Authors: Nicholas Evans
La escopeta estaba en manos de su padre. Pese a su costumbre de cazar con una Springfield 30.06 o la Magnum que había comprado en otoño, sólo llevaba la Winchester de 27 mm, la misma arma con que, seis años antes, Henry había abatido su primer alce. Tenía menos retroceso que las demás, y sólo hacía unos días que Luke, haciendo prácticas con ella, había dado varias veces seguidas en el blanco, provocando el entusiasmo de su padre: «¡Que me aspen si no eres casi tan buen tirador como tu hermano!»
Tardaron más de una hora en llegar al borde del cañón. Una vez ahí se metieron debajo de un pino viejo, asomándose al espacio vacío entre las ramas más bajas y la nieve amontonada en círculo a su alrededor. Luke recibió los prismáticos de manos de su padre.
Los alces no habían oído los latidos. En la otra vertiente del cañón había una manada de unas treinta hembras. El macho estaba un poco al margen, mordisqueando las cortezas de un bosquecillo de álamos temblones, a menos de doscientos metros de los cazadores. Al devolver los prismáticos a su padre, Luke se preguntó si tendría valor para decirle que no quería seguir adelante. De todos modos, aunque lo intentara se le trabaría la lengua. El efecto de sus palabras sería catastrófico.
—No es tan grande como el de Henry, pero servirá —susurró su padre.
—A lo mejor de... de... deberíamos espe... pe... perar a ver uno más grande.
—¿Estás loco? Es un buen ejemplar. Ten.
Pasó la escopeta a su hijo. Luke sabía que bastaba con rozar las ramas que tenían encima para provocar la caída de un montón de nieve, y quizá asustar al alce. Pensó en hacerlo a propósito.
—No tengas prisa, hijo. Cógela poco a poco.
Su padre le ayudó a meter el cañón entre las ramas y la nieve. El árbol desprendía un fuerte olor a resina que mareó a Luke. Nunca le había pasado, y le pareció extraño. Se puso la culata de la escopeta encima del hombro.
—Ahora ponte cómodo. Encuentra un buen sitio para apoyar los codos. ¿Qué tal? ¿Bien?
Luke asintió con la cabeza y acercó el ojo a la mira telescópica, notando que el ocular se le pegaba a la piel. Al principio sólo vio una rápida y borrosa sucesión de árboles nevados, y las rocas grises y estriadas de la pared del cañón.
—No co... co... consigo encontrarlo.
—¿Ves esas ramas secas? Las hembras están justo debajo. ¿Las ves?
—No.
—No pasa nada. Hay tiempo de sobra. El macho está a la derecha de las hembras.
Luke las vio. Estaban arrancando musgo de unos troncos caídos. Cada vez que levantaban la cabeza y masticaban se les veían los ojos con toda claridad. La cruz de la mira telescópica fue pasando de un animal a otro, centrándose en sus vientres blancos, donde a esas alturas del año empezaban a formarse las crías.
—¿Lo tienes?
—Sí.
El macho estaba arrancando un trozo de corteza de un árbol joven. Al desprenderlo sacudió el árbol, llenándose de nieve la cabeza y la cornamenta. La proximidad de la imagen era desconcertante. Luke era capaz de distinguir uno a uno los pelos oscuros del pescuezo. Veía el movimiento de las mandíbulas, las partes más claras en torno a los ojos que, negros y acuosos, vigilaban a las hembras con mirada impasible, las gotas de nieve fundida encima del hocico...
—Parece un po... po... poco joven para tener manada propia. A lo me... me... mejor hay uno más grande po... po... por algún lado.
—¡Diablos, Luke! ¡Si no disparas tú lo haré yo!
Luke estaba dividido. Por un lado tenía unas ganas locas de dar la escopeta a su padre; por el otro era consciente del valor real de aquel momento, última oportunidad de ser tenido en cuenta por su padre. Si quería ser alguien tenía que arrebatar la vida a aquella criatura.
Su respiración era rápida y superficial, como si tuviera cerradas tres cuartas partes de los pulmones. Su corazón latía a tal velocidad que parecía a punto de estallar, y Luke casi deseaba que lo hiciera. Sentía bombear la sangre en la parte de la cara apoyada contra el ocular. La cruz de la mira se movía por el cuerpo y cabeza del alce como un yoyó.
—Tranquilo, hijo. No te pongas nervioso. Respira hondo.
Luke se sintió observado y juzgado por su padre. Seguro que estaba comparando su actitud con la de Henry en su primer día de caza.
—¿Quieres que lo mate yo?
—No —dijo Luke bruscamente—. Yo pu... pu... puedo.
—Aún tienes puesto el seguro, Luke.
Luke buscó el seguro con dedos temblorosos y lo quitó. El alce había vuelto a acercar el hocico al árbol, pero algo hizo que vacilara justo antes de morder la corteza. Levantó la cabeza, husmeó el aire y de repente, aguzando todos sus sentidos, se volvió hacia la escopeta.
—¿Nos ha visto?
El padre de Luke estaba mirando por los prismáticos, y tardó un poco en contestar.
—Algo ha olido, eso seguro. Mira, Luke, si piensas hacerlo hazlo ya.
Luke tragó saliva. El tono de su padre se hizo más apremiante.
—Tienes ajustada la mira a doscientos —susurró—, que es más o menos la distancia a la que está. No hay viento, así que la línea de tiro es igual que la de visión.
—Ya lo sé.
—Dispárale detrás del codillo.
—¡Ya lo sé!
El alce seguía mirándolo. Luke oyó zumbar la sangre en sus oídos. El mundo parecía haberse convertido en un túnel donde sólo existieran dos seres vivos, en un extremo él y en el otro el alce, penetrando con su mirada en lo más hondo, no sólo la mente de Luke, sino los rincones más oscuros de su corazón; y, entreviendo quizá en él la presencia de la muerte, el animal dio un respingo de alarma y empezó a alejarse.
Fue justo entonces cuando Luke apretó el gatillo.
El alce trastabilló. Ladera abajo, las hembras se alborotaron y echaron a correr todas a la vez, buscando refugio en el bosque.
—¡Le has dado!
El macho estaba de rodillas, pero consiguió enderezar las patas e internarse a trompicones por la alameda. El padre de Luke estaba saliendo de debajo del árbol con la cabeza por delante.
—¿Estás seguro?
—¡Pues claro! ¡Venga!
Luke salvó la barrera de nieve que lo separaba de la luz del sol. Su padre ya se estaba poniendo de pie.
—Dame la escopeta. Vamos por ahí. No llegará muy lejos.
Dicho y hecho. Su padre empezó a bajar por la ladera con la escopeta en alto, dando enérgicas zancadas por la nieve. Luke siguió sus pasos, deslumbrado por el sol, tropezando tantas veces que no tardó en verse cubierto de nieve, y sin dejar de repetir (¿en voz alta o para sus adentros? Ni lo sabía ni le importaba): «Dios mío, por favor, no dejes que lo haya hecho, y si es verdad, haz que el alce siga viviendo, por favor. Deja que se marche. ¡Por favor!»
Cuando llegaron al bosquecillo de álamos encontraron sangre en la nieve, y siguieron el rastro por un pinar largo y estrecho que cubría la parte más baja de la ladera del cañón.
Oyeron al alce antes de verlo. Luke nunca había oído nada igual: una especie de grito gutural que se le quedó clavado en la memoria, semejante al de una puerta rota chirriando al viento en una casa abandonada. A juzgar por las huellas el alce se había desplomado, desapareciendo al otro lado de unas rocas. El padre de Luke las rodeó con cuidado, caminando entre hierbajos cubiertos de nieve.
—Ahí lo tienes, Luke —dijo, mirando hacia abajo—. Le has dado en el cuello.
Luke sintió una contracción en el pecho. Los gritos del alce cada vez eran más seguidos, y retumbaban en el cañón de forma tan horrible que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no taparse los oídos.
—Date prisa, Luke, que tienes que rematarlo. Cuidado, que hay mucha pendiente.
Luke pasó al lado de las rocas sin importarle si se caía o no; más bien lo deseaba, dado su terror a lo que estaba a punto de ver. Llegó junto a su padre y miró hacia abajo. A sus pies había una cuesta muy empinada, cubierta de rocas y guijarros. A media cuesta, un árbol muerto había interrumpido la caída del alce, que seguía entre sus ramas, mirándolos y dando coces al aire con las patas traseras. Tenía un agujero negro en el cuello, y le chorreaba sangre por el codillo y el pecho.
El padre de Luke metió otra bala en la recámara y tendió la escopeta a su hijo.
—Ten. Ya sabes lo que hay que hacer.
Luke la cogió, notando que le temblaba la boca y se le empañaban los ojos. Por mucho empeño que pusiera no podía evitarlo. Empezó a temblarle todo el cuerpo por culpa de los sollozos.
—No pu... pu... puedo.
Su padre le pasó un brazo por los hombros.
—Tranquilo, hijo. Sé lo que sientes.
Luke negó con la cabeza. Nunca había oído estupidez igual.¿Quién podía saber lo que sentía? Y menos su padre, que debía de haber visto cosas así decenas de veces.
—Pero tienes que hacerlo. Si no no será tuyo.
—¡No lo qui... qui... quiero!
—Date prisa, Luke, que está sufriendo...
—¿Qué te crees, que no lo sé?
—Pues remátalo.
—¡No pu... pu... puedo!
—Sí que puedes.
—Hazlo tú.
Luke devolvió la escopeta a su padre.
—Un cazador no deja las cosas a medias.
—¡Yo no soy un ca... ca... cazador, joder!
Su padre lo miró fijamente. Era la primera vez que oía decir una palabrota a Luke. Con expresión más apenaba que furiosa, negó con la cabeza y cogió la escopeta.
—No, Luke, no creo que lo seas.
Disparó al alce en el corazón. Vieron que sacudía las cuatro patas a la vez, como si su alma hubiera salido volando hacia lugares remotos. Después, sin apartar la vista de sus verdugos, el animal tensó todos los músculos, soltó un suspiro, largo y entrecortado y quedó inmóvil.
Pero la cosa no acabó ahí.
Ataron una cuerda al cadáver y lo descolgaron del árbol desde abajo. Después, a instancias de su padre, Luke tuvo que ayudar a despellejarlo. Era lo que tocaba, dijo Buck mientras abría el vientre, metía la mano, cortaba la tráquea y extraía las humeantes visceras del alce: corazón, hígado y pulmones. Había que hacerlo siempre que se cobraba una pieza. Dijo que era un momento sagrado. Después serraron la cabeza y cortaron el cuerpo en trozos para podérselo llevar. Luke lloró en silencio durante todo el proceso; lloró al tocar y oler la sangre caliente del alce, y lloró de vergüenza por lo que estaba haciendo.
Lo que no podían llevarse lo colgaron de una rama alta, a salvo de coyotes y osos rezagados. Cuando emprendieron el camino de regreso, con la cabeza astada balanceándose sin ton ni son sobre la carne sujeta con cintas a los hombros de Buck, Luke, que cargaba con el resto, miró hacia atrás y, viendo el montón de visceras y la nieve empapada de sangre en varios metros a la redonda, se le ocurrió que el infierno, si existía de verdad, debía de tener aquel mismo aspecto. El infierno, su destino ineludible a partir de aquel día.
La cabeza del alce no llegó a compartir pared con las demás. Quizá lo prohibiera la señora Calder, después de enterarse de lo sucedido. Luke nunca llegó a averiguarlo; sin embargo, a pesar de los cinco años transcurridos, seguía apareciéndosele en sueños de vez en cuando, dirigiéndole miradas burlonas desde el lugar más inesperado. Y Luke se despertaba lloriqueando, empapado en sudor, con las sábanas deshechas.
Aquel miércoles por la mañana Hope parecía el escenario de un rodaje salido de madre. La calle mayor era un ajetreo de vacas, coches y niños dispuestos a aturdirse entre ellos a golpes de instrumento musical. En lo alto, dos jóvenes hacían equilibrios sobre escaleras de mano, intentando colgar ristras de banderas de colores de un lado a otro de la calle. El pueblo se estaba preparando para la feria y el rodeo de todos los años.
Después de toda una mañana ensayando, la banda del instituto había empezado a desfilar por la calle con los nervios de punta, bajo la luz deslumbrante del sol de mediodía. Se suponía que estaban tocando
Setenta y seis trombones
, sin duda por iniciativa de algún bromista, ya que en la banda sólo había un trombón, y aun éste veía peligrar su supervivencia porque una corneta dos veces más alta que él acababa de amenazar con cargárselo si volvía a tocarle la espalda con el trombón. Ignorando las estridentes súplicas de su profesora, la pobre Nancy Schaeffer, los músicos empezaron a dividirse en dos bandos, gritando como locos mientras el ganado se arremolinaba en torno a ellos cual tropel de filisteos.
Al parecer nadie se explicaba del todo la presencia de las reses. O habían leído mal el calendario y se dirigían al recinto ferial, o alguien había escogido el peor momento para llevarlas a pastar al otro lado del pueblo. Los hombres que colgaban las banderas seguían trabajando como si nada, indiferentes a la respuesta. Sus escaleras se movían a merced del ganado, hasta que un choque frontal hizo que una se cayera y el que estaba encima de ella no tuvo más remedio que saltar al techo del porche del bar de Nelly, justo a tiempo de ver caer las banderas encima de las vacas, que, engalanadas de tal suerte, se las llevaron fuera del pueblo en alegre procesión.
El señor Iverson chasqueó la lengua y sacudió su cabeza cana.
—Cada año peor —dijo—. Hasta la banda es incapaz de tocar medio bien.
—Bueno, aún les quedan un par de semanas de ensayo —dijo Eleanor—. Y las vacas no se lo ponen fácil.
—Entre ruido y ruido prefiero el de las vacas.
Eleanor sonrió.
—En fin, más vale que me vaya a casa. Hay hombres hambrientos esperando el almuerzo.
Se despidió de Iverson y, cargada con dos bolsas de comida, caminó por la acera en dirección a donde había dejado el coche. Sólo quedaban unas cuantas vacas rezagadas, perseguidas por dos jóvenes a caballo a los que Eleanor no supo reconocer, y a quienes llovían insultos de tenderos y conductores impacientes, víctimas del atasco.
La banda parecía haber interrumpido sus ensayos, y las facciones enfrentadas se estaban dispersando.
Eleanor metió las provisiones en el maletero y lo cerró, recriminándose lo excesivo de sus compras. Al igual que casi todos sus vecinos solía ir una vez por semana al supermercado de Helena, el más grande de la zona, y sólo recurría a la tienda de Iverson para subsanar algún que otro olvido. Se sentía tan culpable en sus escasas visitas al establecimiento que siempre acababa comprando toda clase de artículos innecesarios, como los de aquellas dos bolsas. Estaba convencida de que los Iverson, taciturno matrimonio que llevaba al frente del negocio desde tiempos inmemoriales, eran conscientes del síndrome, y lo incentivaban poniendo cara de vinagre cada vez que entraba un cliente. Seguro que cuando volvían a estar solos armaban jolgorio y bailaban desenfrenadamente.