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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (105 page)

BOOK: Reamde
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Hasta las once de la mañana siguiente no pudo ponerse a trabajar en el GNA, el Gambito Norteamericano, que era el nombre para la teoría que había estado pergeñando de que Jones había encontrado algún modo de volar en su avión privado robado directamente desde Xiamen hasta este continente. Aquí en esta oficina del FBI en Seattle había claros signos de que sus contactos locales estaban siendo controlados por gente de Washington, D.C., que se tomaban muy en serio lo de elaborar esta teoría de modo sistemático. Esto era bueno y malo a la vez. Obviamente, ayudaba que les gustara su teoría lo suficiente para tomársela en serio y dedicar recursos a su investigación. Pero quien dirigía este proyecto en D.C. era un hombre o una mujer de la Organización, alguien con una mente estudiosa de ingeniero que pasaba mucho tiempo preocupándose por la contabilidad. No era un Seamus Costello, en otras palabras. Parecía que había mucha duplicación de esfuerzos y ese vuelo hipotético estaba siendo simulado y reproducido al estilo «juego de guerra» exactamente igual que se había hecho en el MI6 hacía más de una semana. «Recursos» cada vez más nuevos y mejores se estaban «colgando online» y analistas cada vez más «listos» estaban siendo «conectados» y «puestos al día». Estos logros se transmitían de segunda o tercera mano a Olivia, y quedó claro por el tono de los e-mails y las expresiones de la gente que se esperaba que mostrara gratitud por cada uno de esos logros. Y sin embargo, desde aquí, a miles de kilómetros de la sala de reuniones de Beltway donde tenía lugar toda la acción, todos esos logros no producían otros resultados que retrasos adicionales. Hasta veinticuatro horas después de su reunión con Richard Forthrast no empezó a tener acceso a algunos de los datos que necesitaba para evaluar el GNA de una manera seria: listas de las matrículas de los aviones privados que habían aterrizado en los aeropuertos norteamericanos alrededor del momento en cuestión (hacía ya una semana y media, lo suficiente para hacerle pensar que seguía una pista desesperanzadamente fría) e imágenes satélite de alta resolución de zonas apartadas del noroeste de Estados Unidos donde algoritmos informáticos creadores de imágenes habían detectado formas blancas que pudieran ser aviones.

A primeras horas de la tarde recibió un mensaje de texto de Richard Forthrast informándola de que estaba solo a unas manzanas de distancia, matando el tiempo en la estación de autobuses, por si le apetecía tomar una taza de café. La respuesta sincera era que estaba en mitad de algo y no tenía tiempo, pero el mensaje era tentadoramente misterioso, y le apetecía un café, y Richard era un tipo simpático. Así que bajó en el ascensor hasta la planta baja y caminó hasta la estación de autobuses y encontró a Richard y a John allí sentados, leyendo el
New York Times
y el
Reader’s Digest
respectivamente, esperando un autobús de Spokane que se había retrasado por el mal tiempo en Snoqualmie Pass. Jacob Forthrast había decidido salir de su complejo en Idaho y pasar algún tiempo con sus dos hermanos mayores.

—Se siente inútil —fue la explicación de Richard, ese tipo de análisis adusto e implacable que solo puede producirse entre hermanos—, y cuando descubrió que después de todo no íbamos a ir a China, saltó a un autobús.

Miraba a Olivia por encima de sus gafas de leer y su
New York Times
y debió de ver en su rostro algunas preguntas que ella fue demasiado amable para preguntar: «¿No tiene coche? ¿Es demasiado pobre para costearse un billete de avión?» Richard dobló el periódico y la informó brevemente del sistema de creencias de Jake, dicho de un modo que le hizo pensar que lo había hecho incontables veces antes y que quería hacerlo bien. Su tono era estudiadamente imparcial, dejando claro que no estaba de acuerdo con Jake en nada, pero que no había nada que pudiera hacer al respecto, y por eso no tenía sentido molestarse por lo esencialmente ridículo que era todo aquello.

Poco después de que esta pequeña clase orientativa terminara, llegó el autobús y Jake bajó en medio de un mar de ciudadanos mayores, minorías étnicas, gente demasiado joven para conducir, y tipos desafortunados. Sintiéndose fuera de lugar a pesar de los esfuerzos de los hermanos Forthrast para hacerla sentir bienvenida, Olivia salió con ellos a la calle y fueron a una librería que Jake quería visitar. Puesto que Jake creía en un montón de locuras, a Olivia le resultó intrigante que lo primero en su lista fuera visitar una librería. En cualquier caso, sirvió para romper el hielo. Ella no tenía ni idea de cómo podría reaccionar un hombre así ante una mujer que no era blanca, pero él se mostró bastante cordial, incluso amable, y llegó incluso a describirse a sí mismo como un «chalado» y un «loco perdido», pensando al parecer que esto ayudaría a tranquilizar a Olivia... o «Laura», como se hacía llamar todavía. Estaba claro que lo habían informado al punto de las últimas noticias referidas a Zula, y de cómo Laura encajaba en el panorama. Había estado pensando en ello durante el viaje en autobús y había llegado a varias preguntas y teorías, la mayoría de las cuales parecían producto de una mente viva y activa. Olivia advirtió que era al menos tan inteligente como Richard, quizás incluso más.

—¿Por qué vive allí lejos, como lo hace? —le preguntó ella por fin.

A estas alturas estaba sentada ante una mesa frente a él en la cafetería de la librería. Jake había encontrado inmediatamente el libro que quería: un manual sobre agricultura orgánica. Richard y John se habían perdido en otras partes de la librería, curioseando sin rumbo, y no podía saberse cuándo iban a regresar. Olivia le había traído a Jake una taza de café, y él había vuelto a hacer bromas autodespectivas sobre su estilo de vida, cosa que ella empezaba a encontrar ya un poco aburrida: bailar alrededor de lo innombrable. Era mejor preguntárselo directamente. Como forastera en tierra extraña, le pareció que era capaz de hacerlo.

—Supongo que comenzó con el ensayo de Emerson «Autoconfianza» y seguí a partir de ahí —dijo él—. «Ver que el ancho mundo se ha convertido en nada... Dejadme empezar de nuevo. Dejadme enseñar a lo finito a conocer a su amo.» Ya había empezado a pensar así cuando Patricia murió... Dodge ya se lo habrá contado.

Ella negó con la cabeza.

—Pero vi algo al respecto en...

—En su entrada en la Wikipedia, sí. En aquel momento no tenía nada más en mente, así que decidí pasar un verano tratando de construir una vida alrededor.

—La autoconfianza estilo Emerson, quiere decir.

—Sí. El verano se convirtió en un año, y durante ese año conocí a Elizabeth, y después de eso, bueno, las cartas estaban ya echadas. Dodge tenía su propiedad en el norte de Idaho, que había comprado hacía años, durante una fase de su vida que creo que está bastante bien cubierta en el artículo de la Wikipedia.

Olivia sonrió ante la amable evasiva, y Jake pareció ganar en confianza ante su reacción.

—Tal como yo lo entiendo —dijo Olivia—, estaba en el extremo sur de su... ruta. O como lo llamen. A pocos kilómetros al sur de la frontera canadiense. Pero cerca de la red de autopistas norteamericanas.

—Exactamente. Pero también da la casualidad de que es uno de los lugares más hermosos que pueda imaginar: el principio de un pequeño valle, justo donde la tierra se allana lo suficiente para construir y cultivar, pero a pocos minutos andando de unas montañas llenas de vida salvaje y cascadas, arándanos y flores silvestres.

—Hace que parezca un sitio maravilloso.

—Cuando me bajé del autobús en Vado de Bourne (que es la ciudad más cercana) un anciano me dijo: «Bienvenido al país de Dios.» Creí que era una exageración, pero cuando conseguí llegar a la propiedad que tiene Dodge en el valle... bueno, entonces comprendí. Al principio Elizabeth y yo vivíamos en una tienda de campaña. Le escribí a Dodge y le pregunté si no le importaba que mejoráramos un poco el lugar, y así empezamos a construir, y las cosas se fueron desarrollando.

—¿Pero de dónde sale todo el aspecto ultraderechista cristiano?

La expresión feliz de Jake se puso un poco en guardia.

—Cuando tuvimos hijos, la religión volvió a nuestras vidas, como le sucede a tanta gente, y Elizabeth ha sido mi guía en ese sentido. Para mí es formar parte de una comunidad que no se basa solo en la proximidad geográfica o el dinero, sino en los valores espirituales. No hay catedrales en las montañas. Creas tu propia iglesia cazando o cultivando tu propia comida, partiendo tu propia leña. Y estas cosas pueden parecer sencillas y rudas a gente que vive en sitios con catedrales y escuelas de teología.

—¿Y qué hay de la política?

Él lo consideró durante un momento. La expresión de su rostro era un poco desesperanzada, como si no considerara que no tenía sentido tratar de explicarlo a una extranjera cosmopolita como Olivia.

—Una vez más, «ver que el ancho mundo se ha convertido en nada... Dejadme empezar de nuevo». Lo que ve no es política. Es la ausencia de política. Es nosotros intentando vivir de un modo donde no tengamos que soportar jamás a los políticos ni la política. Eso significa que cuando los políticos vienen a por nosotros, tratan de interferir en nuestras vidas, tenemos que defendernos, con medidas pasivas y no violentas cuando podemos, pero si eso falla...

—¿Con armas?

—Recurrimos a nuestros derechos 2E.

—¿2E?

—Segunda Enmienda.

—¿Lleva un arma ahora?

—Pues claro. Y apuesto que otras diez personas a treinta metros de nosotros también. Pero nunca podría descubrirlo solo mirando.

Olivia había empezado a mirar alrededor por instinto. No vio a ningún pistolero obvio. Pero sí vio a Richard y John, que se habían puesto a charlar cerca de la salida de la librería y los miraban de manera significativa.

—Parece que nos marchamos —dijo Olivia, levantándose.

—Venga a visitarnos —exclamó Jake.

—¿Cómo dice?

—Sé que está lejos. Puede que no se acerque a quinientos kilómetros de Arroyo Prohibición, a menos que lo sobrevuele. Pero si lo hace, la invito a venir a nuestro pequeño valle y alojarse con nosotros. Sinceramente. Ya verá. No será raro. No se sentirá incómoda. Nadie la tratará con rudeza por ser extranjera, o por no ser como nosotros. Le gustará. No intentaremos convertirla.

—Es muy amable por su parte —dijo ella—, y parece algo que podría disfrutar.

—Bien.

—Ahora solo necesito una excusa para visitar... ¿qué? ¿Spokane?

—O Elphinstone. O el Schloss de Richard. Hay un montón de lugares bonitos a un día en coche.

Olivia se sintió conmovida porque Richard la hubiera incluido en la reunión de los tres hermanos, hasta que reflexionó que Richard era cualquier cosa menos un bobo sentimental y que debía de haberlo hecho por motivos tácticos. Después de eso, solo fingió sentirse conmovida. Les dijo a los Forthrast que podía ver claramente que tenían cosas que discutir. Y Olivia tenía una investigación en marcha. Así que se separó de ellos en la librería y volvió a las oficinas del FBI para continuar el caso GNA.

Todavía estaba trabajando hasta tarde esa noche, esperando a que empezaran a hacerlo en Londres para poder consultar con algunos de sus colegas y sugerirles algunas pistas para que las investigaran mientras dormía. Su teléfono móvil sonó y vio el nombre de Richard en la pantalla.

—Solo llamo para comprobar —explicó Richard. Se produjo una pausa embarazosa mientras ella esperaba que continuara. Pero entonces comprendió que él estaba inventando averiguar si ella había descubierto alguna pista, algún atisbo de esperanza, durante las horas transcurridas desde la última vez que la había visto. Ella solo pudo murmurar palabras que sonaban a burocracia: estamos en ello, expandimos el radio, buscamos en todos los rincones. Si alguna de esas frases le sonaba a Richard tan mal como a ella, era un milagro que no le pidiera prestada la pistola a su hermano y se librara de su miseria.

Richard le informó que John y Jake y él habían pasado todo el día en su apartamento sintiéndose indefensos y abatidos, «volviéndonos locos unos a otros», y que en vez de perder más tiempo, habían acordado marcharse de la ciudad a la mañana siguiente, para volar directamente a Elphinstone para poder seguir volviéndose locos unos a otros en el más hermoso marco del Schloss Hundschüttler. Olivia, que se lo había pasado bastante bien tomando aquella copa en el bar de los trabajadores de ropa molona, expresó su sincero pesar de no poder tener otra oportunidad para verlo. Pero ahora llegaban datos en profusión de todas la gente lista y temible de D.C., y como había dedicado gran parte del día anterior a quejarse, aunque amablemente, de la falta de progresos, no podía dejar la oficina a esta hora e ir a tomarse otra cerveza con el decididamente irrelevante señor Forthrast.

Y después de eso, pasaron otras veinticuatro horas como si nada. Debía de ser porque ahora estaba trabajando, o, como una trabajadora de ropa molona, haciendo una irónica muestra de trabajo, y cuando la gente trabajaba, el tiempo volaba.

Los jefazos del MI6 le pedían que suministrara informes de progresos diarios sobre el GNA, y antes de irse a dormir escribió uno que no le gustó nada. Todo el día había estado «haciendo progresos» según una medida artificial de lo que en realidad significaba: e-mails leídos y escritos, bases de datos escaneadas, listas de pasajeros revisadas, imágenes estudiadas. Pero como nada de todo ese trabajo había conducido a la identificación del jet privado en cuestión, ni a ninguna prueba palpable de que hubiera entrado en Estados Unidos, solo era progreso en sentido negativo. Otro día de progresos semejantes y el GNA estaría muerto y enterrado, y ella estaría en un vuelo de regreso a Londres.

Y por eso permanecía despierta en su cama del hotel, la mente perdida al norte, más allá de la frontera canadiense, a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí.

No es que no lo hubieran discutido ya. Canadá era enorme, por supuesto. Todo el mundo lo sabía, pero no lo advertías de verdad hasta que pasabas un rato mirando los mapas. Tan solo Columbia Británica ocupaba una octava parte del tamaño de los estados continentales. Pero no habían podido construir un razonamiento válido de por qué Jones, que tenía su propio avión privado, elegiría aterrizar allí. Nada contra Canadá, naturalmente, que todos reconocían como un país encantador, pero no había nada que justificara que se convirtiese en un objetivo atractivo para un hombre como Jones. Si Canadá hubiera estado vendiendo armas a Israel o bombardeando Pakistán con aviones sin piloto, a Jones le encantaría derribar la Torre CN o poner un coche bomba en un partido de hockey, pero tal como estaban las cosas tendría que entrar en Estados Unidos o se pondría en ridículo.

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