeño en dormir juntos?

—Pero no. Como siempre, tienes que hacer lo que te da la puta gana. —Thomas seguía al ataque—. Te has empeñado en joder toda la noche y lo has conseguido.

—Lo siento —murmuró. Estaba siendo sincera, pero no podía fingir que estaba bien, no podía disfrutar cuando en su interior sentía que estaba fuera de lugar.

—¿Lo sientes? —se burló él—. Ésa sí que es buena. Ahora vas y dices que lo sientes. —Para tener algo en las manos y no golpear la pared se sirvió una copa del bien abastecido minibar—. Más lo siento yo, por traerte a un sitio de lujo, por molestarme en organizar el fin de semana.

—No era necesario —le aseguró empezando a salir de su indiferencia ante tantos insultos.

—Ahora ya lo sé. —La señaló con su vaso—. Estás acostumbrada a que algún cateto te invite a una cerveza de mierda y tú vayas al asiento trasero sin rechistar. Así que no me extraña que esto te venga grande.

—Oye, no te permito que…

Él la interrumpió colocándose frente a ella.

—¿No me lo permites? ¡Venga ya! Está claro lo que has pensado durante toda la noche. Con la cena, con el hotel: «No voy a ser capaz de estar a la altura».

—¡Imbécil!

—Si lo llego a saber me limito a llevarte a un McDonald’s. Con el menú económico hubiera follado antes.

—Eres un hijo de puta. —Se acabó, ya no iba a aguantarlo más—. Y esto… —Empezó a quitarse el vestido y los zapatos—. Te lo metes por el culo.

—¡Eso! ¡Por lo menos, desnúdate! Algo es algo…

—¿Sabes? En el pueblo hay una frase que sirve para este caso.

—¿Ah, sí? Ilústrame con tu jodida sabiduría popular —se guaseó él.

—«Lo que te has gastado, por lo que me has mirado». —Él arqueó una ceja y ella añadió—: Pues yo no soy de ésas. ¿Me entiendes? Así que haz el favor de llevarme a casa. O mejor, vete a la mierda, me voy sola.

Él se interpuso para que ella no diera ni un paso.

—Ni hablar. Tenemos la habitación reservada. —Cerró la puerta con llave—. Y en el baño hay un magnífico jacuzzi que voy a disfrutar. —Ella lo miró entrecerrando los ojos—. Evidentemente solo. Así que te jodes y te aguantas, no creo que sea mucho sacrificio dormir en una cama en la que los muelles no se te clavan.

Thomas apuró su vaso, lo dejó sobre la mesilla y se fue al baño. Estaría cabreado, pero no cerró con un portazo.

Se quedó sola, aún más deprimida. Con ese cabrón, que siempre parecía tener la última palabra, nadie sería capaz de sentirse mejor. Nunca una palabra comprensiva, de apoyo.

Recogió del suelo el vestido y los zapatos y fue a guardarlos en la caja. Una cosa es que deseara clavarle el tacón en los huevos y otra muy distinta sería dejarlos tirados de cualquier manera.

Al coger la caja vio algo que pasó desapercibido cuando él se la entregó, el precio de los zapatos.

¡Costaban diez veces más que el vestido!

Miró de nuevo, con detenimiento.

¿Cómo debía tomarse el regalo?

¿Un detalle caballeroso?

¿Un cheque adelantado por el pago de sus servicios?

No merecía la pena especular, porque seguramente la respuesta no iba a gustarle.

Igual que tampoco necesitaba acercarse hasta la puerta para saber que no podía huir.

Huir es de cobardes, sí, pero… ¿qué opción le quedaba?

Permaneció sentada en una esquina de la cama, dudando si llamar a recepción para, con una excusa tonta, conseguir que los de mantenimiento desbloquearan la puerta. Implicaba montar un numerito, interrumpir el baño de Thomas y sentirse aún peor.

Con un suspiro, se incorporó, apartó el cobertor de la cama y se metió entre las sábanas, dejando tan sólo encendida la lamparita del lado contrario, para que cuando él apareciera no se diera un mamporro al encontrarse la habitación a oscuras.

Él no tardó mucho en salir del jacuzzi. Lo observó de reojo mientras caminaba hasta su maleta, con una toalla oscura enroscada en las caderas, para sacar unos bóxers.

Durante cinco segundos pudo contemplar su trasero desnudo. Después, por desgracia, tuvo que apartar la vista cuando se dio la vuelta con intención de llegar hasta la cama.

Thomas se acomodó en el lado que ella había dejado libre, que, sin saberlo, era el suyo. Se sentó, apoyándose en el cabecero, agarró el mando a distancia y empezó a pasar canales.

—¿Te molesta? —preguntó él con altanería.

Ella negó con la cabeza y él, que pretendía seguir con su tono belicoso, tuvo que tragarse las ganas. Murmuró algo entre dientes y apagó la televisión y la luz. Se acomodó en la cama y se removió entre las sábanas como si fuera un perro rabioso, hasta que logró encontrar la postura adecuada.

Ella se mantuvo callada en todo momento, acurrucada en su lado de la cama, dándole la espalda.

Visto desde fuera parecían un matrimonio con demasiadas discusiones encima.

42

Estaba a gusto, acostada en una cama con todos los muelles en su sitio, unas sábanas suaves. En una especie de agradable duermevela, sabiendo que ya era de día pero que aún podía remolonear un rato más. Hoy el despertador no iba a ponerla de los nervios ni a hacer que se levantara en modo turbo para llegar a tiempo a ningún sitio.

El climatizador de la habitación se ocupaba de que no tuviera ni frío ni calor, que la temperatura fuera agradable, tan agradable como el cuerpo caliente sobre el que descansaba.

El sonido del teléfono terminó por despertarla. Nada es para siempre. Se movió perezosamente, restregando su cabeza por el hombro sobre el que reposaba. Inexplicablemente también su pierna doblada se apoyaba sobre el muslo de él.

Puede que se acostaran ignorándose mutuamente pero alguna especie de fuerza invisible los había hecho «arrejuntarse».

Cuando él estiró el brazo libre para contestar, ella tuvo que apartarse un poco para facilitarle la tarea.

—¿Diga? —Hizo una pausa para escuchar a su interlocutor—. Sí, gracias. Pero me temo que ha habido un cambio.

Olivia agudizó el oído, estando tan cerca podía llegar a entender la conversación.

Y, en efecto, así fue.

Una amable señorita le informaba de que ya estaba todo dispuesto para que «su esposa» bajara a la sala de masajes.

Ella controló su sorpresa, seguía fingiendo que permanecía dormida.

—Tenemos que regresar a casa lo antes posible, una llamada de última hora, ya sabe cómo son estas cosas… —Escuchó a la empleada del parador—. Sí, muchas gracias, tendré en cuenta estas atenciones. Adiós, buenos días.

Olivia, si ya se sentía una estúpida después del encontronazo de anoche, ahora finalmente había obtenido el título oficial de idiota.

Antes de dormirse, había reflexionado sobre todo, empezando por su propia actitud, llegando a la conclusión de que, si bien ella se sentía fuera de juego, podía haber hecho un esfuerzo por hablar con él, por mostrar sus inquietudes e intentar llegar a una especie de entendimiento. Difícil, pero no imposible.

Y ahora, después de pecar por omisión, debía sumar la cagada monumental. Él, pese a su actitud arrogante, había pensado en ella.

Quizá sí tenía en mente la idea de pasar un fin de semana diferente, sin más.

Thomas depositó el auricular en su sitio e inspiró profundamente. Pese a estar en una postura de lo más cómoda y dado que podía hacer un esfuerzo por olvidar la nefasta noche anterior, permaneció medio minuto sin moverse.

—Sería mejor que te fueras levantando —dijo él apartándola e incorporándose—. Nos vamos en cuanto me vista. Tú verás cómo quieres volver a casa.

Otro mazazo a sus dudas, a su sentimiento de culpa, el definitivo. Quería expresar en voz alta sus fallos para que él viera que no tenía reparos en reconocerlos. Pero ¿cómo reconocer los errores cometidos cuando él no mostraba ni un ápice de comprensión y, no sólo eso, sino que además aprovechaba la ocasión para hacer leña del árbol caído?

Cuando llegaron a la recepción, él, como siempre, se presentó, pronunciando su nombre con ese aplomo tan característico, y el empleado, amablemente, sacó la factura, interesándose al mismo tiempo, de forma discreta, por los problemas que habían anulado la cita de primera hora de la mañana.

Olivia, que no quería saber nada, miró distraídamente a su alrededor hasta que sus ojos se fijaron en la cantidad que aparecía al pie de la factura.

Se quedó helada.

Por educación, no dijo nada delante de él, aunque éste se percató del detalle. Como era de esperar, se quedó en silencio. Caminaron hasta donde estaba aparcado el BMW y mientras cerraba el maletero dijo en tono desaprensivo:

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