Authors: Nicholas Evans
—Supongo que se han fijado más en mis dos años de medicina —dijo él con frialdad.
Por segunda vez se produjo un largo silencio. Joel empezó a amontonar los platos.
—No me habías dicho que fueras a presentarte.
—No estaba seguro de querer el trabajo.
—Ya.
—Y sigo sin estarlo.
Pero Helen se dio cuenta de que sí lo estaba. La semana siguiente Joel tomó un vuelo a Nueva York, donde lo esperaban para la entrevista. Lo llamaron al día siguiente, proponiéndole empezar en junio. Entonces pidió consejo a Helen, y ésta le dijo lo que quería oír: que aceptara. ¡Por supuesto! Era lo mejor.
Pasó mucho tiempo antes de que volvieran a hablar del tema. De hecho no hablaban mucho. Fuera empezaba a hacer calor. Se oía el reclamo de los chorlitos, y volvían a verse correlimos por la playa, jugando incansables con las olas. En casa, sin embargo, persistía el invierno. Una nueva torpeza caracterizaba su relación, haciendo que chocaran en la cocina por falta de espacio, ahí donde en tiempos habían sabido prever sin esfuerzo los movimientos del otro, con la naturalidad de una pareja de bailarines. Se relacionaban con fría cortesía, bajo la cual Joel ocultaba su sentimiento de culpa y Helen su rabia.
Intentó convencerse de que no tenía motivos. Tampoco estaban casados, ni se les había ocurrido estarlo. ¿Qué impedía a Joel marcharse y hacer «algo que valiera la pena»? La idea era buena; más aún, digna de encomio. Él era un trotamundos. Así de sencillo. Formaba parte de su «naturaleza».
La rabia se fue diluyendo, sustituida poco a poco por la vieja sensación de haber vuelto a fracasar; sólo que esta vez era peor, y Helen se daba cuenta de ello: esta vez no sólo había intentado caer en gracia, sino que se había abierto de par en par. Joel lo sabía todo de ella. No quedaba nada a lo que aferrarse como consuelo, nada que le permitiera pensar: si lo hubiera visto no se habría marchado.
Lo había dado todo, pero ese todo había dejado que desear.
En mayo, cuando las aguas del cabo empiezan a calentarse, los xifosuros abandonan en masa sus profundos refugios invernales; y al alinearse el sol y la luna, momento en que se producen las mareas más altas del año, los cangrejos invaden los bajíos en busca de comida.
En esas fechas, durante los últimos dos años, Joel había marcado a cientos de ejemplares, clavando chinchetas de acero inoxidable en la parte trasera de sus caparazones. La idea era ver cuántos volvían. Dos semanas antes de partir para África se propuso hacerlo por última vez.
Con la cautela que había pasado a caracterizar sus relaciones, preguntó a Helen si quería ayudarlo, como había hecho el año anterior. Poco antes, queriendo demostrarle lo poco (o lo mucho) que la afectaba su partida, Helen había entrado a trabajar de ayudante de cocina en el Moby Dick, un restaurante de marisco al lado de la carretera; pero como tenía la noche libre dijo que muy bien, que si él necesitaba ayuda no tenía inconveniente en acompañarlo.
Era una noche fresca y sin nubes. La luna llena, rodeada por una especie de aura, sólo dejaba ver las estrellas más brillantes. Más tarde, Helen oyó decir que algunos consideraban al aura en cuestión como presagio de catástrofes.
Cargaron el instrumental en dos bolsas grandes, se pusieron botas de pescador y, dejando a
Buzz
en casa, se dirigieron a la franja de arena paralela al borde del estuario. La arena emitía una luz espectral, como de huesos en polvo. Caminaban separados, pero la luz de la luna confundía sus sombras.
Advirtieron la presencia de cangrejos mucho antes de llegar. El agua más próxima a la playa era un hervidero. Al acercarse vieron chocar en la oscuridad a innumerables caparazones abombados y dotados de pinzas. El agua formaba remolinos de espuma fosforescente.
La experiencia del año anterior había enseñado a Helen cómo actuar. Sacaron lo necesario de las bolsas y pusieron manos a la obra sin apenas comentarios. Joel se metió entre los cangrejos, tras protegerse las manos con gruesos guantes de goma. Fue cogiéndolos uno a uno, exponiéndolos al haz de la linterna que llevaba colgada al cuello. Los cangrejos se debatían en sus manos, sacudiendo el extremo articulado de sus caparazones con la intención de clavarle sus colas punzantes. Cada vez que encontraba un ejemplar marcado, Joel anunciaba el número en voz alta y Helen, a su lado, lo anotaba en un cuaderno. En cuanto a los no marcados, indicaba su sexo y tamaño, datos que ella anotaba concienzudamente antes de darle las chinchetas para clavar en los caparazones.
De vez en cuando, sin interrumpir el trabajo, él señalaba algo y daba explicaciones, por ejemplo de cómo varios machos (hasta una docena) se peleaban por una hembra, pero sólo uno conseguía aparearse. Enfocó una hembra con la linterna para enseñársela a Helen. El cangrejo había excavado un nido poco profundo en la arena, lo más cerca del agua que se había atrevido a llegar. Se veían salir a chorro los huevecillos, arracimados en grumos relucientes de color gris verdoso. El macho, bien cogido a la hembra, los cubría con esperma, mientras sus compañeros de sexo luchaban por hacer lo mismo, ajenos a la proximidad de seres humanos.
Helen. empezó a preguntar algo, pero de repente se le quebró la voz y dejó la frase a medias, dándose cuenta de que estaba llorando. Hacía un año que ese mismo espectáculo la había llenado de asombro; en aquel instante, sin embargo, el frenesí, la ferocidad ciega y primitiva con que aquellas ancestrales criaturas se empeñaban en sobrevivir y perpetuar sus genes a través de los siglos por espacio de millones de años, como una demostración de poder inmenso e implacable, la llenaron de miedo y tristeza.
Advirtiendo la tensión de su expresión, Joel se acercó a ella chapoteando por el agua y la abrazó. Helen se aferró a él, sollozando contra su pecho como una niña desconsolada.
—¿Qué? —dijo él, apartando los enredados mechones que cubrían la cara de Helen—. ¿Qué pasa?
—No lo sé.
—Dímelo.
—No lo sé.
—Sólo es un año, Helen. Pasará rápido. Ya verás cómo dentro de un año exacto estamos aquí otra vez, marcando cangrejos entre los dos.
—No hagas bromas.
—Lo digo en serio. Te lo prometo.
Al mirarlo a los ojos, ella tuvo la impresión de que también estaba a punto de llorar.
—Te quiero —dijo.
—Yo también te quiero.
No olvidaría nunca el aspecto de Joel: un fantasma desdibujado, convertido de pronto en otro, un desconocido. Una sonrisa de Joel conjuró la extraña imagen. Después la besó, mientras, ruidosos e incansables, los cangrejos se arremolinaban a sus pies sin hacerles caso, con la luna brillando en sus caparazones negros.
Hacía casi dos meses que se había marchado.
Helen apagó el cigarrillo y llamó a
Buzz
. Ya le había dejado bastante tiempo para hurgar en el arca en busca de ratas, y empezaba a tener frío. Volvió a llamarlo y emprendió el camino de regreso por la playa. Lejos, en el bosque, un buho repetía su queja sin descanso.
Recogió la bolsa que había dejado al lado de la puerta. Los bichos seguían de fiesta en torno a la bombilla.
Buzz
les ladró un par de veces, hasta que Helen le hizo callar y lo empujó por la puerta mosquitera que daba a la cocina.
No encendió la luz. La presencia de Joel lo invadía todo. Había dejado gran parte de sus pertenencias, en un vano intento por convencerla de su regreso: libros, un par de botas, el compact portátil con altavoces de última generación y todos los discos compactos de ópera. Desde que Joel no estaba, ella tenía miedo de escuchar música.
El contestador indicaba tres mensajes pendientes de escucha. Los reprodujo a oscuras, contemplando el reflejo de la luna en la bahía. El primero era de su padre. Esperaba que hubiera llegado a casa sin problemas, y decía estar seguro de que iba a hacerse muy amiga de Courtney. El segundo era de Celia, que sólo quería saludarla. El tercero era de su viejo amigo Dan Prior, otro obseso de los lobos.
Trabajando juntos un verano en el norte de Minnesota, Helen y Dan habían tenido una aventurilla, tan insignificante que casi no merecía ser llamada así. Dan constituía una de las pocas excepciones en el catálogo de imbéciles con que solía salir Helen, pero eso no impedía que hubiera sido un error. Estaban hechos para ser amigos, no amantes. Además, como todos los hombres atractivos, Dan gozaba de un matrimonio feliz. Para colmo, Helen conocía a su mujer e hija y le caían bien.
Llevaban unos tres años sin hablar, y ella se alegró de oír su voz en el contestador. Dan le ofrecía trabajo en Montana, y le pedía por favor que lo llamara.
Echó un vistazo al reloj. La una menos cuarto. Se acordó de que era su cumpleaños.
El nombre de bautismo de Buck Calder era Henry Clay Calder III, pero a Buck nunca le había gustado la idea de ser tercero de nadie (ni tercero ni segundo), y siempre había sido mucho más Buck que Henry, tanto para sus allegados como para quienes no lo eran.
Le habían puesto el apodo a los catorce años, después de que se llevara todos los premios en el rodeo del instituto y esperara a después del reparto de premios para revelar que tenía dos dedos rotos y una fractura de clavícula. Ya entonces, las connotaciones más carnales del nombre no habían pasado desapercibidas a las chicas de su clase. Se había convertido en objeto de susurros de admiración, y en cierta ocasión de un severo interrogatorio limitado al sector femenino, tras hallarse su nombre en una pared del lavabo de chicas, unido por la rima a una palabra de la que sólo difería por una letra.
De haber optado alguna de las chicas en cuestión por sincerarse con su madre, quizá hubiera suscitado menor sorpresa de la prevista; y es que la generación anterior de alumnas de Hope había experimentado sentimientos de similar intensidad por el padre de Buck. Según todas las versiones, Henry II había aplicado al beso un método singular que persistía de por vida en la memoria de las chicas. Por lo visto, los genes masculinos de los Calder tenían un fuerte componente de seducción.
Del abuelo de Buck, Henry I, no habían llegado detalles tan íntimos. La historia sólo recogía su capacidad de resistencia. Se trataba del mismo Henry Calder que en 1912 había cargado unas pocas vacas y gallinas, una esposa recién casada y el piano vertical de esta última en un tren que salía de Akron (Ohio) hacia el Oeste.
Al llegar a destino, el primer Henry y su esposa descubrieron que las mejores tierras ya tenían dueño, y él acabó reclamando sus derechos sobre una zona montañosa que la prudencia de los demás rancheros había mantenido en estado virgen. Construyó su casa en el mismo lugar donde décadas más tarde se erigiría el majestuoso rancho actual. Instalados en el escenario de incontables rendiciones, en una zona donde los rancheros eran expulsados por la sequía, el viento y unos inviernos que mataban hasta al ganado más fuerte, los Calder se las arreglaron para sobrevivir, a excepción del piano, que nunca volvió a sonar como antes del viaje.
Henry compró las tierras que sus vecinos no podían pagar, y poco a poco el rancho Calder se fue extendiendo, bajando por el valle en dirección a Hope. Las ambiciones dinásticas de Henry hicieron que pusiera su nombre al primogénito. Se propuso convertir en motivo de orgullo la H y C enlazadas de su hierro de marcar.
El padre de Buck no llegó a ir a la universidad, pero siempre que se lo permitían sus devaneos amorosos leía cuanto podía conseguir sobre la cría de ganado. Hacía que la biblioteca solicitara libros que conocía de nombre e importara de Europa revistas sobre el tema. Su padre consideraba demasiado modernos algunos artículos que le leía el joven Henry, pero siempre tenía la sensatez de seguir escuchando. Fue su hijo quien lo convenció de que se dedicara a las Hereford de pura raza; y, cuantas más decisiones dejaba en sus manos el viejo Henry, más prosperaba el rancho.
Buck creció con toda la confianza en sí mismo que podía darle su situación, unida a una buena dosis de arrogancia. No había rancho más grande que el de los Calder, ni ranchero más listo que su padre. Algunos esperaban que el dinamismo legendario de los Calder corriera con menos fuerza por las venas del tercer Henry. Otros lo deseaban en secreto. Los hechos demostraron lo contrario. Buck tenía dos hermanas mayores y dos hermanos menores, pero quedó clara desde el principio su condición de único heredero legítimo del imperio.
Fue a la universidad en Bozeman, donde recibió una formación exhaustiva en genética. A su regreso contribuyó a que el rancho diera un paso adelante en todos los aspectos. Inició un registro individualizado de los animales, cuya evolución recogía con todo detalle. Facilidad reproductora, instinto maternal, aumento de peso, temperamento, todo ello y mucho más era objeto de inspección y traducido en implacables decisiones. La progenie de los ejemplares que pasaban el examen prosperaba; los que revelaban carencias eran sacrificados sin demora.
Como filosofía, apenas se diferenciaba de la que rancheros y granjeros habían adoptado desde hacía muchos años. Eliminar las peores cabezas de ganado no tenía nada de revolucionario, pero sí el rigor con que se aplicaba en el rancho Calder. Los cambios de Buck provocaron un aumento espectacular del rendimiento en todos los terrenos, y pronto se convirtieron en la comidilla de los ganaderos del estado. El primer Henry Calder murió con la seguridad de que su linaje alcanzaría recio y glorioso el umbral del siglo siguiente.
Pero Buck no había hecho más que empezar. Fallecido el patriarca, defendió la sustitución de la raza Hereford por la Black Angus. Alegó que eran mejores madres, y que no tardarían en hacer furor. Su padre se escandalizó. Dijo que era dar al traste con todo aquello por lo que habían trabajado durante años. Aun así, Buck le arrancó el permiso de criar unas cuantas Black Angus, a ver qué pasaba.
De la noche a la mañana, sus pocos ejemplares superaron a las Hereford en toda regla. Su padre aceptó el cambio, y en pocos años los Calder se habían quedado sin competencia como criadores reputados de Black Angus de pura raza. Los toros criados por Calder y la calidad de su simiente tenían fama en todo el Oeste, e incluso más allá.
Hablando de simientes, el joven Buck Calder no tenía tantos escrúpulos con la suya. Era generoso con sus favores, y recorría grandes distancias para dispensarlos. De Billings a Boise no había burdel decente que no hubiera sido honrado con su presencia. Solía presumir de que un hombre tenía tres derechos inalienables: la vida, la libertad y la búsqueda de mujeres.