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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (18 page)

BOOK: Sin entrañas
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Los invitados se miran, desconcertados. Marga hace como que no se entera y agita los dedos en el aire, acompañando una melodía que sólo ella percibe. Fattush y Diana se ponen en pie.

—¡Sin pérdida de tiempo! —grita la detective.

Y echa a correr hacia la salida, seguida por el inspector.

Cuando llegan a media escalera se percatan de lo ocurrido. Al pie de los relucientes escalones, el cuerpo de Fuad el-Rashid aparece en el suelo, en forma de zeta, con el último peldaño como almohada y el mazacote de cabello negro tinta alborotado como una vieja palmera. Tiene los ojos abiertos y fijos, la mandíbula caída. A su lado, Farida y Raheb, abrazados, sollozan.

—¡Cuando hemos llegado ya estaba así, lo juro! —grita la joven—. ¡Muerto, mi amado Fuad!

Y oculta el rostro en el pecho de su hijastro. Éste se encara con la mirada de Fattush:

—No creerá que yo, que nosotros…

El libanés se encoge de hombros:

—Eso no me concierne, es cosa de vuestra policía. Pero mi amiga sin duda tendrá algo que decir al respecto.

Dándose por aludida, Diana se arrodilla y examina atentamente al muerto.

—Aparentemente, y a falta de un examen forense —aventura—, parece que se ha caído, se ha roto el cuello al dar contra el último escalón y que el tupé, contra todo pronóstico, era suyo. Aunque bien podría ser que… Fattush, ¿te importaría impedir que se acerquen?

Señala la cubierta superior. Algunos invitados empiezan a atreverse a bajar.

—Tendrán que quedarse en su sitio hasta que levanten el cadáver —indica, rápida—. Cálmales, diles que ha sido un accidente. ¡Pero no les ofrezcas el Macallan! Ponlo a buen recaudo, que me temo que esta noche lo vamos a necesitar.

—¡Paso! ¡Dejadme paso! —grita Roxana.

Ninguno de los dos está preparado para detenerla. Como un torbellino de tules violeta, ya se ha lanzado hacia ellos, con la pretensión de arrojarse sobre el cuerpo y, la detective lo ve venir, montar una escena. Encogiéndose de hombros, el inspector desaparece en la cubierta superior.

—¡Oh, no! ¡Él también! —exclama la anfitriona, teatral, señalando el evidente cadáver—. ¡Marga no podrá soportarlo! —Se vuelve hacia Farida y Raheb—. ¡Os dije que no le permitierais bajar solo! ¡Caiga su sangre sobre vuestras conciencias!

Ágilmente, Dial se incorpora e interpone su cuerpo entre la falsa lady y el muerto. La toma por los hombros:

—Necesitaré toda tu serenidad —miente—. Todo tu poder.

Halagada, la otra se tranquiliza y se afirma la peluca, con su peculiar volubilidad.

—¿Qué puedo hacer? —se ofrece.

Sonríe Diana.

—Lo que mejor se te da: controlar. Para empezar, ordénale a Seboso que avise a las autoridades.

—¿A quién has dicho?

Se lo explica. Roxana se aleja y Diana, todavía en posición de vigilancia, se cruza de brazos y contempla, severa, a Raheb y a su madrastra y, posiblemente, amante. Y también viuda, cae en la cuenta. La tercera, a bordo.

De arriba llegan las voces de protesta de los pasajeros y las órdenes secas de Fattush, plenas de autoridad. Luego, murmullos. Volviendo a fijar su atención en lo que queda del cantante, la detective advierte que, más allá del rímel corrido, sus ojos ofrecen la expresión de asombro ante la muerte que ha visto con anterioridad en otros cuerpos rotos, lo mismo en las guerras en las que trabajó como reportera que en las batallas privadas que visita como detective. Quizá éste se sentía particularmente inmortal.

—¡Otro muerto en el
Karnak
! —clama a su lado, inconfundible, Hadi Sueni.

El director de Antigüedades, que comparece acompañado por su Cartier, no parece sorprendido ni descompuesto. Se limita a subrayar lo obvio, como antes ha hecho, a su manera, Roxana.

—¿Qué hacéis aquí? —Instintivamente, Diana mira escaleras arriba. No les ha visto bajar.

—Venimos del baño —explica él, señalando hacia popa—. A Lulú le gusta sentirse en la intimidad del suyo, y la he acompañado a su camarote. ¿Qué ha pasado?

Antes de que Diana pueda responderle vuelve Roxana, arrastrando a Seboso.

—¡Oh, tú, maldito! —Furiosa, la anfitriona agarra a Sueni por las solapas de su esmoquin y lo sacude—. Haciéndote cargo de todo, ¿no? ¡Como en los viejos tiempos!

Por suerte,
Monsieur le Directeur
reclama su atención para anunciar, tras un convencional carraspeo, que ha avisado a las autoridades.

—¡Otro muerto en mi barco! —añade el hombre, y ya son tres los que han constatado lo innegable. Algunos lagrimones se mezclan con el sudor de su semblante congestionado—. Si corre la voz, ya podemos despedirnos de visitantes. ¡La compañía que gestiona el buque se trasladará al Misisipi, y yo perderé mi empleo!

La detective le observa con severidad:

—Estamos hablando de la vida de un hombre.

Nuevo carraspeo.

—Desde luego, señora. ¡Un ídolo, adorado por el pueblo! —Seboso se apresura a asentir—. En tierra están desolados. Al mismo tiempo, comprenden el gran honor que supone para ellos hacerse cargo de los despojos de esta gloria patria. Edfu pasará a la historia por haber sido el lugar desde donde Alá quiso llevarse a uno de sus hijos predilectos.

—¿Podemos… retirarnos? —pregunta Raheb tímidamente.

Los dos únicos familiares presentes parecen los menos afectados por la situación. Se diría que están deseando quedarse solos para echar cuentas. Demasiado evidente, piensa Diana. No pueden haberle matado ellos. El hombre era muy mayor, las escaleras habían sido limpiadas poco tiempo atrás… Un accidente.

—Podéis retiraros hasta que lleguen las autoridades. Pero sin salir de vuestros camarotes —decide Dial.

Lulú Cartier también se retira, alegando hallarse indispuesta, pero Sueni no se mueve:

—Mi presencia puede resultar determinante —aduce— para que las diligencias sean ejecutadas con la mayor precisión y rapidez posibles.

Roxana se exaspera.

—Oh, Dios, no te soporto. —Pero cambia pronto de argumento—. La sensible Marga… Me pregunto cómo encajará esta nueva pérdida. Sigue arriba, espero que el querido Fattush esté cuidando de ella. ¡No encuentro a Haggar por ninguna parte!

—¿Y nuestro doctor? —Se interesa Sueni—. Quizá bastaría con que él firmara el certificado de defunción.

—De ninguna manera. —Se impone Diana, mirando a su amiga—. Ya está bien de martingalas. Vamos a dejar que un forense local se encargue del asunto. Además, el médico de esta familia ha enfermado.

—¡Coño! —Roxana se da un golpe en la frente—. ¡Me había olvidado de Creus! ¡Tanto trajín la vuelve loca a una! Se ve que hay una especie de virus, una cosa del estómago. Primero ha caído aquí la periodista, y luego el doctor. Se le pasará pronto, espero, igual que a ti.

Dial mueve la cabeza, dubitativa. Si lo suyo ha sido falso, ¿por qué no puede ser también un truco la inesperada indisposición de Joan Creus?

—¡Va a ser un entierro multitudinario! —comenta Sueni—. Era muy amado por el pueblo. Y por el Jefe del Estado.

Se sumen los tres en un mutismo sólido. Diana, cansada, se quita las sandalias y deja que la fría y húmeda madera le alivie el dolor de pies.

XXII

—Bueno, al menos esto se ha terminado. Y este muerto no era nuestro —comenta Fattush, aliviado—. ¡Cuando le cuente a mi madre que le llevo como recuerdo lo último que Fuad el-Rashid cantó en su vida!

Ocupan sendas hamacas en la cubierta superior, en la que ya no quedan rastros de la insigne velada, lamentablemente corolada por el fallecimiento del cantante. Muerte instantánea por impacto en el bulbo raquídeo, ha diagnosticado el médico egipcio que acompañaba al alcalde y al jefe de policía de Edfu, poco antes de autorizar el levantamiento del cadáver. Interrupción súbita de la transmisión de impulsos de la médula espinal al cerebro. Paro cardíaco. Otro, no puede evitar decirse Dial.

Aunque cansados, el inspector y la detective no se privan de disfrutar de su mutua compañía, tras recuperar la botella de whisky que Fattush había confiado a la custodia del camarero a quien tiene engatusado con sus propinas. En un momento dado, Diana, que sigue descalza, se arroja un chorro de Macallan en la planta del pie izquierdo.

—¿Qué haces? ¿Costumbre española? —inquiere el hombre.

—Me he clavado algo, no es nada. —Se limpia con un kleenex la invisible herida—. Creo que nunca más podré volver a pasearme tranquilamente por el Nilo…

—¿Descalza o en sentido figurado?

—Ni descalza ni con zapatos. Esto apesta a delito.

—¿Por un muerto o dos te pones así? Amiga mía, éste es un río hecho para la eternidad.

—A causa de los vivos, Fattush. Son los vivos quienes me producen escalofríos. ¿Estás seguro de que lo de El-Rashid no nos atañe?

—Aun en el caso de que no se trate de una muerte accidental, de que Raheb o Farida, o los dos, llegaran a tiempo de pillar al viejo para darle un oportuno empujón… No veo que nos concierna.

—Hay algo sobre lo que no dejo de dar vueltas desde que he visto el cadáver.

—¿A qué te refieres?

—No ha gritado. Hemos oído el doble grito de sus parientes, pero Fuad El-Rashid no ha gritado mientras se precipitaba hacia su muerte. Y eso es lo primero que uno hace tanto si le empujan como si resbala y se cae, algo que en principio no he descartado, dado que poco tiempo antes la escalera había sido baldeada. No ha gritado, insisto. Y nuestro supuesto accidentado acababa de demostrarnos que se hallaba en plena posesión de sus facultades como barítono.

Cuando Diana Dial sale de su profundo sueño, el sol penetra ya por los resquicios de la persiana veneciana. Su reloj de pulsera, en la mesita de noche, marca las diez y cuarto. Tarde para los horarios a bordo y para el despliegue de luz meridional, que propulsa la actividad en el barco desde el amanecer. Esta mañana apenas se escuchan los sonidos propios de esa hora. El
Karnak
continúa anclado en Edfu.

Poco a poco, lo sucedido durante la intensa jornada anterior se despliega ante la detective, dividiéndose como piezas de antigüedades que aguardan ser colocadas en las vitrinas que les corresponden. Las conversaciones que mantuvo por la tarde con el médico, con Laia e Ismail, con Haggar. El concierto de El-Rashid y su sospechoso fallecimiento. El animado grupo que se formó, en las primeras horas del nuevo día, entre funcionarios y enfermeros que rivalizaban en sollozos y muestras de fervor, para conducir al difunto hacia una ambulancia. Farida y Rashid, extrañamente desamparados, abandonando la nave tomados de la mano, sin que nadie les hiciera caso. ¿Le empujaron ellos? Diana frunce el ceño. En esta muerte hay algo importante que se le escapa. Lo que ocurre es que, en este momento, son tantos los pellizcos que se acumulan en su estómago que le resulta difícil distinguir cuál de los variados enigmas que la rodean se lo provoca.

Echa mano al bolso que dejó en la cama la noche anterior, demasiado fatigada para controlar su desorden. Al moverse, unas cuartillas resbalan. Asoma la nariz desde el alto lecho con cabecera de latón y ve que la alfombra está cubierta de papeles. Pitu Morrow. Esta madrugada, al regresar por fin a su camarote después de su charla en cubierta con Fattush y el señor Macallan, se encontró con un sobre, con el membrete del
Karnak
estampado en el dorso, colocado cuidadosamente encima de su almohada: «Para mi ídolo pop, con admiración. P. M.» Alguno de los camareros lo habrá dejado aquí, se dijo, o quizá Joy.

Recuerda la ex reportera que el sueño la venció apenas leída la última frase de las inconexas introspecciones. Faulkner con LSD, recuerda también que pensó, antes de sumirse en el sueño, preguntándose cuánto había de verdad en el oscuro relato introspectivo de Morrow. Recupera rápidamente las cuartillas, las hojea hasta dar con el único párrafo que le interesa, de cara al caso.

Raza de canallas. ¿Podía haberlo evitado él, de haberse comportado de modo menos complaciente, de no encontrarse esa noche en poder de fuerzas incontrolables

sus demonios, deshaciéndole, comiéndole las tripas

que le atraían desde el subsuelo de su conciencia? ¿Alguien puede acusar a un hombre que se hunde de aferrarse a un madero podrido, y que ese madero resulte ser su propio brazo, su propio corazón superviviente de tantas dentelladas? No podrás olvidar mientras vivas esa escena que nunca presenciaste, la casa grande y vacía

ella, ¿dónde estaba ella
?—
, y el poderoso, el dueño, mi Némesis, sentado detrás de su mesa de despacho, todo amabilidad, todo propuestas, hasta que puso sus manos sobre ti, puso tu cuerpo sobre ti, te poseyó mientras el hombre herido, el hombre hundido que le ha conocido bien, se refocilaba en su soledad y en su caída, intuyendo la consumación de su último acto supremo de miseria, Judas se hizo padre y habitó entre nosotros, el de entregarle aquello que más amaba. Y cuando lo que más amaba regresó, el hombre hundido, el hombre herido

ahora ya sí, para siempre

, el hombre caído leyó en su rostro, en el pequeño y dulce rostro de la virgen cuya protección había asumido hasta el fin de los días, la escena intolerable, imperdonable, la escena que no había presenciado, y supo que nunca podría perdonarse
.

El resto del escrito no va más allá de ser un curioso apunte que refleja el desarrollo de una neurosis. Igual de delirante que el párrafo en cuestión, pero con menor sentido para la periodista.

Golpes en la puerta. Es Joy, que abre utilizando su propia llave, con Yara en su canasto. Dial se apresura a despejar su cama, colocándolo todo, bolsa y papeles, en el lecho gemelo, y pide:

—Déjamela un rato, quiero olerla.

Hunde su nariz en los rizos de la niña, le hace cosquillas, juega a quitarle y ponerle el chupete entre los labios. Un paréntesis limpio que la tranquiliza.

—Qué ganas tengo de largarme de este barco —suspira.

Observa que Joy no parece coincidir con ella.

—¿Algún problema? —se interesa Diana—. ¿Es que no deseas regresar a tu fabulosa vida en Abu Daoud, volver a cubrir tu cabellera con el
hiyab
y trabajar para Ahmed y su familia? ¿Tiene tu esquiva actitud ante la perspectiva hogareña algo que ver con un apuesto joven llamado Haggar?

Se sienta la filipina en la cama contigua, satisfecha:

—Haggar es muy buen chico y me gusta, pero sólo para unas vacaciones, aunque no me importaría que duraran algo más. Acordamos quince días, ¿no?

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