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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

Treinta noches con Olivia (8 page)

BOOK: Treinta noches con Olivia
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—Me importa una mierda si el inglés le dejó algo. Si es la primera vez que viene, ¿cómo es posible que hayan estado «liados» más veces?

—No te enfades, pichurri… —Otro intento fallido de distraerlo.

—Al grano.

Sí, por favor, pensó el inglés, deseando saber de una jodida vez el final de la historia.

—Según todo el mundo, Olivia es un poco ligera de cascos. No es la primera vez que te ha engañado. —La mujer tenía la máxima puntuación como víbora—. Le gusta… bueno… picar aquí y allá… y… —Otra dosis de veneno femenino para su víctima—. Además, como vive en esa casa tan apartada… —Otra vez el tono falso y casual, como si estuviera haciendo un gran favor al cincuenta por ciento de la humanidad, los hombres, al desvelar las aficiones de su compañera de trabajo—. Ya ves cómo viste…

—Joder… —Pichurri, también conocido como Juanjo, el hijo del alcalde, se pasó la mano por el pelo. Puede que en los pueblos se hablara de más y muchas veces por simple diversión, pero, de todas las acusaciones, estaba claro que, como dice el refrán, si el río suena… Y él no había sabido interpretar las palabras de Olivia cuando le pedía algo diferente, algo nuevo, cuando ella alegaba cansancio para quedarse en casa, o cuando prefería dar un paseo sola, para reflexionar, decía ella—. ¡Me cago en todo lo que se menea!

«Esa gente, en lo que a frases extrañas se refiere, tiene una imaginación portentosa», reflexionó Thomas. Vaya, vaya, con la tía solterona, le iba la marcha…

—No te enfades cariño. No he querido decírtelo antes para no enfadarte —sugirió la víbora en estado puro.

—Vamos.

—¿Adónde?

—A mi casa. Tienes razón, no voy a desperdiciar más tiempo. Esa zorra se va a enterar de lo que vale un peine. Va a llevar unos cuernos como una catedral, todo el pueblo va a enterarse. Así que andando, pienso pasar toda la mañana contigo en la cama.

Una vez libre del interesante interludio protagonizado por un novio infiel, una arpía cachonda y un portátil inservible, Thomas cerró su ordenador.

El viaje de regreso a casa ya no representaba ningún asunto de vital importancia.

El sainete que esos dos gilipollas habían escenificado en medio de una cafetería había despertado su curiosidad. La fuente de información parecía fiable, puede que un poco condicionada por las ansias de la mujer al querer cazar a toda costa al Pichurri, pero era información al fin y al cabo.

Ya vería cómo hacer uso de ella…

Una cosa estaba clara, Olivia era lo que aparentaba ser. Exponía la mercancía para que nadie tuviera dudas de si estaba disponible o no.

Puede que le importara un pimiento, por lo menos hasta hacía poco, la vida de su hermana, pero… joder, vaya influencia.

Amén de reconocer que le picaba la curiosidad.

10

Para reflexionar con calma toda la interesante información obtenida de forma tan particular, Thomas decidió pasar todo el día alejado de la casa y demorar hasta la hora de la cena su aparición.

Aparcó su coche a un lado de la verja y agarró el portátil con una mano y una bolsa de plástico con la otra. Unas cervezas de importación eran su insignificante aportación a la cesta de la compra.

No le sorprendió encontrarse a su queridísima hermanita en la cocina con cara de perro, dedicada exclusivamente a lavar cacharros en la pila.

—Buenas noches —murmuró él, a la espera de no recibir contestación.

—Buenas.

—¿Y tu tía?

—En el pueblo, con su novio.

—Me parece muy bien. —O sea, que el Pichurri seguía jugando con dos barajas. ¿O… no?—. ¿No habían roto?

—Y ¿a ti qué te importa? —preguntó Julia secándose las manos en un trapo.

—Nada, por supuesto.. —Era una verdad a medias—. Sólo que no me parece del todo bien que estés sola en casa y ella por ahí…

—¡No te metas donde no te llaman! Tiene derecho a salir con quien quiera.

—Faltaría más —murmuró, pero si algo sabía era cómo obtener información—. Aunque… no sé si es buena influencia para ti —dijo, sembrando la duda.

Ella lo miró entrecerrando los ojos y preparada para la pelea.

—Una cosa te voy a decir, chaval, deja de meterte en la vida de los demás, ¿vale?

—Era un simple comentario… —Lo dejó caer de forma casual—. Como se oyen cosas por ahí…

—En los pueblos la gente es una cotilla de cuidado.

—No me cabe la menor duda.

—¡Ya estoy en casa!

Olivia entró en la cocina, vestida para la ocasión con otra de esas minifaldas de infarto y su imprescindible camiseta ajustada de tirantes marca pezones que lo estaba trayendo por el camino de la amargura. Apartó la vista, porque hay cosas que un hombre no puede disimular y era mejor contemplar las odiosas cortinas, o, como mínimo, era más seguro.

—Pensé que no vendrías.

—No me apetecía escuchar las mismas tonterías de siempre en la taberna, la gente bebe y luego se pone insoportable. —Dicho esto miró a Thomas y lo saludó por educación—: ¡Ah!, hola, no te había visto.

—Tengo ese don, me mimetizo con el ambiente —respondió con sarcasmo—. Por cierto, necesito comprar algunas cosas. ¿Dónde hay un centro comercial por aquí cerca?

—¡Un centro comercial, dice! Nunca entenderé el humor británico —exclamó Julia.

—No es un chiste, y sí, es lo que he preguntado.

—Mañana es sábado, hay mercadillo. Estoy segura de que allí puedes comprar todo lo que necesites.

—¿Mercadillo? ¿Estás de broma? —Thomas no había pisado un sitio de esos en más de quince años. No se había labrado una carrera y un prestigio para volver a regatear en puestos ambulantes.

—Pues sí. —Olivia puso los platos sobre la mesa—. Mañana es sábado, siempre que puedo voy, así que si quieres… —Se encogió de hombros—. Puedes venir con nosotras.

—Yo he quedado con Mónica —se apresuró a decir Julia, por si acaso.

No se lo podía creer, eso era una pesadilla en toda regla. ¿Cómo iba a encontrar ropa adecuada en un mercadillo? Y peor todavía, ¿cómo iba a ir con ella al lado, que destacaba como un neón?

Pues por lo visto todos sus temores, se hicieron realidad al día siguiente cuando desbloqueaba con el mando las puertas del coche para que una adolescente respondona y una mujer con vestido estampado años sesenta, extracorto y gafas de sol tipo soldador se subieran junto a él.

—Este coche es un bajabragas. ¿Por eso lo has comprado? —preguntó Olivia encantada al sentir la tapicería de cuero bajo sus piernas.

—¿Bajabragas? —preguntó Julia, adelantándose a los deseos de su hermano por conocer el significado de la expresión.

—Exacto. —Olivia se giró en su asiento y miró hacia atrás para responder—: Muchos tipos, incapaces de ligar por sus propios medios recurren a cacharros como éste para impresionar a las chicas.

—¡Ah!

—Por eso, si un tipo te invita a salir y tiene un coche impresionante, desconfía.

—¿No es un poco joven para ese tipo de consejos? —preguntó él, mientras maniobraba para salir.

—No, cuanto antes aprenda las verdades universales, mejor —dijo Julia—. Sigue, ¿qué más?

—De momento por hoy vale —respondió Olivia, riéndose—. Estoy segura de que no le hace gracia escuchar estas cosas. —Señaló con un gesto al conductor.

Thomas podía estar tentado de corregir los enormes fallos de esa teoría totalmente carente de base, pero eso supondría dar demasiados detalles no aptos para menores de edad.

—Sigue por la carretera hasta el cruce, luego coge el desvío de la derecha.

Él hizo caso a la indicación, más que nada porque ella conocía el terreno.

Cinco minutos más tarde…

—¡Esto es un puto camino de cabras!

—Lo sé, pero nos ahorramos dar toda la vuelta y conseguiremos aparcar antes.

En el asiento trasero, Julia se rió disimuladamente, lo cual hizo que se crispara aún más.

—Joder, los bajos se van a quedar hechos una mierda.

—¿Ves? —Olivia se giró de nuevo para dirigirse a su sobrina—. Te lo dije, se preocupa más por sus cuatro ruedas que por sí mismo, eso evidencia mi teoría.

Él gruñó en respuesta, poca cosa más podía hacer. Eso sí, la lección quedaba aprendida: no fiarse del GPS femenino.

Unos minutos más tarde aparcó en una chopera, no muy convencido, aunque, por lo menos, había sombra.

Ése iba a ser un día memorable, pero en el mal sentido de la palabra, claro está. Aún dudaba de sí mismo por haber aceptado acompañarlas al mercadillo.

No entendía la obsesión de la gente por comprar a precios reducidos y de mala calidad, salvo cuando era un caso de necesidad.

Aunque, siendo realista, si uno compara clases sociales… todo el mundo quería ahorrar. Los de clase media-baja con vales descuento y la clase alta evadiendo impuestos.

—Que te sea leve —susurró a su tía alejándose después para ir al encuentro de su amiga Mónica. Bueno, y para ver a Pablo, pero eso no iba a decirlo en voz alta delante de los mayores.

—Tú dirás —dijo Thomas con sorna cuando se quedaron a solas. Había perdido completamente la esperanza de que cayera un diluvio y evitar así la tortura. Unir mercadillo con mujer en modo compras era un error de principiante.

Ella se puso las gafas de soldador que tapaban sus ojos, y mucho más, y comenzó a andar por el camino que conducía al centro de la villa. Con cada paso, su ya de por sí corto vestido se meneaba lo suficiente para desvelar más de lo necesario; claro que las zapatillas de tacón en forma de cuña también ayudaban al contoneo de caderas y estilizaban sus piernas.

Momentáneamente privado de la capacidad de raciocinio, la siguió.

No tardaron nada en alcanzar su objetivo.

Bajo un sol de justicia, rodeados por un montón de gente andando de aquí para allá y guiado por una hippy tardía, se rindió a lo inevitable.

—¡Tres por cinco! ¡Tres por cinco!

Thomas se giró al oír la voz gritona de una mujer. ¿Qué demonios era eso de «tres por cinco»?

—Hola, guapa, mira cómo lo tengo hoy.

Él arqueó la ceja ante la sugerencia de la mujer que atendía el puesto donde se había detenido Olivia.

—Perdón —murmuró tras empujarla sin querer ser objeto a su vez de otro empujón.

Ella ni le prestó atención. Continuaba a lo suyo.

—Éstas son sin costuras.

La vendedora metió las manos en un minúsculo tanga y abrió los brazos para demostrar las propiedades elásticas de la prenda.

—Y ¿al mismo precio? —preguntó Olivia mirando entre la mercancía.

—Sí, bonita, tres por cinco.

Sin dejar su estado de horror permanente, comprendió a qué se refería la mujer con sus gritos. Sin embargo, la verdadera atracción estaba en su acompañante, que revisaba una fila de tangas a cuál más extraño.

—Hum, no sé, creo que ya tengo uno como éste —reflexionó en voz alta dejando a un lado uno con estampado a cuadros escoceses.

—¡No seas desaborido y ayuda a tu novia a elegir!

El aludido miró por encima de las gafas de sol a la mujer y sonrió de medio lado. Ni muerto.

—¿Puedo mezclar? —preguntó Olivia, señalando el resto de la mercancía.

—Claro, chiquilla, puedes coger alguno de esos para el simpático de tu novio —dijo la mujer con recochineo.

—Nos llevamos estos. —Thomas, cansado de no entender muy bien qué le decía la vendedora y por supuesto de esperar a que se decidiera, agarró un puñado de tangas y se los tendió junto con dos billetes de cinco.

—¡Qué «resalao»!

—¡Espera un minuto! Tengo que elegir bien.

Para su desesperación separó los tangas y después lo miró; él no supo interpretar esa expresión.

—¿Qué más da uno que otro? —Se mostraba abiertamente impaciente.

Y, sin poder remediarlo, ella se fue a la fila donde estaban expuestos los bóxers, y eligió tres, a cada cual más hortera. Uno rojo chillón con el dibujo de un interruptor impreso en la parte delantera y con la leyenda «on/off». El segundo, uno negro con topos rosas, y el tercero (para morirse), un bóxer con la bandera a cuadros blancos y negros de la fórmula uno.

—Hala, ya está —dijo toda campechana y reemprendió la marcha.

Las cosas, a partir de ahí fueron de mal en peor. Lo hizo detenerse en un puesto de pantalones vaqueros de imitación.

Iba lista si pensaba que se pondría unos tejanos «Lewis».

—No seas desaborido, tienen un precio increíble y son de buena calidad. ¿No necesitabas comprarte ropa?

—Mira, pase lo de la ropa interior. —Se inclinó sobre ella para que nadie oyese la conversación—. Pero por esto —agarró de malos modos la prenda—, por esto sí que no paso.

—Eres un estirado de tomo y lomo. ¿Qué más da? Son unos pantalones. Y son monos…

—Hay que joderse…

Como estaban siendo el foco de atención, y ya que eran irrisoriamente baratos, decidió que no merecía la pena discutir.

Pero claudicar una vez implicaba perder autoridad, así que hora y media más tarde, vete a saber cuántos tenderetes después, había conseguido un guardarropa casi completo.

—¡Espera un segundo!

Mosqueado y cargado con las malditas bolsas, hizo la obligatoria parada.

—¿Qué habrá visto esta mujer ahora? —masculló entre dientes.

Pero podía respirar aliviado, en ese puesto no había nada que pudiera endosarle.

—¿Cuánto? —preguntó ella señalando un vestido azul intenso.

Thomas miró por encima de las gafas el objeto de su interés.

—Treinta —respondió el vendedor.

—Me gusta pero… no sé, lo pensaré —dijo sin dejar de tocarlo, era precioso, pero… este mes iba un poco justa de dinero—. Te doy veinte.

¿Esa mujer estaba loca? Treinta euros ya era poco menos que ridículo, pero veinte…

—Hija mía, ¡contigo siempre pierdo dinero!

—No exageres.

Cansado de la tontería sacó la cartera, buscó el dinero y se lo tendió al comerciante.

—Tu novio es más generoso.

—Pero ¿a ti quién te ha dado vela en este entierro? —le espetó ella. Acto seguido cogió los billetes y se los devolvió. Después volvió a prestar atención al tendero—. Te doy veinte.

—No puedo, de verdad que no.

—Pues otra vez será —dijo ella y, sin dar más explicaciones, abandonó el puesto ambulante.

Distinguir a una mujer que mostraba unas buenas piernas y vestida como si hubiese escapado de una fiesta psicodélica era fácil, pero, por si acaso, prefirió no quedarse solo.

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