—¿Y a ella tampoco?
—¿Qué significa «a ella tampoco»?
—Que si no se lo tomarás a mal a ella, a esa chica Jenny.
—No, hombre, a ella tampoco se lo tomaré a mal.
Y Johnny ganó.
Si usted juega una partida, gana, se guarda la ganancia en el bolsillo, se pone el sombrero y se va, podrá decir que ha estado en peligro y se ha escapado. Pero si tiene usted buen corazón, se queda sentado y les brinda otra oportunidad a sus compañeros de juego, nunca más podrá sacárselos de encima, a menos que acabe usted recalando en una casa de beneficencia; le roerán el hígado como buitres. Para jugar al póquer hay que tener un corazón tan duro como el exigido por cualquier otra forma de expropiación.
Johnny cedió ante los otros a partir del momento en que entró a jugar sustituyendo al hombre que se había retirado. Lo habían obligado a mirarse varios miles de cartas, privándolo de su sueño y encargándose de que engullera sus comidas a toda prisa como un jornalero. Les hubiera encantado colgarle su bistec de un hilo sobre su asiento para que él le diera un mordisco cada seis horas, mientras seguía jugando. Todo aquello molestaba mucho a Johnny.
Cuando se levantó de la mesa tras ganarse a aquella chica —cosa que, en su opinión, fue la gota que colmó la medida—, creyó ingenuamente que los otros ya tendrían más que suficiente. Se habían enfrentado con él porque, si bien sabían que era un suertudo, pensaron que de póquer sabía tan poco como un maquinista de geografía. Pero el maquinista tiene rieles que algo entienden de geografía: después de todo, el hombre va de Nueva York a Chicago y no a otro lugar. Él había ganado según ese sistema, y su problema era ahora ver cómo podía devolverles sus ganancias sin ofenderlos demasiado. El corazón de Johnny era su punto débil. Poseía demasiada delicadeza humana.
En seguida les dijo que no se preocuparan, que todo había sido, naturalmente, una broma. Pero ellos no respondieron. Continuaron allí sentados como lo venían haciendo desde el día anterior, contemplando las gaviotas que ahora eran mucho más numerosas.
De su actitud dedujo Johnny que, según ellos, más de veinticuatro horas de póquer era algo que nada tenía que ver con una broma.
Se apoyó en la borda y se puso a pensar. De pronto se le ocurrió la solución. Primero les propuso que cenaran con él para recuperar energías. Todo por cuenta suya, naturalmente. Había pensado organizar una gran velada, algo muy divertido, una cena realmente lujosa. Él mismo mezclaría las bebidas que luego aflojarían las lenguas. Dadas las circunstancias, los gastos no importaban nada. Pensó incluso en comprar caviar. Johnny esperaba mucho de esa cena.
No dijeron que no.
Lo aceptaron sin mucho entusiasmo, pero dijeron que asistirían. De todas formas, era la hora de cenar.
Johnny se fue a encargar la cena. Entró en la cocina y trató al cocinero con mil y un miramientos. Quería que les sirviera a él y a sus amigos una cena espléndida, le dijo, una cena que hiciera empalidecer a todo cuanto hubiera producido nunca la cocina de un barco de lujo en el trayecto de La Habana a Nueva York. Johnny se sintió mucho mejor tras aquel sencillo diálogo con el cocinero.
Durante esa media hora nadie dijo una palabra en cubierta.
Abajo, el propio Johnny preparó la mesa. Junto a su asiento colocó una mesita sobre la que puso las bebidas. No tuvo necesidad de levantarse para preparar los cócteles. Mandó llamar a sus invitados por el cocinero. Estos bajaron con expresión impasible y se sentaron deprisa como si se tratara de una cena habitual. Reinaba poca animación en el ambiente.
Johnny había pensado que una cena los volvería más accesibles. En general la gente se muestra comunicativa cuando come, y la cena era excelente. Comieron hasta hartarse, pero nada parecía gustarles. Devoraron la verdura fresca como si hubiera sido sopa de guisantes, y los pollos asados como una loncha de tocino servida en un figón. Parecían tener sus propias opiniones sobre el banquete de Johnny. Uno de ellos cogió en cierto momento una ollita de porcelana primorosamente barnizada y preguntó:
—¿Esto es caviar?
Y Johnny, fiel a la verdad, le contestó:
—Sí, y el mejor de todos los que pueden servir en esta carraca destartalada.
El hombre asintió con la cabeza y empezó a comerse el contenido con una cuchara. Seguidamente, otro señaló a los demás un preparado de mayonesa curiosamente envasado y ellos sonrieron. Este y otros rasgos en el comportamiento de sus invitados no se le escaparon al anfitrión.
Pero sólo a la hora del café cayó Johnny en la cuenta de que había sido una insolencia de su parte invitarlos a aquella cena. No parecían comprender en absoluto que él quisiera emplear el dinero ganado en gastos de utilidad general. La verdad es que sólo parecieron valorar la magnitud de sus pérdidas al ver cómo su dinero era dilapidado en esa absurda comilona. Algo comparable, oiga usted, a una mujer que quisiera abandonarlo. Si llega usted a leer una hermosa carta de despedida, quizás la entienda, pero si la ve subir a un taxi con otro hombre se sentirá afectado, y sólo entonces, por lo ocurrido. Johnny estaba seriamente afectado.
Eran las ocho de la noche. Afuera se oían ya las sirenas de los remolcadores. Aún quedaban cuatro horas para llegar a Nueva York.
Johnny intuyó oscuramente que sería intolerable quedarse cuatro horas más con esa gente arruinada y en aquel camarote vacío. Pero tampoco era cuestión de levantarse e irse así como así. Y en esa situación vislumbró una vez más su única posibilidad: les propuso que se jugaran otra vez el todo por el todo.
Dejaron las tazas de café, pusieron las latas de conserva semivacías en una esquina de la mesa y repartieron nuevamente las cartas.
Como al principio, volvieron a jugar por dinero y con las fichas de hojalata. Johnny observó que los tres se negaron a sobrepasar una determinada apuesta. Se habían tomado otra vez el juego en serio.
Ya en la primera mano le salió un póquer. Pese a lo cual, en la segunda se retiró del juego y les dejó libertad para apostar. Algo había aprendido, decididamente.
En la segunda y tercera partidas, y a medida que las apuestas iban subiendo, él los dejó hacer faroles y siguió jugando como pudo. Pero uno de ellos lo miró tranquilamente a la cara y le dijo: «¡Juega bien!». Y Johnny jugó varias veces como antes y ganó como antes. Y entonces lo invadió el curioso deseo de jugar según se fuera presentando el juego y aprovechar sus oportunidades allí donde las viera, como cualquier otro. Y al observar de nuevo las caras de sus compañeros, vio que casi ni miraban sus cartas y se limitaban a tirarlas sobre la mesa; y él se descorazonó. Quiso volver a jugar mal, pero cada vez que se le presentaba la ocasión de hacerlo se sentía tan observado que no se atrevía. Y cuando jugaba mal por torpeza, ellos jugaban peor aún, pues sólo creían en la suerte de Johnny. Sin embargo, su inseguridad les parecía maldad pura y simple. Cada vez se hallaban más convencidos de que estaba jugando con ellos como el gato con el ratón.
Cuando tuvo, una vez más, todas las fichas frente a él, los otros tres se levantaron. Sólo él permaneció un rato más sentado, con la mente en blanco, entre las cartas y las latas de conserva. Eran las once. Estaban a una hora de Nueva York.
Cuatro hombres y una partida de póquer en la cabina de un barco, en el trayecto La Habana-Nueva York.
Aún les quedaba algo de tiempo. Como el aire estaba muy cargado en la cabina, decidieron darse una vuelta por la cubierta. El aire fresco los reanimaría. La idea de respirar aire fresco pareció ponerlos de mejor humor. Hasta le preguntaron a Johnny si quería subir a cubierta con ellos.
Pero Johnny no quería.
Cuando los otros tres vieron que Johnny no quería, empezaron a insistir en que lo hiciera.
Y Johnny perdió por primera vez los estribos y cometió el error de no levantarse en seguida. Probablemente les dio así la oportunidad de leer más tiempo el miedo en su cara. Y eso los llevó a tomar una decisión.
Cinco minutos más tarde, sin decir esta boca es mía, Johnny subió a cubierta con ellos. Por la escalerilla podían subir dos a la vez. Uno de ellos precedió a Johnny, otro se puso detrás y el tercero subió la escalerilla a su lado.
Cuando llegaron arriba, la noche estaba fría y brumosa, y la cubierta, húmeda y resbaladiza. Johnny estaba contento de poder mantenerse en el centro.
Pasaron junto al timón, donde había un hombre que no les prestó atención. Estando ya a cuatro pasos de él, Johnny tuvo la sensación de haber perdido una oportunidad. Pero ya se acercaban a la barandilla de popa.
Al llegar a la borda, Johnny quiso llevar a cabo su plan y gritar a voz en cuello. Pero no lo hizo; y no lo hizo, curiosamente, debido a la niebla. Pues cuando la gente ve mal, cree que nadie puede oírlos.
Desde la barandilla lo tiraron al agua.
Luego se instalaron otra vez en la cabina, se acabaron las latas semivacías, se sirvieron los restos de las bebidas y se preguntaron, tres hombres y una partida de póquer en el trayecto de La Habana a Nueva York, si Johnny Baker, que en esos momentos debía de estar nadando tras la luz roja del barco que se alejaba a toda máquina, podría nadar tan bien como era capaz de ganar al póquer.
Pero nadie puede nadar tan bien como para salvarse de los hombres cuando tiene demasiada suerte en el mundo.
He estado pensando largo rato en cómo podría llamarse esta historia, y al final supe que debía llamarse «Barbara». Admito que Barbara sólo aparece al principio y que a lo largo de todo el relato no queda muy favorecida que digamos. Pero la historia no puede llevar otro título que Barbara.
Edmund, a quien llaman Eddi, cien kilos de melancolía, hizo muy mal en llevarme a las nueve de la noche a casa de Barbara, Lietzenburger Strasse 53, sólo porque nos habíamos tomado unos cuantos cócteles en el Kurfürstendamm y su Chrysler estaba aparcado frente al bar, y a sabiendas de que Barbara tenía «una entrevista importantísima con el director de un cabaret».
Tocamos el timbre, entramos, colgamos nuestros abrigos, vimos a Barbara venir hacia nosotros hecha una furia y la oímos gritar: «Me vas a volver loca con tus celos estúpidos», tras lo cual se cerró una puerta y cuando acordamos ya estábamos de nuevo abajo, junto al Chrysler de Eddi. Nos metimos en él de inmediato.
Eddi conducía muy de prisa. Pasó como una ráfaga entre dos tranvías que se cruzaban en ese momento, le rozó, o casi, la barbilla a una anciana y bordeó a un guardia urbano antes de lanzarse a toda máquina por el puente del Halensee.
Y no paró de hablar todo ese tiempo. Su aspecto era exactamente el de una bola de grasa con un sombrero negro y tieso por cabeza y una palanquita negra en el centro, y entre ésta y el sombrero —todo cuidadosamente acolchado en grasa— un volante bastante grande. Y esa bola de grasa avanzaba ahora a una velocidad monstruosa y cada vez mayor en dirección a los grandes bosques.
Y como ya he dicho, la bola de grasa no paraba de hablar.
—Ya lo ves —decía—, y esto ha sido una insignificancia. Una pequeña descortesía producto de un gran nerviosismo. Pero son justamente estas insignificancias las que me tienen harto, sí, francamente harto. ¡Qué celos ni ocho cuartos! Si hay alguien que no es celoso, que no conoce ese sentimiento ni lo ha conocido nunca, ese alguien soy yo. Claro que tampoco me muero por entrevistarme con directores de cabaret, lo que además sería demasiado pedir. Y claro que ella está en su derecho al recibir a un tipo así en su casa, a las nueve de la noche y en pijama, y si hay alguien que respeta los derechos ajenos sean los que sean y hasta los límites más extremos, ese alguien soy yo. Pero esto es simple y llanamente una estupidez de Barbara. Te lo digo yo. ¡Celos!
No te imaginas la rabia que me entra cuando veo un sobretodo masculino colgado en el ropero de Barbara. Claro que no es por el sobretodo. Tampoco sé por qué es, pero siento una aversión instintiva hacia los abrigos con forro de piel. El mío, el que yo uso, también me repele. Pero hace ya mucho tiempo que he renunciado a expresar mis propias opiniones. Y te juro que esta vez la cosa se ha acabado. Definitivamente.
En estos términos me iba hablando Eddi mientras cruzábamos el puente sobre el Halensee. Al llegar a Grunewald él ya estaba mucho más lejos. Era una noche oscura con una niebla muy desagradable, y yo hubiera preferido estar en casa. Pero Eddi aún tenía mucho que decir.
Estaba abiertamente decidido a exponerme su cosmovisión. Me iba diciendo todo lo que pensaba del mundo. Y me lo decía sin tapujos mientras rodaba a una velocidad de 90 kilómetros por un camino que, en realidad, sólo existía en su imaginación. Era un mal filósofo y un excelente conductor, pero su forma de conducir era mucho más peligrosa que su filosofía. Decía que, en general, los hombres estaban mal hechos. Un fallo de construcción como el de ciertos vehículos no sometidos a ninguna prueba y que algunas empresas lanzan al mercado con demasiada rapidez, tapando las deficiencias con una preciosa carrocería de aluminio. Pero yo iba viendo pinos que pasaban como una exhalación y tuve la sensación de que ese ritmo era sencillamente excesivo.
Eddi aceleró un poco más para aumentar el ritmo y me dijo lo que pensaba de las mujeres. Y cuando hubo alcanzado los 100 kilómetros por hora, me dijo que las mujeres eran algo tan asqueroso que él se preguntaba por qué todo el mundo las ponía siempre por encima de otros animales domésticos mucho más de fiar. Eran muy poco sólidas, sí, auténticos tabiques de madera. Y se empecinó en aplicar la palabra «tabiques» a las mujeres. La repitió varias veces y añadió que la policía municipal debería prohibirlas por su falta de solidez, y con esto alcanzó la terrorífica velocidad de 110 kilómetros.
A esa marcha (¡110 kilómetros por hora!) mal podía yo verificar los argumentos de Eddi contra las mujeres, pero los pinos que veía desaparecer como un soplo a mi lado me parecían extraordinariamente sólidos y consistentes.
Lo terrible era que el pesimismo vital de Eddi tenía un pie que presionaba el acelerador. Como era imposible apartar aquel pie, lo máximo que podía yo intentar era hacer algo contra el pesimismo.
Por eso empecé a enumerarle, en plena noche y en un camino sin iluminar entre Wannsee y Potsdam, Grunewald, etc., las ventajas de este planeta a aquella bola de grasa desbocada. Como no podía entrar en detalles dadas las circunstancias, le dije simplemente que todo era relativo, aunque veía que nuestra velocidad era, sin ninguna duda, absoluta. Por cierto que no nos movíamos con una rapidez precisamente «relativa» hacia nuestra muerte. Cuando llegué al tema «después de la lluvia sale el sol», estábamos bajando a toda marcha por una pendiente boscosa, y cuando, una vez abajo, atravesamos una pradera, mi conferencia sobre «los lados buenos que también tienen las mujeres» sólo pudo tener, claro está, una eficacia mínima. Allí abajo, Eddi volvió a divisar la carretera y pudo imponer otra vez a su coche una velocidad adecuada a su desesperación.