El señor Smith se sentía muy preocupado por la ignorancia de que daban muestras muchos de los miembros de su rebaño, incluso de cosas como la Trinidad y los sacramentos. Aquello no demostraba sino que eran semillas plantadas en terreno pedregoso. Al señor Brown no le había importado más que la cantidad. Debería haber sabido que el reino de Dios no depende de que haya grandes multitudes. El mismo Señor había insistido en que serían pocos los elegidos. Angosto es el camino y pocos son los que lo hallan. El llenar el templo sagrado del Señor con una multitud idólatra que gritaba pidiendo señales era una locura de gravísimas consecuencias. Nuestro Señor no había utilizado el látigo más que una vez en su vida: para expulsar a la multitud de Su iglesia.
Al cabo de unas semanas de su llegada a Umuofia, el señor Smith echó de la iglesia a una muchacha por echar vino nuevo en odres viejos. Aquella mujer había permitido que su marido mutilara a su hijo muerto. Se había proclamado que el niño era un
ogbanje
, que perseguía a su madre, para lo cual moría y volvía a entrar otra vez en su seno. Cuatro veces había hecho aquel niño su ronda de perversidad. Por eso lo mutilaron, para desalentar su regreso.
El señor Smith ardió en cólera cuando se enteró. No se creyó la historia que le contaron incluso algunos de los más fieles, la historia de niños verdaderamente malvados a los que no se lograba disuadir con la mutilación, sino que volvían con todas las cicatrices. Replicó que esas historias las difundía el Diablo por el mundo pata inducir a la gente al error. Quienes creían en esas historias eran indignos de asistir al banquete del Señor.
Había un dicho en Umuofia en el sentido de que, según bailara un hombre, así se le tocarían los tambores. El señor Smith bailaba con furia, de forma que los tambores enloquecieron. Los conversos fanáticos que habían tenido que tascar el freno bajo la mano moderadora del señor Brown se encontraron con que ahora eran los favoritos. Uno de ellos era Enoch, el hijo del sacerdote de la serpiente, que según se creía había matado a la pitón sagrada y se la había comido. La devoción de Enoch a la nueva fe parecía tan superior a la del señor Brown que los de Umuofia lo llamaban El Forastero que Llora más que los Deudos.
Enoch era bajito y delgado, y siempre parecía tener mucha prisa. Tenía los pies cortos y anchos, y cuando estaba de pie o se echaba a andar se le juntaban los talones y los pies se le abrían hacia afuera, como si se hubieran peleado y quisieran marcharse cada uno por su lado. Tanto era el excedente de energía acumulado en el cuerpecillo de Enoch, que no hacía más que estallar en discusiones y peleas. Los domingos siempre se imaginaba que el sermón que se predicaba se refería a sus enemigos. Y si por casualidad estaba sentado al lado de uno de ellos, de vez en cuando se volvía hacia él y le lanzaba una mirada llena de intención, como para observarle: «Ya te lo había dicho yo.» Fue Enoch quien hizo estallar el gran conflicto entre la iglesia y el clan de Umuofia, que había venido gestándose desde que se marchó el señor Brown.
Ocurrió durante la ceremonia anual que se celebraba en honor de la deidad de la Tierra. En esas ocasiones, los antepasados del clan que se habían entregado a la Madre Tierra al morir reaparecían como
egwugwu
por diminutos agujeros de hormigueros.
Uno de los peores delitos que podía cometer un hombre en público era desenmascarar a un
egwugwu
en público, o decir o hacer algo que pudiera reducir su prestigio inmortal ante los no iniciados. Y eso fue lo que hizo Enoch.
La adoración anual de la deidad de la Tierra caía en domingo, y ya habían salido los espíritus enmascarados. En consecuencia, las cristianas que habían ido a la iglesia no podían volver a casa. Algunos de sus maridos habían salido a pedir a los
egwugwu
que se retirasen un rato para que pudieran pasar las mujeres. Consintieron y ya se estaban retirando cuando Enoch se jactó en voz alta de que no se atreverían a tocar a un cristiano. Entonces volvieron todos y uno de ellos le dio a Enoch un buen golpe con el bastón que siempre llevaban. Enoch se le abalanzó y le quitó la máscara. Los demás
egwugwu
rodearon inmediatamente a su compañero profanado, para protegerlo de la mirada impura de las mujeres y los niños y se lo llevaron. Enoch había matado a un espíritu de los antepasados y Umuofia se sumió en la confusión.
Aquella noche la Madre de los Espíritus recorrió el clan a lo largo y a lo ancho, llorando por su hijo asesinado. Fue una noche terrible. Ni los más ancianos de Umuofia habían oído jamás un sonido tan extraño y tan aterrador, y jamás se volvió a oír. Parecía que el alma misma de la tribu llorase un gran mal que se aproximara— su propia muerte.
Al día siguiente se reunieron en la plaza del mercado todos los
egwugwu
enmascarados de Umuofia. Vinieron de todos los barrios del clan, e incluso de los pueblos vecinos. De Imo llegó el temible Otakagu, y de Uli llegó Ekwensu, que blandía un gallo blanco. Fue una reunión terrible. Las voces fantasmagóricas de incontables espíritus, los cascabeles que arrastraban algunos de ellos, y el choque de los machetes al correr atrás y adelante para saludarse, todas aquellas eran cosas que hacían temblar de miedo todos los corazones. Por primera vez en memoria humana se escuchó en pleno día la gran carraca sagrada.
Desde la plaza del mercado el grupo furioso se dirigió al recinto de Enoch. Lo acompañaban algunos de los ancianos del clan, muy protegidos con fetiches y amuletos. Se trataba de hombres cuyos brazos estaban fortalecidos por el
ogwu
o medicina. En cuanto a los hombres y las mujeres del común, escucharon tras la protección de sus casas.
Los dirigentes de los cristianos se habían reunido la noche anterior en la vicaría del señor Smith. Mientras deliberaban podían oír a la Madre de los Espíritus que ululaba por su hijo. Aquella voz escalofriante afectó al señor Smith, que pareció tener miedo por primera vez.
— ¿Qué piensan hacer? —preguntó el señor Smith. Nadie supo qué contestarle, porque jamás había pasado nada así. El señor Smith hubiera enviado a llamar al Comisario de Distrito y a sus ujieres de los tribunales, pero acababan de marcharse de viaje el día anterior.
— Que quede clara una cosa —dijo el señor Smith—. No podemos ofrecerles resistencia física. Nuestra fuerza reside en el Señor.
Se arrodillaron juntos y rezaron a Dios para que los salvara.
— Señor, salva a tu pueblo —exclamó el señor Smith.
— Y bendice tu herencia —replicaron los hombres.
Decidieron que Enoch se quedara escondido en la vicaría un día o dos. El propio Enoch se sintió muy desilusionado al oírlo, pues confiaba en que fuera inminente una guerra santa, y hubo unos cuantos cristianos más que opinaron como él. Pero en el campo de los fieles prevaleció la prudencia, con lo cual se salvaron muchas vidas.
El grupo de
egwugwu
avanzó como un torbellino furioso hacia el recinto de Enoch y con el machete y el fuego lo redujo a una ruina informe. Y desde allí marchó sobre la iglesia, intoxicado de destrucción.
El señor Smith estaba en su iglesia cuando oyó que llegaban los espíritus enmascarados. Fue calmadamente hacia la puerta desde la que se dominaba la llegada al recinto de la iglesia y allí se quedó inmóvil. Pero cuando aparecieron los tres o cuatro primeros
egwugwu
en el recinto de la iglesia, casi se echó a correr. Venció su impulso y, en lugar de echarse a correr, bajó los dos escalones de la entrada de la iglesia y se acercó a los espíritus que venían hacia él.
Estos avanzaron de golpe y a su paso cedió un largo tramo de la valla de bambú que cercaba el recinto de la iglesia. Sonaron cascabeles discordantes, chocaron los machetes y el aire se llenó de polvo y de sonidos extraños. El señor Smith oyó ruido de pasos tras él. Se dio la vuelta y vio a Okeke, su intérprete. Okeke no tenía muy buenas relaciones con su patrón desde que la noche pasada había condenado decididamente el comportamiento de Enoch en la reunión de los dirigentes de la Iglesia. Okeke había llegado incluso a decir que no debía esconderse a Enoch en la vicaría, porque no iba a lograrse más que atraer la ira del clan contra el pastor protestante. El señor Smith se lo había reprendido en términos contundentes, y aquella mañana no le había pedido consejo. Pero ahora, cuando apareció y se quedó a su lado para hacer frente a los espíritus coléricos, el señor Smith lo miró y sonrió. Era una sonrisa desmayada, pero que reflejaba una enorme gratitud.
Durante un instante el avance de los
egwugwu
se vio frenado por la serenidad inesperada de aquellos dos hombres. Pero no fue más que una parada momentánea, como el silencio tenso que se extiende entre dos estallidos del trueno. El segundo avance fue más allá que el primero. Se tragó a los dos hombres. Después se levantó una voz inconfundible por encima del tumulto y se produjo un silencio inmediato. Se abrió un espacio en torno a los dos hombres y empezó a hablar Ajofia.
Ajofia era el
egwugwu
principal de Umuofia. Era el jefe y el portavoz de los nueve antepasados que administraban la justicia en el clan. Tenía una voz inconfundible, de forma que podía imponer inmediatamente la paz en los espíritus agitados. Entonces se dirigió al señor Smith, y cuando habló le salieron nubes de humo de la cabeza.
— Cuerpo del hombre blanco, te saludo —dijo, hablando en el idioma en que hablaban los inmortales a los hombres—. Cuerpo del hombre blanco, ¿me conoces? —preguntó.
El señor Smith miró a su intérprete, pero Okeke, que procedía de la distante Umuru, tampoco entendía nada.
Ajofia rió con su voz gutural. Era como la risa de un metal oxidado.
— Son extranjeros —dijo—, y son ignorantes. Pero no importa.
Se volvió a sus camaradas y los saludó, llamándolos padres de Umuofia. Clavó en el suelo su lanza vibrante y ésta tembló con una vida metálica. Después se volvió una vez más hacia el misionero y el intérprete, y dijo a este último:
— Dile al hombre blanco que no le vamos a hacer daño. Dile que se vuelva a su casa y nos deje en paz. Nos gustaba su hermano, el que estuvo aquí antes. Era tonto, pero nos gustaba, y por él no le vamos a hacer daño a su hermano. Pero hay que destruir este santuario que ha construido. Ya no vamos a permitir que permanezca entre nosotros. Ha engendrado abominaciones sin cuento y hemos venido a terminar con él —se volvió a sus camaradas—. Padres de Umuofia, os saludo.
Replicaron con una sola voz gutural. Una vez más se volvió hacia el misionero.
— Te puedes quedar con nosotros si aceptas nuestras costumbres. Puedes adorar a tu propio dios. Es bueno que el hombre adore a los dioses y a los espíritus de sus antepasados. Vuelve a tu casa para que no te pase nada. Nuestra cólera es grande, pero la hemos contenido para poder hablarte.
El señor Smith le dijo a su intérprete:
— Diles que se vayan de aquí. Esta es la casa de Dios y antes morir que verla profanada.
Okeke hizo una interpretación muy prudente a los espíritus y los dirigentes de Umuofia:
— El hombre blanco dice que celebra que hayáis venido a verlo con vuestras reclamaciones, como buenos amigos. Celebrará que dejéis el asunto en sus manos.
— No podemos dejar el asunto en sus manos porque no entiende nuestras costumbres, igual que nosotros no comprendemos las suyas. Decimos que es tonto porque no comprende nuestras costumbres, y quizá él dice que los tontos somos nosotros porque no comprendemos las suyas. Que se vaya.
El señor Smith se mantuvo firme. Pero no logró salvar su iglesia. Cuando se marcharon los
egwugwu
, la iglesia de arcilla roja que había construido el señor Brown era un montón de tierra y cenizas. Y, de momento, el espíritu del clan quedó en paz.
P
OR
primera vez en muchos años Okonkwo sentía algo parecido a la felicidad. Los tiempos, que habían cambiado de manera tan inexplicable durante su exilio, parecían volver otra vez a su ser. El clan que lo había decepcionado parecía estarse redimiendo.
Había hablado con violencia a los miembros de su clan cuando se habían reunido en la plaza del mercado para decidir lo que iban a hacer. Volvía a ser como en los viejos tiempos, cuando un guerrero era un guerrero. Aunque no habían aceptado matar al misionero ni expulsar a los cristianos, sí habían aceptado hacer algo importante. Y lo habían hecho. Okonkwo casi volvía a sentirse feliz.
En los dos días siguientes a la destrucción de la iglesia no pasó nada. Todos los hombres de Umuofia salían a la calle armados de una escopeta o un machete. No iban a cogerlos por sorpresa, como a los hombres de Abarre.
Entonces volvió de su viaje el Comisario de Distrito. El señor Smith fue a verlo inmediatamente y celebraron una larga conversación. Los hombres de Umuofia no hicieron ningún caso de aquello y, si se lo hicieron, decidieron que no tenía importancia. El misionero iba a menudo a ver al hombre blanco hermano suyo. Aquello no tenía nada de raro.
Tres días después, el Comisario de Distrito envió a su mensajero de lengua meliflua a ver a los dirigentes de Umuofia pata pedirles que fueran a verlo en su oficina. Aquello tampoco tenía nada de raro. Los llamaba muchas veces para celebrar aquellos parlamentos, como los llamaba él. Okonkwo advirtió a los demás que fueran bien armados.
— Un hombre de Umuofia no rechaza una llamada —dijo—. Puede negarse a hacer lo que se le pide; no se niega a que se le pida algo. Pero los tiempos han cambiado y debemos ir preparados para todo.
De forma que los seis hombres fueron a ver al Comisario de Distrito armados de sus machetes. No llevaban escopetas, porque no hubiera parecido correcto. Los llevaron al tribunal, donde los esperaba el Comisario de Distrito. Los recibió con cortesía. Se quitaron del hombro los sacos de piel de cabra y se sacaron los machetes envainados, los pusieron en el suelo y se sentaron.
— Os he pedido que vengáis —dijo el Comisario de Distrito por lo que ha pasado durante mi ausencia. Me han contado algo, pero no lo puedo creer hasta que me hayáis dado vuestra versión. Hablemos del asunto como amigos y busquemos una forma de que no vuelva a suceder otra vez.
Ogbuefi Ekweme se puso en pie y empezó a contar lo que había ocurrido.
— Espera un minuto —dijo el Comisario—. Quiero que vengan mis hombres para que también ellos oigan vuestras reclamaciones y queden advertidos. Muchos de ellos vienen de lugares remotos y, aunque hablan vuestra lengua, ignoran vuestras costumbres. ¡Janes! Ve a traer a los hombres.