Sin entrañas (13 page)

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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

BOOK: Sin entrañas
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—Viaja en este crucero.

—Caramba. Qué suerte.

Para ti, piensa Diana. ¿Para ella también? Estos buenos muchachos árabes nunca se desprenden de la influencia familiar, y lo que para ellos resulta un bien, un paraguas protector, para una mujer occidental se convierte en una jaula. Claro que… Un fan de Terenci Moix, quien, en tantos aspectos, fue un libertario. ¿Por qué no? Ismail no es Ahmed. Tiene aspiraciones, cultura… La investigadora se mantiene en silencio, esperando que el otro prosiga. Al fin y al cabo, una buena familia no está del todo mal.

—Laia apareció en mi vida el año pasado. En aquel otro crucero, ya sabes, el que acabó cuando… cuando… —hace un esfuerzo para pronunciar el nombre, y cuando lo hace añade una pizca de desdén— Laclau murió.

—¿Por qué te contrató Roxana como guía? ¿Fue casualidad?

—Sí, la primera vez. En esta segunda ocasión fue Salwa, que la conoce a través de la embajada española, quien le pidió que volviera a contratarme. Mi profesora se lo rogó: el chico necesita el dinero. Y ya sabes cómo le gusta a Roxana hacerse la bondadosa, forma parte de su papel aquí. Por un lado nos explota, por el otro nos favorece con limosnas. Pero se lo agradezco, no vayas a creer. Me ha permitido estar cerca de mi amada Laia.

—¿Crees que vuestra relación tiene futuro? —pregunta Diana, con seriedad.

—No, aquí no. ¿Qué puedo ofrecerle? Pero queremos casarnos e irnos a vivir a Barcelona.

Vaya, así que es eso. Lo que Fattush temía. Un oportuno matrimonio con una europea, y a vivir. Sin embargo, ¿quién podría reprochárselo? Cuando uno se ahoga, se agarra a cualquier tablón. Y Laia es preciosa.

—Me preguntaba… Nos preguntábamos…

—¿Quiénes?

—Yo. Mi novia. Y mi profesora.

—Ah, ¿también está en el ajo?

—Sí. Hablo con ella a menudo. —Ismail se palpa el móvil que lleva en el bolsillo de la camisa.

—A ver, ¿qué os preguntáis?

—Si podrías allanar los obstáculos que se alzan en nuestro camino. Laia quiere pedirte consejo…

Se interrumpe porque en ese momento se les acercan Roxana, colgada del brazo del inspector Fattush, y el doctor Creus, que empuja a Marga en su silla.

Ismail cambia inmediatamente al tono neutro de un guía profesional:

—Es una lástima que no lo haya podido ver. Kom Ombo es el único templo doble del antiguo Egipto, puesto que está dedicado a dos dioses, Horus el halcón y Shobek el cocodrilo. Por otra parte, ya pudo usted apreciar que, en los templos ptolemaicos, la figura humana, sobre todo la femenina, resulta mucho más sensual que en los…

En un susurro sólo perceptible para él, Diana le dice:

—Esta noche, a las ocho, en mi camarote.

Se levanta de su asiento, se despereza, sonríe al grupo y pregunta:

—¿Alguna novedad? —pregunta Dial.

—El almuerzo se servirá en media hora.

Voy a ponerme hecha una cerda, piensa Dial. Mucho cebamiento, y no más actividad que la cerebral. Cree leer en Fattush la misma expresión de disgusto.

—Voy a dar veinte vueltas en torno a la cubierta intermedia, a ver si cojo apetito —anuncia Diana.

—¿No te piensas cambiar? —Lady Marga la contempla con acritud desde su silla.

—Voy limpia. —Sonríe la detective—. Creo que soportaré lucir este conjunto hasta la hora de la cena.

Lo que faltaba, la viuda también está de los nervios, se dice, agarrándose bien a la barandilla mientras desciende, ya que los escalones han sido limpiados recientemente —quizá bañados con cubos de agua y detergente, siguiendo la práctica egipcia que tanto ha contribuido a ampliar la nómina del turismo accidentado—, y no cree Diana que el
Karnak
admita más de dos discapacitadas a bordo.

—Menos mal que has captado mi mensaje —masculla Diana—. En este maldito barco no hay rincones en donde esconderse. Ah, aquel
Titanic
plagado de botes salvavidas… No habría bastantes para acomodar a tanto náufrago, pero los que tenían eran ideales para achucharse y mantener conversaciones secretas.

—Déjate de divagaciones y atiende —se impacienta Fattush—. Roxana ha desarrollado una psicosis amorosa hacia mí francamente amenazadora y, sobre todo, muy incómoda. No me ha dejado a solas con el doctor Creus ni por un instante.

—Acepta que te halaga, golfo —le recrimina la mujer cariñosamente—. Creí que, al encapricharse de ti, facilitaría nuestra investigación, pero me equivoqué. Es un obstáculo más. ¿Qué hay de Marga?

—Forma un frente compacto con su cuñada. Algo muy raro está ocurriendo, Diana. Tu amiga te contrata para que aclares el asesinato de su hermano, ¿y ahora ella y la viuda se blindan contra ti, contra nosotros? No tiene sentido.

—No lo tiene. Debemos aclarar un asesinato que puede haber sido perpetrado por todos los que componen este crucero de locos. Acepto que eso incluye a las cuñadas. ¿De qué otro modo explicar su sospechosa conducta? Llevamos veinticuatro horas encerrados aquí, y no hemos avanzado casi nada. En parte es culpa mía. —Dial reflexiona—. ¿Crees que siento complejo frente a las clases altas?

—En Beirut no te lo noté. Aunque quizá sí te encoges un poco ante las mujeres más mandonas que tú. ¿Tu madre era muy dominante?

—¡Qué dices! —se enfurece la detective—. Ni este pasillo tan aireado del
Karnak
es lugar para que procedas a psicoanalizarme, ni tú la persona con derecho a hacerlo. Anda, vamos a asomarnos a la borda, que lo mejor de esta aventura nuestra sigue siendo el río. Y me da lo mismo que nos vean, estoy harta. Se me ha ocurrido algo para que nos quedemos a solas con el médico. Tendrás que avisar a Joy para que…

Sigue hablando mientras le toma del brazo y ambos se dirigen a la cubierta de estribor, a tiempo de admirar a una bandada de ibis que sobrevuela la orilla forrada de matas bajas.

XVII

Metida en cama a las tres de la tarde, y lanzando falsos gemidos de dolor, Diana Dial piensa que algo similar a esta sensual sofocación debía de sentir Catalina de Rusia cuando su médico personal la exploraba en sus aposentos. La roja decoración de su camarote, combinada con el dorado de las cabeceras de los gemelos lechos, así como la acumulación de lamparillas, cuadros orientalistas y muebles
déco
, otorgan a la escena una atmósfera irreal, de película histórica mala, de pastiche sobre la Rusia zarista realizado por un hortera de Hollywood. Muy en su papel de enferma, Dial se deja tocar por el doctor Creus, que, inclinado sobre ella, explora con dedos temblorosos su zona abdominal.

Diana se felicita por su idea, aunque el precio a pagar sea recibir en pleno rostro el inmisericorde aliento del galeno, una mezcla casi letal de zumos gástricos en descomposición y cebolla recién ingerida; amén de disponer de un innecesario primer plano de los mugrientos cristales de sus gafas. Por Hator, deliciosa vaquita y diosa del amor y de la belleza, qué poco pulido es este hombre, se dice Diana. También se reprocha haber puesto en práctica su truco cuando se servía el segundo plato. El primero había consistido en alitas de pollo —profundamente fritas, según el peculiar vocabulario de Roxana—, acompañadas con
tumiya
, delicioso alioli árabe cuyos efluvios, en este momento, también entran a saco en las fosas nasales de la detective.

Para arrastrar a Creus a su camarote, Dial no ha tenido más remedio que convertirse en paciente, poniendo en práctica el truco del desmayo en público que, en cierta ocasión —en sus tiempos de reportera para todo—, vio practicar con éxito al novelista Antonio Gala, a principios de los noventa, en la ciudad de Damasco, durante un encuentro entre escritores sirios del régimen —los opositores padecían cárcel o exilio: no fueron invitados— y autores e intelectuales españoles. Alarmado Gala porque los organizadores, desatentos, no le habían reservado el día de la clausura para su magna intervención, a media semana, y en pleno discurso en árabe de uno de sus compatriotas, se levantó de su asiento en platea y, lanzando un grito —algo así como «¡No puedo más!»—, se desmayó en el pasillo. Diana pensó, en aquel momento, que únicamente Marlene Dietrich podía representar con tanto arte un número de semejante fuste. «¡Es que sólo me queda un poquito de estómago!», contó una y otra vez el escritor a quienes, en los días sucesivos, que pasó en cama, le visitaron deseándole un rápido restablecimiento. Milagrosamente, se puso bien a tiempo de cerrar el seminario con un magnífico discurso sobre la amistad hispano-árabe, encaramado a un podio y bajo la esplendorosa luz de un foco que dejó sumidos en las tinieblas al resto de los participantes.

Lo de ella es otra cosa, una treta para interrogar a solas al doctor Creus, pero utiliza idénticas palabras:

—¡Es que sólo me queda un poquito de estómago! —murmura, quejumbrosa, mientras el médico la palpa con sus dedos huesudos.

Y piensa que es una gran frase, porque la dolencia que anuncia resulta difícil de comprobar, teniendo en cuenta que se hallan en un barco del siglo
XIX
que avanza por el Nilo pedaleando y lanzando chorros de vapor, y sin otra autoridad a bordo que este médico maloliente —al turbio aliento hay que añadir las emanaciones que ascienden desde sus calcetines de licra, y un tufo a bragueta triste—, que sólo a una unidad familiar de caché mental tan degradado como los Laclau puede parecerle una eminencia. Divaga la detective sobre la escena de índole neocolonial que ahora protagoniza, con un Fattush que, situado a espaldas del médico, pugna por contener la risa, y aprieta los párpados de vez en cuando para cerrar el paso a las lágrimas que le produce el esfuerzo, y con Joy, atenta pero con medio puño en la boca para no soltar la carcajada. Un policía libanés ancho de manga, una doncella filipina fiel e insumisa y dos catalanes absurdos, la una apátrida y el otro purulento, encerrados en el abigarrado camarote de un barco de vapor plagado de psicópatas. Momento cúspide.

Pero los caminos del Señor, aunque retorcidos, conducen todos a mí, se dice Dial, virtuosamente. Y hete aquí que, a un gesto suyo —una enérgica cabezada—, la comedia termina.

Segura de sus recursos, la detective se medio incorpora. Como impulsada por un resorte, Joy se dirige a la puerta del camarote y la cierra con llave, quedándose en pie allí mismo, montando guardia con los brazos en jarras.

—Ya está, ya está, doctor. —Sonríe Diana—. Es usted milagroso, me siento mucho mejor. Por favor, apártese. Siéntese ahí, hazle sitio, Fattush. ¡Por favor!

El inspector retira algunos trastos del lecho contiguo y ofrece asiento al médico. Acto seguido, acerca el incómodo sillón
déco
, lo sitúa entre las camas y se encaja en el mueble, dispuesto a participar en el interrogatorio y a ejercer de árbitro de la conversación, evitando que Dial —ha ocurrido así en ocasiones anteriores—, en el fervor de su indagación, se vaya por las ramas. Ella lo sabe, y eso es lo que requiere de él: sentido práctico. Entre otras cosas.

La detective se aclara la voz, que adquiere un tono oficial, neutro y conminatorio.

—¿Es consciente de que, al compincharse con el señor Hadi Sueni para permitir la momificación in situ de Oriol Laclau, vulneró usted el código deontológico universal de su profesión, así como unas cuantas leyes españolas y egipcias sobre circulación de cadáveres? Quizá también va contra la Convención de Ginebra.

Lo ha soltado a boleo, y se pregunta si no se habrá pasado. Pero funciona. Joan Creus frunce los labios finos y su nariz aguileña parece curvarse más, alargando su sombra sobre la boca del hombre. Insiste Diana:

—Eso, por no hablar de certificar la muerte natural de alguien sin pedir la segunda opinión de un colega.

El hombre baja la cabeza. Rápida ojeada de Diana a Fattush —ya ves, no he perdido facultades— y ligera sonrisa de aliento por parte de éste.

—Yo… Es que… —Creus mira al inspector, buscando complicidad masculina.

Pero el libanés mantiene sus pupilas fijas en Diana. Ésta se dice que sus sospechas son ciertas: el médico es un pusilánime, un débil, fácil de manejar.

—Entiéndame, no estamos aquí para juzgarle —añade, melosa.

Tras el latigazo, el mimo. Un tratamiento que no suele fallar con individuos habituados a formar parte de la corte de un poderoso despótico, a vivir de ello.

—No se alarme. Tanto el inspector Fattush como yo —prosigue Dial— tenemos en poca estima la legalidad vigente. Lo que nos importa, y mucho, es que se haga justicia.

El médico, en absoluto reconfortado, balbucea:

—Era mi amigo… Todos sabíamos, en el barco, sus allegados más que nadie, que la mejor forma de rendirle homenaje era evitarle trastornos póstumos, y cumplir con su deseo de ser momificado. La segunda parte, su entierro en una tumba del Valle de los Nobles (igualmente clandestino porque estas cosas no se permiten oficialmente), tendría lugar más adelante, durante un crucero como éste. Me sorprende que todavía no le hayan preparado sepultura. Por así decirlo, que Laclau no viaje con nosotros hacia su última morada. Creía que éste, y no otro, era el objeto de repetir un viaje tan incómodo para Marga. Sufre mucho, y nunca se queja.

—Y supongo que aún le ha sorprendido más, querido doctor —comenta Fattush, con amabilidad—, que el cuerpo se encuentre, ahora mismo, en el departamento de autopsias de un hospital de Barcelona.

—Es una profanación. —El médico se excita. Se pasa los dedos por los cabellos, entre grises y rubios, y algo grasientos, a tono con el personaje—. Hicieron muy buen trabajo. Y esos carniceros se lo habrán cargado.

—¿Hicieron? ¿Quiénes? —pregunta Dial—. El trabajo, quiero decir. La momificación.

—¿Quiénes? ¿Está de broma? Especialistas, amigos de Hadi Sueni. Un par de llamadas, y el mundo a sus pies. Prepararon una cueva, tenían sales de natrón y todos los instrumentos necesarios para extraer los órganos. Y el oficio en las venas. Estuve presente, fue una experiencia increíble, como si no hubieran transcurrido siglos, qué digo siglos, milenios. Esos hombres… Parecen pertenecer a un tiempo antiguo. Nadie sabe de su existencia, pero ahí están, aparecen al olor del dinero, o del poder, o de ambas cosas. No podían fallarle a Sueni. Siempre ha sido así, con él. Es como el mismo Oriol: un amo innato. Y los amos consiguen lo que quieren, incluso después de muertos.

—¿Eso fue, para usted, el difunto Laclau? —salta Diana—. ¿Su propietario?

Niega con la cabeza y con la voz:

—No, no. En absoluto. Un amigo, mi amigo más íntimo, desde que los dos llevábamos pantalones cortos. Pero cada cual tiene que saber qué puede hacer en la vida. Él había nacido para mandar y yo…

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