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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (21 page)

BOOK: Sin entrañas
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Sonríe Diana, soltando a su presa. Ahora agita los impertinentes, dirigiéndose al público en general:

—¡Sí, tanto Claudia como Laia podrían haber asesinado al rico prohombre sin escrúpulos, al donjuán que, aprovechándose de su posición, las ninguneó en modo sumo! ¿Y qué decir de Ismail? ¿No pudo el pretendiente de aquí la joven vengarla de las humillaciones sufridas, deshaciéndose del progenitor funesto?

Se vuelve Diana, triunfal, hacia Fattush, haciendo caso omiso de la expresión furiosa del muchacho. El inspector le dirige un gesto con la mano para que disminuya su vehemencia.

—Para Oriol, todas las mujeres éramos putas. Todas, menos Marga.

Se gira Diana. Es Claudia quien ha hablado.

—¡Quise matarle! —sigue la mujer—. Claro que sí. No una, sino muchas veces. Pero no fui yo quien lo hizo. Y respondo por mi hija y por mi futuro yerno.

Los aludidos se apresuran a abrazarla y prodigarle carantoñas.

Funciona, se dice Diana. En una novela, esto sería un capítulo cumbre, pero en la vida real es como una terapia de grupo.

—Así que todas las mujeres eran putas para él —repite, encarándose con Pitu Morrow—. También tu hija.

El antiguo crítico de
rock’n’ roll
palidece, se encoge, intenta pasar desapercibido.

—¿Acaso…? —Presa de un súbito ataque de compasión, Dial reduce el volumen y repite—: ¿Acaso no abusó de ella cuando la enviaste a su casa? ¿Por qué, para pedirle más dinero? ¿Habías agotado tus argucias y sólo te faltaba esa carta por jugar, la de mandar a tu hija, virgen y preciosa, a la cueva del lobo? ¿No es ése el gran dolor de tu vida, aquello que necesitas expiar?

—¡Más alto, más alto! ¡Desde aquí no se oye nada!

Diana se vuelve, da unas zancadas y se enfrenta con Roxana:

—No me pidas más decibelios, no es necesario que te enteres de todo lo que digo. Por otra parte, vosotras sabíais —señala a las cuñadas—, vosotras consentíais. Sois cómplices. El macho de la casa disfrutaba de derecho de pernada, eso nunca se lo discutisteis. Ni siquiera tú, la abnegada esposa. Pero ahora no es vuestro turno. Os reservo para el final.

Regresa junto a Morrow y, no sin repugnancia, le acaricia levemente la melena grasienta.

—Lo supe cuando leí tus páginas —dice, sólo para él—.
«Cortigiani, vil razza dannata»
, canturreaste aquella tarde, después de ponerte ciego a té con pastas. Tendrías que hacer algo al respecto, tu bulimia es tu forma de somatizar la culpa. ¿Por dónde iba? Ah, sí: «Raza de malditos», escribiste en el retazo de autobiografía que me hiciste llegar. Sumé dos y dos y vi en ti el dolor del bufón Rigoletto por la violación de su hija, a cargo del malvado duque de Mantua. ¡Esa hija que habías jurado proteger!

—¡Yo no le maté! —solloza el otro.

—Hum, veremos. —Diana, en jarras, recorre con su mirada a los presentes—. No me fío de nadie.

Lulú Cartier lanza una indignada exclamación, profundamente francesa, y hace ademán de levantarse.

—¡Quieta ahí,
cleopatrófaga
! —brama la detective, sin mirarla. Y, a Sueni—: Tú, que todo lo puedes en Egipto, hazme el favor de atar corto a la cursi esta. Y una cosa, gran factótum de las antigüedades, ¿además de desvalijar a mi amiga Roxana, vas a arramblar también con el astrolabio que robaron…?

De un ágil salto, Dial se coloca junto al dúo Permanyer-Moltó y termina su pregunta:

—¿… este par de caraduras?

—¡Oh, eres sublime! —Aplaude la falsa lady—. ¡Es sublime! Nunca pensé que algo así llegaría a ocurrir en nuestro propio vapor. ¿Alguien lo está grabando?

—Déjame hablar —corta la detective, centrada ahora en Sueni—. Y tengo mucho que decir acerca de la forma en que este caballero permitió, y puede que incluso alentara, al doctor Creus a firmar el certificado de defunción de Oriol Laclau. ¿Cuál era su propósito? ¿Deshacerse de un socio ya quemado en el negocio de expoliar el país de sus preciadas antigüedades? ¿Vengarse por un asunto de faldas? ¿Dejar indefensas a sus herederas para, tal como ha hecho, someterlas a chantaje y desvalijar su colección? Personalmente yo le considero culpable. Y lo es. Culpable de corrupción y de estafa, de traicionar a su pueblo y de utilizar el patrimonio de los faraones para sus fines personales, lo que incluye poner en nómina del Estado a sus fulanas.

Ejecuta una honda aspiración.

—Pero, ay —dramática—, a mí únicamente se me permite investigar el asesinato de Oriol Laclau.

Fijando su atención en Alfons Permanyer y Dolors Moltó, Diana levanta los impertinentes y los agita en el aire.

—No creáis que vais a libraros de mi justa reprimenda. ¡Los fieles empleados! ¡La sufrida secretaria y el probo casi arqueólogo! Menudo par de chorizos. Sí, vosotros también odiabais a Laclau. Todo ese lloriqueo a cuenta de lo bueno que era y lo bien que os trataba… Era tiránico, ¿me equivoco? Y se aprovechaba de la situación de debilidad de cada uno de vosotros. Tú —a la secretaria—, porque le querías en secreto, siempre hay un roto para un descosido. Y tú, arqueólogo de pega, porque tu prestigio profesional dependía de él. Os humillaba como a los demás, y por eso le detestabais. Pero sois bobalicones. ¡Robar un astrolabio atribuido a León el Africano! ¿Pensabais que pasaríais desapercibidos? ¿Qué ocurre? ¿Os descubrió con las manos en la masa y decidisteis acabar con él?

Sacude la cabeza.

—No os veo como asesinos inteligentes, usando la premeditación para envenenar su café o lo que fuera que Laclau ingirió y que le provocó la muerte. Aunque quién sabe…

Da Dial un último trago de agua, se acerca al bar, meditativa, y deposita el envase en la barra. Seboso se apresura a hacer desaparecer la botella, tras lo cual pasa una gamuza por la superficie. La mujer se lo queda mirando.

Qué ganas de irme por ahí con Fattush, piensa, a comer gambas de Alejandría, beber vino libanés y fumarme una
shisha
tamaño coloso de Memnón. Mas la de detective, ella lo sabe bien, es una afición casi tan dura como su antigua profesión de reportera.

Ha dejado para el penúltimo lugar a las cuñadas.

—Vamos a ver, Roxana. —Se cruza de brazos y la contempla con benevolencia—. A ti debería exonerarte, puesto que acudiste a mí para resolver el misterio, y no me cabe duda de que amabas a tu hermano más que al dinero que, por otro lado, te sobra. Todo ello habla en tu favor. En tu contra, las mentiras que me has contado, la ocultación de datos… ¿He de decirte que, gracias a mis propinas, he tenido libre acceso a los correos electrónicos que has recibido en esta nave?

Sofocada, Roxana se disculpa:

—Ya he visto que te has enterado de todo. ¡Eres tan inteligente! No en vano confié en ti.

—Y eso te salva, querida amiga. Por el momento. Eso, y que estás bastante loca, pero no tanto como para organizar un asesinato y ordenar después su investigación, con lo fácil que te habría sido enterrar a tu hermano en el Valle de lo que sea, y aquí paz y después gloria.

Asiente Roxana, entusiástica. Consciente de que ha llegado su turno, Marga afila su mirada azul, que Dial siente como una bala entre las cejas.

—¿Cómo puedo osar referirme a ti, la sacrificada, la víctima tanto de la vida de Oriol Laclau como de su muerte? Tú y tus drogas, tu bolso siempre apretado al cuerpo, tanto como tu pena. Déjame que aventure una hipótesis, en la que, sin lugar a dudas, tú también has pensado.

La dulce paralítica se aferra más que nunca a su desgastado bolso de piel.

—Sea lo que fuere lo que mató a tu marido —señala el complemento—, salió de ahí. Y tú lo sabes mejor que nadie, siempre lo has sabido.

—¡Dios mío! ¡No, Dios mío! —grita la viuda, y se desmaya, arrugándose en la silla como un pajarito en su jaula.

El doctor Creus se precipita hacia ella, propinando por el camino tal empujón a la detective que ésta termina sentada en el regazo de Fattush.

—¡Mire lo que ha conseguido! —brama el médico, mientras propina palmaditas a la viuda—. ¡Agua, agua!

Seboso pega cuatro gritos y pronto el salón se llena de camareros obsequiosos. Roxana:

—¡Que alguien la abanique!

Por fin, la dama vuelve en sí y Diana, que ha conseguido recuperar la dignidad y estirarse la falda tras su repentino aterrizaje en territorio libanés, impone su voz sobre los murmullos.

—Espero que esta amena exposición haya calentado motores. Que lo sepa el asesino, que lo sepáis todos. Mi socio y yo tenemos un testigo que le vio abandonar la escena del segundo crimen. Porque, y es una primicia incluso para ti, amigo Fattush, quien asesinó a Oriol Laclau hizo lo propio con Fuad elRashid, el cantante que sabía demasiado.

Y abandona el salón, seguida del inspector, sin preocuparse de comprobar el efecto de sus palabras.

—Has estado genial —aplaude él.

—A esto, en mi tierra, lo llaman dar palos de ciego.

XXV

Como críos ilusionados ante una mañana de juguetes nuevos, Diana y Fattush se han despertado al alba, y han acudido a su cita con la esclusa de Esna a esa hora en que el río y el cielo se confunden en un color de humo liviano que presagia la claridad del día. En la cubierta inferior del
Karnak
, acompañan a los pocos marineros que controlan la operación desde abajo, y que disfrutan viéndoles gozar a ellos con la precisión de sus movimientos. En esta comunión de la mecánica con la náutica, en esta silenciosa operación en la que cada cual cumple con su cometido sin adornos ni tramas secundarias, sin vanidad, la ex reportera y el inspector aceptan calladamente su papel de niños maravillados ante la capacidad de inventiva del ser humano.

En el angosto pasillo líquido que forman las paredes de la esclusa, cuya estatura parece monumental, resuelta en trazos geométricos, como una pintura cubista, el vapor que segrega la chimenea del
Karnak
, en su mesurado avance, forma una capa de neblina lechosa que les envuelve como las alas de un enigma. El paso del barco se produce a un ritmo apenas perceptible, sincronizado con el amanecer. A medida que se acercan a la desembocadura del canal, rompe el día, medio oculto aún por la masa algodonosa que se abre a proa.

—¿Quieres verlo desde el puente? —pregunta Fattush.

—Me gusta estar aquí. —Dial le aprieta el costado con su brazo—. Sentirme pequeña.

Porque ahora los grandes son otros. Esos hombres con sus galabeyas grises, sus turbantes blancos. La madera de cubierta rezuma humedad.

—Todo el mundo duerme —comenta el policía.

—No me extraña, ayer debieron de acabar fatal, posiblemente ebrios para olvidarme. Mejor. No soportaría tenerles aquí. Mientras recorremos la esclusa podemos imaginar que se los ha tragado el río.

Sólo cuando desembocan a Nilo abierto, y la esclusa se cierra detrás del barco, y el sol se desvela súbitamente como una plancha de acero amarillo que se extiende sobre sus cabezas, y gente de tierra firme agita los brazos, despidiéndoles, y hombres en falucas se acercan al barco intentando venderles baratijas; sólo entonces, cuando la boca de hormigón y cemento y el canal de agua domeñada quedan a sus espaldas, los otros pasajeros, con sus caras malhumoradas, abandonan los camarotes y se apresuran a entrar en el restaurante, listos para exigir su primera comida.

Diana y su amigo hacen lo propio, dirigiéndose a su mesa de costumbre sin cambiar saludos más que con las Mollà y el joven Ismail, que parecen los únicos que esa mañana están de buen humor. Marga y Roxana permanecen calladas y cejijuntas, a solas en la mesa. Sueni y su amante cuchichean en otra mesa, y lo mismo hacen Permanyer y Moltó en la suya. Hasta Pitu Morrow juega con los huevos revueltos como si hubiera perdido el apetito, y evita mirar a Diana.

Fattush se dispone a atacar un plato de
ful
estofado —que la periodista, dedicada a una macedonia de frutas, contempla no sin prevención— cuando la puerta que comunica el restaurante con el salón se abre bruscamente y un Haggar alterado y, al mismo tiempo, triunfante como un atolondrado mensajero de los dioses, corre hasta la mesa de las anfitrionas y grita:

—¡El doctor Creus! ¡Se ha caído al Nilo!

La detective y el policía saltan de sus sillas.

—¿Qué estás diciendo? —interpela Dial a Haggar.

—Sí, señora. Es lo único que explica su desaparición. —Sonríe amablemente el criado—. Le he buscado primero en su camarote, siguiendo las instrucciones de Lady Margaret, que requería su presencia de inmediato. He examinado los compartimentos, uno tras otro, incluidos los de mis amas, y luego he peinado el
Karnak
por arriba, por abajo y por el centro. He mirado en nuestros cuartos de equipajes y hasta debajo de las camas. ¡Nada! Cuando, por fin, después de interrogar a los marineros, he hablado con el patrón, me ha dicho que ha visto a un pasajero, un hombre flaco, asomado a la barandilla de la cubierta superior, pero tanto él como el grumete estaban muy ocupados con la maniobra, y no le han dedicado mayor atención. Cuando han vuelto a mirar, momentos después, el hombre ya no se encontraba allí. Francamente, sólo se me ocurre que, además de todo lo demás, tenemos también ¡hombre al agua!

Contempla Diana a las cuñadas. Roxana desorbita los ojos y, complementándola, Marga cierra sus párpados. Es la única reacción que el voluntarioso emisario arranca de las damas.

—Llama a Seboso —indica Dial a Fattush. Acercándose, susurra, para que nadie más pueda escucharla—: Voy a registrar su camarote. Si se ha suicidado, puede que haya dejado una nota.

Los sobres se encuentran encima de la escribanía
déco
. Diana no duda en deslizar el más abultado en el bolsillo de su pantalón. El camarote luce un desorden que no tiene nada que envidiar al suyo, piensa la detective, aunque, en el caso del médico, el caótico conjunto envía un mensaje deprimente. Sucio, irrespirable, enfermizo. Olor a bragueta triste.

Cuando Fattush y
Monsieur le Directeur
aparecen, Dial vuelve a iniciar la lectura, ahora en voz alta, de la nota —una de las dos, pero se cuida mucho de confesarlo— que Joan Creus escribió antes de arrojarse al agua.

A quien corresponda
:

Con alivio puedo hablar finalmente del peso que me ha atormentado en los últimos días, los últimos meses, los últimos años. Casi todos mis años, ahora que lo pienso. Viví a la sombra de Oriol Laclau i Masdéu desde el colegio, y me libré de esa sombra por mi propia mano. Lamento haberlo hecho tan tarde. No luché por su mujer, a la que yo amé más y mejor. Tampoco luché por mi dignidad. Durante décadas alimenté mi odio. No hay nada más venenoso que el odio cuando se nutre de la frustración y los celos, el odio cocido a fuego lento. Tal fue el arma que en verdad acabó con la vida de Oriol, y con la farsa de nuestra amistad. Para emplear términos más concretos, diré que, como instrumento material, me serví de un concentrado de fugu

insípido, incoloro e inodoro, pero letal: es un pez cuya carne aprecian mucho los nipones, que son unos sabios muy insensatos

, que adquirí en Tokio durante uno de los viajes a los que Laclau me invitaba para que fuera testigo de su vida con Margaret. Provoca los mismos síntomas que un infarto cerebral agudo e irreversible, pero no lo elegí sólo por eso, sino porque, con la dosis adecuada, la víctima tarda horas en fallecer, provocando un estado de catalepsia que sólo la más sofisticada maquinaria clínica permitiría advertir. Aunque no existen pruebas definitivas al respecto, es muy posible que el paciente

permítanme la postrera coquetería profesional de llamarle así

conserve parte de su conciencia mientras sus constantes vitales se extinguen
.

Espero que Oriol Laclau i Masdéu supiera que íbamos a embalsamarle, tal como él mismo había pedido, sólo que en vida. Y que tuviera tiempo de arrepentirse de sus muchas canalladas mientras esperaba a que le desangráramos, le extrajéramos el cerebro y las vísceras… Espero que enterarse de ello no le aliviara, matándole, prematuramente, de un ataque al corazón. Espero que sufriera tanto como hizo sufrir a los demás, tanto como hizo sufrir a Margaret, tanto como me hizo sufrir a mí
.

Una última confesión. A Fuad el-Rashid le pegué en la nuca con el dorso de la mano. Un golpe sencillo, seco, que siega la vida casi sin que el otro se dé cuenta. Fuad me molestaba. En el largo calvario que ha supuesto mi amor no correspondido por Margaret, la presencia aceitosa y constante del suministrador de romanzas durante este último año, interponiéndose entre ella y mis deseos de consolarla, me parecía una siniestra broma póstuma a cargo de Oriol
.

He elegido las aguas de la esclusa de Esna como el lugar más adecuado para perderme. Fue cerca de aquí en donde le di la dosis de fugu a Oriol, mezclada con el vino de la comida. Y, además, me divierten los problemas que mi búsqueda os va a ocasionar
.

Mi suicidio no se debe al arrepentimiento. Me alegro de lo que hice. Lo único que no me perdono es el desprecio que leo en la mirada de aquella a quien amaré más allá de mi muerte
.

BOOK: Sin entrañas
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