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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (100 page)

BOOK: Reamde
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Los otros hombres salieron y regresaron a sus barracones. Ella no pudo evitar la impresión de que habían querido tirar sus cosas y relajarse aquí y que su presencia en la habitación lo había estropeado.

Seamus se quedó. Llevaba un portátil de plástico gris bajo un brazo, No era su ordenador habitual. Lo dejó en una mesita baja, se sentó en una silla colocada a noventa grados respecto al sofá. Se inclinó hacia delante con los codos en las rodillas y cuidadosamente unió las yemas de los dedos y flexionó las manos, como comprobando si las articulaciones de sus dedos funcionaban todavía. Algunos de sus nudillos habían estado sangrando.

Miró a Olivia directamente a los ojos y dijo, con voz suave pero directa:

—¿Quiere follar?

Ella debió de parecer un poco sorprendida.

—Lamento ser tan brusco —continuó él—, pero sobrevivir a estas cosas siempre me pone increíblemente caliente. Esto, y asistir a funerales. Es lo que me pone. De modo que pensé que podía preguntar. Me apetece un buen polvo. De primera clase. Así que solo lo compruebo. Por si le apetece algo, ya sabe, totalmente tórrido y sin significado.

Olivia podía imaginarlo: la sonrisa pícara extendiéndose por sus labios, escapar a la cabaña de invitados, meterse juntos en la ducha y follar hasta quedar sin sentido con este hombre-niño subido de hormonas.

—Mmm, la verdad es que sí —dijo Olivia con sinceridad—, pero creo que es una tentación que puedo resistir por ahora —sintiendo que esto requería un poco más de explicación, añadió—: Me dijeron específicamente que no lo hiciera.

Él pareció impresionado.

—¿De verdad?

—Sí.

—Alguien se molestó de verdad en darle una orden que le prohíbe copular conmigo.

—Sí. Me parece que dirigida más a mi reputación que a la suya.

Él se abatió.

—¡Pero estoy segura de que la suya es impresionante! Su reputación, quiero decir.

Él asintió.

—¿Salió bien, entonces? —preguntó ella.

—¡Sí! ¿Por qué lo pregunta?

—Porque está todo manchado de sangre.

—¿Sabe cómo me gano la vida?

Ella ya no tenía ganas de bromear.

Seamus se echó hacia atrás, buscó en uno de sus bolsillos, sacó una cajita negra, la abrió y extrajo un juego de destornilladores diminutos. Puso boca abajo el portátil, seleccionó una herramienta, empezó a quitarle los tornillos.

—El objetivo era entrar en uno de sus campamentos y coger al menos a un sujeto para interrogarlo. Y de paso conseguir pruebas que pudieran ser útiles. Como esto —palpó el portátil—. No fue una buena misión de asalto con helicóptero. Tuvimos que aterrizar a cierta distancia y continuar a pie y sorprenderlos.

—Imagino que «sorprenderlos» es un término bastante suave para describir cómo abordaron a esos tipos.

—Es un término incompleto. Sí que se sorprendieron.

Seamus había quitado todos los tornillitos que pudo encontrar. Se detuvo, mirando el portátil, todavía de una pieza.

—Se sabe que Jones pone trampas bomba en estos cacharros y luego los deja por ahí tirados —dijo—. Pero este no estaba tirado. Lo estaban usando cuando entramos en la choza.

Retiró la tapa. Olivia no pudo evitar dar un respingo. Pero dentro no había ningún bulto de plástico. Seamus escogió otro destornillador y empezó a quitar los tornillos que sujetaban el disco duro.

—Lo subiré a Langley mientras me doy una ducha.

—¿Y la otra parte de la misión?

—¿Lo de coger a un sujeto?

—Sí.

—Hecho.

—¿Dónde está?

—En manos de nuestros colegas filipinos.

Seamus metió el pequeño disco duro en un aparato que absorbió todo su contenido sin alterarlo y lo enviaba a una conexión de banda ancha en Estados Unidos para, supuso ella, que lo descodificaran y analizaran. Luego se fue a su habitación y se dio una ducha. Olivia se dio otra también, no porque estuviera sucia sino porque tenía esa sensación pegajosa y hormigueante producida por haber estado tumbada en el sofá todo el día jugando a un juego estúpido. Quería hacer algo de ejercicio pero no veía cómo era posible. En el patio de su pequeño complejo, el equipo de Seamus había emplazado una especie de sistema con cuerdas, y los había visto practicar el día anterior. Pero eso era ejercicio con un propósito («Esto podría darme una pequeña ventaja para la próxima misión»), pero lo que quería era hacer algo saludable como dar un paseo.

Hubo un hiato de un par de horas. Comieron, comprobaron el correo electrónico. Luego Seamus le mostró su portátil. En una ventanita se reproducía un vídeo: una imagen razonablemente nítida de una habitación pequeña, sin ventanas, brillantemente iluminada. Un hombre, desnudo hasta la cintura, estaba sentado en una silla de madera, las manos a la espalda como si estuviera esposado. Sus rasgos eran malayos/filipinos, pero se había dejado una barba sucia. Un enorme moratón le cerraba un ojo, y en los lugares donde el hueso estaba cerca de la piel, vendajes de mariposa trataban de mantener cerradas las heridas. La hinchazón se extendía hacia su barbilla, y Olivia se preguntó si le habrían roto la mandíbula. Murmuraba en un idioma que no reconoció.

Uno de los hombres de Seamus, a quien ella había catalogado antes como hispano, se acercó, conectó un par de grandes auriculares de aspecto caro, y se inclinó hacia delante para escuchar. Después de unos instantes, empezó a traducir fragmentos de frases:

—Es como dije antes... lo juro por Dios... Les diré todo lo que quieran oír, ya lo saben... pero quieren la verdad, ¿no? La verdad es que no lo vimos. No oímos nada de él hasta hace unos pocos días. Luego tuvimos noticias... nos envió e-mails, ya saben. Podrían ser cualquier cosa, al azar.

Seamus le explicó:

—Según los analistas de Langley, ese portátil se empleó para enviar un puñado de correos basura que empezaron hace unos cuantos días.

—¿Como spam? —preguntó alguien.

—Estaban copipasteando fragmentos de textos de manuales de instrucciones, encriptándolos, enviándolos. Tratando de crear la ilusión de tráfico. Charla falsa.

Seamus se volvió a mirar a Olivia. Entonces hizo un pequeño gesto con la cabeza indicando la puerta. Ella se levantó, se dirigió a la salida, y él la siguió hasta sus habitaciones.

—No será para follar, supongo —dijo ella.

Él puso los ojos en blanco.

—No, ahora estoy en un estado mental completamente diferente. Lamento lo que dije antes.

—Muy bien —dijo ella juiciosamente.

—Aunque el corte de pelo es muy bonito.

Esto era claramente un intento por hacerla picar, así que permaneció en silencio y, esperaba, inescrutable.

—Lo que realmente quería decirle era que... tiene todo lo que vino a buscar.

—¿Y qué imagina que vine a buscar?

—Pruebas que apoyen la teoría en la que cree realmente.

—¿Y es...?

—¿Me lo pregunta a mí?

—Pensaba recabar su opinión antes de mostrar mis cartas.

Él chasqueó la lengua y lo pensó.

—Esto no es el póker —dijo ella—. No hay ninguna desventaja en que me diga lo que piensa. Los dos debemos intentar pillar al mismo cabrón.

—Si Jones tenía algo tan asombroso como un jet privado —dijo Seamus—, ¿lo usaría para escabullirse como un ratón hacia el agujero más cercano? Creo que no.

—Haría algo realmente espectacular, como impactar contra un edificio —asintió Olivia.

Seamus alzó un dedo, advirtiéndola.

—Oh, no —dijo—, porque eso implicaría morir, ¿no?

—Supongo que muy probablemente, sí.

—Y él no quiere morir.

—Para tratarse de alguien que no quiere morir, se pone en situaciones bastante peliagudas —dijo ella.

—Oh, creo que tiene un conflicto —repuso Seamus—. Algún día será un mártir. Algún día. Esto es lo que se dice a sí mismo una y otra vez. Entonces mira a su alrededor, a los pirados y folladores de cabras con los que tiene que trabajar, y ve cuánto más tiene que ofrecer al movimiento continuando vivo. Pone a trabajar su experiencia, sus idiomas, su capacidad para mezclarse. Y por eso sigue posponiendo el día del martirio.

—Muy conveniente para él.

Seamus sonrió y se encogió de hombros.

—En realidad no sé si el tipo es un cobarde o si intenta usar sus habilidades del modo más productivo conservando la vida. Me encantaría preguntárselo algún día. Antes de clavarle un cuchillo en la barriga.

—Bien. No vino aquí. No se estrelló contra ningún edificio. No lo han detenido. ¿Adónde fue?

—Todos sus instintos le indicarían que se dirigiese a Estados Unidos.

Pasaron el resto del día redactando informes para sus respectivos superiores. A la mañana siguiente, Seamus y Olivia volaron de regreso a Manila. Seamus tenía asuntos con la embajada norteamericana, y Olivia tenía que resolver el viaje de vuelta a casa. La ruta a su hotel fue casi una repetición inversa de la ida, completa con el sudoroso paseo por la ciudad para evitar el tráfico. Llegaron al hotel a las 10.12 de la mañana y al bar del hotel a las 10.13, y después de engullir diligentemente sendos vasos de agua por motivos técnicos de rehidratación, pasaron al alcohol.

—No puede decirme que el jet privado no tiene suficiente combustible para llegar a Estados Unidos —dijo Seamus.

Ella agitó la mano en el aire.

—La zona norte.

—¡Bang! ¡El Mall de América! —propuso Seamus, escenificando la caída y el choque con la mano que no sostenía la bebida.

—Es mucho más probable la esquina noroeste —dijo ella—. Seattle, naturalmente.

—Adiós, Aguja Espacial.

—Pero la Aguja Espacial estaba allí la última vez que lo comprobé. Así que si su teoría es acertada...

—Mi teoría y la suya, señorita.

—De acuerdo, de acuerdo. Si nuestra teoría es acertada, logró entrar de algún modo sin ser detectado por los radares y aterrizó en mitad de ninguna parte.

—¿Tienen sus analistas alguna idea de cómo pudo evitar el radar?

—Volando muy bajo, naturalmente —respondió Olivia—, lo cual quema a un ritmo de locos. O bien voló en formación con un avión de pasajeros. Justo bajo su panza.

Él alzó las manos.

—¿Por qué es eso tan difícil? ¿Por qué resulta tan difícil que la gente crea que Jones sea capaz de hacer algo así?

—La navaja de Occam —dijo ella—. La teoría de Mindanao tenía menos partes móviles. Así que hay que descartarla antes de poder discutir otra cosa.

Se despidieron con castos besos en las mejillas y se fue cada uno por su lado: Seamus se internó en el tráfico y Olivia volvió a su habitación, donde empezó a intentar cambiar su plan de vuelo. No quería regresar a Londres. Quería ir al noroeste de Estados Unidos.

Desperdició un día en aquella habitación de hotel. Primero tuvo que esperar unas cuantas horas a que la gente despertara en Londres. Luego tuvo que convencerlos de que emplearía mejor su tiempo siguiendo la hipótesis Jones-fue-a-Norteamérica. Nadie se opuso claramente a la idea, pero parecía incapaz de hacer ningún progreso. Había que seguir el procedimiento. No podía aterrizar sin más en suelo americano y empezar a hacer trabajos de inteligencia: había que entablar contacto con sus contrapartidas en el
establishment
de contrainteligencia americano. Pero en América no había nadie despierto todavía, así que tuvo que esperar otras cuantas horas. Envió montones de e-mails, bajó al centro de fitness, hizo ejercicio, regresó, mandó más e-mails, hizo llamadas telefónicas. Jugó a T’Rain. Navegó por la red buscando más información sobre Zula y el clan Forthrast. Comprobó la desgarradora página de Facebook que habían abierto en un esfuerzo por encontrarla. Envió más e-mails.

Por fin, completamente bloqueada en todos los frentes, usó su propio dinero para comprar un billete a Vancouver. Allí tenía amigos y contactos, era un país de la Commonwealth, no causaría mucho revuelo apareciendo allí, y luego podría fácilmente dirigirse a Seattle si la ocasión lo requería. Desde luego era mejor que quedarse en Manila, que le daba la impresión que era lo más lejos que podía estar de Abdalá Jones sin salir del planeta.

Tras su experiencia con el tráfico de la ciudad, calculó cuatro horas para el trayecto de cinco kilómetros hasta el aeropuerto y logró despegar a las nueve de la mañana siguiente. Un enorme número de horas más tarde, el avión aterrizó en Vancouver, a las once de la mañana de lo que le informaron era martes (había cruzado la línea internacional de cambio de fecha, por lo que estaba confundida).

Su plan era buscar un hotel en Vancouver y dormir a pierna suelta, pero después de aterrizar se sintió extrañamente atrevida y ansiosa. En parte era consecuencia de haberse gastado una burrada de dinero en el billete de avión. Todos los asientos de clase turista estaban ocupados, así que voló en business y consiguió dormir y todo. Al despertar de una larga siesta en algún lugar sobre el Pacífico descubrió que una nueva idea y una resolución se habían materializado en su cabeza: iría a hablar con Richard Forthrast. Había estado leyendo acerca de él y más o menos había memorizado su entrada en Wikipedia. Parecía un hombre interesante y complicado. Debía de estar preocupado por su sobrina desaparecida y obviamente tendría datos sobre REAMDE y T’Rain que Olivia nunca conocería.

Mientras esperaba en la cola de Inmigración, comprobó sus mensajes y recibió noticias de que se había entablado contacto con la contrainteligencia norteamericana y que estaban abiertos a la idea de que les hiciera una visita y que podía reservar un billete a Seattle. El mensaje era de hacía solo una hora, lo que significaba que si hubiera esperado en Manila la confirmación oficial ahora estaría llamando a las líneas aéreas. Así que se había ahorrado un día entero. Naturalmente, que le reembolsaran ese billete no iba a ser fácil.

Cuando terminó las formalidades, alquiló un coche y se dirigió al sur. Se sentía reacia a compartir con sus nuevos colegas norteamericanos la idea de hablar con Richard Forthrast; como todo el que trabaja en una organización y que acaba de tener una idea nueva, consideraba que era de su propiedad y no quería compartirla. Y tenía miedo de que fuera a ser rechazada o, peor aún, adoptada. Pero cruzar la frontera con un día de antelación y entablar contacto ella sola con un ciudadano norteamericano probablemente no haría que su relación empezara con buen pie, y en cualquier caso, tenía que recordar que Forthrast era solo un aspecto secundario del proyecto principal, que era buscar a Jones en Norteamérica. Así que se detuvo a un lado de la carretera e hizo algunas llamadas.

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