Tierra de Lobos (19 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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La tendencia a negar lo que nos molesta es una criatura de infinitos recursos que penetra en lo más recóndito de la mente humana para tejer sus capullos alrededor del miedo y la sospecha. Y Eleanor le abría las puertas de par en par, máxime al ahorrarle Buck buena parte de los oprobios a que, día tras día, suelen verse sujetas las esposas engañadas.

Una mañana, en la peluquería, vio una revista donde salía una foto de Buck en una cena de ganaderos, abrazado a una joven reina del rodeo. Eleanor estaba tan ciega que no vaciló en concederle el beneficio de la duda. ¡Era un hombre atractivo, qué caramba! No era culpa suya. Además le pertenecía a ella, la madre de sus hijos. La quería. Eleanor estaba segura de ello, porque Buck se lo había dicho y demostrado en repetidas ocasiones.

Todo cambió al nacer Kathy.

Eleanor rompió aguas con dos semanas de antelación, hallándose Buck en Houston, donde se celebraba una reunión de ganaderos. Todo sucedió tan rápido que no tuvo ocasión de llamar al hotel hasta muy entrada la noche, cuando ya tenía al bebé sano y salvo entre sus brazos. Pasaron la llamada a la habitación de su marido. Contestó una mujer a quien, por lo visto, Buck no había tenido tiempo de explicar las reglas del juego.

—Aquí la cama del señor Calder —dijo con voz sensual, antes de serle arrebatado el teléfono.

Buck volvió a casa dispuesto a confesar; y en bien de los niños, pero también porque su marido practicaba el arrepentimiento con tanta habilidad como el engaño, Eleanor le perdonó su aventura, la única de su vida matrimonial, según promesa del contrito pecador. Él mismo admitió que lo suyo no tenía perdón; pero estaba solo en una ciudad que no era la suya, y a veces, cuando un hombre ha bebido más de la cuenta, se le olvida lo que está bien y lo que está mal. Vaya, que con Eleanor embarazada y el tiempo que llevaban sin... Pues eso.

Eleanor lo condenó a seis meses de purgatorio, prohibiéndole el acceso al lecho conyugal y procurando no compadecerse de él cuando lo veía jugar a esposo penitente que acepta su castigo con viril resignación. Buck aunaba el cuidado de los niños y el trabajo del rancho, mientras su mujer se ocupaba de la recién nacida.

Aunque hizo lo posible por mantener una actitud fría y distante, Eleanor quedó impresionada al ver a Buck tan ducho en los tediosos detalles de lo que hasta entonces había sido competencia exclusiva de su mujer. Lo estaba haciendo bien. Muy bien. Cada mañana sacaba a Henry y Lane de la cama. Por las noches les daba la cena, los bañaba y los llevaba a acostar. Hacía la compra sin tener que pedir la lista a su mujer. La agasajaba con flores y cenas especiales, que Eleanor comía sin decir nada. Atento y cortés a todas horas, le dirigía tímidas sonrisas cada vez que ella se dignaba mirarlo.

Eleanor ignoraba cuántas avemarias hacían falta para expiar un adulterio, pero empezaba a pensar que Buck ya había hecho suficiente penitencia. Justo entonces, dos amigas compasivas cometieron el error de considerar que era hora de decirle lo que siempre le habían ocultado. Una mañana, a la hora del café, enumeraron en detalle las compañeras de cama que había tenido Buck durante los últimos años, entre ellas algunas mujeres a las que Eleanor contaba entre sus amistades.

Aun dándose cuenta de que lo mejor habría sido seguir el consejo de sus amigas y abandonar a Buck, Eleanor seguía reservando un pequeño recoveco de su corazón a la tímida esperanza de salvarlo. A veces miraba los pastos cubiertos de nieve desde la ventana de la cocina, y, viendo el cedro plantado en la chatarra del Ford T, se decía que todo era posible, que Dios no deja que nada se eche a perder sin llevar dentro una semilla de esperanza.

Al final volvió a admitirlo en su cama, aunque tardaría tres años en permitir que le hiciera el amor. Y no por falta de ganas: más de una vez se despertaba en plena noche hecha un volcán, tan ávida de caricias que necesitaba un esfuerzo supremo para nomover el brazo, despertar a Buck y dejar que la poseyera, haciendo del deseo absolución.

Fue de ese modo, precisamente, como se concibió a Luke. Y durante los meses que siguieron, mientras el último hijo del matrimonio crecía en el útero de su madre, Eleanor y Buck descubrieron en su coyunda una pasión que pareció sorprenderlo y excitarlo a él tanto como a ella. Aunque Eleanor nunca había hecho el amor con nadie más que con Buck, sólo entonces se le despertó del todo la carne a sus abrazos.

Pese a los años transcurridos, cuando Eleanor recordaba aquellos tiempos casi volvía a experimentar la dulce agonía, el sentirse morir en brazos de Buck, y se avergonzaba de haber ardido en semejante fuego. ¡Ojalá hubiera tenido la decencia de poner coto a sus instintos! Quizá entonces no le hubieran pesado tanto las sucesivas infidelidades de que había sido víctima. Mejor no haber conocido a Buck de esa manera; porque el nacimiento de Luke (tan hijo de ella, tan poco parecido a su padre) había puesto fin al brote de pasión.

Con la perspectiva de los años, Eleanor supuso que Buck debía de haberlo vivido como el final de otra aventura, una de tantas.

Recibía como propias las críticas de Buck a su segundo hijo varón; siendo como era Luke su viva imagen, también tenían que ser suyos la fragilidad del niño y sus fracasos.

Sus demás hijos habían tardado poco en aprender a dormir toda la noche, y a hacerlo con sus padres sólo en caso de enfermedad. Luke, en cambio, lloraba como un poseso, y la única manera que tenía Eleanor de tranquilizarlo era llevárselo a su cama y acunarlo hasta que se durmiera.

Al principio Buck insistió en devolver al niño a su cuna, pero Luke siempre volvía a despertarse y a llorar, y, pese a las objeciones paternas, Eleanor acabó dejando que se quedara con ella toda la noche.

Quedó así constituida la nueva geometría de sus vidas: Eleanor, cansada y a la defensiva; su marido, destronado, resentido y reincorporado en breve a sus correrías (que a partir de entonces Eleanor trataría de ignorar a toda costa, al tiempo que hacía ímprobos esfuerzos por considerarlas motivo de compasión); y aquel nuevo hijo varón, que se había interpuesto entre ellos de forma tan literal.

Tal fue el inicio del largo invierno de su matrimonio. A falta de deseo, y agotada en poco tiempo la amistad, ni siquiera les quedó cariño suficiente para consolarse mutuamente de la pérdida de Henry. El momento en que estuvieron más cerca de compartir su dolor fue el día después del entierro, durante una pelea. Al sorprender a Eleanor planchando la ropa del hijo muerto, Buck la había tratado de idiota. Ella le había preguntado qué esperaba. ¿Que la tirara a la basura?

Oyó que su marido se volvía. No tardó en roncar. Eleanor permaneció a la escucha, preguntándose con quién habría estado antes de volver a casa; y, después de tantos años, haciendo lo posible por que no le importara.

Al salir de El Último Recurso, donde habían tomado una cerveza después de la cena, Dan acompañó a Helen a la camioneta. Helen le dio las gracias por lo bien que se lo había pasado y le dio un beso en la mejilla.

—Angeles sobre tu cuerpo —dijo con el motor en marcha.

—Lo mismo digo.

Faltaba poco para medianoche, y el pueblo estaba desierto. Helen siguió conduciendo hasta el final de la parte asfaltada y se internó por el camino de grava que llevaba al valle. Tenía como copiloto a
Buzz
, que había estado durmiendo en la camioneta. Como era la primera vez que subía de noche, topó con ciertas dificultades después de abandonar la carretera principal, cerca de la cabecera del valle. No había ninguna indicación, y aunque Helen sabía que tenía que girar dos veces a la derecha y otra a la izquierda, se equivocó en un giro y acabó en un rancho. Alguien oyó ladrar a los perros y se asomó a una ventana del piso de arriba, un rectángulo de luz amarilla. Helen saludó con la mano y dio media vuelta. Se detuvo un poco más lejos para examinar el mapa con una linterna.

Por fin, al llegar al inicio del bosque, encontró cinco buzones en fila, señal de que faltaba poco para llegar a una curva medio escondida entre los árboles. A partir de ahí la tierra sustituía a la grava, y el camino, empinado y lleno de baches, serpenteaba por el bosque seis kilómetros más antes de llegar a Eagle Lake. Los buzones tenían colores distintos. El de Helen era blanco. Supuso que los demás corresponderían a cabañas o casas todavía desconocidas para ella. De momento, los únicos indicios de vida humana que había visto aparte de los buzones eran un autoestopista solitario y un camión enorme cargado de troncos que esa misma tarde había estado a punto de hacerla salir de la carretera.

Mientras la vieja camioneta avanzaba chirriando por el bosque, Helen pensó en lo que había intentado decirle Dan durante la cena. La mujer que cayera en brazos de Dan Prior no podía considerarse desafortunada. La propia Helen lo había comprobado varias veces. Encontró conmovedor que siguiera sintiendo algo por ella, y hasta se sintió halagada por unos instantes hasta que intervino su otro yo, el que insistía en echarle un jarro de agua fría cada vez que se sentía vagamente satisfecha de sí misma. Basta de estupideces, se dijo. El pobre Dan era un hombre divorciado y solo, y debía de estar desesperado por encontrar compañía.

Eagle Lake estaba situado en un claro de un kilómetro de diámetro, una superficie de hierba ligeramente cóncava que en las primeras semanas de verano se convertía en reluciente alfombra de flores. La cabaña ocupaba el borde occidental del prado, a unos treinta metros de la orilla, presidiendo una suave cuesta dividida por un arroyo donde iban a beber los ciervos al inicio y término del día.

Ahí estaban, justamente. Cuando la camioneta salió del bosque, sus faros iluminaron a ocho o nueve ciervos que levantaron la cabeza al mismo tiempo, aunque no parecían muy asustados. Helen frenó para observarlos, mientras
Buzz
, tan alerta como los ciervos, temblaba y gañía. Los ciervos dieron media vuelta y se alejaron sin prisas, hasta que el blanco de sus colas se perdió en el bosque.

Helen aparcó la camioneta al lado de la cabaña, dejando que
Buzz
saliera a explorar la zona. Contempló el cielo con la espalda apoyada en el capó. No había luna, y hasta las estrellas más remotas trataban de ocupar su puesto en el firmamento. Helen nunca había visto un cielo tan incandescente. Olía a pino, y no corría ni pizca de aire.

Helen respiró hondo y tosió. Estaba resuelta a dejar de fumar de una vez por todas. Para siempre. Ése era el último.

Se acercó a la orilla con el cigarrillo encendido, observando con sorpresa que la luz de las estrellas era suficiente para proyectar su sombra. Al borde del lago había una barca de madera. Debía de haber servido para pescar, pero el tiempo la había convertido en víctima de la podredumbre y los juncos. Helen tentó la solidez de la proa y, comprobando que aguantaba, se sentó en ella para fumar el último cigarrillo de su vida, mientras contemplaba el reflejo del cielo en el espejo del agua.

De vez en cuando oía a
Buzz
explorando el bosque, y en un momento dado le pareció oír pisadas de un animal más grande. Por lo demás todo estaba en silencio, sin siquiera el croar de una rana ni el zumbido de un insecto, como si el mundo hubiera enmudecido por respeto a la majestad del firmamento. Helen vio reflejarse en el agua la caída de un meteorito, e imaginó oír también su fragor desde aquella remota orilla del universo.

Llevaba sin ver estrellas fugaces desde su última noche en el cabo. Con los ojos cerrados, formuló el mismo deseo enrevesado de entonces, un deseo que no valía, porque en realidad eran tres: que Joel estuviera sano y salvo, que cumpliera su promesa de volver, y que para entonces quisiera estar con ella (esto último era lo que más dudas le merecía).

Se levantó y apagó la colilla con los dedos. Después se metió el filtro en el bolsillo, preguntándose qué extraña clase de idiota era capaz de preocuparse más por la salud del planeta que por la de sus pulmones ennegrecidos.

La mañana siguiente marcaría el inicio de dos cosas: una vida nueva, y la búsqueda del lobo. Se preguntó en qué parte del bosque estaría el animal. Se hallaría sin duda en plena caza, husmeando la oscuridad, esperando, vigilando con ojos amarillos o recorriendo el bosque en busca de su presa, cual sombra inasible.

Se le ocurrió aullar, por si obtenía respuesta. Dan siempre le había dicho que su aullido era el mejor de la profesión, que no había lobo en Minnesota capaz de resistirse a su llamada. Sin embargo, llevaba tantos años sin aullar que se sintió cohibida, a pesar de que su público se redujera a
Buzz
. Qué demonios, pensó al cabo. Carraspeó y levantó la cabeza.

La falta de práctica se tradujo en un primer aullido desastroso, semejante al rebuzno de un asno afónico. El segundo no salió mucho mejor. Sólo lo consiguió al tercer intento: un ronco gemido que fue creciendo en intensidad y altura, trazando una curva ascendente que acabó perdiéndose en la noche.

Si algún lobo lo había oído, no contestó.

La única respuesta fue la del eco, allá en lo alto de las montañas. Aun así, Helen tuvo escalofríos. Acababa de oír el lúgubre lamento de su alma desolada.

OTOÑO
Capítulo 12

Llegaron a la cresta y, de pie entre rocas cubiertas de liquen, se protegieron la vista del sol, escrutando con ojos entornados el sinuoso cañón que se extendía a sus pies. Helen oyó el susurro del arroyo y vio saltar espuma en los puntos donde el agua se abría camino entre grupos de sauces y alisos. Se quitó una de las correas de la mochila para sacar la botella de agua.

El final de la subida había sido bastante duro, a causa del desnivel y lo fuerte que pegaba el sol a mediodía. Menos mal que en la cumbre corría un vientecillo. Helen sintió refrescarse la mancha de sudor que había dejado la mochila en la parte de atrás de su camiseta. Vio moverse las hojas de los alisos. Después de beber pasó la botella a Bill Rimmer, que al cogerla señaló el otro lado del cañón. Ella siguió la dirección de su mirada y vio una manada de cabras salvajes, que los observaba con inmovilidad digna de un grupo escultórico.

Habían transcurrido tres semanas desde la colocación de las trampas. Dan había llevado a Helen a dar una vuelta en el Cessna, a fin de que pudiera hacerse una idea general de la zona. No habían detectado ninguna señal de radio. Al día siguiente, Helen y Rimmer habían buscado los mejores emplazamientos para las trampas.

Él se había presentado en la cabaña con varios regalos: excrementos de lobo, orina y el famoso cebo del que Dan había hablado a Helen. Rimmer abrió el bote y se lo puso delante de la nariz. Ella estuvo a punto de desmayarse.

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