Destacaban dos ausencias, la de Roger Corbett y la de Michelle Bishopp.
A la derecha de Crane había un pequeño tablero de mandos del que se ocupaban Vanderbilt y un técnico a quien no reconoció. Vanderbilt se levantó para acercarse a Crane.
—¿Y el almirante Spartan? —preguntó.
—Se queda.
Asintió y se puso de rodillas para sellar escrupulosamente la compuerta. Después se volvió y le hizo una señal con la cabeza al técnico, que toco algunos mandos del tablero.
Arriba sonó una nota grave.
—Empezamos a desacoplarnos —dijo el técnico.
Vanderbilt se levantó y se limpio las manos en la bata de laboratorio.
—Hay una cuenta atrás de cinco minutos, lo que dura la secuencia de compresión —dijo.
—¿Tiempo hasta la superficie?
—Desde que nos despeguemos de la cúpula, poco más de ocho minutos. Al menos sobre el papel.
Crane se echó el equipo médico al hombro mientras miraba a los pasajeros de las dos hileras de bancos por si había algún herido. Después se volvió otra vez hacia el panel de control. Hui Ping estaba sentada justo detrás de Vanderbilt. Sonrió levemente cuando Crane se sentó a su lado.
—¿Preparada?
—No.
En la escotilla de entrada había un ojo de buey muy pequeño, que parecía idéntico al que había visto durante el primer viaje en batiscafo. Se inclino, y al mirar por el cristal vio como se replegaba la escalera hacia la escotilla cerrada, dibujada en una tenue luz azul.
—Dos minutos —dijo el técnico del tablero de mandos—. Ya hemos alcanzado la presión adecuada.
Junto a Crane, Hui se movió.
—Estaba pensando una cosa —dijo.
—Suéltalo.
—¿Te acuerdas de lo que me has contado sobre Ocotillo Mountain? ¿Que hay dos tipos de medidas para impedir que alguien entre, intencionadamente o no, en los almacenes de armas nucleares viejas? Medidas de seguridad activas y pasivas.
—Si, es verdad.
—Las medidas pasivas puedo imaginarlas: señales de advertencia, imágenes grabadas en metal… Cosas así. ¿Pero que serian las medidas activas?
—No lo se. Lo único que dijeron en la conferencia es que existían. Supuse que toda la información al respecto era confidencial. —Crane se volvió a mirarla—. ¿Por que lo preguntas?
—Los centinelas que hemos encontrado… A su manera, como has dicho tú, son medidas pasivas, que se limitan a irradiar advertencias. Supongo que me estaba preguntando si ellos también tienen medidas activas.
—No lo se —contestó despacio Crane—. Muy buena pregunta.
—Un minuto —murmuro el técnico.
En medio del silencio, Crane oyó con claridad un tableteo constante de armas automáticas que se filtraba por la escotilla que tenia debajo de sus pies.
La tuneladora y el Gusanito ya estaban guardados en el apartadero lateral. El brazo estabilizador se había desplegado para mantener la posición de la Canica Tres por encima de la anomalía. Eran los últimos pasos, tantas veces simulados, y a la hora de la verdad ejecutados de forma impecable. En adelante actuarían como cirujanos, sin usar nada más que aire comprimido y los brazos robot. Dentro de la Canica reinaba un silencio sepulcral.
—Otra vez —susurro Korolis—. Suave. Suave.
—Si, señor —respondió Rafferty en otro susurro.
Se comunicaban los tres con miradas y breves murmullos.
Incluso el doctor Flyte parecía afectado por la fascinación del momento. Korolis se seco una vez más la capa de sudor de la cara, antes de pegar los ojos al minúsculo visor. Se respiraba una especie de sentimiento de reverencia, como si fueran arqueólogos excavando una tumba sagrada. Nada quedaba de la atroz migraña de Korolis, ni de la extraña película metálica que cubría su lengua.
Vio que Rafferty lanzaba otro chorro de aire comprimido hacia el fondo del agujero. Un pequeño remolino de sedimentos y gabros sueltos invadió el resplandor amarillo de la luz exterior de la Canica, absorbido de nuevo con gran rapidez por la unidad aspiradora.
—Con cuidado —murmuro Korolis—. ¿A que distancia estamos?
—Ya hemos llegado, señor —contestó Rafferty.
El comandante se concentro otra vez en la pantalla.
—Otro chorro —ordeno.
—Si, señor, otro chorro.
Comprobó que otra corriente de aire comprimido salía despedida hacia el fondo del nivel excavado. Mientras tanto, en un lado y el otro, veía como se balanceaban sin cesar las colas luminosas de los grandes centinelas, cuyos tentáculos seguían perezosamente el movimiento del agua. Eran como el público de un espectáculo. Por que no? En el fondo les correspondía estar ahí. No solo habían ido a presenciar el triunfo de Korolis, sino a guiarlo por el fabuloso tesoro tecnológico que le esperaba. No era casualidad que el comandante participase en la excavación más decisiva. Era el destino.
—Otra vez —susurro.
Otro chorro de aire, y otro remolino de materia gris. La pantalla se despejo enseguida, en cuanto la unidad aspiradora absorbió las partículas. Korolis asió los controles con más fuerza.
Sonó una voz por la radio de su panel de control.
≪Canica Tres, aquí Control de Inmersión. Por favor, informen de≫.
Korolis bajó la mano sin apartar la vista de la pantalla y apago el altavoz. Empezaba a ver algo, un verde intenso con cierto reflejo metálico.
—Uno más —dijo—. Mucho cuidado, doctor Rafferty. Con pies de plomo.
—Si, señor.
Una onda de aire comprimido cruzó el agua oscura bajo la Canica. Otra confusión de partículas grises y marrones, que al despejarse dejó a Korolis boquiabierto.
—Dios mío —musitó.
El sistema de aire comprimido había limpiado la base del conducto, dejando a la vista una superficie lisa como un cristal. A Korolis, que seguía pegado al visor, le recordó cuando se quita el polvo de una mesa soplando. Al otro lado había una falsa impresión (al menos supuso que era falsa) de profundidad casi infinita, algo negro y sin fondo. A pesar de que la superficie cristalina reflejaba el foco, tuvo la impresión de percibir otra fuente de luz, tenue y extraña, por debajo de la corona iluminada.
Los grandes centinelas que flanqueaban la Canica se habían puesto nerviosos. Ya no se conformaban con flotar con la corriente, sino que iban y venían por el estrecho diámetro del túnel.
—Apague la luz —dijo Korolis.
—Señor?
—Que apague la luz, por favor.
Ahora lo veía más claro.
Flotaban sobre una enorme cavidad cuya parte visible era ínfima. Lo que no podía saber Korolis con certeza era si estaba hueca o llena de la superficie vidriosa que tenían justo debajo, como cuando se llena un agujero de pega. De aquella oscuridad de terciopelo, la única impresión clara que se recibía era de una profundidad extraordinaria.
Pero no… Muy abajo apareció una lucecita, que Korolis, hipnotizado y casi sin respiración, vio crecer lentamente.
Se acercaba.
—Señor! —dijo Rafferty, tenso, rompiendo por una vez su habitual contención.
Korolis lo miró.
—¿Que ocurre?
—Ya no emiten las señales.
—¿Ha recuperado plenamente el control? —preguntó Korolis.
—Si, señor, incluidos los sistemas inalámbricos y de control remoto, y los sensores: de ultrasonidos, de radiación, el magnetómetro… Todo.
El comandante se volvió hacia la pantalla.
—Se están haciendo ver —murmuro.
La luz estaba más cerca. Reparó en que temblaba un poco, pero no a la manera perezosa y ondulante de las siluetas de los centinelas, sino con una pulsación muy marcada, casi brusca. Su color no se parecía a nada que hubiera visto Korolis hasta entonces. Era una especie de profundo resplandor metálico, como una luz negra reflejada en una hoja de cuchillo. Le pareció poder sentir su sabor tanto como su aspecto. Era una sensación inquietante, que por alguna extraña razón hizo que se le erizara el vello de la nuca.
—Señor! —volvió a decir Rafferty—. Detecto radiaciones que llegan desde abajo.
—¿Radiaciones de que tipo, doctor Rafferty?
—De todo tipo, señor. Infrarrojos, ultravioletas, gamma, radio… Los sensores se están volviendo locos. Es un espectro que no reconozco.
—Pues analícelo.
—Si, señor.
El ingeniero se volvió hacia sus instrumentos y empezó a introducir datos.
Korolis miró otra vez por la pantalla. El objeto luminoso seguía elevándose de la profunda oscuridad. Su extraño color se intensifico. Tenia forma torica, y su silueta palpitaba con más y más fuerza. De repente, mientras lo contemplaba con la boca abierta, su rielar sobrenatural despertó un recuerdo de infancia que llevaba mucho tiempo dormido. A los ocho anos, durante un viaje a Italia con sus padres, asistió a una misa oficiada por el Papa en la basílica de San Pedro, y al ver que el pontífice levantaba la ostia hacia los fieles sintió una especie de descarga eléctrica. Por alguna razón, la opulencia de aquel espectáculo hizo que quedara grabada por vez primera en su joven conciencia toda la importancia del gesto. Lo que les ofrecía el pontífice desde su tabernáculo era el mayor regalo imaginable, el santísimo misterio de la ostia consagrada.
Lejos quedaba, por supuesto, cualquier vestigio de interés por parte de Korolis hacia la religión organizada, pero al contemplar aquel objeto brillante, aquel portento, sintió la misma mezcla de emociones. Era uno de los elegidos, y tenía ante si el ofrecimiento que le hacían las más altas instancias, el más prodigioso de los dones.
Tenia la boca seca. Volvía a notar cierto sabor a cobre.
—¿Alguien quiere mirar? —preguntó con voz ronca.
Rafferty seguía encorvado ante el ordenador. El doctor Flyte asintió con la cabeza y se deslizo por la exigua cabina hasta colocarse delante del visor. Al principio no dijo nada. Después movió un poco la mandíbula.
—No luz, sino tiniebla visible≫ —murmuro.
De pronto Rafferty levantó la cabeza.
—Comandante! —exclamo—. Esto tiene que verlo.
Korolis se inclino hacia la pantalla, donde había dos imágenes, dos barullos de líneas estrechas y verticales.
—Al principio no podía identificar el espectro de radiación electromagnética —dijo Rafferty—. No tenia sentido. Parecía imposible.
—¿Por que?
Korolis seguía mirando el visor de reojo. Era más fuerte que el.
—Por que los espectros contenían longitudes de onda tanto de materia como de antimateria.
—No puede ser. La materia y la antimateria no pueden coexistir.
—Exacto, ¿pero ve el objeto de la pantalla? Pues según los sensores esta compuesto de ambas cosas. Entonces he separado la signatura de la materia de la de la antimateria y me ha salido esto.
Rafferty señaló la pantalla del ordenador.
—¿Que es?
—Radiación de Hawking, señor.
La respuesta hizo que el doctor Flyte se volviera, sorprendido.
—¿Radiación de Hawking? —repitió Korolis.
Rafferty asintió con la cabeza. Se le había cubierto la frente de sudor, y le brillaban los ojos de manera extraña.
—Es la radiación térmica que emana de los bordes de un agujero negro.
—Me esta tomando el pelo.
El ingeniero sacudió la cabeza.
—Cualquier astrofísico reconocería el espectro a simple vista.
Korolis sintió que su creciente euforia se empezaba a diluir en incredulidad.
—¿Me esta diciendo que lo que tenemos delante es un agujero negro? ¿Compuesto a la vez de materia y de antimateria? Imposible.
Flyte, que había vuelto a mirar por el visor, se apartó con los ojos azules muy brillantes en su cara pálida.
—
Ehui!
Creo que ya lo entiendo.
—Pues haga el favor de explicarlo, doctor Flyte.
—Señores, señores, el objeto de forma torica que hay aquí abajo no es un solo agujero negro, sino dos.
—¿Dos? —repitió Korolis, cada vez más incrédulo.
—Si, dos! Imagínese dos agujeros negros (pequeñísimos, del tamaño de una canica, como si dijéramos) orbitando muy cerca el uno del otro. Orbitan a una velocidad vertiginosa, mil por segundo o más.
—¿Como orbitan? —preguntó Korolis.
—Eso no lo se ni yo, comandante Korolis. Debe de mantenerlos en orbita alguna fuerza, alguna tecnología que no entendemos. Al ojo le parecen un solo cuerpo, pero los instrumentos de Rafferty detectan que emiten radiación de Hawking tanto de materia como de antimateria.
—Pero en realidad son dos entidades distintas —dijo Korolis.
—Claro! —musitó Rafferty—. Tal como indican los datos de espectro individuales de mi ordenador.
Korolis lo entendió de repente. Se trataba de algo que tenía a la vez una potencia inimaginable y una elegante sencillez. Recuperó la euforia.
—Dos agujeros negros —dijo, hablando solo—. Uno de materia y el otro de antimateria. Juntos pero sin tocarse. Y si se eliminara la fuerza que los mantiene en orbita… o se apagara, como quien dice…
—Chocarían la materia y la antimateria —dijo Rafferty, muy serio—. Conversión total de la materia en energía. Desprendería más energía por unidad de masa que cualquier otra reacción conocida por la ciencia.
—Déjeme verlo.
Korolis tomo el lugar de Flyte ante el visor. Le latía con fuerza el corazón, y sus manos resbalaban en los controles. Contempló con reverencia la cosa que brillaba y palpitaba bajo ellos.
Al principio de la inmersión sus esperanzas eran descubrir una tecnología nueva y reveladora, algo tan impresionante y abrumador que asegurase la supremacía de Estados Unidos, pero ahora su éxito sobrepasaba cualquier expectativa, incluso la más descabellada.
—Una bomba —susurro—. La mayor bomba del universo. Y cabe en una caja de cerillas.
—¿Una… bomba? —dijo Rafferty con cierta preocupación, incluso miedo—. Señor, lo que vemos no tiene ninguna utilidad como arma.
—¿Por que? —dijo Korolis sin apartar la vista de la pantalla.
—Por que no podría utilizarse. Si chocasen los dos agujeros negros la explosión seria apabullante, destruiría el sistema solar.
Pero Korolis ya no lo escuchaba. La razón era que de repente la oscuridad infinita del visor había empezado a sufrir cambios sutiles.
En vez de la negrura impenetrable de antes, con la luz temblorosa del objeto como única referencia, había un vago resplandor que banaba el espacio. Era como la luz que anuncia el alba; lo que revelaba dejó a Korolis sin aliento. La matriz iluminada que se extendía bajo ellos no contenía un solo objeto, sino centenares, o miles. Los más cercanos brillaban con la misma luz extraña y sobrenatural, mientras que los del fondo eran simples puntitos, difíciles de distinguir. Y en todas partes había centinelas con sus tentáculos flotando, eternamente vigilantes.