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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

Treinta noches con Olivia (2 page)

BOOK: Treinta noches con Olivia
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—Lo dudo.

—En fin, Marina y su padre comenzaron a verse, ya se puede hacer una idea. Todos quisimos prevenirla, él era mucho mayor que ella, pero no hubo forma. Quizá… no, seguro, ella fue la tabla de salvación de Robert.

—No se imagina cuánto me alegro —expresó su indiferencia con un comentario sarcástico.

—Terminaron casándose y nadie en el pueblo se podía haber imaginado el cambio tan radical que experimentó su padre. Empezó a trabajar y a construir una casa. No parecía el mismo, se lo veía ilusionado, enamorado de su esposa, y cuando anunciaron que ella estaba embarazada…

Thomas quería salir pitando de allí. Esa historia, de puto cuento de hadas, era como echar sal a sus heridas. Su madre había muerto demacrada, enferma y en la miseria por culpa de un marido borracho, maltratador e incapaz de sacar a su familia adelante. ¿Pretendía ese hombre que perdonara al viejo? Peor incluso, ¿pretendía que escuchara impasible la jodida historieta de final feliz?

—Lo que hiciera o dejara de hacer el viejo me trae sin cuidado —le espetó, molesto pero fingiendo indiferencia.

—Entiendo. —Se aclaró la voz—. En resumen, tiene usted una hermana.

—Hermanastra en todo caso.

—Se llama Julia Lewis de la Mora, está a punto de cumplir quince años.

No se esperaba algo así. Toda la vida siendo hijo único… De pequeño sí deseó tener hermanos con los que jugar, pero a medida que fue creciendo fue desechando la idea, ya que la situación familiar no era muy propicia.

Su madre enferma soportaba los insultos y las agresiones como podía, a base de fármacos que la dejaban narcotizada. Carente de voluntad para enfrentarse a su marido, se fue consumiendo hasta que la dosis de pastillas fue demasiado seria como para que su maltrecho cuerpo pudiera resistirlo.

Thomas tenía dieciséis años y, desde ese momento, sólo pensó en llegar a la mayoría de edad para olvidarse de todo.

Y ahora, maldita sea la gracia, un abogado español estaba recordándole lo que tanto se había afanado en enterrar.

—¿Y? —preguntó, siguiendo con su pose despreocupada.

—Robert quería ver a sus dos hijos juntos. Parece ser que intentó contactar con usted varias veces, pero no lo logró. Y, a juzgar por su actitud, creo que entiendo el porqué… —Era un velado reproche, pero necesario al fin y al cabo. Tenía que aprender a perdonar—. No se cansaba de hablar de usted, de lo lejos que había llegado, de lo importante que era, del hombre en el que se había convertido… presumía de su hijo, un importante abogado.

—Casi me hace llorar —le espetó burlón. Lo que le faltaba por oír…

—Sé que le resultará difícil, pero es la verdad. Bueno, como le comentaba, su hermana es menor de edad.

—Tiene una madre.

—Marina murió el año pasado —le informó—. Y a partir de ese mismo momento Robert comenzó a…

—¿Beber para olvidar?

—A dejarse morir —lo corrigió en claro tono de reproche—. Sobrevivía como podía, pero todos sabíamos que no volvería a ser el mismo. Estaba profundamente enamorado de Marina y no pudo soportar su pérdida.

—Entiendo —dijo por decir algo.

—Por eso dispuso en sus últimas voluntades que todo cuanto poseía se dividiera en tres partes.

—¿Tres?

—Sí. Si me hubiese dejado explicarle toda la historia… Da igual. La mayor parte de los activos tienen que repartirse entre Julia y usted, y una pequeña parte está destinada a la señorita Olivia de la Mora.

2

La cosa se complicaba por momentos. Y no porque fueran tres a repartir, eso le traía al fresco, sino porque se estaba temiendo lo peor.

Su viejo, en ese tardío afán por compensarle una infancia y adolescencia trágicas, quería que aceptara un dinero que ni necesitaba ni deseaba.

—Arregle lo que tenga que arreglar. Renuncio a cualquier cosa que me haya legado. —Y añadió petulante—: Ni lo quiero ni lo necesito.

—Me temo que no es tan sencillo.

—Estoy seguro de que mi hermana y esa tal Olivia estarán muy contentas al saber que todo es para ellas. Yo mismo prepararé los documentos para hacer efectiva mi renuncia. Déjeme su dirección y se los enviaré lo antes posible —le explicó, pensando en trabajar todo el fin de semana para que el lunes a primera hora salieran por mensajería urgente.

—No es posible tal circunstancia.

—¿Cómo que no? —preguntó arrogante. Se puso en pie, cansado de aparentar una calma que no sentía y dispuesto a acabar con aquella conversación lo antes posible—. Ambos sabemos que no estoy obligado a aceptar una herencia.

—Eso es cierto, pero me temo que hay otro punto que se debe tener en cuenta.

—¿Cuál?

—Es usted, por designio de su padre, el tutor legal de Julia hasta que su hermana alcance la mayoría de edad.

—¡¿Qué?!

—Así está estipulado en el testamento. —Le tendió los papeles—. Hasta que no haga acto de presencia ante el notario, ella no podrá tocar ni un solo euro del capital, ni poner la vivienda a su nombre. Nada. Depende por completo de usted.

—¡Joder!

—Tiene que reunirse con el notario ante el que Robert firmó su testamento. Si desea renunciar a su parte legítima, está usted en su derecho, pero antes deberá solucionar el asunto de la tutoría.

Thomas se pasó la mano por el pelo dos veces. Dio la espalda al señor López, no quería que éste viera la expresión de mala hostia que tenía.

¡Joder y mil veces joder!

¿Cómo era posible que el viejo le volviera a amargar la vida?

Por lo visto, el muy cabrón lo había hecho de primera. Ahora estaba obligado a manejar el asunto y viajar a ese puto pueblo perdido de la mano de Dios para quitarse el problema de encima.

Entonces cayó en la cuenta de algo muy importante.

—¿No pretendería el viejo que me trajera a Julia a vivir conmigo?

—No, si ella no lo desea.

—Es menor de edad, no puede vivir sola. —No era sincera preocupación por lo que pudiera ocurrirle a su hermanastra, sino por las implicaciones legales que tendría él como responsable.

—Vive con su tía.

—Y ¿por qué cojones no es ella la tutora legal?

Manuel se encogió de hombros.

—Ella se encargó de cuidar a su hermana durante los meses que estuvo enferma.

—¡Un momento! ¿Qué hermana?

—Si me hubiese dejado… En fin. Eran hermanas. Cuando la madre de Julia enfermó, Olivia se trasladó al pueblo para cuidarla y ayudar a su padre. Después siguió viviendo con ellos hasta el fallecimiento de Robert, y ahora se ocupa de su hermana hasta que usted decida qué hacer.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Thomas, cada vez más mosqueado.

—Olivia es una buena chica pero… después de todo lo que ha hecho por su padre y por su familia, se merece un descanso.

«La jodida buena samaritana», pensó Thomas. Una tía solterona, jugando a los médicos y que al final tiene su recompensa.

—¿No me ha dicho que también tiene derecho a una parte?

—Es lo justo.

—Pues que lo considere el pago por sus servicios. Además, puede seguir ocupándose de su sobrina como hasta ahora.

—Eso no sería justo, ella es…

—¡Me da exactamente igual!

—Como quiera, pero antes tendrá que personarse y realizar los trámites burocráticos precisos para dejar las cosas solucionadas —contestó Manuel, visiblemente de mal humor.

—Tengo que organizar el viaje. ¿No pretenderá que mañana coja un avión y deje todo plantado?

—Lo entiendo. Aquí tiene una copia del testamento, para que lo estudie convenientemente. También incluye el certificado de defunción de su padre y otros documentos relevantes.

—Lo estudiaré, no lo dude —dijo de malos modos.

—Bien. Le dejo mi tarjeta, llámeme si necesita cualquier aclaración. —El abogado español se puso en pie y le tendió la mano—. Le ruego que recapacite. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.

¿Recapacitar? ¡Y un cuerno!

—El lunes tendrá noticias mías. En cuanto mi secretaria organice mis compromisos, le comunicaré qué día llegaré.

—Muy bien. Buenas tardes.

Thomas hizo un gesto para despedirlo y se dejó caer en su sillón. No podía dar crédito a lo que se le venía encima.

Pero negarlo no conducía a ninguna parte. Los documentos estaban allí, en su mesa, riéndose de él.

El señor López no iba a ser tan estúpido como para incluir algún documento que no fuera estrictamente legal, de eso estaba seguro. Así que no podía dudar de ninguna de sus palabras. Por muy jodidas que éstas fueran.

—¿Señor Lewis?

¡La que faltaba! Su secretaria era tan malditamente eficiente que a veces lo sacaba de quicio. Como trabajadora no tenía ni una sola queja de ella, pero lo cierto es que en algunas ocasiones habría preferido que metiera la pata. Nadie puede ser tan perfecto.

Él intuía que esa dedicación a su trabajo iba más allá del mero papel de empleada modelo. No era tonto. Y Nicole, su socia (ahora ex socia) se lo había comentado. Helen estaba colada por él. De ahí que a él lo tratase como a un marqués y a Nicole como a una cualquiera.

—¿Qué haces todavía en el bufete? —le preguntó con más brusquedad de la necesaria.

—Pensé que… bueno… quizá me necesitaba para algo.

—No, gracias, Helen. Ya puedes irte. Yo me encargo de cerrar.

Cuando oyó el suave clic del pestillo de la cerradura principal pudo relajarse. Mandó a paseo la asfixiante corbata de diseño, fue al mueble bar y buscó algo de alcohol. No era su estilo, pero si bebía una copa no era más que por el simple hecho de disfrutar de una bebida de exquisita elaboración. Con todo, en aquella ocasión, la calidad del licor no iba a ser tenida en cuenta.

Hacía años que no pillaba una borrachera. Desde la universidad, para ser exactos. En aquella época, las fiestas a las que podía permitirse ir, cuando tenía un hueco entre el trabajo y los estudios, eran meras excusas etílicas para desmadrarse y follar sin mucha conversación previa.

Aquellos días de locura, de cansancio y de horas robadas al sueño habían quedado muy atrás. Días en los que no había horas suficientes para poder realizar todo lo previsto. Jornadas en las que salía de lavar platos para ir corriendo a clase y aguantar de mala manera la tentación de dormir. Interminables noches repasando temarios una y otra vez, mientras muchos de sus compañeros de la residencia de estudiantes se marchaban de juerga. Él no tenía un papá que aflojara las mensualidades.

Ahora estaba donde siempre quiso estar: tenía una buena reputación y el riñón bien cubierto. Pese a haberse quedado recientemente compuesto y sin novia…

Tampoco estaba tan afectado como cabría esperar. Al fin y al cabo, de haberse llegado a celebrar la boda con su ex socia, entonces sí se habría sorprendido.

En el fondo sabía que el compromiso era simplemente una buena excusa para hacer la pelota a su jefe, ya retirado, por darle la oportunidad de su vida al ficharlo para trabajar en el bufete.

El problema no era que la mujer en cuestión fuese desagradable a la vista, o rematadamente idiota. No, el problema era que tanto él como ella sólo se respetaban, ni siquiera había un mínimo de cariño.

Habían estado un año juntos, un año en el que incluso consiguió llevársela a la cama, pero había resultado una decepción tal que hasta él mismo buscaba excusas para no cumplir. Y cuando ya no podía espaciar más el encuentro, la faena acababa conviertiéndose en algo mediocre y deprimente. Ella no era lo que se dice muy fogosa, y él se reprimía pensando que había ciertas cosas que no se debían hacer con la futura esposa.

Ella callaba y él… tres cuartos de lo mismo. Los dos fingían.

Lo curioso del caso es que ella, la recatada, la mujer más fría del planeta, había acabado por ligarse a un ex futbolista famoso, conocido, entre otras cosas, por sus capacidades amatorias aireadas en la prensa.

Cómo había sido eso posible era algo que quedaba fuera de su capacidad de razonamiento.

Ver para creer.

Pero lo que le dolía de esa ruptura no era quedarse sin novia, o decepcionar a su antiguo mentor, sino la cagada monumental que tuvo con uno de sus últimos casos. Por defender al más impresentable de los delincuentes por dinero, había puesto en peligro la vida de su socia.

Y ella, aunque no se lo recriminó jamás, parecía haber pasado página.

El problema viene cuando no te perdonas a ti mismo.

Acabó su whisky, cogió la corbata, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y, tras recoger los documentos que le estaban jodiendo la vida, abandonó su despacho.

En casa no lo esperaba nadie, pero al menos podía tumbarse en el sofá sin quitarse los zapatos y no preocuparse por mantener una imagen.

3

Si pensaba que las cosas iban hasta el momento más o menos bien… podía ir cambiando de opinión. Puede que su vuelo llegase sin contratiempos, que su maleta apareciera sin percances en la cinta transportadora, pero pedir que el coche de alquiler estuviera preparado cuando se acercó al mostrador… era pedir un imposible.

Helen, la eficiente, le había reservado, junto con el billete y el alojamiento, un coche de alquiler. Por supuesto, nada de un utilitario, ni una berlina de gama media. Había solicitado expresamente un coche de gama alta, descapotable, completamente equipado, incluyendo GPS y, cómo no, automático.

Ya iba a ser complicado conducir por el otro lado, como para encima preocuparse por el cambio de marchas.

Pues resultaba que la señorita de la empresa de coches de alquiler, muy mona por cierto, de esas que hacen realidad el dicho de «rubia de bote, tonta de serie», no acertaba a explicar por qué su coche no estaba disponible.

Tras cuarenta y cinco minutos de infructuosa discusión con la rubia, apareció el encargado. Revisó los documentos de la reserva y se deshizo en disculpas por haberlo hecho esperar, así como por no tener su vehículo dispuesto, tal como se especificaba en el contrato de alquiler.

Al final consiguió que le trajeran un BMW 650, pero no en gris plata como él especificaba en la hoja de pedido. Tuvo que conformarse con uno de color rojo.

Si el coche ya de por sí llamaba la atención, en rojo iba a resultar del todo imposible pasar desapercibido.

Pero Thomas no iba a conformarse con menos. Los años en que se resignaba con cualquier cosa que tuviera cuatro ruedas para desplazarse quedaban muy lejos. Además, tenía por delante más de doscientos kilómetros, así que viajar cómodamente no era ninguna petición extravagante.

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