Por fin tomaron una curva y empezaron a dirigirse hacia las cuevas. A partir de aquel momento, Chielo no cesó en sus cánticos. Saludaba a su dios con una multitud de nombres: el propietario del futuro, el mensajero de la tierra, el dios que aniquilaba a un hombre cuando más dulce era su vida. También Ekwefi se despabiló y se renovaron sus temores embotados.
La luna ya estaba alta y veía claramente a Chielo y Ezinma. Era un milagro que una mujer pudiera llevar con tanta facilidad y tanto tiempo a una niña de su estatura. Pero Ekwefi no pensaba en eso. Aquella noche Chielo no era una mujer.
—
¡Agbala do-o-o-o! ¡Agbala ekeneo- o-o-o! ¡Chinegbu madu ubori ndu ya nato ya uto daluo-o-o-o!…
Ekwefi podía ver los cerros que se levantaban en la luz de la luna. Formaban un anillo circular con una apertura en un punto por el que el sendero llevaba al centro del círculo.
En cuanto la sacerdotisa entró en el círculo de cerros su voz no sólo se redobló, sino que encontró eco por todas partes. Verdaderamente era el santuario de un gran dios. Ekwefi se abrió camino cautelosa y silenciosamente. Ya estaba empezando a dudar que hubiera sido prudente seguirlas. No le iba a pasar nada a Ezinma, pensó. Y si le pasaba algo, ¿podía ella impedirlo? No se atrevería a entrar en las cuevas subterráneas. Era totalmente inútil que hubiera venido, pensó.
Mientras le pasaba todo aquello por la cabeza, no se dio cuenta de lo cerca que estaban de la boca de la cueva. Y por eso, cuando la sacerdotisa con Ezinma a hombros desapareció por un agujero por el que apenas si podía pasar una gallina, Ekwefi se echó a correr como para frenarlas. Se quedó inmóvil contemplando la oscuridad circular que se las había tragado y le brotaron torrentes de lágrimas, y juró para sus adentros que si oía llorar a Ezinma entraría corriendo en la cueva para defenderla contra todos los dioses del mundo. Moriría con ella.
Tras hacer aquel juramento se sentó en una piedra lisa y se puso a esperar. Se le había pasado el miedo. Podía oír la voz de la sacerdotisa, carente ya del tono metálico, que suavizaba el enorme vacío de la cueva. Enterró la cabeza en el regazo y esperó.
Nunca supo cuánto tiempo esperó. Debió ser mucho. Estaba de espaldas al sendero por el que se salía de los cerros. Debió oír un ruido a sus espaldas y se dio la vuelta rápidamente. A su lado había un hombre con un machete en la mano. Ekwefi dio un grito y se puso en pie de un salto.
— No seas boba —dijo la voz de Okonkwo—. Creí que ibas a entrar en el santuario con Chielo —se burló.
Ekwefi no contestó. Se le llenaron los ojos de lágrimas de gratitud. Sabía que su hija estaba a salvo.
— Vete a dormir a casa —dijo Okonkwo—. Yo espero aquí.
— Yo también me quedo. Casi ha amanecido. Ya ha cantado el primer gallo.
Mientras seguían esperando juntos, Ekwefi recordó los días en que ambos eran jóvenes. Ekwefi se había casado con Anene porque Okonkwo era demasiado pobre entonces para casarse. Dos años después de su matrimonio con Anene no pudo seguir soportándolo y se escapó para irse con Okonkwo. Se había fugado a primera hora de la mañana. Brillaba la luna. Ekwefi iba al arroyo a coger agua. La casa de Okonkwo estaba camino del arroyo. Fue a llamar a su puerta y se la abrió él. Incluso en aquella época no era hombre de muchas palabras. Se limitó a llevarla a la cama y en la oscuridad empezó a buscarle el nudo de la falda que llevaba a la cintura.
A la mañana siguiente todo el vecindario tenía aire de fiesta porque Obierika, el amigo de Okonkwo, celebraba la
uri
de su hija. Era el día en que su pretendiente (tras haber pagado ya la mayor parte del precio de la novia) no sólo llevaría vino de palma para sus padres y sus parientes cercanos, sino para todo el gran grupo de parentela extendida llamado
umunna
. Estaban invitados todos: hombres, mujeres y niños. Pero en realidad era una ceremonia para las mujeres, y las figuras centrales eran la novia y su madre.
En cuanto rompió el día se comió a toda velocidad el desayuno y las mujeres y los niños empezaron a reunirse en el recinto de Obierika para ayudar a la madre de la novia en la tarea, difícil pero feliz, de cocinar para todo un pueblo.
La familia de Okonkwo estaba muy agitada, igual que todas las demás familias del vecindario. La madre de Nwoye y la esposa más joven de Okonkwo estaban dispuestas a ponerse en marcha hacia el recinto de Obierika con todos los niños. La madre de Nwoye llevaba un cesto de coco-ñames, una pella de sal y pescado ahumado que regalaría a la esposa de Obierika. Ojiugo, la esposa más joven de Okonkwo, también llevaba un cesto de plátanos y coco-ñames y una ollita de aceite de palma. Los niños llevaban cántaros de agua.
Ekwefi estaba agotada y soñolienta tras la agotadora experiencia de la noche anterior. No hacía mucho que habían vuelto. La sacerdotisa, con Ezinma dormida a la espalda, había salido reptando del santuario, sobre el vientre, como una serpiente. No había ni mirado a Okonkwo y Ekwefi ni mostrado sorpresa alguna al encontrarlos a la salida de la cueva. Miraba recto al frente y se volvió al pueblo. Okonkwo y su esposa la seguían a una distancia respetuosa. Creían que la sacerdotisa se iría a su propia casa, peto fue al recinto de Okonkwo, cruzó por el
obi
de éste y fue a la cabaña de Ekwefi y se metió en su dormitorio. Puso a Ezinma cuidadosamente en la cama y se marchó sin decirle una palabra a nadie.
Ezinma seguía dormida mientras todo el mundo iba de acá para allá, y Ekwefi pidió a la madre de Nwoye y a Ojiugo que explicaran a la esposa de Obierika que iba a llegar tarde. Ya había preparado su cesto de cocoñames y pescado, peto tenía que esperar a que se despertara Ezinma.
— Tú también tienes que dormir algo —dijo la madre de Nwoye—. Tienes aspecto de estar muy cansada.
Mientras hablaban salió Ezinma de la cabaña, frotándose los ojos y estirando su cuerpecillo delgado. Vio a los demás niños con sus cántaros para el agua y recordó que iban a buscar agua para la esposa de Obierika. Volvió a entrar en la cabaña y sacó su cántaro.
— ¿Has dormido bastante? —le preguntó su madre.
— Sí —respondió—. Vámonos.
— Pero antes tienes que tomarte el desayuno —dijo Ekwefi. Y entró en la cabaña a calentar la sopa de verduras que había preparado la noche antes.
— Nosotras nos vamos —dijo la madre de Nwoye—. Le digo a la esposa de Obierika que vas a llegar tarde —y se fueron todos a ayudar a la esposa de Obierika: la madre de Nwoye con sus cuatro hijos y Ojiugo con los dos suyos.
Mientras pasaban todos por el
obi
de Okonkwo, éste preguntó:
— ¿Quién me va a preparar la comida de la tarde?
— Volveré yo para hacértela —contestó Ojiugo.
Okonkwo también estaba cansado y soñoliento, porque, aunque no lo sabía nadie, tampoco él había dormido aquella noche. Había estado muy preocupado, pero no lo había demostrado. Cuando Ekwefi siguió a la sacerdotisa él dejó que pasara lo que consideró un intervalo razonable y varonil y después se fue con su machete al santuario, donde creía que debían estar. Hasta llegar allí no se le ocurrió que la sacerdotisa quizá hubiera decidido hacer primero la ronda de los pueblos. Okonkwo se había vuelto a casa a esperar. Cuando creyó que ya había esperado suficiente, volvió otra vez al santuario. Pero los Cerros y las Cuevas estaban silenciosos como la muerte. Hasta su cuarto viaje no se encontró con Ekwefi, y para entonces estaba muy preocupado.
El recinto de Obierika parecía un hormiguero. Había trípodes provisionales de cocina erigidos en todos los espacios disponibles, para lo cual se reunían bloques de adobe secado al sol y se hacía un fuego en medio de ellos. Las ollas subían y bajaban en los trípodes y en cien morteros de madera se machacaba el fu-fú. Algunas de las mujeres cocinaban ñames y el cazabe, y otras preparaban sopa de verduras. Los muchachos machacaban el fu-fú o partían leña. Los niños más pequeños hacían constantes viajes al arroyo.
Tres muchachos ayudaron a Obierika a matar las dos cabras con las que se iba a hacer la sopa. Las cabras estaban muy gordas, pero la más gorda de todas estaba atada a un palo cerca de la pared del recinto. Era del tamaño de una ternera. Obierika había mandado a uno de sus parientes que fuera hasta Umuike a comprar aquella cabra. Era la que iba a regalar viva a sus parientes políticos.
— El mercado de Umuike es un sitio maravilloso —dijo el muchacho al que había enviado Obierika a comprar la cabra gigante—. Hay tanta gente que si tiras un grano de arena no encuentra sitio para volver a caer en tierra.
— Eso es resultado de una gran medicina —dijo Obierika—. La gente de Umuike quería que su mercado creciera y se tragara los mercados de sus vecinos. Entonces hicieron una medicina muy fuerte. Cada día de mercado, antes de que cante el primer gallo, se pone esta medicina en la plaza del mercado en forma de una vieja con un abanico. Con ese abanico mágico llama al mercado de todos los clanes vecinos. Hace el llamamiento por delante, por detrás, a su derecha y a su izquierda.
— Y entonces viene todo el mundo — dijo otro hombre—,los honrados y los ladrones. En ese mercado te pueden hasta quitar la falda que llevas.
— Sí —dijo Obierika—. Ya le advertí a Nwankwo que tuviera bien abiertos los ojos y los oídos. Una vez hubo un hombre que fue a vender una cabra. La llevaba atada de una cuerda gruesa que se ató él a la cintura. Pero al ir recorriendo el mercado advirtió que la gente lo señalaba como si fuera un loco. No podía comprenderlo hasta que miró atrás y vio que lo que llevaba a la espalda no era una cabra, sino un leño muy grande.
— ¿Tú crees que un ladrón puede hacer algo así por sí solo?
— No —dijo Obierika—, usan una medicina.
Después de cortarles el cuello a las cabras y recoger la sangre en un cuenco, las pusieron encima de una hoguera pata quemarles el pelo, y el olor a pelo quemado se mezcló con los olores de cocina. Después las lavaron y las despedazaron para las mujeres que estaban haciendo la sopa.
Toda aquella actividad de hormiguero iba perfectamente cuando se produjo una interrupción repentina. Era un grito en lontananza:
¡Oji odu achu ijiji-o-o!
(¡La que usa la cola para espantarse se acaba de escapar!) Inmediatamente todas las mujeres abandonaron lo que estaban haciendo y se echaron a correr en la dirección de la voz.
— No podemos echarnos a correr todas y dejar que lo que estamos cocinando se quede a quemar en los fuegos —gritó Chielo la sacerdotisa—. Tienen que quedarse tres o cuatro.
— Es verdad —dijo otra mujer—. Hay que dejar aquí tres o cuatro mujeres.
Se quedaron cinco mujeres para cuidar de las ollas, y todas las demás se fueron corriendo a ver la vaca que se había soltado. Cuando la encontraron se la devolvieron a su propietario, que pagó inmediatamente la dura multa que imponía el pueblo a todos los que dejaban una vaca suelta en los campos de sus vecinos. Cuando las mujeres cobraron la multa se contaron para ver si alguna de ellas no había venido cuando se lanzó el grito de advertencia.
— ¿Dónde está Mgbogo? —preguntó una.
— Está enferma en cama —dijo la vecina de al lado de Mgbogo—. Tiene
iba
.
— La única que falta es Udenkwo — dijo otra mujer—, y su hijo todavía no ha cumplido los veintiocho días.
Las mujeres a las que no había pe dido la esposa de Obierika que la ayudaran a cocinar se volvieron a sus casas y el resto volvió, en bloque, al recinto de Obierika.
— ¿Qué vaca era? —preguntaron las mujeres a las que se había permitido quedarse.
— Una de mi marido —dijo Ezelagbo—. Uno de los niños había abierto la puerta del establo.
A primera hora de la tarde llegaron los dos primeros cántaros de vino de palma de los parientes políticos de Obierika. Como procedía, se los dieron a las mujeres, que bebieron una o dos tazas cada una, para descansar de la cocina. Parte se destinó también a la novia y a sus damas de honor, que estaban dándole los últimos toques de afeitado a su peinado y de madera de camote a su piel tersa.
Cuando empezó a remitir el calor del sol, Maduka, el hijo de Obierika, tomó una escoba muy larga y barrió el suelo frente al
obi
de su padre. Y, como si hubieran estado esperando justo a este momento, empezaron a llegar los parientes y los amigos de Obierika, todos los hombres con su bolsa de piel de cabra al cuello y una alfombrilla de piel de cabra enrollada bajo el brazo. Algunos de ellos iban acompañados por sus hijos, que llevaban taburetes de madera tallada. Entre los hombres estaba Okonkwo. Se sentaron en semicírculo y empezaron a hablar de muchas cosas. No faltaba mucho tiempo para que llegara la familia del pretendiente.
Okonkwo sacó el frasquito del rapé y se lo ofreció a Ogbuefi Ezenwa, que estaba sentado a su lado. Ezenwa lo tomó, lo golpeó en la rodilla y se frotó la palma de la mano izquierda en el cuerpo para secársela antes de poner en ella un poco de rapé. Sus gestos eran lentos, y mientras los hacía seguía hablando.
— Espero que nuestros parientes políticos traigan muchos cántaros de vino. Aunque vienen de un pueblo que tiene fama de tacaño, deben saber que Akueke es una novia digna de un rey.
— No se atreverán a traer menos de treinta —dijo Okonkwo—. Si traen menos, ya les diré yo cuatro cosas.
En aquel momento Maduka, el hijo de Obierika, sacó la cabra gigante del recinto interior, para que la vieran los parientes de su padre. Todos la admiraron y dijeron que así se hacían las cosas. Después volvieron a llevar a la cabra a la parte de dentro del recinto.
Poco después empezaron a llegar los parientes políticos. Primero venían los hombres jóvenes y los muchachos en fila india, cada uno de ellos con un cántaro de vino. Los parientes de Obierika iban contando los cántaros a medida que llegaban. Veinte, veinticinco. Hubo una larga pausa y los anfitriones se miraron los unos a los otros como diciendo «Ya te lo había dicho yo». Después llegaron más cántaros. Treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco. Los anfitriones asintieron con gesto de aprobación y parecieron decir «Ahora se están portando como hombres». En total, llegaron cincuenta cántaros de vino. Después de los portadores del vino llegaron Ibe, el pretendiente, y los ancianos de su familia. Se sentaron en media luna, de forma que cerraban el círculo con sus anfitriones. En medio del círculo estaban los cántaros de vino. Después salieron del interior del recinto la novia, su madre y media docena de mujeres y muchachas, y recorrieron el círculo dándoles la mano a todos. Primero iba la madre de la novia, seguida de ésta y de las otras mujeres. Las mujeres casadas llevaban sus mejores ropas, y las muchachas llevaban a la cintura cuentas rojas y negras y tobilleras de latón.