Era primera hora de la tarde. A su llegada al aeropuerto de Gatwick la noche anterior, Brock había ido en su propio coche a su anónimo despacho del Strand y telefoneado a Aiden Bell por la línea segura. Bell era el comandante del grupo operativo interdepartamental al que Brock estaba asignado en el presente.
– El pueblo es propiedad de la compañía -explicó después de exponer la teoría del suicidio del capitán Alí con el debido escepticismo-. La alternativa es te hacemos rico o te matamos. El pueblo ha optado por hacerse rico.
– Muy sensato de su parte -comentó Bell, un ex militar-. Mañana después de las plegarias reunión táctica. En la oficina.
A continuación Brock, como un pastor preocupado por su rebaño, estableció comunicación con sus destacamentos uno por uno, empezando por un piso cerrado a cal y canto en una esquina de Curzon Street, continuando con una furgoneta del servicio de averías de British Telecom estacionada junto al Hyde Park y terminando por el vehículo que servía de centro de operaciones a una brigada móvil destinada a un valle perdido en la parte más despoblada de Dorset. «¿Alguna novedad?», preguntaba a los jefes de unidad sin siquiera presentarse. «Nada de nada, señor», respondían decepcionados. «Ni señales, señor.» Brock respiró aliviado. Dame tiempo, pensó. Dame a Oliver. En un silencio monacal, empezó a consignar sus gastos operacionales del último viaje en una solicitud de reembolso. Rompió aquel silencio el zumbido del intercomunicador de Whitehall y la voz desparpajada de un funcionario de la policía londinense, calvo y de muy alto rango, llamado Porlock. Brock pulsó de inmediato el botón verde que ponía en marcha la grabadora.
– ¿Dónde demonios has estado, si el señorito me permite la indiscreción? -dijo Porlock, muy bromista él, y Brock vio en su memoria la falsa sonrisa desplegada en toda la amplitud de su mandíbula picada de viruela, preguntándose cómo un personaje tan declaradamente corrupto podía andar por la vida con tanto descaro y durante tanto tiempo.
– En ningún sitio al que me apetezca volver, gracias, Bernard -respondió con afectada formalidad.
En ese tono hablaban siempre, como si sus agresiones mutuas fuesen un mero entrenamiento, cuando en realidad Brock las vivía como un duelo a muerte donde no podía haber más que un vencedor.
– Y bien, Bernard, ¿qué te ronda por la cabeza? -dijo Brock-. Hay gente que duerme por las noches, según he oído decir.
– ¿Quién mató, pues, a Alfred Winser? -preguntó Porlock con voz persuasiva, a través aun de su amplia sonrisa.
Brock simuló un esfuerzo de memoria.
– Winser. Alfred. Ah, sí. Bueno, desde luego no murió de un resfriado común, al menos por lo que he leído en los periódicos. Ahora que lo dices, pensaba que vosotros estaríais ya allí, frustrando las indagaciones de los lugareños.
– Y entonces ¿por qué no estamos allí, Nat? ¿Por qué ya no nos quiere nadie?
– Bernard, no me pagan para buscar explicación a las idas y venidas de los distinguidos caballeros de Scotland Yard. -Brock seguía viendo la insolente sonrisa, hablándole a ella. Algún día, pensó, si vivo lo bastante, le hablaré a través de los barrotes de una celda, lo juro.
– ¿Por qué insisten esos maricas del Foreign Office en que espere a ver el informe de la policía turca antes de imponerles mis ingratas atenciones? -dijo Porlock-. Aquí interviene una mano oculta, y me da la impresión de que es la tuya… cuando no la tienes ocupada en otra cosa.
– Ahora sí que me has dejado de una pieza, Bernard. ¿Por qué iba a entorpecer la acción de la justicia un simple y baqueteado agente de aduanas a dos años de la jubilación?
– Persigues a los que blanquean el dinero, ¿no? Todo el mundo sabe que Single blanquea dinero para el Salvaje Este. Prácticamente se anuncian en las Páginas Amarillas.
– ¿Y eso, Bernard, qué relación tiene con la fortuita muerte del señor Alfred Winser? No acabo de ver la causalidad, me temo.
– El caso Winser es afín, ¿o no? Si descubres quién mató a Alfred Winser, quizá consigas atrapar a Tiger. Me imagino a nuestros jefes de Whitehall encantados con la idea, sobre todo si de paso les lamen un poco el culo. -Remedó de manera insultante un habla de niño bien, unida a un homófobo ceceo-. «Deje que el bueno de Nat se encargue de esto. Este caso le viene que ni pintado al bueno de Nat.»
Brock se permitió una pausa para el rezo y la contemplación. Estoy presenciándolo en vivo, pensó. Está ocurriéndome a mí en este mismo momento. Porlock viene con el propósito de proteger a quien lo tiene a sueldo, y actúa a cara descubierta. Vuelve a ponerte la máscara, pensó. Si eres un sinvergüenza, obra como tal y no te sientes a mi lado en las reuniones semanales.
– Mira, Bernard, yo no persigo a quienes blanquean dinero -aclaró Brock-. Persigo su dinero. Una vez perseguí a uno, es cierto, hace mucho tiempo -recordó, caricaturizando su nasal acento de Liverpool-. Gasté una fortuna en abogados y contables para investigar sus actividades, no dejé piedra por mover. Al cabo de cinco años y varios millones de libras de las arcas del Estado, me hizo un corte de mangas en vista pública y se marchó libre de todo cargo. Según me han dicho, los miembros del jurado todavía tratan de leer las palabras largas. Así que buenas noches, Bernard, y por mucho tiempo.
Pero Porlock aún no había terminado.
– Oye, Nat.
– ¿Qué?
– Suéltate la melena. Conozco un pequeño club nocturno en Pimlico. Va gente muy agradable, y no toda de sexo masculino. Invito yo.
Brock apenas pudo contener la risa.
– Andas un tanto equivocado, ¿no crees, Bernard?
– ¿Y eso a qué viene?
– Se supone que los policías son sobornados por los sinvergüenzas. No van por ahí sobornándose mutuamente, al menos en mi tierra.
Tras zafarse de Porlock, Brock abrió una imponente caja fuerte empotrada en la pared y extrajo una agenda en cuarto, de tapa dura y papel pautado, con un marbete donde se leía la palabra hidra, escrita de su puño y letra. La abrió por el día de la fecha y, con su prolija caligrafía de juzgado, anotó lo siguiente:
01.22 h., llamada no solicitada del com. Bernard Porlock para pedir información respecto a la investigación del asesinato de A. Winser. La conversación grabada terminó a las 01.27 h.
Y al acabar de rellenar la solicitud de reembolso, telefoneó a su esposa Lily a su casa de Tonbridge, pese a que pasaba ya de las dos de la madrugada, y se dejó obsequiar con la narración de los escabrosos sucesos ocurridos en el Ateneo Femenino del pueblo, que le confió en un ininterrumpido torrente de palabras.
– Y la tal señora Simpson, Nat, va derecha a la mesa de las confituras y coge el tarro de mermelada de Mary Ryder y lo estampa contra el suelo. Luego mira a Mary y dice: «Mary Ryder, si vuelvo a ver a tu Herbert frente a la ventana de mi baño con su repugnante miembro en la mano a las once de la noche, le echaré el perro, y lo lamentaréis los dos.»
Brock no explicó dónde había estado aquellos últimos días, y Lily no preguntó. A veces el secretismo la entristecía, pero por lo general era como un compromiso mutuo y precioso de servicio. A la mañana siguiente a las ocho y media en punto, Brock y Aiden Bell cruzaron el río en dirección sur a bordo de un taxi. Bell era un hombre elegante, dotado de una aparente distinción que inspiraba confianza a las mujeres, inconscientes del peligro que corrían. Lucía un traje verde de tweed de aspecto militar.
– Anoche recibí una invitación de un san Bernardo calvo -informó Brock con el susurro de corto alcance que de mala gana empleaba para divulgar secretos-. Quería llevarme a un club de alterne de Pimlico que él conoce, para así poder tomarme unas fotografías comprometedoras.
– Un hombre de gran sutileza, nuestro Bernard -comentó Bell con severidad, y por un momento ambos hicieron un fondo común de su indignación. Bell añadió-: Algún día.
Ni Bell y Brock eran ya lo que parecían. Bell era un militar y Brock, como había recordado a Porlock, un modesto agente de aduanas. Sin embargo los dos habían sido asignados al grupo operativo mixto, y los dos sabían que el principal objetivo del grupo era salvar las diferencias artificiales entre los departamentos. El segundo sábado de cada mes, todos los miembros sin obligaciones en otra parte estaban invitados a asistir a aquellas informales sesiones de plegarias celebradas en un lúgubre edificio en forma de caja a orillas del Támesis. Aquel día la oradora era una mujer bien informada de Investigaciones que les ofreció el último y catastrófico recuento de las actividades delictivas internacionales:
– tantos kilos de material nuclear apto para la industria armamentista vendidos bajo mano a tal o cual disidente de Oriente Próximo;
– tantos miles de ametralladoras, fusiles automáticos, gafas de visión nocturna, minas de tierra, bombas dispersoras, misiles, tanques y piezas de artillería entregados mediante certificados de destinatario final falsos al último narcotirano o déspota africano proclive a los métodos terroristas;
– tantos billones de dinero procedente de la droga desaparecidos misteriosamente en la llamada economía blanca;
– tantas toneladas de heroína refinada enviadas por barco a los puertos europeos vía España y el norte de Chipre;
– tantas toneladas introducidas en el mercado británico en las últimas doce semanas, con un valor en la calle de tantos cientos de millones, tantos kilos incautados, equivalentes según un cálculo aproximado al 0,0001 por ciento del total bruto.
La venta de narcóticos ilegales, dijo la mujer con voz melodiosa, ascendía en la actualidad a una décima parte del comercio internacional.
Los norteamericanos gastaban setenta y ocho billones de dólares anuales en el consumo de drogas.
La producción mundial de cocaína se había duplicado en los últimos diez años y la de heroína se había triplicado. En su conjunto, el sector facturaba anualmente cuatrocientos billones de dólares.
La elite militar de Sudamérica había abandonado la guerra en favor de la producción de droga. Los países donde no era posible cultivarla ofrecían refinerías y complejos medios de transporte a fin de entrar en el negocio.
Los gobiernos no involucrados se hallaban en un dilema: ¿Debían frustrar el éxito de la economía sumergida -en el supuesto de que ello estuviese a su alcance- o participar de su prosperidad?
En las dictaduras, donde la opinión pública no contaba para nada, la respuesta era obvia.
En las democracias existía una doble actitud: los partidarios de la intolerancia absoluta daban patente de corso a la economía sumergida en tanto que los partidarios de la despenalización le daban carta blanca, comentario que la mujer bien informada utilizaba como indicación para penetrar a hurtadillas en la guarida de la Hidra.
– La delincuencia no es ya un hecho al margen del Estado si es que alguna vez lo ha sido -declaró con la firmeza de una directora de colegio en su alocución de despedida a los alumnos recién graduados-. Hoy en día la magnitud de las ganancias es demasiado grande para dejar la delincuencia en manos de los delincuentes. No nos enfrentamos ya con temerarios forajidos que tarde o temprano se delatarán ellos mismos por torpeza o reincidencia. Considerando que un alijo de heroína descargado sin percance en un puerto británico tiene un valor de cien millones de libras y un capitán de puerto disfruta de un salario de cuarenta mil, nos enfrentamos con
nosotros
mismos. Con la capacidad del capitán de puerto para resistirse a una tentación de un nivel sin precedentes. Con el superior del capitán de puerto. Con la policía portuaria. Con
sus
superiores. Con los agentes de aduanas. Con
sus
superiores. Con las autoridades, banqueros, abogados y administradores que vuelven la cabeza y miran en otra dirección. Es absurdo pensar que esa gente puede sincronizar sus esfuerzos conjuntos sin un mando central y un sistema de control, y la connivencia activa de personas situadas en altos cargos. Ahí es donde interviene la Hidra.
Se oyó un chasquido en algún lugar de la sala y detrás de la mujer apareció proyectado en una pantalla el inevitable soporte visual, mostrando la anatomía del cuerpo político británico como un árbol genealógico. Dispersas por todo él se hallaban las numerosas cabezas de la Hidra y, en color dorado, las hipotéticas líneas que las conectaban. Instintivamente Brock posó la mirada en la policía londinense, donde imperaba la silueta calva de Porlock como un arrogante medallón romano y surgían de él líneas doradas como manantiales de munificencia. Nacido en Cardiff en 1948, rememoró Brock. Incorporado en 1970 a la Brigada de Investigación Criminal de la región centrooccidental de Inglaterra, amonestado por exceso de celo en el cumplimiento del deber, es decir, por falsear pruebas. Baja por enfermedad, ascenso por traslado. Incorporado en 1978 a la policía portuaria de Liverpool, obtenida la espectacular condena de una banda de narcotraficantes ineptos que competía imprudentemente con un rival bien asentado. Tres días después de concluir el juicio, vacaciones en el sur de España con todos los gastos pagados en compañía de los jefes de la banda rival. Después de alegar que reunía información criminal de vital importancia, exonerado, traslado por ascenso. Investigado en 1985 por presunta aceptación de incentivos del jefe identificado de una organización mafiosa belga dedicada al narcotráfico. Exonerado, elogiado, ascenso por traslado. En 1992 descubierto por un periódico sensacionalista inglés mientras comía en un restaurante de alterne de Birmingham con dos miembros de un grupo serbio especializado en la adquisición ilegal de armas. Pie de foto: «el pícaro porlock. ¿De qué lado está, comisario?» Cincuenta mil libras de indemnización como resultado de una demanda por calumnia, exonerado tras una investigación interna, ascenso por traslado. ¿Cómo puedes mirarte a la cara en el espejo cada mañana al afeitarte?, se preguntó Brock. Respuesta: sin el menor problema. ¿Cómo duermes por las noches? Respuesta: a pierna suelta. Respuesta: tengo más conchas que un galápago y la conciencia de un cadáver. Respuesta: quemo informes, aterrorizo testigos, ando con la cabeza bien alta.
La reunión terminó, como era habitual, con un ánimo de jocosa desesperación. Por una parte, se alentó a la tropa: todo estaba permitido, todo era poco en la guerra contra la perversidad humana. Pero también sabían que, aun viviendo mil años y saliendo airosos en todos sus esfuerzos, como mucho causarían unas cuantas heridas superficiales al eterno enemigo.