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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (10 page)

BOOK: Recuerdos
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Fueron examinados por los guardias imperiales, y por un mayordomo que decidió que no tenían derecho a prescindir de un guía, con Miles o sin él. La siguiente persona a quien encontraron fue de hecho Lady Alys Vorpatril, quien esperaba al pie de las escaleras. Esta noche había elegido un vestido de terciopelo azul oscuro ribeteado de oro, quizás en honor a los colores Vorpatril de su marido, tiempo atrás fallecido. Había vestido el gris de las viudas durante toda la infancia de Miles, según le parecía recordar a éste, pero hacía tiempo que lo había abandonado, posiblemente en el mismo tiempo en que perdonó a Lord Vorpatril por hacerse matar de aquella forma tan particularmente escandalosa durante la Guerra de los Pretendientes Vordarianos.

—Hola, Miles querido, Delia —los saludó. Miles se inclinó ante su mano, y presentó al capitán Galeni y a la doctora Toscane con más formalidad. Lady Alys asintió, dando su aprobación… Miles se sintió aliviado de que Ivan le hubiera hecho caso e incluido a sus acompañantes en la lista de invitados como prometió, sin que se le olvidara hasta el último y comprometedor minuto, o hasta más tarde.

—Gregor recibe a todo el mundo en el Salón de Cristal, como de costumbre —continuó Lady Alys—. Os sentaréis a su mesa para cenar, junto a la embajadora de Escobar y su marido… me pareció mejor intercalar a los galácticos entre unos cuantos nativos esta vez.

—Gracias, tía Alys. —Miles vio por encima de su hombro una figura esbelta y familiar vestida con el uniforme verde de los oficiales, de pie en las sombras de la puerta, a la izquierda de la escalera, y hablando en voz baja con un guardia de SegImp—. Uh, Delia, ¿quieres enseñarles a Duv y Laisa el camino hasta el Salón de Cristal? Os sigo ahora mismo.

—Claro, Miles. —Delia le sonrió a Laisa, se subió la larga falda con el aplomo que da la práctica, y condujo a los komarreses por las amplias escaleras.

—Qué joven tan bonita —dijo Lady Alys, contemplándolos.

—Ah, ¿te refieres a la doctora Toscane? —aventuró Miles—. Supongo que ha sido un acierto traerla.

—Oh, sí. Es la principal heredera de esos Toscane, ya sabes. Muy apropiada —Alys estropeó un poco su apreciación al añadir—, para ser komarresa.

Todos tenemos nuestros pequeños defectos
. Lady Alys había sido empleada por el Emperador para encargarse de que se admitiera a la gente adecuada; pero Miles había divisado al otro miembro del equipo: el hombre a quien Gregor empleaba para que se encargara de la admisión de la gente segura. Simon Illyan, el jefe de Seguridad Imperial, alzó la cabeza tras terminar su conversación con el guardia, quien le saludó y desapareció por la puerta. Illyan no sonrió ni saludó a Miles, pero éste se despidió de Lady Alys, se acercó a él de todas formas, y lo atrapó antes de que pudiera seguir al guardia.

—Señor.

Miles le dirigió un saludo de analista; Illyan le contestó con una versión aún más modificada, un movimiento levemente frustrado que parecía más una despedida que una bienvenida. El jefe de SegImp era un hombre de sesenta y pocos años, cabello castaño que se volvía gris, con un rostro engañosamente plácido, y la costumbre permanente de desaparecer silenciosamente en segundo plano. Era evidente que Illyan estaba de servicio ese día, para supervisar la seguridad personal del Emperador, como evidenciaban el enlace de comunicaciones de su oreja derecha y las armas letales cargadas en ambas caderas. Esto significaba que, o bien esta noche había algo más de lo que parecía, o no había nada en ninguna otra parte para dejar a Illyan en el cuartel general y por eso había dejado la rutina a su blando y firme segundo, Haroche.

—¿Le dio mi mensaje su secretario, señor?

—Sí, teniente.

—Me dijo que estaba fuera de la ciudad.

—Lo estaba. He vuelto.

—¿Ha… visto mi último informe?

—Sí.

Maldición
. Las palabras
Hay algo importante que he omitido
parecieron ahogarse en la garganta de Miles.

—Necesito hablar con usted.

Illyan, siempre cerrado, parecía más inexpresivo que de costumbre.

—Sin embargo, éste no es el momento ni el lugar.

—Cierto, señor. ¿Cuándo?

—Estoy esperando más información.

Cierto. Si no era apresurarse y esperar, era esperar y apresurarse. Pero algo debía estar a punto de estallar pronto, o Illyan no tendría a Miles dando vueltas por Vorbarr Sultana para presentarse al servicio en el plazo de una hora.
Si es una nueva misión, ojalá que me haga partícipe. Al menos podría elaborar algún plan de contingencia
.

—Muy bien, estaré preparado.

Illyan hizo un gesto con la cabeza para despedirlo. Pero cuando Miles se volvía, añadió:

—Teniente…

Miles se giró.

—¿Ha venido conduciendo?

—Sí. Bueno, condujo el capitán Galeni.

—Ah. —Illyan pareció encontrar algo ligeramente interesante que mirar por encima de la cabeza de Miles—. Un hombre listo, Galeni.

—Eso pienso.

Tras renunciar a sonsacarle nada más a Illyan esta noche, Miles se apresuró a reunirse con sus amigos.

Los encontró a todos esperándolo en el amplio corredor, ante el Salón de Cristal; Galeni charlaba amigablemente con Delia, quien no parecía tener prisa por entrar y reunirse con Ivan y su hermana. Laisa lo contemplaba todo con evidente fascinación, embobada ante las antigüedades hechas a mano y las alfombras de colores delicados que cubrían el pasillo. Miles se acercó a ella para estudiar el elaborado mosaico de la superficie de una mesa: una escena de caballos al galope realizada con los tonos naturales de diversas maderas.

—Todo es tan barrayarés… —le confesó a Miles.

—¿Cuadra con sus expectativas?

—La verdad es que sí. ¿Qué antigüedad supone que tiene esta mesa… y qué pasó por la mente del artesano que la fabricó? ¿Cree que nos imaginó alguna vez, imaginándolo?

Pasó los dedos sensibles por la superficie pulida, aromatizada con fina cera de olor, y sonrió.

—Unos doscientos años, y no, nunca lo he pensado —dijo Miles.

—Mmm. —La sonrisa de ella se hizo más reflexiva—. Algunas de nuestras cúpulas tienen más de cuatrocientos años. Y sin embargo Barrayar parece más antiguo, aunque no lo es. Creo que en ustedes hay algo intrínsecamente arcaico.

Miles reflexionó brevemente sobre la naturaleza de su mundo natal. Al cabo de otros cuatrocientos años, la terraformación de Komarr quizás empezara a convertirlo en habitable para los humanos, que podrían salir a la superficie sin mascarilla de oxígeno. Por ahora, los komarreses vivían todos juntos en arcologías en forma de cúpula, tan dependientes de la tecnología para sobrevivir contra el frío asfixiante como los betanos lo fueron en su mundo desértico, enormemente caliente. Komarr nunca había tenido una Era de Aislamiento, nunca había estado fuera de contacto de la corriente principal galáctica. De hecho, se ganaba la vida pescando en esa corriente, con su única fuente natural vital: seis importantes puntos de salto cercanos entre sí. Los saltos habían convertido el espacio local komarrés en una encrucijada de nexos, y con el tiempo, por fortuna, en un enclave estratégico. Barrayar tenía una ruta de salto que la conectaba con el nexo galáctico… y pasaba por Komarr. Si no guardas tu propia puerta, los que la controlen te poseerán.

Miles redujo sus pensamientos a una escala más pequeña y privada. Obviamente, Galeni debería sacar a su dama a respirar el aire libre barrayarés. Sin duda disfrutaría de todos aquellos kilómetros de libertad no komarresa. En auto, digamos, o si realmente le gustaba lo arcaico…

—Debería hacer que Duv la llevara a dar un paseo a caballo —sugirió Miles.

—Dioses. ¿Sabe montar también? —Sus sorprendentes ojos turquesa se ensancharon.

—Er… —Buena pregunta. Bueno, si no, Miles podría darle un cursillo acelerado—. Claro.

—Lo intrínsecamente arcaico es tan… —ella bajó la voz, como dispuesta a confesar un secreto—, intrínsecamente romántico… Pero no le diga a Duv que lo he dicho. Le encanta la precisión histórica. Lo primero que hace es soplar todo el polvo de la fábula.

Miles sonrió.

—No me extraña. Pero pensaba que era usted una mujer de negocios práctica.

La sonrisa de ella se ensombreció.

—Soy komarresa. Tengo que serlo. Sin el valor añadido de nuestro comercio, trabajo, transporte, bancos y remanufacturas, Komarr se vería de nuevo obligada a volver al nivel de subsistencia desesperada… y de menos que subsistencia del que se alzó. Y siete de cada diez de nosotros moriríamos, de un modo u otro.

Miles retorció una ceja, interesado; consideró la cifra exagerada, aunque hubiera sinceridad en las palabras de ella.

—Bueno, no debemos detener el desfile. ¿Entramos?

Galeni y él volvieron a colocarse al lado de sus respectivas damas, y Miles los condujo al otro lado de las cercanas puertas dobles.

El Salón de Cristal era una larga sala de recepciones flanqueada a un lado por altas ventanas y al otro por altos espejos antiguos, de ahí su nombre, adquiridos cuando el cristal era mucho más difícil de conseguir.

Haciendo de anfitrión en vez de señor esta noche, Gregor se encontraba cerca de la puerta en compañía de unos cuantos ministros del Gobierno ataviados para la ocasión, saludando a sus invitados. El Emperador de Barrayar era un hombre delgado, casi flaco, de treinta y tantos años, cabello negro y ojos oscuros. Aquella noche iba de civil, muy elegante, al más conservador y formal estilo barrayarés, con una pizca de los colores de Vorbarra en el dobladillo y los pespuntes de los pantalones. Gregor era preternaturalmente silencioso por elección cuando se le permitía serlo. No ahora, por supuesto, cuando se trataba de ser social, un deber que le disgustaba pero que, como todos sus otros deberes, ejercía bien.

—¿Es él? —le susurró Laisa a Miles, mientras esperaban a que el grupo que les precedía terminara sus reverencias y continuara andando—. Pensaba que iría vestido con ese fantástico uniforme militar con el que aparece en todos los vids.

—¿El rojo y azul de los desfiles? Sólo se lo pone para la Revista de Medio Verano, su cumpleaños, y la Feria de Invierno. Su abuelo el Emperador Ezar fue general de verdad antes que Emperador, y llevaba los uniformes como una segunda piel, pero Gregor no se considera militar, a pesar de su título de mando sobre las fuerzas imperiales. Así que se pone el uniforme de la Casa Vorbarra o algo por el estilo cada vez que se lo permite la etiqueta. Todos lo apreciamos enormemente, porque eso nos permite no ponernos el maldito uniforme. El cuello te ahoga, la espada te hace tropezar, y las borlas de las botas se enganchan con todo.

No es que el cuello del uniforme verde fuera mucho más bajo y, a excepción de las borlas, las botas de caña eran similares pero, con su altura, Miles consideraba que la larga espada era un suplicio.

—Ya veo —dijo Laisa. Sus ojos chispearon divertidos.

—Ah. Ya llegamos. —Miles condujo a su rebaño hacia delante.

Delia conocía a Gregor de toda la vida, y tras una breve frase y una sonrisa de saludo, se apartó para dar una oportunidad a los recién llegados.

—Sí, capitán Galeni, he oído hablar de usted —dijo Gregor con gravedad, cuando Miles le presentó al oficial nacido en Komarr. Durante una décima de segundo dio la impresión de que Galeni no estaba seguro de cómo interpretar esta alarmante información; Gregor se apresuró a añadir—: Cosas buenas.

Gregor se volvió hacia Laisa; su mirada, por un instante, se perdió. Se recuperó rápidamente, e hizo una leve reverencia sobre su mano, murmurando algo amable y esperanzador sobre un Komarr bienvenido al futuro del Imperio.

Terminadas las formalidades, Delia se marchó en busca de Ivan y su hermana entre los invitados. La sala no estaba tan abarrotada como durante el cumpleaños o la Feria de Invierno. Laisa miró a Gregor por encima de su hombro.

—Cielos. Me ha parecido que casi se estaba disculpando por conquistarnos.

—Bueno, en realidad no —dijo Miles—. No tuvimos otra elección, después de que los cetagandanos nos invadieran a nosotros a través de ustedes. Simplemente expresaba su pesar por cualquier inconveniente personal que pueda haber causado algo que, considerado globalmente, parece estar apagándose, treinta y cinco años después del hecho. El equilibrio de los imperios multiplanetarios es difícil de mantener. Aunque los cetagandanos hayan manejado el suyo durante siglos, no podemos decir que sean lo primero que a uno se le viene a la cabeza como modelo.

—No parece tener exactamente la personalidad inflexible que proyectan sus servicios oficiales de noticias, ¿verdad?

—En realidad es más sombrío que inflexible… así es sólo como sale en los vids. Por fortuna, tal vez.

Encontraron su camino temporalmente bloqueado por un viejo flacucho que se tambaleaba apoyado en su bastón. El ultraformal uniforme de desfile, rojo y azul, correcto hasta en las dos espadas que chasqueaban contra sus huesudas caderas, le quedaba flojo, y su color estaba extrañamente ajado. Miles detuvo a sus invitados y se apresuró a dejarle paso.

Laisa lo observó con interés.

—¿Quién es ese viejo general?

—Una de las más famosas reliquias de Vorbarr Sultana —dijo Miles—. El general Vorparadijs es el último Auditor Imperial superviviente nombrado personalmente por el Emperador Ezar.

—Parece muy militar, para ser un auditor —dijo Laisa, dubitativa.

—Es Auditor Imperial, con A mayúscula —corrigió Miles—. Y un quisquilloso mayúsculo también. Um… toda sociedad tiene que enfrentarse a la pregunta: ¿Quién nos guardará de nuestros guardianes? El Auditor Imperial es la respuesta barrayaresa. Los Auditores son una especie de cruce entre, oh, un Fiscal Especial Betano, un Inspector General, y una deidad menor.

»No tiene necesariamente nada que ver con la contabilidad, aunque ése es el origen del título. Los condes originales eran los recaudadores de impuestos de Voradar Tau. Con tanto dinero pasando ante sí, mis rudos antepasados tendían a hacerse los remolones. Los Auditores vigilaban a los condes en nombre del Emperador. La inesperada llegada de un Auditor Imperial, por lo común acompañado de una gran fuerza de caballería imperial, provocaba a menudo suicidios extraños y sanguinolentos. Los Auditores solían ser asesinados en aquellos días, también, pero los primeros Emperadores estaban empeñados en castigar ese crimen con espectaculares ejecuciones en masa, y los Auditores se volvieron casi intocables. Se dice que podían recorrer a caballo todo el país con bolsas de oro colgando de sus sillas prácticamente sin escolta, y que los bandidos los escoltaban en secreto a fin de despejarles el camino, sólo para asegurarse de que se marchaban de sus distritos sin ningún irritante retraso. Personalmente, creo que es una leyenda.

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