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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (23 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Luke se dirigía a la caseta de Paragon con refrescos para Ruth y su madre, ocupadas ambas en recoger lo que no habían vendido. Por lo visto ni Cheryl ni los demás se habían fijado en él. Justo cuando iba a escabullirse entre dos casetas y dar un rodeo por detrás, oyó que Cheryl lo llamaba.

—¡Luke! ¡Eh, Luke!

Se volvió y puso cara de sorpresa. Cheryl lo saludó con la mano. Luke sonrió y levantó los refrescos para justificar que no le devolviera el saludo, preguntándose si bastaría con eso, y si todavía estaría a tiempo de escapar; pero Cheryl ya había echado a andar hacia él con su séquito de admiradores. Llevaba tejanos y un top rosa que no le tapaba el ombligo. Como tantas veces, Luke recordó la vez que la había besado durante una fiesta de Año Nuevo, dos años atrás. Lo que se dice besar, nunca había besado a ninguna otra chica, cosa bastante triste en alguien de su edad, para qué andarse con mentiras.

—¿Qué tal, Luke?

—Hola, Che... Che... Cheryl. Bi... bi... bien, gracias.

Tina y los chicos llegaron a su lado. Luke sonrió y los saludó con la cabeza. Algunos le devolvieron la sonrisa; otros le dijeron hola con mayor o menor entusiasmo.

—No te he visto en todo el verano —dijo Cheryl.

—Ya, bu... bu... bueno, es que he estado trabajando en el rancho, ayudando a mi pa... pa... pa... padre.

Como siempre que tartamudeaba, Luke miró a los demás a los ojos intentando adivinar si les parecía cómico, embarazoso o digno de compasión. Todo se podía aguantar menos la compasión.

—Eh, Cooks, te vimos por la tele cuando aquel lobo se pulió al perro de tu hermana —dijo Tina.

Uno de los chicos, un bocazas que se llamaba Jerry Kruger, hizo la bromita de aullar. Se había pasado parte del primer año de instituto amargando la vida a Luke, hasta que éste lo había dejado tieso en el patio, ganando muchos puntos entre los demás. Nunca había vuelto a usar los puños.

—¿Lo has vuelto a ver? —preguntó Cheryl.

—¿Al lobo? No. De... de... debía de estar de pa... pa... paso.

—Lástima —dijo Kruger—. Tina tenía ganas de jugar con él a caperucita. «¡Abuelita, abuelita, vaya par de melones que tienes!»

—A ver si creces de una vez, Jerry —dijo Cheryl.

Como a nadie parecía ocurrírsele nada más, se pusieron a escuchar la voz ronca de Rikki Rain. Luke volvió a enseñar los refrescos.

—Te... te... tengo que irme.

—Bueno —dijo Cheryl—, pues ya nos veremos.

Luke se despidió del grupo. Poco después oyó la risa de Kruger, seguida por la frase: «De... de... debía de estar de pa... pa... paso.» Los demás le dijeron que se callara.

Había refrescado, y Helen lamentó no haber traído un jersey. Llevaba shorts, botas y una camiseta arremangada. Se había puesto tiritas en las piernas, donde le habían mordido los perros de Harding. Parecía mentira, pero no le habían atravesado la piel. Casi toda la gente a la que había conocido en el transcurso de las últimas semanas estaba en la feria, y Helen había hablado con todos a excepción de los Harding. Nadie podía contener el impulso de acariciar a
Buzz
, que se lo estaba pasando en grande. Iba con correa, pero se las había arreglado para comer lo equivalente a varias cenas a base de hurgar en los restos de comida tirados por el suelo.

Helen tenía que acostarse temprano. Calculó que era hora de marcharse, pero le costaba tomar una decisión con tanta gente divirtiéndose. Se daba cuenta de que buena parte de ello se debía a algo tan sencillo como la necesidad de contacto humano.

En otro momento y estado de ánimo nada le habría impedido sentirse excluida o ceder a la envidia, como venía sucediéndole en ocasiones al ver a una pareja joven y enamorada o a una madre de su edad (¡por Dios, cómo podía llegar a ser tan patética!). En lugar de ello se había limitado a disfrutar de la alegría y el bullicio de la multitud, experimentando una paz interior que llevaba mucho tiempo sin conocer.

Observando a los habitantes de Hope en aquella tarde soleada de septiembre, Helen se había sentido conmovida por su sentido de la comunidad, las raíces que parecían atarlos a aquel lugar y a un estilo de vida cuya esencia permanecía intacta a pesar de años de tribulaciones, a pesar del ajetreo de un mundo enloquecido.

Doug Millward, el ranchero favorito de Helen, daba la impresión de ser el epítome de todo ello. Al encontrarse a Helen había insistido en invitarla a un helado. Él también se había comprado uno, y habían visto pasar juntos a la banda de música del instituto. Era un hombre alto, de hablar quedo y ojos azules llenos de amabilidad. El desagrado que le inspiraban los lobos, conocido por Helen, no le impedía mostrarse tolerante y respetuoso con el trabajo de ésta. Al enterarse de lo sucedido en el rancho Harding suspiró y sacudió la cabeza.

—Supongo que es difícil que cambie de opinión sobre él, pero debo decirle que Abe no ha tenido mucha suerte en la vida.

—He oído que estuvo en Vietnam.

—Sí, y dicen que vio cosas muy desagradables. Nunca le he oído hablar de ello, pero sí sé que no anda sobrado de dinero.Tampoco puede decirse que sus hijos le ayuden demasiado. Han estado metidos en problemas desde que eran niños.

—¿Qué clase de problemas?

—Bah, cosillas. Nada muy grave.

Helen se dio cuenta de que Millward era reacio a hacer el juego a los chismosos. El ranchero se pasó un rato mirando a la banda sin decir nada, como si estuviera calculando hasta dónde llegar en sus revelaciones.

—Digamos que frecuentan a ciertos individuos a los que yo preferiría no ver con mis hijos.

—¿Por ejemplo?

—Hay dos que trabajan para la compañía de postes y les va todo lo paramilitar; ya sabe, eso de ir contra el gobierno, que si pistola por aquí, escopeta por allá... En fin. Hace un tiempo que a esos dos y a Wes y Ethan Harding los detuvieron por caza ilegal. Acorralaron a toda una manada de alces en el cañón y los acribillaron. —Millward hizo una pausa—. Le agradecería que no dijera a nadie de dónde ha sacado la información.

—Descuide.

—Además son la excepción, no la regla. En este pueblo hay muy buena gente.

—Ya lo sé.

De repente Millward se echó a reír.

—¡Caray, Helen! ¡Sí que nos hemos puesto serios!

Dijo que tenía que ir a encontrarse con Hettie en la subasta de terneros. Helen se despidió de él y siguió pensando en lo que le había explicado.

La multitud empezaba a dispersarse, y algunos comerciantes recogían los bártulos, cosa que no podía decirse de los músicos. Rikki Rain se quejaba con voz lastimera de que su hombre estuviera haciendo con otra fuera de casa lo que ella se estaba perdiendo dentro. Helen entendía perfectamente al pobre tipo.

El sol, que se había escondido detrás de un nubarrón rojo y morado suspendido encima de las montañas, se asomó de pronto por un claro e iluminó el recinto, pintando de oro todos los rostros, como si quisiera dar su bendición final a los acontecimientos del día. Mientras Helen caminaba al lado de las casetas se vio rodeada por un grupo de chiquillos que jugaban a perseguirse entre risas incesantes, precedidos en la hierba por sombras gigantescas.

Fue entonces cuando vio a Luke Calder hablando con sus amigos. Observó y escuchó con discreción, y quedó sorprendida por su tartamudez. Al oír a aquel imbécil imitándolo, tuvo ganas de acercarse y darle un sonoro bofetón. Estaba segura de que Luke lo había oído. El muchacho se había internado por la muchedumbre. Helen no tuvo más remedio que seguirlo para llegar a la camioneta.

Aparte del primer día sólo lo había visto dos veces, una en la ciudad y otra en el bosque, montado a caballo. En ambas ocasiones se había mostrado huidizo y no le había dirigido la palabra. Helen sabía que estaba pasando mucho tiempo en los pastos de su padre, con la misión de vigilar el ganado; sin embargo, nunca lo veía al pasar por ellos.

Luke se había detenido en la caseta de Paragon para despedirse de su madre y Ruth. Reanudó su camino hacia el aparcamiento con Helen detrás.

—¡Luke!

Al darse la vuelta y reconocer a Helen el chico puso cara de inquietud. Después sonrió con nerviosismo y se tocó el ala del sombrero.

—¡Ah, hola!

Cuando lo tuvo cerca, Helen se dio cuenta de que era muy alto, al menos quince centímetros más que ella.
Buzz
reaccionó con el entusiasmo reservado a los amigos a quienes llevaba tiempo sin ver. Luke se agachó para acariciarlo.

—Aún no habíamos tenido ocasión de presentarnos —dijo ella—. Soy Helen.

Tendió la mano a Luke, pero éste estaba absorto con los lametones de
Buzz
para darse cuenta.

—Sí, es ve... ve... verdad. —Se fijó en la mano cuando Helen estaba a punto de retirarla—. ¡Ay, pe... pe... perdón, no lo había...!

Se puso de pie y estrechó la mano que le tendían.

—Y éste es
Buzz
, tu nuevo amigo del alma.

—Bu...
Buzz
. Es bonito.

De repente a Helen le costaba tanto hablar como al propio Luke. Por unos segundos no hicieron más que mirarse sonriendo como tontos, hasta que ella movió el brazo con un gesto torpe que pretendía abarcar la feria, las montañas y el sol, así como sus sentimientos al respecto.

—Qué maravilla, ¿verdad? ¡Mi primer rodeo!

—¿Has pa... pa... participado?

—¡No! Quería decir que es la primera vez que voy a ver un rodeo. No, por Dios. Con los caballos soy doña desastres.

—Doña desastres. Tiene gracia.

—¿Tú no participas?

—¿Yo? No, no, qué va.

—¿Tampoco te quedas a escuchar al grupo?

—Pues... no. Te... te... tengo cosas que hacer. ¿A ti te gustan?

Helen frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.

—Bueno...

Viendo suavizada por la risa la expresión de los ojos verdes de Luke, Helen vislumbró su verdadera manera de ser, pero la timidez no tardó en imponer de nuevo su coraza.

—Parece que tu padre los ha convencido de que se queden.

Luke asintió.

—Esas co... co... cosas se le dan muy bien.

Apartó la mirada y dejó de sonreír. Helen pensó que tener de padre a Buck Calder no debía de ser fácil para ningún chico. Volvió a producirse un silencio incómodo. Luke prodigaba nuevas atenciones a
Buzz
.

—En fin, temo no haber conseguido encontrar todavía al lobo. ¿Tú no sabrás dónde está?

Luke la miró con recelo.

—¿Por qué iba a saberlo?

Ella se echó a reír.

—¡Si no lo he dicho en serio! Era una pregunta de...

—Nunca lo he visto.

Helen advirtió que él se sonrojaba.

—Ya, ya lo sé. Sólo...

—Te... te... tengo que irme. Adiós.

—Bueno, pues adiós.

Helen se preguntó en qué habría metido la pata. Se dirigieron a sus coches respectivos. Al ver arrancar a Luke, ella lo saludó con la mano, pero el chico ni siquiera la miró. Los dos tomaron la carretera que salía del pueblo, pero Luke conducía más rápido, y cuando Helen llegó al final del tramo asfaltado la otra camioneta había quedado reducida a una nube de polvo gris.

De camino al lago frenó delante de los buzones de la curva, aunque ya había abierto el suyo en el viaje de ida, encontrándolo tan vacío como de costumbre. Desde que estaba en Montana había recibido carta de su madre y su padre, y dos de su hermana. En cambio Joel no daba señales de vida. De hecho no tenía noticias suyas desde una felicitación de cumpleaños enviada con retraso a Cape Cod, y eso que durante aquellas semanas tan largas Helen debía de haberle escrito cinco o seis cartas. Quizá no las hubiera recibido. También era posible que no pudiera enviar las suyas. Helen supuso que en esos países el correo (como tantas otras cosas) no debía de funcionar muy bien.

Sus últimas cartas apostaban a conciencia por el optimismo. Helen describía su nuevo lugar de trabajo y sus actividades habituales, amén de bromear acerca de la captura del lobo. A veces, no obstante, se preguntaba si sus palabras no dejarían entrever de forma inconsciente sus verdaderos sentimientos, su soledad, el terrible vacío que había dejado en ella la partida de Joel.

Buzz
, que se había quedado en la camioneta, observó con tristeza la apertura del buzón por parte de su ama. Estaba vacío.

Capítulo 14

Llevaba vigilándola desde su llegada.

Incluidos los dos primeros días, cuando Dan Prior la había ayudado a deshacer el equipaje y poner la cabaña en condiciones. Y también la noche siguiente, cuando se había puesto a fumar a la orilla del agua y había aullado de forma tan increíble. Luke, escondido entre los árboles de la otra orilla del lago (justo donde estaba en esos momentos), había rezado por que no contestara ningún lobo.

No iba todos los días. Tampoco se quedaba mucho. A veces lo único que veía de ella era una sombra gigantesca proyectada por la lámpara dentro de la cabaña. Otras, si seguía caminando por el borde del bosque y se acercaba más de lo prudente, la entreveía al otro lado de la puerta abierta, sentada a la mesa con sus mapas y su ordenador o hablando por teléfono.

En una de esas ocasiones se había subido a una rama seca, provocando un crujido que había hecho ladrar al perro. Viéndola asomarse a la puerta se le había hecho un nudo en el estómago; por suerte Helen había regresado a la cabaña sin darse cuenta de nada. Desde entonces Luke iba con más cuidado, hasta el punto de que limitaba sus visitas a cuando tenía el viento de cara, por miedo a que en caso contrario el perro detectara su olor.

Luke intentaba convencerse de que no estaba espiando. A fin de cuentas no era ningún mirón, ni nada por el estilo. Sólo intentaba que Helen no atrapase a los lobos, y para eso le hacía falta conocer los movimientos del enemigo, como en la guerra. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba más difícil se le hacía considerarla como tal.

¡Parecía tan triste! Luke la había visto sentada junto al lago, llorando y fumando como si quisiera pillar cáncer de pulmón. Esa noche había tenido ganas de acercarse a ella, abrazarla y decirle que no llorase más, que no había motivo.

Un día Helen se había desnudado y se había metido en el agua. Luke, convencido de que intentaba suicidarse, había estado a punto de llamarla; gracias a Dios no era más que un baño, al que se sumó el perro. Él los contempló en el lago, y oyó reír a Helen por primera vez. Como era de noche apenas distinguió el cuerpo desnudo de la joven, pero le bastó para sentirse como un bicho raro, un pervertido. Se marchó de inmediato, resuelto a no volver.

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