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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

Treinta noches con Olivia (9 page)

BOOK: Treinta noches con Olivia
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Por algún impulso estúpido y como tenía treinta euros en la mano, agarró el vestido de la discordia, lo guardó junto con sus compras y, sintiéndose el lacayo que sigue a su señora cargado de paquetes, empezó a andar hasta ponerse a su altura.

11

Por una vez, y sin que sirviera de precedente, ella aceptó la sugerencia de ir a una cafetería, en concreto, a la misma en la que últimamente pasaba casi tantas horas como en la casa.

Él dejó las bolsas de cualquier manera en una silla libre y acto seguido apareció la camarera preguntándole si quería lo mismo de todos los días.

Olivia arqueó una ceja pero se cuidó de expresar su opinión e indicó a la chica qué quería tomar.

Una vez servidos y, como tampoco tenían nada de que hablar, se dedicaron a observar a la gente que pasaba.

Algunos la saludaban y la miraban con cara de curiosidad al verla sentada con él. El rumor que corría por el pueblo hacía que muchos sacaran conclusiones erróneas por el simple hecho de estar juntos en una terraza.

Pero no todos iban a conformarse con mirar y especular.

—Vaya, vaya, la parejita feliz.

Olivia, que lo había visto venir, ni se inmutó ante la aparición de su ex.

—Buenos días, Juanjo. ¿Te apetece tomar algo? —Le indicó la silla libre, sabiendo de antemano que no era tan tonto como para aceptar. ¿O sí?

—Lo que dicen de ti es cierto, ¿verdad? Estás con él. —Señaló a su acompañante como si fuera un escarabajo pelotero destrozando un patatal.

—Eso es evidente —replicó ella—. ¿De verdad que con este calor no te apetece nada? —le preguntó ella de nuevo mientras bebía su granizado de limón presionando la pajita con los labios de una forma poco convencional.

Tan poco convencional que cierto inglés que hasta ahora no había abierto la boca se removió en su asiento.

—Qué poco has tardado en liarte con éste.

El aludido se limpió tranquilamente con una servilleta y cogió la carta de helados, no tenía intención de pedir ninguno, pero así tenía algo entre las manos para distraerse.

—¿Y?

Thomas tosió. ¿De qué iba ésta ahora?

—Debería haberlo adivinado y no perder el tiempo contigo. —Juanjo utilizó un tono claramente recriminatorio—. Según dicen… no es el único.

—¿Y?

—¿No lo niegas?

—¿El qué?

—Hacía tiempo que no escuchaba una conversación tan aburrida. Si queréis os dejo solos —interrumpió Thomas molesto.

—Tú te callas. Esto es entre ella y yo, ¿entendido?

—El que te vas a callar eres tú. Además deberías prestar más atención a Celia, se está poniendo nerviosa, se nota desde aquí. No la hagas esperar. —Olivia señaló a la chica, que esperaba impa ciente y muy atenta desde la puerta de la cafetería.

—No te metas con ella. Por lo menos no me la lía en cuanto le doy la espalda, como has hecho tú. No me extraña que tantos clientes pidan hora contigo en el salón.

—Soy una buena profesional —se defendió ella, manteniendo la calma—. Y no voy contando las intimidades de la gente al primero que pasa. —No estaba de más devolver la pelota. Aunque, bien pensado, era hombre, así que seguramente no pillaría el reproche que escondían sus palabras.

—No lo dudo—aseveró con segundas—. Sé lo buena que puedes llegar a ser con las manos.

Thomas sacó la cartera, pagó la cuenta y se levantó.

—Me voy. Tú verás cómo quieres volver a casa —dijo a Olivia como si le importara un carajo.

—No, tranquilo, inglés, el que se marcha soy yo. Toda para ti.

—Gilipollas —murmuró ella cuando su ex se dio la vuelta y se encaminó hacia Celia.

—No podría estar más de acuerdo —aseveró, sentándose de nuevo.

—Me refería a ti —mintió ella. Pero es que estaba molesta, al menos podía haberse mostrado un poco más colaborador, ¿no?

—No entiendo cómo has estado con él. No te respeta, te pone los cuernos con tu mejor amiga y encima te llama poco menos que guarra.

—No es asunto tuyo —espetó mosqueada.

—Pues no, la verdad, pero es que tu ex, el Pichurri, tiene un morro que se lo pisa.

—Y ¿tú cómo sabes…?

—Es uno de esos imbéciles a los que les gusta pavonearse delante de todo el gallinero para que lo vean. Hay que ser tonto de remate… Si le pones los cuernos a una mujer, cállate y así, aparte de conservar a las dos, podrás evitar que te abran la cabeza en un ataque de celos.

—Interesante teoría —murmuró todavía enfurruñada.

—Igual que la tuya.

—¿La mía?

—Sí, esa del coche bajabragas.

—Para que lo sepas, es cien por cien fiable. Te lo digo yo.

—¿Con cuántos tipos has tenido que salir para establecer tu teoría? —preguntó él. Utilizar el verbo «salir» era una forma de camuflar la verdadera cuestión: «¿Con cuántos has follado?».

—Los suficientes —respondió rápidamente picada en su orgullo. ¿Qué estaba insinuando? ¿Que era poco menos que una cateta que sólo había tenido un novio? Aunque fuera cierto él no podía saberlo, además, ¿importaba acaso?

—Me alegro por ti —replicó él importándole bien poco con cuántos se había acostado la tía ligerita de cascos. Lo que lo jodía era que lo metiese a él en esa categoría de los bajabragas.

Ella acabó su bebida y preguntó:

—¿Te soportas a ti mismo?

—¿Perdón?

—Eres lo más pedante que he conocido, estirado e insoportable. Te comportas con un aire de superioridad insufrible y, además, eres un esnob de manual.

—Vamos a llevarnos bien, ¿de acuerdo? Yo no opino sobre tu curiosa forma de vestir, ni sobre lo que haces para ganarte la vida, y tú te abstienes de expresar en voz alta tus comentarios sobre mi persona. Y, en todo caso, viniendo de ti, los consideraré un elogio.

—Oye, pedante presumido y relamido, me gano la vida honradamente en un salón de belleza y visto como quiero. Estoy segura de que eres tan estirado que tienes una chacha que te plancha y almidona los calzoncillos para ir bien tieso por el mundo, pero olvídate de mí, ¿me entiendes?

—¿En un salón de belleza? —preguntó él, pasando por alto la sarta de estupideces que acababa de escuchar.

—Pues sí.

—Pero si en el pueblo no hay ninguno. Por no haber, no hay ni un bar decente.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —le espetó con chulería.

—¿Entonces…?

—Aquí, trabajo aquí, en Lerma —le respondió en tono de burla.

—¿Y cómo…? Quiero decir, no tienes coche, ¿vienen a buscarte todos los días?

—Pero ¿qué bobadas dices? Anda, levanta, que el sol te está destrozando la neurona que te queda. —Negó con la cabeza. ¡Qué tío más tonto!—. ¿Para qué te crees que es la bici que hay en casa? ¿Para preparar el Tour o qué?

—¿Vas todos los días a trabajar… en bici?

—Sí, ¿y?

—Joder, no me extraña que… —«… tengas esas piernas tan impresionantes.» Tuvo la sensatez de callarse a tiempo.

—No te extraña, ¿qué? —le preguntó molesta.

—Que algunos días llegues cansada.

Ella arqueó una ceja ante el repentino cambio de tono. Aquel hombre era, además de lo expuesto anteriormente, bastante desconcertante.

Prefirió no pensar más en el asunto, miró la hora y dijo:

—Espero que Julia aparezca pronto. Es tarde y tengo que hacer la comida.

—Ya sabes cómo son las adolescentes, estarán contándose secretitos y esas cosas.

—O intentando que el chico que le gusta hable con ella y la invite a salir. ¿Secretitos? Eres un cursi de cuidado —lo acusó y era evidente que se reía de él—. Nadie habla así, ¡por favor! ¿Cuántos años dices que tienes?

Thomas, que no iba a dejar pasar por alto más críticas, se puso las gafas de sol, más que nada para observarla tranquilamente sin ser a su vez observado, se cruzó de brazos y dijo:

—Entonces, si no están con secretitos… —utilizó ese tonito de abogado profesional que tantos éxitos le había dado—. ¿Qué está haciendo? —Y antes de que ella respondiera remató—: ¿Recoger el testigo?

Ella sonrió de forma provocadora desluciendo un poco su fugaz victoria verbal, se inclinó hacia adelante y lo dejó a cuadros.

—Por supuesto.

Él, que esperaba una defensa a ultranza, o que se mostrara ofendida por lo que había insinuado, no tuvo más remedio que cerrar el pico.

Le gustase o no, su hermana vivía con ella y, si quería resolver sus asuntos y no saber nada más de la vida de ambas, mejor no preguntar más sobre sus costumbres.

12

Los sábados por la noche en un pueblo que contaba tan sólo con una cantina mediocre no resultaban lo que se dice un planazo. Como tampoco tenía ganas de moverse o de quedar con alguna amiga para repasar los chismorreos semanales (ya tenía suficiente día a día en su trabajo), Olivia decidió que, después de cenar, saldría con Julia a la fresca en el jardín trasero, para charlar de sus cosas. A veces se sorprendía gratamente de la madurez de su sobrina para algunos temas. Y, de paso, de ese modo no tenía que conversar de forma forzada con el esnob que por desgracia vivía con ellas.

Cuando estaba fregando los platos de la cena mientras Julia recogía la cocina, sonó el teléfono. Se imaginaba quién podía ser.

—Cógelo, seguro que es él. Ha dejado a esa guarra de Celia porque sabe que tú vales cien veces más.

Nada mejor que el amor incondicional de la familia para subir los ánimos.

—¿Sí?

—Hola, Olivia, soy Mónica, ¿está Julia?

—Te la paso.

Terminó de fregar mientras se esforzaba por escucharla hablar por teléfono, intentando unir, sin éxito, los retazos de la conversación. Por lo visto su amiga llamaba porque varios chicos y chicas habían quedado en la plaza para pasar el rato juntos y, lo más importante, Pablo iba a estar. Y, si no quería que se fijase en otra, tenía que estar allí, sí o sí, porque el Romeo de Pozoseco tenía, por lo visto, más de una lagarta a su alrededor, y si Julia no se andaba con cuidado…

—Voy a preguntar —dijo al auricular y luego miró a su tía—. ¿Puedo ir? Luego me quedaré en casa de Moni.

—No sé… —murmuró para picarla un poquito.

—Porfa…

—Vaaaale. Pero no hagas mucho el tonto con ese chico.

—¡Lo intentaré! —respondió saliendo de la cocina a la carrera para subir a cambiarse y salir escopetada.

—Dando consejos eres de lo mejorcito —dijo una voz irritante que, por desgracia, empezaba a ser habitual en la casa.

—Se dice: consejos vendo, pero para mí no tengo —le replicó agarrando el trapo de cocina para limpiar la encimera. Y tras dejarla como los chorros del oro, lo dejó plantado.

Thomas se quedó solo en la cocina sin nada que hacer. Otra vez. Había comprobado un par de días atrás lo emocionante que era ir a la taberna del pueblo y tomarse una cerveza. Jodidamente emocionante, para ser exactos. Aparte de aguantar a todos los parroquianos preguntándole por todo sin ningún tipo de vergüenza, tenía que aguantar también a algunas que decían ser amigas de Olivia narrándole, en vivo y en directo, las cosas buenas y poniendo, faltaría más, énfasis en las malas. Pero, no contentos con eso, intentaban, cuando consideraban que ya sabían todo lo que había que saber sobre el hijo del inglés, congraciarse con él, hablándole de lo buena persona que fue su padre, de lo que se lo echaba de menos, del buen padre, marido y vecino que era…

Así que, tras su primera y última excursión a la cantina rural, y para evitar posibles consecuencias estomacales, conocidas comúnmente como úlceras, compró unas cervezas para tomárselas en casa tranquilamente, sin nadie que le tocara la moral. Bueno, sí había posibilidades de que se la tocaran, pero sabía capear el temporal y hasta podía divertirse.

Abrió el frigorífico y sacó la bebida. Después se acercó al cajón para buscar el abridor, dio el primer trago y miró por la ventana de la cocina que daba al patio trasero. Esperaba ver el cielo estrellado de agosto, pero no fue eso lo que le llamó poderosamente la atención.

—Pero ¿qué coño…?

Olivia estaba tumbada boca arriba, en una esterilla, sobre el césped, aún húmedo, con las rodillas dobladas, las manos cruzadas en el regazo y los ojos cerrados. Mantenía una expresión relajada, como si estuviera en su mundo, ajena a cuanto la rodeaba.

Intrigado, decidió salir y averiguar qué demonios hacía esa pirada.

Con el botellín en la mano salió por la puerta trasera y caminó hasta ella.

Joder, se estaba infinitamente mejor allí, a la fresca, que en casa.

Sin pedir permiso, se sentó a un lado, ocupando una pequeña porción de esterilla.

—Estás molestando —dijo ella sin abrir los ojos.

—¿Puedo preguntar?

—Sí.

—¿Qué estás…?

—Pero no tengo por qué responderte —lo interrumpió—. Podrías, al menos, tener el detalle de haberme traído una. —Señaló la cerveza.

Como le daba lo mismo, se la pasó. Por un instante pensó que la rechazaría, pero no, bebió a morro, como él, y se la devolvió.

—Qué fresquita.

—Se dice gracias.

—De nada.

Durante unos minutos no dijeron ni una sola palabra. Claro que él tampoco compartió de nuevo la bebida con ella. Si quería refrescarse, debería darle información.

—Me estás tapando —murmuró ella.

Thomas se giró para mirarla y tratar de comprender qué cojones estaba diciendo. Al ver la cara que puso, ella decidió explicárselo.

—La luna, me estás tapando los rayos de luna.

Si eso era una explicación, él seguía en la inopia.

—¿Qué coño dices?

—Estoy tomando baños de luna —dijo como si él fuera la única persona del planeta que no lo hacía.

—¿Me estás vacilando?

—Pásame la cerveza.

—No queda —informó él bebiéndose rápidamente lo que quedaba.

—Sé útil. Ve a por otra —pidió ella dándole toquecitos con el pie.

Podía haberse negado, pero le suponía más esfuerzo hacerlo, que dar un corto paseo hasta la nevera.

También podía haber llevado dos, pero la idea de beber los dos de la misma botella tenía su morbo, y, puesto que era lo más emocionante que iba a hacer durante todo el mes (el mercadillo no contaba como emocionante, ya que aún tenía que analizarlo desde todos los puntos de vista)…

Volviendo a su posición, le entregó la botella fría y ella, antes de dar un sorbo, recogió con la mano las gotas propias de la condensación, humedeciéndose la palma de la mano para frotarse la frente y el cuello, sin la más mínima consideración.

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