—Es que tengo que encontrar a…
Crane dejó la frase a medias. Se estaba acercando alguien más: el comandante Korolis. La sorpresa de Crane aumento al ver que también llevaba el mono blanco de tripulante de la Canica.
—Vuelva a la Canica —dijo Korolis al viejo, antes de enfocar en Crane sus ojos claros y estrabicos—. Que hace usted aquí? —preguntó.
—Buscar al almirante Spartan.
—No esta para nadie.
Korolis prescindía ahora de su anterior hipócrita amabilidad, y su tono, expresión y actitud exudaban hostilidad y sospecha.
—Tengo que hablar con el.
—Imposible —replico.
—¿Y eso por que, comandante?
—Ha sufrido una crisis. He tomado yo el mando.
—¿Una crisis?
Seria eso lo que entretenía a Bishopp? Descarto enseguida la idea. Si el principal responsable del Complejo hubiera sufrido algún tipo de ataque, se lo habría comunicado Corbett, alguno de los residentes o la propia Bishopp.
Lo cual solo podía significar una cosa: que no se lo habían notificado a nadie del equipo médico.
En el cerebro de Crane saltaron las alarmas. Comprendió de repente que precaria se había vuelto su posición.
≪Atención —dijeron por el altavoz—. Empieza la inserción de los tripulantes. Brigada selladora preparada para restaurar y verificar la integridad del casco≫.
Crane oyó su propia voz diciendo:
—No lo haga.
Korolis frunció el entrecejo.
—¿Que no haga que?
Tenía enrojecidos los bordes de los ojos, y no hablaba con su suavidad acostumbrada, sino con voz fuerte y brusca.
—La inmersión.
—Señor!
Era un operario, que llamaba a Korolis desde un puesto de control.
El comandante se volvió.
—¿Que pasa?
—Preguntan por usted. Es Bryce, un residente del centro médico.
—Dile que estoy ocupado.
—Señor, dice que es de la máxima importancia.
—Ahora mismo lo único importante es esto.
Korolis levantó un brazo muy rígido, señalando la Canica Tres.
—De acuerdo, señor.
El operario colgó el teléfono y se concentro otra vez en sus instrumentos.
Korolis miró a Crane.
—Por que no debería llevar a cabo la inmersión?
—Es demasiado peligroso.
Korolis se acercó un paso más. Podían verse gotas de sudor en su frente y sus sienes.
—Ya me han contado su estúpida teoría, y sabe que creo, doctor? Que el peligroso es usted. Un peligro para la moral. Un peligro para la misión.
Miró a Crane fijamente; luego se volvió bruscamente hacia un par de marines.
—Hoskins! !Menéndez!
Estos se cuadraron.
— Señor!
Korolis señaló a Crane con el pulgar.
—Este hombre esta bajo arresto militar. Cuando haya salido la Canica, os lo lleváis al calabozo y ponéis a un vigilante armado en la puerta de su celda.
Antes de que Crane pudiera protestar, el comandante volvió a la Canica Tres, en cuyas fauces plateadas ya estaban entrando el doctor Flyte (nada contento, a juzgar por su cara) y su compañero de tripulación.
Roger Corbett yacía en un charco de su propia sangre, caliente y cada vez más amplio. Sumido en una bruma de dolor, a ratos tenia la sensación de estar sonando, y otros de estar ya muerto, flotando en un olvido oscuro y sin límites. Todo era un ir y venir de pensamientos, sensaciones y asociaciones que no parecía estar en su mano controlar. Podían haber pasado un minuto o diez. No lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que no podía dejar que la figura arrodillada y con pistola se diera cuenta de que aun estaba vivo.
El dolor era intenso, pero lo agradeció, por que le ayudaba a combatir la horrible lasitud que intentaba arrastrarlo para siempre a las profundidades.
Sintió una punzada de pesar. Había quedado a las tres con una chica. Seguro que ya había llegado, y que daba golpecitos impacientes con el pie sin dejar de mirar el reloj. Con los esfuerzos que había hecho ella por reprimir la rabia, era una lastima que…
Experimento otro desvanecimiento que se le echó encima como una ola, arrastrándolo a sueños oscuros. Sonó que era un submarinista que había bajado demasiado. La superficie se había convertido en una mancha de luz tenue y muy lejana. Con los pulmones a punto de estallar, movía los pies para nadar lo más deprisa que podía, pero le quedaba tanto…
Recuperó la conciencia con un esfuerzo enorme. La figura del rincón ya había terminado.
Se levantó en la oscuridad y se volvió hacia el; un poco de la luz de la habitación contigua se reflejaba débilmente en sus ojos. Corbett aguanto la respiración y se quedó muy quieto, reduciendo los ojos a dos ranuras. Bishopp dio unos pasos hacia el y dejó el saco. Un ligero brillo acompaño el movimiento del canon de la pistola al apuntarlo.
De golpe se volvió. Poco después, Corbett también lo oyó. Voces ligeramente sobrepuestas al zumbido de los compresores.
Debía de haber entrado más gente (como mínimo dos personas) en el primer compartimiento de Control Ambiental. La inyección de esperanza devolvió un poco de lucidez a Corbett; lo ayudo a fijar sus sentidos errabundos. Su táctica había funcionado. Bryce enviaba ayuda.
Las voces se acercaron.
Bishopp pasó por encima de el con la pistola preparada y se acercó sigilosamente a la escotilla de la segunda cámara. Abriendo un poco más los ojos, Corbett vio que se asomaba con prudencia al otro lado. Un halo de luz amarilla recortaba la curva de su pelo y el canon de su pistola. Se metió por la escotilla y se escondió detrás de una turbina, perdiéndose de vista.
Las voces seguían siendo audibles, pero ya no parecían acercarse. Corbett supuso que aun estaban en el primer compartimiento, en algún lugar entre Bishopp y la salida principal de Control Ambiental. A juzgar por las pocas palabras que había reconocido, debían de ser operarios de mantenimiento que comprobaban una de las innumerables piezas de la maquinaria.
Señal de que no había llegado la caballería, al menos de momento. Tal vez nunca llegaría.
Tendió un brazo para ver si podía incorporarse, pero su mano resbaló por el suelo ensangrentado. El dolor provoco una punzada en el pecho. Se mordió brutalmente el labio superior para no gritar.
Permaneció tumbado, respirando lo justo mientras esperaba que disminuyera un poco el dolor. Entonces, afianzando los pies en el suelo de metal, se arrastro muy despacio hacia el mamparo del fondo.
Era de una lentitud exasperante. Un palmo, dos palmos, un metro… Tenía burbujas de sangre en lo más profundo de la garganta. Su camisa y su bata, empapadas de sangre, eran como una rémora que le hacia ir todavía más despacio. A medio camino de la pared del fondo sintió otra oleada de debilidad que amenazaba con echársele encima. Descanso un ratito. No podía pararse mucho tiempo, consciente de que entonces ya no seguiría. Volvió a plantar los pies en el suelo y a arrastrarse a razón de pocos centímetros por empujón.
Por fin su cabeza choco con la pared del fondo. Hizo el esfuerzo de mirar hacia arriba, gimiendo de dolor. Tenía justo encima los rollos de Semtex, un total de cuatro aplicados al mamparo de metal en líneas paralelas. En cada uno de ellos estaba montado un detonador.
Concentrando sus fuerzas, Corbett levantó una mano, buscó a tientas el detonador más próximo y lo desengancho del explosivo moldeado. Una nueva punzada de dolor hizo que se derrumbara sin aliento. Oía chocar contra el suelo las gotas de sangre que caían de su codo y su muñeca.
Desde su posición supina examino el detonador. Distinguía vagamente una batería, un temporizador manual, dos finas placas metálicas separadas con papel de aluminio y un rollo de fibra óptica. Todo estaba miniaturizado. Corbett sabía poco de explosivos, pero le pareció un detonador del tipo ≪slapper≫. Cuando saltase el temporizador explotaría eléctricamente el papel de aluminio, y las placas administrarían la descarga inicial al material explosivo.
Dejó el detonador en el suelo con todo el cuidado posible. Ella había dicho diez minutos. Supuso que le quedaban cuatro o cinco.
Y tres detonadores.
Volvió a levantar el brazo con otro acopio de fuerzas para acercarlo al siguiente detonador, desprenderlo (con cuidado de no reajustar accidentalmente el temporizador) y dejarse caer de nuevo con todo su peso.
Esta vez el dolor fue mucho más intenso. Estuvo a punto de caer inconsciente. Le hervía la sangre en la garganta, atragantándole y haciéndole toser. Pasó un minuto, durante el que recuperó suficientes fuerzas para continuar.
La tercera carga estaba fuera de su alcance. Volvió a clavar los talones y a arrastrarse por el suelo hasta tenerla cerca, momento en que arrojo la mano por tercera vez hacia lo alto, soltó el detonador y dejó caer el brazo al suelo.
El dolor se había recrudecido tanto que le pareció imposible reptar hasta el cuarto. Se quedó tumbado a oscuras, haciendo todo lo posible por no perder el conocimiento mientras escuchaba el murmullo de voces. Parecía que discutiesen sobre algún detalle técnico.
Cuanto tiempo le quedaba? Un minuto? Dos?
Se preguntó donde estaría Bishopp. Seguro que en cuclillas detrás de algún aparato, escuchando impacientemente las voces y esperando que se fueran los operarios para poder escapar sin peligro.
Por que no les había pegado un par de tiros, si era lo más fácil? Tenía una pistola con silenciador. Solo podía haber una razón: que el cargador del arma hibrida fuera pequeño, tal vez de dos balas. Tampoco podía irse corriendo, por que pondría en evidencia su plan. Aun tenia una oportunidad de huir, pero no si se añadían al revuelo dos personas más…
No, seguro que no se iba corriendo. Seguro que volvía donde el Semtex, para ganar un poco de tiempo reajustando los temporizadores de los detonadores.
Corbett comprendió que había estado demasiado absorto para darse cuenta de la situación. Bishopp podía volver en cualquier momento.
La desesperación le dio ímpetu. Haciendo acopio de sus últimas reservas de energía, levantó el brazo una vez más y cerro la mano en torno al cuarto y ultimo detonador.
Justo entonces apareció una forma en la escotilla del segundo compartimiento, recortada en una negra oscuridad. Al ver a Corbett murmuro una palabrota y salto al suelo.
Corbett tuvo un sobresalto de sorpresa y de consternación, momento en que sus dedos se juntaron involuntariamente. Primero se oyó un chisporroteo. Después salió una nubecita de humo del detonador, y tras una suspensión atroz del tiempo, que duro una milésima de segundo (aunque a Corbett se le hizo interminable), el universo soltó un grito de una violencia inimaginable, haciéndose pedazos en un apocalipsis de fuego y acero. Y agua.
≪Cerradas las puertas exteriores —anuncio sin expresión la voz del sistema de megafonía—. Activado el sello hermético. Canica Tres en el conducto. Tiempo estimado para el nivel excavado, diecinueve minutos treinta segundos≫.
Al fondo, en un rincón, Peter Crane asistió con frustración y rabia al momento en que la enorme pinza robot se apartaba de la compuerta estanca, ya sin su carga, y recuperaba su posición de descanso. Antes, mientras sellaban minuciosamente la Canica y la hacían bajar por la compuerta, había observado al personal del Complejo de Perforación en busca de alguna mirada compasiva, del gesto furtivo de alguna cabeza o de cualquier señal que indicara que podía tener algún cómplice; pero no, los ingenieros, técnicos y auxiliares ya recuperaban su ritmo de trabajo normal, los movimientos familiares de una sesión de perforación en curso. Era como si Crane pasara totalmente desapercibido.
Excepto para los dos marines que lo rodeaban. Sonó la sirena, y uno de ellos lo empujo un poquito.
—En marcha, doctor.
Al caminar con ellos hacia la puerta del pasillo del primer nivel, Crane tuvo una sensación de irrealidad. Tenia que ser un sueno. En todo caso seguía la lógica absurda de los sueños. ¿Era posible que dos marines armados lo estuvieran llevando al calabozo? ¿De verdad seguían excavando, cada vez más cerca de un terrible castigo? ¿De verdad Korolis había tomado el mando del Complejo?
Korolis…
—No deberíais —dijo en voz baja.
La respuesta de los marines fue abrir la doble puerta y llevarlo al otro lado.
—El que no esta en condiciones de dar ordenes no es el almirante —siguió diciendo Crane, ya en el pasillo—, sino el comandante Korolis.
Nada.
—¿Habéis visto que pálido esta? ¿Y la hiperhidrosis, el exceso de sudor? Tiene la misma enfermedad que los demás. Yo soy médico. Estoy capacitado para reconocerlo.
Delante había un cruce de pasillos. Uno de los marines toco a Crane en el hombro con la culata del rifle.
—Gire a la derecha.
—Desde que estoy en el Complejo he visto muchos casos, y el de Korolis es de manual.
—Le ira mejor si no abre la boca —dijo el marine.
Al ver el rojo claro de las paredes, y los laboratorios cerrados, Crane se acordó de la otra ocasión en que le habían llevado a la fuerza, con Spartan, antes de ser sometido a los trámites para poder acceder al área restringida. Entonces no sabía adonde lo llevaban. Esta vez era distinto. La sensación de irrealidad aumento.
—Yo también he sido militar —dijo—. Vosotros sois soldados. Habéis jurado servir a vuestro país. Korolis es una persona peligrosa e inestable. Si obedecéis sus órdenes es como si…
Esta vez la culata del rifle golpeo su hombro con muchísima más fuerza. Cayó de rodillas, con un doloroso tirón en el cuello.
—Tranquilo, Hoskins —dijo malhumoradamente el otro marine.
—Es que me tiene harto —dijo Hoskins.
Crane se levantó y se limpio las manos mirando a Hoskins con los ojos entornados. Le dolía el omoplato por el impacto.
Hoskins le hizo señas con el canon del rifle.
—No te pares.
Siguieron por el mismo pasillo hasta girar a la izquierda. El ascensor estaba al fondo. Se acercaron. Hoskins pulsó el botón de subida. Crane abrió la boca para seguir razonando, pero se lo pensó mejor. Quizá atenderían a razones los vigilantes del calabozo…
Sonó el timbre y se abrieron las puertas.
En el mismo momento se oyó una especie de explosión en algún punto lejano sobre sus cabezas; fue como si todo el Complejo se desencajara brevemente de su base. Las luces se debilitaron. Después recuperaron su intensidad normal, pero solo un momento. Otra explosión lo sacudió todo con la fuerza de un perro cazando una rata. Un trozo gris de tubería metálica cayó del techo con un chirrido ensordecedor; Hoskins se quedó clavado en el suelo.