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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (98 page)

BOOK: Reamde
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—Busque más datos sobre ella —dijo el tío Meng—. Me encantaría saber cómo acabó en un avión secuestrado con Abdalá Jones en Xiamen. Por no mencionar cómo ese señor Y, tan sediento de sangre en otros aspectos, se preocupa por cómo tratan a esta persona.

—Se equivocan con el señor Y —dijo Olivia.

Todos la miraron, esperando que dijera más.

—Es un caballero —explicó, a falta de mejor forma de expresarlo.

—Oh. ¿Por qué no lo dijo antes? —respondió el tío Meng.

Gran parte de lo que sucedió después quedó fuera de su ámbito: consiguieron un montón de información sobre Zula. Mucha más sobre el ruso. Dedujeron, aunque Olivia se negó a confirmarlo, que el señor Y era Sokolov. Trajeron a gente de la RAF que sabía mucho de aviones y radares, dibujaron cartas aeronáuticas en las pizarras, conectaron un simulador programado para imitar el tipo exacto de avión y trataron de calcular el rumbo desde Xiamen. Olivia se asomó a las ventanas virtuales de la carlinga y vio la playa de Kinmen donde había estado con Sokolov, y casi se le antojó que si entornaba los ojos lo suficiente podía ver dos columnas de píxeles allá abajo, representaciones difusas de ella misma y el «señor Y» mirando a este avión simulado. Extremadamente infantil y romántico. El verdadero y serio propósito de esto era investigar los posibles planes de vuelo que pudiera haber seguido Jones tras despegar esa mañana. Varios eran tipo «juegos de guerra», que sonaba divertido hasta que quedaba claro que el noventa por ciento de ese juego tenía que ver con los asuntos internos de los centros de control del tráfico aéreo y los protocolos de los planes de vuelo de varios países del Sudeste Asiático. Una facción quería demostrar que Jones podía haber llegado hasta Pakistán, pero este escenario se llenó de agujeros cuando los expertos señalaron todo el espacio aéreo restringido por los militares en torno a las disputadas regiones fronterizas de India/China, Pakistán/India, etcétera. Otra facción defendía la idea de que el avión se había dirigido a Norteamérica. Pero para justificarlo tenían que conectar una maraña que pudiera explicar cómo Jones había eludido los radares mientras volaba por el abarrotado y bien controlado pasillo aéreo, y tenían también que justificar por qué el avión se dirigió al principio al sur: un absurdo desperdicio de combustible. Pudieron hacerlo argumentando los planes de vuelos domésticos de China. Nadie pudo demostrar que estuvieran equivocados, pero a todos los incomodó la complejidad de la historia. Con diferencia, el escenario más sencillo y plausible era que Jones simplemente había volado a ras del mar y había volado directamente a Mindanao y había hecho un aterrizaje forzoso. Olivia estaba a favor de esa teoría aunque no fuera por otro motivo que, si era cierta, significaba que Jones ya había aterrizado y el avión se había hundido bajo las olas para cuando Sokolov le dio el número de matrícula, y por eso no podían echarle en cara haber retrasado la información.

Para asegurarse de que Jones no hubiera volado directamente a Norteamérica, se pusieron en contacto con sus homólogos de Canadá y Estados Unidos y sugirieron que sería prudente mantener un ojo abierto a la aparición de dicho avión privado. La suposición más probable era que pudiera haber aterrizado en una pista remota o una carretera desierta y lo hubieran abandonado. Tras haber cubierto esa base (por usar un término de los yanquis), todos concentraron sus energías en el escenario de Mindanao.

Estos procedimientos continuaron durante unas cuarenta y ocho horas, durante las cuales Olivia estuvo trabajando cada vez que estaba despierta. El significado de «despierta» era punto a debatir dado el extremo caso de jet lag que padecía, posiblemente mezclado con síntomas postraumáticos y posconmoción. Al menos la mitad del tiempo que pasó en aquella habitación fingiendo formar parte de la reunión, dedicaba esencialmente todas sus energías y su atención al proyecto de no quedarse dormida allí mismo. Cambiaba irritada de postura cada diez segundos, solo para espantar el sueño, y oía a los demás discutir temas memorables y complicados como si los oyera a través de un larguísimo tubo acústico de un acorazado.

Cuando se apiadaron de ella y la enviaron a «casa», fue a un piso franco en Londres: una casa georgiana completamente anónima que había sido adaptada para este propósito. Durante la limitadísima cantidad de tiempo que no estaba trabajando o durmiendo, no tenía nada que hacer. No podía volver a ser todavía Olivia Halifax-Lin, no podía empezar a consultar Facebook ni lo que fuese que la gente hacía entonces. Encontró a una peluquera que atendía a asiáticas y resolvió ese tema, aunque acabó con un peinado de paje que parecía salido de una película porno que nunca se habría atrevido a llevar si las circunstancias no la hubieran obligado. Se frotó los músculos doloridos y pinchados. Como le habían advertido que tendría que viajar al extranjero, compró ropa: atuendos ligeros de fibra sintética que se secaban rápido y una chaqueta que podía ponerse encima cuando quisiera hacer un guiño simbólico y parecer más formal. Le llegó un nuevo pasaporte, que le hizo preguntarse cómo hacía estas cosas el MI6: ¿Tenían una fábrica de pasaportes propia? ¿O solo una habitación especial en la Fábrica Central de Pasaportes Británicos donde podían colarse y llevarse unos cuantos según demandara la ocasión?

Hubo otra sesión con el practicante, quizás un poco antes de tiempo, y le suministraron píldoras contra la malaria y le dijeron con severidad por qué el repelente de mosquitos era buena cosa. El tío Meng la recogió en lo que parecía ser su coche personal y la llevó a Heathrow, aunque se detuvieron a medio camino para tomar un café y unos bollos.

—Va a ir a Manila —dijo él—, tras pasar por Dubai.

—¿Y Manila no será mi destino final, supongo?

—Lo es en lo que respecta a las líneas aéreas comerciales. Cuando esté allí, pasará una noche en un hotel para recuperarse y luego se encontrará en compañía de un tal Seamus Costello, capitán del ejército norteamericano retirado.

—¿Así que ahora es, qué, un caballero ocioso?

El tío Meng no se dignó reconocer su comentario con un respuesta directa.

—Lo que más me gustaría es saber si trabaja para alguna rama del gobierno o para un contratista de seguridad privada —dijo Olivia.

—Oh, no, no la pondríamos con un mercenario —dijo el tío Meng, un poco dolido.

—Entonces era un tipo duro. Decidieron que tenía talentos que superaban su situación en la vida. Y le dieron la patada hacia arriba.

—El aparato de seguridad nacional norteamericano es muy grande e insondablemente complejo —fue todo lo que el tío Meng quiso decir—. Tiene muchos departamentos y subunidades que, supongo, no sobrevivirían a un análisis de arriba abajo. Se alimenta de actores individuales, desesperados por poder hallarle sentido a todo, por crear sus pequeños elementos específicos que se institucionalizan a medida que les va llegando el dinero. Los que son buenos en el juego político son atraídos a Washington. Los que no, acaban sentados en vestíbulos de hoteles en lugares como Manila, esperando a gente como usted.

—Debe de tener otros deberes.

—Oh, sí. Se pasa la mayor parte del tiempo en Mindanao, cuidando a la gente de Abu Sayyaf.

Aquí, como Olivia sabía perfectamente bien, el tío Meng se estaba refiriendo a los insurgentes islámicos del sur de Filipinas que habían alojado y auxiliado a Abdalá Jones durante varios meses. Las fuerzas de operaciones especiales norteamericanas, colaborando con sus homólogos filipinos, habían lanzado un ataque contra un campamento en la jungla donde habían avistado a Jones. Encontraron el lugar abandonado pero repleto de bombas trampa. Dos americanos y cuatro filipinos habían perdido la vida. Semanas más tarde, Jones fue localizado en Manila, donde estableció una fábrica de bombas en un edificio de apartamentos y creó aparatos explosivos que habían sido utilizados en una serie de coches bomba perfectamente sincronizados. A partir de ahí su pista consistía en indicios y rumores hasta que Olivia lo encontró en Xiamen.

—Costello lleva mucho tiempo detrás de Jones —dedujo—. Se enorgullece de su trabajo, o lo hacía antes. Jones ha sido más listo que él más de una vez. Mató a miembros de su equipo de forma cobarde y sibilina. Sus bombas mataron a civiles bajo su custodia. Luego dejó el país... se fue adonde Costello no podía alcanzarlo, dejándolo en un estercolero.

—Es su tipo —dijo amablemente el tío Meng—. Por favor, intente no acostarse con él.

—¿Cómo es que James Bond no tiene estos problemas?

El vuelo a Dubai estaba compuesto por árabes ricos y tipos de la City. En el tramo Dubai-Manila eran casi todos criados filipinos que volvían a casa. La fractura racial y cultural era demasiado grande para que Olivia se pusiera a pensar en ello, así que se puso a ver películas y a jugar al Tetris, y finalmente se quedó dormida quince minutos antes de que iniciaran el descenso al Aeropuerto Internacional Ninoy Aquino. Eran las últimas horas de la tarde. Ya habían pasado cuatro días desde que Sokolov y ella se separaron en Kinmen. Un coche la recogió y la llevó a un hotelito en Makati donde comió un filete que pidió al servicio de habitaciones, se lavó, se tomó sus pastillas contra la malaria, y se fue a la cama.

No escuchó sonar tres veces el servicio despertador y llegó al vestíbulo quince minutos tarde. Seamus Costello estaba en el restaurante comiendo huevos con beicon. El color amarillo rojizo de las yemas cocinadas por ambos lados encajaba perfectamente con el de su barba, pero incluso así se limpió la barbilla antes de levantarse para estrecharle la mano. Parecía un mochilero ligeramente mayor, el tipo de individuo con el que acabas charlando en un autobús de mala muerte en Bután o Tierra del Fuego, le pides un porro o consejo sobre dónde pasar o no pasar la noche. Era delgado, como una tira de beicon que hubiera pasado demasiado tiempo en la sartén, y medía un poco más de metro ochenta. Tenía ojos verdes que parecían un poco demasiado abiertos (aunque, Olivia tenía que admitirlo, todos los ojos que no eran negros parecían así cuando llevabas algún tiempo viviendo en China), y un acento de Boston que podía rascar el óxido de una tapa de alcantarilla. Pero había ido a la universidad (en su oficio todo el mundo tenía una licenciatura o algo más) y podía disfrazar su acento cuando se acordaba de hacer el esfuerzo.

Cosa que no hizo en ese momento.

—Ha estado a esto —dijo, haciendo un gesto de medida con el pulgar y el índice.

Dicho con el tono equivocado, habría sido un reproche o incluso una burla. Pero tenía una leve sonrisa en el rostro cuando lo dijo. El tono era filosófico.

La estaba felicitando.

Ella se encogió de hombros.

—No lo suficientemente cerca, me temo.

—Da igual. ¿Cómo fue? Estar allí sentada, día tras día, escuchando al tipo y su gente...

—Por desgracia, no hablo árabe.

—Yo no habría podido contenerme —dijo él con tristeza, mirando por la ventana y adoptando una especie de expresión traviesa en el rostro mientras imaginaba, supuso ella, que cruzaba aquella calle de Xiamen y subía al apartamento 505 y destripaba a Abdalá Jones con un cuchillo—. Ah, ese puñetero cabrón —volvió los ojos hacia ella—. Bien. Así que creen que está en Mindanao.

—Hay una cala no lejos de Zamboanga, lo bastante resguardada para poder hundir el avión rápidamente y volverse invisibles a...

—He nadado en ella —dijo él.

—Oh.

Olivia parecía un poco sobresaltada.

—He leído el informe —explicó él—. Sé cuál es su teoría. Hundieron el barco, como dicen, y se dirigieron a la orilla. Toda la zona está llena de Abu Sayyaf, así que les habría resultado fácil conectar con sus hermanos —decidió subir el acento de Boston al nivel once cuando pronunció la palabra «hermanos».

—¿Entonces qué cree?

—Creo que voy a llevarla allí y vamos a comprobarlo.

—¿Pero qué cree usted de verdad?

—Eso no importa. Le diré una cosa: iremos allí, le mostraré el lugar, y dentro de un par de días, cuando nos conozcamos el uno al otro y hayamos establecido una «relación de confianza», entonces podremos decirnos lo que creemos realmente.

Entonces se inclinó un poco hacia delante.

—¿Qué? ¿Qué? —Una expresión de diversión había aparecido en el rostro de Olivia.

—Creía que estaba usted aquí porque no era bueno con la política —dijo ella.

Él cruzó las manos bajo la barba, como un niño que hace su primera comunión.

—Me gusta pensar que estoy aquí porque soy bueno adquiriendo nuevas habilidades —dijo—. Cosa que viene muy bien en Zamboanga. ¿Quiere desayunar?

—¿Vamos a perder nuestro avión?

—Nos esperarán.

La razón de esta falta de urgencia quedó clara cuando salieron por la puerta y se internaron en el tráfico de Manila, para el que palabras simples como «malo» u «horrendo» eran completamente inadecuadas. Dos horas después, solo se habían movido poco más de un kilómetro del hotel.

—¿Lista para un paseo? —le preguntó Seamus.

—Estaría lista para cualquier cosa que no fuera esto —dijo Olivia. Así que él le pagó al taxista y echaron a andar. Olivia se sentía extrañamente orgullosa de sí misma por haber hecho un equipaje ligero, y aún más, haber usado una maleta que podía convertirse en mochila. Seamus se ofreció caballerosamente a llevársela, pero ella lo rechazó, y empezaron a caminar entre huecos del tráfico detenido hasta que él los desvió hacia el lado de la calle. El calor era increíble, brotaba de debajo de los vehículos parados y cocía sus piernas desnudas. Se redujo un poco cuando dejaron atrás el atasco y pasaron a calles más pequeñas. Seamus compró dos débiles paraguas a un vendedor callejero, le tendió uno a Olivia, y abrió el otro para protegerse la cabeza del sol. Ella lo imitó. Siguiendo el curso del sol, Seamus los dirigió a un barrio residencial que empezaba pareciendo razonablemente acomodado y que iba a menos a medida que se alejaban de Makati. Pero ella nunca se sintió en peligro, posiblemente por la tonta creencia de que no podía sentir ningún daño cuando caminaba junto a alguien como él. Cientos de personas reparaban en ellos y los observaban con atención, y docenas los seguían.

—¿Señorita? ¿Señorita? —llamó alguien.

—Les sorprende que lleve su propia maleta —dijo Seamus, y por eso ella se la entregó por fin, quedándose solo con una riñonera que ahora le servía de bolso y el parasol. Había dado por hecho que intentaban llegar al aeropuerto, que estaba definitivamente a su izquierda, o al sur; pero Seamus seguía dirigiéndose al oeste: un arroyo de aguas estancadas de feo aspecto, medio cubierto de escombros de plástico y oliendo a alcantarilla. Olivia no podía decidir hacia dónde corría, pero Seamus parecía saberlo y la guio a lo largo de la ribera, extendiendo de vez en cuando un brazo para impedir que tropezara, hasta que llegaron a un lugar donde se ensanchaba en una pequeña cuenca donde se podían ver botes: largas y esbeltas canoas con estabilizador doble equipadas con motores fuera borda. Seamus no tuvo ninguna dificultad en llamar a una y convencer a su propietario para que los llevara a Sangley Point. El casco era tan estrecho que Olivia podía abarcarlo con el brazo. Se sentaron en el centro bajo un toldo comido por el sol, Olivia delante, apoyada contra la mochila, y Seamus detrás.

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