Authors: Nicholas Evans
Colocaba el aro poco antes de la puesta de sol, y después se escondía hasta la noche en un lugar elevado, desde donde vigilaba la trampa con un viejo catalejo militar comprado tiempo atrás a un indio, supuesto botín arrancado en Little Big Horn al cadáver del mismísimo general Custer.
En ocasiones, si estaba de suerte, Lovelace veía salir esa misma tarde a dos lobeznos, atraídos por el olor a pollo. Una vez, en Wyoming, había atrapado a toda una camada de seis antes del anochecer. Sin embargo, lo normal era que salieran del cubil cuando ya estaba demasiado oscuro para verlos, y el único indicio de su captura eran sus chillidos al sentir en sus cuellos la trampa de triple gancho.
Al amanecer, quien hubiera puesto la trampa encontraba a cinco o seis lobatos atrapados fuera de la guarida, todavía vivos pero demasiado cansados para hacer algo más que gemir. También solía estar la madre, acariciándolos con el hocico y lamiéndolos, perdida toda su cautela por obra del dolor.
Y ahí estaba lo bueno del aro: el que era listo, el que había encontrado un buen emplazamiento y no armaba un escándalo al despuntar el alba, tenía a tiro a toda la manada y podía abatir uno a uno a los adultos a medida que regresaban de su Cacería nocturna. Una vez seguro de que no quedaba ninguno por matar, no tenía más que acercarse a los lobeznos y rematarlos con un hacha o la culata de la escopeta.
Lovelace acabó casándose con una mujer mucho más joven que murió unos años después, al dar a luz a su único hijo. El nombre de bautismo del niño era Joseph Thomas, pero su padre lo llamó por sus iniciales desde muy pequeño.
En el momento de nacer su hijo, Lovelace casi había acabado con todos los lobos de Hope. Siguió al servicio de los rancheros a cambio de un estipendio anual, matando a algún que otro ejemplar solitario y también a otros depredadores menos feroces, pero tenidos por molestos. Como a esas alturas su fama había trascendido los límites de la región, le llegaban ofertas de trabajo desde lugares muy distantes, zonas donde seguía habiendo lobos. Desde que J. T. aprendió a caminar, o poco más tarde, Joshua se lo llevó en sus viajes y le enseñó el arte de matar.
El chico tenía ganas de aprender, y no tardó en añadir mejoras de su cosecha a las técnicas de su padre, de quien heredó el odio al veneno. Durante los diecisiete años posteriores los dos pasaron seis meses en Hope y otros seis recorriendo el continente de Alaska a Minnesota y de Alberta a México, por todas partes donde hubiera un lobo inmune a todo intento de ejecución.
Desde mediados de los cincuenta, cuando su padre ya no estuvo en condiciones de viajar, J. T. siguió trabajando solo; y desde que los lobos estaban protegidos por la ley no tenía más remedio que actuar cada vez más en secreto.
En Hope, las tierras ocupadas antaño por el campamento de los loberos mantuvieron tal grado de toxicidad que el condado las valló durante muchos años. El camino de calaveras fue desmenuzándose, y acabó por sucumbir a una invasión de arbustos. Generaciones sucesivas de madres prohibieron a sus hijos coger las bayas.
Un día, mucho después de que el último aullido de un lobo hubiera difundido por el valle sus ecos lastimeros, las excavadoras se dispusieron a nivelar el terreno para hacer un parque. Durante las obras, varios perros murieron de forma misteriosa por culpa de los huesos que habían traído a casa.
Sólo los más ancianos de Hope supieron por qué.
Según el acervo popular indio, los espíritus de todos los lobos de América muertos a manos del hombre siguen vivos. Cuenta la leyenda que fueron reunidos en una montaña lejana, donde no alcanza el ser humano.
Ahí esperan la hora de recorrer una vez más la tierra sin peligro.
Luke Calder se apoyó en el respaldo de su silla y esperó a que la logopeda rebobinara la cinta de vídeo. Acababan de grabarlo leyendo toda una página de
Vida de este chico
. Luke sólo se había parado una vez, y aunque le había costado mucho seguir estaba satisfecho consigo mismo.
Miró por la ventana y vio un camión con dos remolques de ganado traqueteando delante de un semáforo en rojo. Una hilera de hocicos rosados y húmedos se asomaba a los listones. Eran poco más de las nueve de la mañana, pero el sol ya convertía las calles de Helena en verdaderas estufas. De camino a la consulta, Luke había oído anunciar lluvia por la radio. Casi no había caído ni una gota en todo el verano. El semáforo cambió a verde, y el camión de ganado se puso ruidosamente en marcha.
—Bueno, Luke, a ver qué tal ha quedado.
Joan Wilson llevaba cerca de dos años ayudando a Luke con su tartamudez. Luke se sentía a gusto en su presencia. Era una mujer corpulenta y simpática, quizá unos años mayor que su madre, con mejillas sonrosadas y ojos que se escondían tras ellas al sonreír. Su colección de pendientes exóticos debía de ser infinita; a Luke le parecía raro, ya que por lo demás iba vestida como una profesora de catequesis.
Joan trabajaba para una cooperativa que prestaba sus servicios a algunos de los colegios más aislados de la región. Las visitas semanales a la consulta siempre habían sido del agrado de Luke. Al principio compartía las sesiones con un chico más joven, Kevin Leidecker, hecho difícil de asimilar para Luke, porque la tartamudez de su compañero era mucho menos acentuada que la suya.
La simpatía de Luke por Leidecker se había disipado al oírlo un día en el vestuario, haciendo una imitación de
Cookie
Calder en pleno forcejeo con el «ser o no ser». Le salía tan bien que los otros niños casi se hacían pipí de risa. El apodo de Luke (algunos preferían Cooks o Cuckoo) procedía del penoso tartamudeo en que solía incurrir cuando le preguntaban su nombre.
Hacía un año que los Leidecker se habían mudado a Idaho, y desde entonces Luke disponía de Joan para sí solo. Durante las vacaciones escolares se volvían las tornas, y cada miércoles por la mañana, en lugar de recibir a Joan en casa, Luke iba en coche a la clínica privada.
Ya habían usado el vídeo unas cuantas veces, casi siempre para practicar técnicas nuevas o ayudar a Luke a ver lo que hacía físicamente cuando se quedaba en blanco. Lo de aquel miércoles se debía a que en los últimos tiempos, además de la rigidez de boca que siempre había notado, Luke había empezado a parpadear y torcer el cuello hacia la izquierda. Según Joan se trataba de algo normal. Eran las llamadas «características secundarias». El vídeo servía para que los dos examinaran con detalle lo sucedido y vieran si había algo que hacer.
En su primera sesión con el vídeo Joan había tenido miedo de que a Luke le afectara verse en la pantalla; pero no, sólo se había encontrado un poco tonto. Era como tener delante a un desconocido. Su voz sonaba rara, sobre todo cuando tenía que decir una palabra peligrosa y empezaba a sonreír con cara de lelo. Joan siempre le decía que era muy guapo, pero eso eran chorradas de terapeuta; muy amables, pero chorradas al fin y al cabo. Luke se veía a sí mismo como un pájaro asustado, a punto de salir volando en menos de un segundo.
El Luke de la pantalla se las estaba arreglando muy bien. Pronunciaba de corrido palabras que lo habían dejado fuera de combate en más de una ocasión, palabras con emes y pes como «música» y «París». Todo le parecía fácil en comparación con lo que estaba por llegar.
Ya había reparado en ello de antemano, y cuanto más se acercaba más seguro estaba de fracasar. Oyó prepararse al Luke de la pantalla, como el motor de un coche subiendo por un puerto de montaña; y, justo al llegar a la eme de «Moulin Rouge», aspiró una bocanada de aire, se le cerró la boca y sus esfuerzos se tradujeron en incipientes parpadeos. Se había empotrado en el muro de ladrillos, y se quedó pegado a él un buen rato. Cinco segundos, seis, siete...
—Pa... parezco un pez.
—Mentira. Muy bien, lo pararemos aquí.
Joan pulsó el botón de pausa y dejó al Luke de la pantalla a mitad de un parpadeo, confirmando lo dicho por su tocayo real.
—Mira, un pez.
—Lo veías venir.
—Sí.
—¿Tiene algo que ver con que fuera en francés?
—No lo sé. No creo. Ta... tampoco es tan difícil. ¡Pero ojalá no pa... parpadeara de esa manera!
Joan rebobinó la cinta y volvió a pasar el mismo trozo, con la diferencia de que esta vez indicó a Luke el momento en que se ponía tenso. La contracción de los músculos de la cara y el cuello se advertía a simple vista. Le hizo decir la frase varias veces y pensar en lo que estaban haciendo su lengua y mandíbula. Después le pidió que volviera a leer el texto entero, y en esta ocasión, pese a algunas repeticiones y bloqueos sin importancia, Luke no parpadeó ni torció el cuello.
—¿Lo ves? —dijo Joan—. Tenías razón. Tampoco era tan difícil.
Luke se encogió de hombros y sonrió. Ambos sabían que una cosa era tener éxito en la consulta y otra en la vida real. A veces Luke se pasaba toda una hora hablando con Joan sin que se le trabara la lengua; después, en casa, una pregunta sencilla hecha por su padre lo dejaba en blanco, aunque la respuesta fuera sí o no.
Las conversaciones con Joan no contaban, como tampoco su costumbre de hablar con los animales. Era capaz de pasarse el día hablando con
Ojo de Luna
o los perros, como si nunca hubiera sido tartamudo. No era como el mundo real, donde las palabras tenían tantísima importancia. Aparte de Joan sólo había una persona en el mundo con quien Luke pudiera hablar con fluidez (bueno, dos contando a Buck júnior, que aún no entendía ni jota, hecho que sin duda facilitaba las cosas). Esa persona era su madre.
A diferencia de los demás, Eleanor no apartaba la vista cuando veía a su hijo en problemas; y cuando a Luke se le trababa la lengua, su madre se limitaba a esperar pacientemente, hasta que la tensión abandonaba al muchacho como cuando se vacía una bañera. Siempre había sido así.
Luke se acordaba de cuando su madre lo cogía en mitad de la cena y se lo llevaba a lugar seguro, después de que su padre insistiera en oírle pedir las cosas como Dios manda. Luke se quedaba como pasmado, tanto más rojo cuanto más iba creciendo la pared entre él y la palabra que intentaba decir. Llegaba un punto en que rompía a llorar; entonces su madre corría a buscarlo y se lo llevaba a otra habitación. Se quedaban sentados a oscuras, oyendo echar pestes al padre de Luke, hasta que se oía un portazo y el motor de un coche.
El mundo real era aquello: un lugar donde palabras tan insignificantes como «leche», «mantequilla» o «azúcar» podían hacer que un huracán sacudiera toda la casa, dejando a su paso a gente sollozando, vociferando y temblando de miedo.
Después de la sesión de vídeo Joan pidió a Luke que tartamudease a propósito, para acostumbrarlo a controlar la dicción. Dijo que también podía servir para los parpadeos, y le aconsejó practicar a solas ese ejercicio y otros. El último que había estado practicando consistía en emitir ruidos sin sentido, hacer que la voz fluyera como un río y, a continuación, dejar que las palabras flotaran sobre ella.
Después pasaron al role-play, ejercicio que servía más que nada para divertirse y solía acabar con los dos desternillándose de risa. Joan era una actriz frustrada, y siempre daba lo mejor de sí. La semana anterior había adoptado la identidad del dueño de un chiringuito durante un partido de béisbol. Luke tenía que comentar el partido y pedir al malhumorado personaje palomitas y dos refrescos de cola. Siempre conseguía desbaratar la compostura de Joan con algo inesperado, como su petición de mano de la semana anterior. Hoy tenía que vérselas con una policía malcarada que acababa de interceptarlo por exceso de velocidad. Joan le miró la documentación, se la devolvió y le olió el aliento. Luke tuvo que aguantarse la risa.
—¿Ha estado bebiendo?
—No mucho, señora.
—¿No mucho? ¿Cuánto?
—Cinco o seis cervezas, nada más.
—¡Cinco o seis cervezas!
—Sí, y una bo... botella de whisky.
Luke vio que a Joan le temblaba la boca.
—Pues acaba de caerle una multa.
Como siempre que estaba a punto de reír, Joan evitó mirar a Luke a los ojos. Negó con la cabeza y fingió escribir algo en un bloc. Después arrancó la hoja y se la tendió a Luke, que la leyó. Era la lista de la compra.
—No lo entiendo, se... señora.
—¿El qué?
—Me ha puesto una multa por unas galletas y unas medias.
Aquello fue el acabóse. Joan perdió la compostura, y la risa les duró hasta las diez, hora de acabar la sesión. Se levantaron y Joan pasó un brazo por detrás de los hombros de Luke.
—Vas muy bien. ¿Lo sabías?
Luke sonrió y asintió con la cabeza. Joan dio un paso hacia atrás y lo miró fijamente. Afirmar con la cabeza estaba terminantemente prohibido, como todo lo que sustituyera a las palabras.
—Vo... voy muy bien. ¿Vale así?
—Sí.
Joan salió con Luke de la consulta y lo acompañó por el pasillo que llevaba a recepción.
—¿Tu madre qué tal?
—Bien. Me dijo que te diera recuerdos.
—¿Sigues pensando dejar la universidad para dentro de un año?
—Sí. A mi padre le parece bu... buena idea.
—¿Y a ti?
—Pues no sé... Supongo que sí.
Joan lo miró atentamente, como si llevara la mentira pintada en la cara. Luke sonrió.
—Que sí, en serio —dijo.
Joan conocía las relaciones de Luke con su padre. Era un tema que habían tratado desde el principio, y aunque un sentido absurdo de la lealtad hubiera llevado a Luke a ocultarle muchas cosas Joan tenía la convicción de que el señor Calder era el principal responsable de la tartamudez del chico. De todos modos, Luke solía tener la sensación de que la antipatía era más honda, y que quizá tuviera que ver con lo sucedido a una de sus predecesoras, una mujer mucho más joven que Joan de quien se había encaprichado el señor Calder. Se llamaba Lorna Drewitt, y llevaba un año atendiendo a Luke cuando éste descubrió lo que estaba pasando.
Fue durante las vacaciones de Navidad del año en que Luke cumplía los doce. Su padre fue a buscarlo a la clínica y le mandó esperar en el coche mientras «hacía cuentas» con la señorita Drewitt. Tras diez minutos de espera en la oscuridad del aparcamiento, un hombre dio unos golpecitos en la ventanilla y dijo que no podía sacar el coche, que a ver si podían mover el suyo para dejarlo salir.
Luke volvió corriendo a la clínica para avisar a su padre, y no se le ocurrió llamar a la puerta de Lorna. Irrumpió en la consulta como un idiota, y en la décima de segundo que tardaron en separarse los vio arrimados al archivador. Reparó con toda claridad en la mano de su padre, que acariciaba uno de los pechos de Lorna por debajo de la blusa.