»—¿Para quién habéis preparado todo esto?
»—Para todos vosotros —respondió el anfitrión.
»La Tortuga se volvió hacia los pájaros y les dijo:
»—Recordad que ahora me llamo
Todos Vosotros
. Aquí la costumbre es servir primero al orador y después a todos los demás. Os servirán a vosotros cuando haya terminado yo de comer.
»Empezó a comer y los pájaros empezaron a gruñir enfadados. La gente del cielo pensó que debían tener la costumbre de darle toda la comida a su rey. De manera que la Tortuga se comió casi toda la comida y después se bebió dos ollas de vino de palma, así que se llenó de comida y de bebida y el cuerpo se le infló y le llenó la concha.
»Los pájaros se reunieron a comer lo que quedaba y a picotear los huesos que la Tortuga había dejado por el suelo. Algunos de ellos estaban tan enfadados que no quisieron comer. Prefirieron volver volando con el estómago vacío. Pero antes de marcharse cada uno recuperó la pluma que le había prestado a la Tortuga. Esta, que era una tortuga macho, pidió a los pájaros que le llevaran un recado a su esposa, pero todos se negaron. Al final, el Loro, que había estado más enfadado que los demás, cambió de pronto de opinión y aceptó llevar el recado.
»—Dile a mi esposa —dijo la Tortuga— que saque todas las cosas blandas que hay en mi casa y que las ponga por todo el recinto, de forma que pueda llegar de un salto desde el cielo y no hacerme daño.
»Y el Loro prometió llevar el recado y se echó a volar. Pero cuando llegó a la casa de la Tortuga le dijo a su esposa que sacara todas las cosas más duras que había en la casa. De forma que la esposa sacó las azadas, los machetes, las lanzas, las escopetas y hasta el cañón de su marido. La Tortuga miró desde el cielo y vio que su esposa sacaba cosas, pero estaba demasiado alto para ver lo que eran. Cuando le pareció que ya había sacado todo dio el salto. Cayó y cayó y cayó hasta que empezó a temer que se iba a pasar la vida cayendo. Y después cayó en el recinto con un ruido como el de su cañón.»
— ¿Y se murió? —preguntó Ezinma.
— No —respondió Ekwefi—. Se le hizo pedazos la concha. Pero en el vecindario había un gran chamán. La esposa de la Tortuga envió a buscarlo y él recogió todos los trozos de concha y los pegó. Por eso tiene tantos pedazos la concha de la Tortuga.
— En este cuento no hay canciones —señaló Ezinma.
— No —dijo Ekwefi—. Ya pensaré otro que tenga canciones. Pero ahora te toca a ti.
— Érase una vez —empezó Ezinma— que la Tortuga y el Gato se pusieron a pelear con los Ñames… No, no empieza así. Érase una vez que había una gran hambre en el reino de los animales. Todo el mundo estaba muy flaco, menos el Gato, que estaba muy gordo y tenía el cuerpo lustroso como si se lo hubiera frotado con aceite de palma…
Se interrumpió porque en aquel mismo momento una voz alta y aguda rompió el silencio exterior de la noche. Era Chielo, la sacerdotisa de Agbala, que hacía una profecía. Aquello no era nada nuevo. De vez en cuando, Chielo quedaba poseída por el espíritu de su dios y empezaba a profetizar. Pero aquella noche dirigía su profecía y sus saludos a Okonkwo, de modo que todos los de su familia escucharon atentos. Se interrumpieron los cuentos populares.
—
¡Agbala do-o-o-o! ¡Agbala ekeno-o-o-o-o!
—llegaba la voz que cortaba la noche como un cuchillo bien afilado—. ¡Okonkwo!
¡Agbala ekenegio-o-o-o! ¡Agbala cholu ifu ada ya Ezinmao-o-o-o!
Al oír el nombre de Ezinma, Ekwefi dio un respingo, como un animal que ha olfateado la muerte en el aire. Le dio un salto el corazón.
La sacerdotisa ya había llegado al recinto de Okonkwo y estaba hablando con éste a la puerta de la cabaña. Repetía una vez tras otra que Agbala quería ver a su hija, Ezinma. Okonkwo le rogaba que volviera por la mañana, porque Ezinma ya estaba dormida. Pero Chielo no hacía caso de lo que le decía y siguió gritando que Agbala quería ver a su hija. Tenía una voz clara como el metal y las esposas y los hijos de Okonkwo oían desde sus cabañas todo lo que decía. Okonkwo seguía argumentando que la niña había estado enferma hacía poco y ya se había dormido. Ekwefi se la llevó inmediatamente al dormitorio y la puso en la cama alta de bambú.
De pronto la sacerdotisa gritó:
— ¡Cuidado, Okonkwo! —advirtió— ¡Cuidado con cambiar palabras con Agbala! ¿Osa un hombre hablar cuando habla un dios? ¡Cuidado!
Pasó por la cabaña de Okonkwo y salió al círculo del recinto y marchó directamente a la cabaña de Ekwefi. Okonkwo iba tras ella.
— Ekwefi —llamó la sacerdotisa—. Agbala te saluda. ¿Dónde esta mi hija, Ezinma? Agbala quiere verla.
Ekwefi salió de su cabaña con la lámpara de aceite en la mano izquierda. Soplaba un leve viento, por lo que ahuecó la mano derecha para proteger la llama. La madre de Nwoye, también con una lámpara de aceite en la mano, salió de su cabaña. Sus hijos estaban en la oscuridad fuera de su cabaña y contemplaban el extraño acontecimiento. También salió la esposa más joven de Okonkwo y se unió a los demás.
— ¿Dónde quiere verla Agbala? — preguntó Ekwefi.
— ¿Dónde va a ser, más que en su casa de los cerros y de las cuevas? —respondió la sacerdotisa.
— Entonces también voy yo — dijo firmemente Ekwefi.
—
¡Tufia-a!
—maldijo la sacerdotisa, con voz restallarte como el rugido airado del trueno en la estación seca—. ¿Cómo osas, mujer, ir ante el poderoso Agbala por tu propia decisión? Ten cuidado, mujer, no sea que te golpee en su ira. Tráeme a mi hija.
Ekwefi entró en su cabaña y volvió a salir con Eziruna.
— Ven, hija mía —dijo la sacerdotisa—, te voy a llevar a hombros. Un niño que va a hombros de su madre no se entera de que el camino es largo.
Ezinma se echó a llorar. Estaba acostumbrada a que Chielo la llamara «hija mían. Pero la Chielo que ahora veía en la media luz amarillenta era diferente.
— No llores, hija mía —dijo la sacerdotisa—, o si no Agbala se enfadará contigo.
— No llores —dijo Ekwefi—,que pronto volverás con ella. Te voy a dar un poco de pescado para que lo vayas comiendo —volvió a entrar en la cabaña y sacó el cesto negro como el humo en el que guardaba el pescado seco y otros ingredientes pata hacer la sopa. Rompió un pedazo en dos y se lo dio a Ezinma, que se aferró a ella.
— No tengas miedo —dijo Ekwefi acariciándole la cabeza, que estaba afeitada por algunas partes para dejar un dibujo geométrico en el pelo. Volvieron a salir. La sacerdotisa puso una rodilla en tierra y Ezinma se le subió a hombros, con el puño izquierdo centrado en torno a su trozo de pescado y los ojos llenos de lágrimas.
—
¡Agbala do-o-o-o! ¡Agbala ekeneo-o-o-o!
—Chielo volvió a entonar saludos a su dios. Se dio media vuelta de golpe y pasó por la cabaña de Okonkwo inclinándose para no dar en el alero. Ezinma estaba empezando a llorar muy fuerte y a llamar a su madre. Las dos voces desaparecieron en la oscuridad impenetrable.
Una debilidad extraña y repentina invadió a Ekwefi mientras se quedaba mirando en la dirección de las voces, como una gallina a la que un milano le acaba de arrebatar su único polluelo. Pronto se desvaneció la voz de Ezinma y no se oyó más que a Chielo, que iba alejándose cada vez más.
— ¿Por qué te quedas ahí como si la hubieran secuestrado? —preguntó Okonkwo al volverse a su cabaña.
— Pronto te la traerá —dijo la madre de Nwoye.
Pero Ekwefi no oyó aquellos consuelos. Se quedó inmóvil un rato y después, de repente, se decidió. Cruzó corriendo por la cabaña de Okonkwo y se fue afuera.
— ¿Dónde vas? —le preguntó Okonkwo.
— Voy a seguir a Chielo —replicó ella, y desapareció en la oscuridad. Okonkwo carraspeó y sacó el frasquito de rapé de la bolsa de piel de cabra que tenía al lado.
La voz de la sacerdotisa ya se estaba perdiendo en la distancia. Ekwefi salió corriendo al camino principal y giró a la izquierda en la dirección de la voz. Los ojos no le valían de nada en aquella oscuridad. Pero se abrió camino fácilmente en el sendero de arena bordeado a ambos lados por ramas y hojas húmedas. Empezó a correr, sosteniéndose los pechos con las manos pata que no hicieran ruido al golpearle en el cuerpo. Se dio un golpe en el pie izquierdo con una raíz saliente y se apoderó de ella el pánico. Era un mal augurio. Pero la voz de Chielo seguía sonando muy lejos. ¿Iría corriendo también ella? ¿Cómo podía ir tan rápido con Ezinma a hombros? Aunque la noche era fresca, Ekwefi empezaba a sentir calor de tanto correr. Tropezaba constantemente con las abundantes hierbas y lianas que bordeaban el camino. Una vez tropezó y se cayó. Hasta entonces no se dio cuenta, sobresaltada, de que Chielo había dejado de entonar cánticos. Le latía violentamente el corazón y se detuvo. Entonces llegó un nuevo aullido de Chielo a sólo unos pasos de distancia. Pero Ekwefi no podía verla. Cerró los ojos un momento y los volvió a abrir, esforzándose por ver algo. Pero era inútil. No podía ver más allá de su nariz.
No había estrellas en el cielo porque las tapaba una gran nube. Circulaban luciérnagas con sus diminutos puntos de luz, que sólo servían para hacer que la oscuridad resultara más profunda. Entre los aullidos de Chielo la noche era algo vivo, con el zumbido agudo, de los insectos del bosque que se entretejían en la oscuridad.
—
¡Agbala do-o-o-o!… ¡Agbala ekeneo-o-o-o!
— y Ekwefi avanzaba a la zaga, sin acercarse ni retrasarse demasiado. Creía que debían ir en dirección a la cueva sagrada. Ahora que podía andar más despacio, tenía tiempo para pensar. ¿Qué hacer cuando llegara a la cueva? No se atrevería a entrar. Se quedaría esperando a la entrada, totalmente sola en aquel lugar terrible. Pensó en todos los terrores de la noche. Recordó aquella noche, hacía mucho tiempo, en la que había visto a
Ogbu-agali-odu
, una de esas terribles esencias infligidas al mundo por las potentes medicinas que la tribu había hecho en el remoto pasado contra sus enemigos, pero que ahora había olvidado cómo controlar. Ekwefi volvía del río con su madre en una noche oscura igual que ésta cuando vieron que brillaba hacia donde iban ellas. Tiraron al suelo sus cántaros de agua y se tumbaron junto al camino, esperando a que la luz siniestra descendiera sobre ellas y las matara. Aquella fue la única vez que Ekwefi había visto a
Ogbu-agali-odu
en su vida. Pero aunque hacía tanto tiempo de aquello, todavía se le helaba la sangre cuando recordaba aquella noche.
Ahora la voz de la sacerdotisa llegaba a intervalos más largos, pero sin que disminuyera su vigor. El aire estaba fresco y húmedo del rocío. Ezinma estornudó. Ekwefi murmuró: «Salud.» Al mismo tiempo, la sacerdotisa decía también: «Salud, hija mía.»
La voz de Ezinma en la oscuridad tranquilizó el corazón de su madre.
) Siguió adelante lentamente.
Y entonces la sacerdotisa gritó: «¡Alguien viene andando detrás de mí!», y dijo: «¡Seas un espíritu o un hombre, que Agbala te afeite la cabeza con una cuchilla roma! ¡Que te retuerza el cuello hasta que puedas ver los talones!»
Ekwefi se quedó inmóvil como una ) estatua. Una parte de sí le decía: «Mujer, vete a casa antes que Agbala te haga daño.» Pero no podía. Se quedó allí hasta que Chielo aumentó la distancia entre ellas y después volvió a seguirlas. Ya había andado tanto que empezó a sentir un cierto embotamiento en las piernas y en la cabeza. Después se le ocurrió que quizá no se estuvieran dirigiendo a la cueva. Debían haberla pasado hacía mucho rato. Debían ir en dirección a Umuachi, el pueblo más lejano del clan. Ahora la voz de Chielo llegaba al cabo de largos intervalos.
A Ekwefi le pareció que la noche había aclarado algo. Se había ido la nube y habían salido algunas estrellas. La luna debía estar preparándose para salir, pasado su mal humor. Cuando la luna salía muy avanzada la noche, la gente decía que rechazaba la comida, igual que un marido enfadado rechaza la comida de su esposa cuando se han peleado.
—
¡Agbala do-o-o-o! ¡Umuachi! ¡Agbala ekene unuo-o-o!
—era exactamente lo que se había imaginado Ekwefi. La sacerdotisa saludaba ahora al pueblo de Umuachi. Era increíble, la distancia que habían recorrido. Al salir al pueblo abierto desde el sendero estrecho del bosque se suavizó la oscuridad y resultó posible ver la forma oscura de los árboles. Ekwefi apretó los ojos en una tentativa de ver a su hija y a la sacerdotisa, pero siempre que creía ver su silueta ésta se disolvía inmediatamente, como una masa oscura que se disuelve. Siguió andando embotada.
Ahora la voz de Chielo se elevaba constantemente, igual que cuando se habían puesto en marcha. Ekwefi tuvo una sensación de un gran espacio abierto y supuso que estarían en el
ilo
o parque de juegos del pueblo. Y se dio cuenta con un respingo de que Chielo ya no seguía avanzando. De hecho, se estaba dando la vuelta. Ekwefi se apartó rápidamente de su camino de vuelta. Chielo pasó a su lado y empezaron a desandar el camino que habían recorrido.
Fue un viaje largo y cansado y durante casi todo el camino Ekwefi se sintió como una sonámbula. Ya no cabía duda de que estaba saliendo la luna, y aunque todavía no había aparecido en el cielo, su luz ya empezaba a disipar la " oscuridad. Ekwefi podía discernir ahora la figura de la sacerdotisa y su carga. Aminoró el paso con objeto de aumentar la distancia entre ellas. Temía lo que podría ocurrir si Chielo se daba la vuelta de repente y la veía.
Había rezado para que saliera la luna. Pero ahora la media luz de la luna incipiente le parecía más aterradora que la oscuridad. Ahora el mundo estaba poblado de siluetas vagas y fantásticas que se disolvían cuando las miraba fijamente y después volvían a reagruparse en nuevas formas. Hubo un momento en que Ekwefi pasó tanto miedo que casi llamó a Chielo para pedirle compañía y solidaridad humana. Lo que había visto tenía la forma de un hombre que trepaba por una palmera, con la cabeza hacia la tierra y las piernas hacia el cielo. Pero en aquel mismo momento volvió a elevarse la voz de Chielo en su cántico de posesa, y Ekwefi se echó atrás, porque aquello no tenía nada de humano. No era la misma Chielo que se sentaba a su lado en el mercado y a veces compraba pastas de alubias para Ezinma, a la que llamaba hija suya. Era otra mujer: la sacerdotisa de Agbala, el Oráculo de los Cerros y de las Cuevas. Ekwefi siguió adelante, debatiéndose entre dos temores. El ruido de sus pasos embotados parecía proceder de otra persona que anduviera detrás de ella. Llevaba los brazos cruzados sobre el pecho 15 desnudo. Estaba cayendo mucho rocío y el aire era frío. Ya no podía pensar, ni siquiera en los terrores de la noche. Se limitaba a seguir trotando medio dormida, sin despertarse del todo más que cuando Chielo cantaba.