Ese papel de regente exalta a Alejandra Fedorovna. Recibe a los ministros, discute con ellos, toma notas, consulta a Rasputín y, fiándose de las directivas de «nuestro Amigo» las trasmite palabra por palabra al Cuartel General Central. Al hacerlo, sueña con el famoso precedente de otra princesa alemana que ocupó el trono de Rusia: Catalina II, de soltera Anhalt-Zerbst. María, la hija de Rasputín, que éste acaba de traer de nuevo a San Petersburgo, escribirá candorosamente: «La zarina Alejandra ahora había reemplazado a su marido a la cabeza del gobierno. Yo estaba, como sus dos hijas menores, loca de alegría y de orgullo y las tres le aseguramos que su reinado temporario sería más glorioso que el de Catalina la Grande». (María Rasputín). Por su parte, la Zarina informa orgullosamente a su marido: «Ya no me siento incómoda ante los ministros (…) y ya no les temo, hablo con ellos en ruso con la rapidez de una cascada. Y ellos, por cortesía, no se ríen de mis faltas. Comprueban que soy enérgica, que te informo de todo lo que oigo, de todo lo que veo, y que soy como un muro detrás de ti, un muro sólido». (Carta del 22 de septiembre de 1916.) En realidad, lo que oyen los ministros cuando ella habla en ruso con su acento alemán y sus errores de vocabulario, es la voz de Rasputín. Y se sienten a la vez humillados y espantados.
Llegado a la cima del poder, Rasputín desaparece a veces para ir a Pokrovskoi. Pero la separación no es jamás sinónimo de ausencia para las almas unidas en el amor a Dios. Cuando «nuestro Amigo» está lejos, la Zarina no deja de comunicarse con él por telegrama. De modo que, ocurra lo que ocurra, el lazo místico entre ambos no se rompe jamás. Poco antes de Pascuas, ella lamenta que, en ocasión de las fiestas de la resurrección de Cristo, no haya un movimiento de amor de todos los cristianos hacia «ese» que lo representa idealmente sobre la Tierra. Y le escribe al Zar, a la Stavka demostrándole que las maldades enhebradas contra Rasputín hacen de él un segundo mesías: «Durante la lectura del Evangelio, en las vísperas, he pensado largamente en nuestro Amigo», le cuenta el 5 de abril de 1916. «Cristo también fue perseguido por los escribas y los fariseos, que se hacían pasar por hombres perfectos. Sí, en verdad, nadie es profeta en su tierra. En cualquier lugar donde se encuentre semejante servidor de Dios, la maldad prolifera alrededor de él, tratan de perjudicarlo, de arrancárnoslo… Nuestro Amigo no vive más que para su emperador y para Rusia, y sufre todas las calumnias a causa de nosotros… Es bueno y generoso como Cristo. Ya que notas que sus plegarias te ayudan a soportar las pruebas —y hemos tenido múltiples ejemplos—, nadie tiene derecho a murmurar acerca de él. Muéstrate firme y asume la defensa de nuestro Amigo».
La prueba de la omnipresencia del santo hombre resplandece ese mismo mes, cuando Sus Majestades, una vez más, están alarmados por la salud de su hijo. Desde hace algunos días, el zarevich se queja de dolores en el brazo. Desde el fondo de Siberia, Rasputín anuncia: ¡curará! Y, poco después, el hematoma desaparece. Para Alejandra Fedorovna, cada hora que pasa es una ocasión de agradecer a «nuestro Amigo» por su protección y sus luces. El domingo de Pascuas, él dirige un telegrama a los soberanos: «Cristo ha resucitado. Es un día de fiesta y de alegría. En las pruebas, la alegría es más radiante. Estoy persuadido de que la Iglesia es invencible y nosotros, sus hijos, estamos más felices por la Resurrección de Cristo». (Cf. Yves Ternon, ob. cit.). Al recibir ese mensaje de esperanza, la Emperatriz está como inundada de felicidad. La duda ya no es posible: el ejército ortodoxo vencerá al invasor y, más tarde, el zarevich, definitivamente liberado de su mal, sucederá a su padre en el trono de Rusia.
El 22 de abril de 1916, Rasputín está de regreso en petrogrado y se sumerge con deleite en los asuntos públicos. Habiendo admitido, esta vez sin ninguna duda, que es un hombre de Dios, se cree, con absoluto candor, competente para saber todo y dirigir todo. De modo que considera que tiene algo que decir, ya sea para recomendar el nombramiento de un obispo como para sugerir la destitución de un ministro; para preconizar el lanzamiento de una ofensiva como para desaconsejar el aumento de las tarifas del tranvía o deplorar la utilización de estampillas postales como medio de pago… Piensa que su ignorancia de la política, de la estrategia y de las cuestiones administrativas no es un obstáculo para emplear el sentido común. ¿Acaso él mismo no es la prueba de que se puede ser inculto y extralúcido a la vez? Después de banquetear y beber hasta saciarse, regresa a Siberia. Pero en julio reaparece en Petrogrado, lleno de ímpetu y de proyectos. Mientras tanto, Sturmer ha entregado la cartera del Interior a Khvostov y ha recibido en cambio la de Relaciones Exteriores, que le ha sido retirada a Sazonov. Y la guerra continúa, implacable. Deseosa de manifestar su solicitud por el ejército, Alejandra Fedorovna decide visitar a su marido en el Cuartel General Central. Rasputín le da su bendición antes de la partida. En realidad, ella querría que él la acompañara en el viaje, pero sabe bien el escándalo que provocaría su aparición en dúo ante los oficiales que rodean al Zar. Sin el
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, su breve permanencia en la Stavka carece singularmente de encanto. Al reencontrarlo a su regreso a la capital, le hace un informe pormenorizado de la situación.
Más afortunada que Su Majestad, Anna Vyrubova se puede permitir mostrarse con el santo hombre, que tiene ganas de ir a Pokrovskoi en los próximos días. Prisionera de su papel de soberana, Alejandra Fedorovna envidia la libertad de movimientos de su amiga. La seguirá con el pensamiento en su peregrinaje. Felizmente, Rasputín no se queda mucho tiempo en su aldea natal. El 7 de septiembre de 1916 está de nuevo en la ciudad, impaciente por marcar su compás. Para extender su influencia sobre la Iglesia, hace nombrar algunos sacerdotes de su preferencia en puestos clave. Pero también se mete a dar consejos a Nicolás II sobre la conducción de las operaciones militares. Y cada una de sus opiniones es apoyada por las exhortaciones de la Zarina. La prensa, amordazada, no cita más el nombre de Rasputín, pero todo el mundo habla de su funesto ascendiente sobre Sus Majestades. Algunos hasta afirman —sin la menor prueba— que la Emperatriz se acuesta todas las noches con su confesor. La calumnia llega hasta el ejército. Los soldados, siguiendo a los diputados, acusan al gobierno de llevar el país a la ruina. Son numerosos los que dicen, en sus filas, que esa guerra fue desencadenada por Nicolás II por los lindos ojos de Francia y que ya es tiempo de detener la carnicería. Hacia fines de 1916, el número de hombres llamados bajo banderas sobrepasa los trece millones; el de los muertos, dos millones; el de los mutilados, cuatro millones y medio. No hay una familia rusa que no haya sido alcanzada en su carne. Como hace falta un responsable de esa horrible sangría, todas las miradas se dirigen hacia el
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diabólico.
El amor de Rasputín por la familia imperial es sincero. Él ve en Nicolás II a un ser timorato, simple, cortés, ondulante; en la Zarina una mujer exaltada, incapaz de dominar sus nervios, que sufre un martirio a causa de su hijo enfermo, detesta las obligaciones protocolares y no es dichosa más que entre sus hijos y bajo la mirada de los iconos. En cuanto a las grandes duquesas, el santo hombre las rodea de una verdadera ternura. Las cuatro son encantadoras, pero cada una tiene su carácter. Olga, la mayor, de veintiún años, es dulce, soñadora, dócil, con un rostro grande típicamente ruso; Tatiana, la segunda, diecinueve años, más enérgica y más práctica que su hermana, tiene la gracia natural de una bailarina; la tercera, María, diecisiete años, parece una muñeca y disimula detrás de una tímida coquetería, sueños de casamiento y progenitura; la menor, Anastasia, quince años, es una jovencita turbulenta que se comporta como un varón y no piensa más que en juegos y bromas. Tienen en común un afecto devorador por su hermano menor, el frágil, pálido y caprichoso Alexis. El marinero Derevenko está encargado de que no se lastime chocando contra los muebles. A veces hasta lo lleva en brazos para que no se fatigue. Cuando Rasputín ve a los niños reunidos alrededor de sus padres, no puede impedirse admirar la cohesión, la gentileza, la dignidad y la elegancia de ese pequeño clan que merecería la adoración de Rusia entera. Pero las malas lenguas se obstinan en criticar y ensuciar al Zar y la Zarina. Y todo porque lo eligieron a él, a Rasputín, para que los secundara en su pesada tarea de soberanos. Es verdad que, teniendo en cuenta el respeto que siente por ellos, debería comprender que permaneciendo a su sombra los compromete a los ojos de una opinión imbécil. Sabe muy bien que les haría un favor alejándose, desapareciendo, por lo menos hasta el fin de la guerra. Pero es incapaz de resignarse a ello. La misión de protegerlos en nombre del Señor que cree haber recibido, puede más que el temor de perjudicarlos permaneciendo junto a ellos. Designado por Dios, piensa que está obligado a proseguir, cueste lo que cueste, su misión de sanador y de guía. Tanto más cuanto que, al actuar así, no se priva de los placeres de la capital. En su cabeza, la noción de deber sagrado se incorpora a la de confort en el libertinaje. Lo empuja una especie de fatalidad. Haga lo que haga, no puede escapar a su doble destino de esclarecedor de las conciencias y de buscador de goces impenitente. Por momentos, en medio de sus orgías, tiene la impresión de estar cavando su tumba y, a la vez, la de los seres que está encargado de salvaguardar. Y eso aun cuando multiplica los esfuerzos para impedir que Rusia se deslice hacia el abismo.
En conjunto, en efecto, las recomendaciones que prodiga al Zar por intermedio de la Zarina no son malas. Así, por ejemplo, se pronuncia en favor de una disminución de los ataques en el frente con el fin de aliviar a las tropas ya muy sufridas, por el cese de los pogromos contra los judíos y de las persecuciones contra los tártaros de Crimea, por la prioridad dada a los trenes que transportan víveres hacia las grandes ciudades hambrientas, por la condena de los especuladores que hacen subir el precio de las mercaderías… Pero esas medidas esporádicas, de las que Nicolás II se inspira a veces, no bastan para modificar el juicio de la sociedad respecto de su iniciador. La gran mayoría de la nación ve en él al hombre a quien hay que abatir para librar al Zar y la Zarina de su obsesión enfermiza. Ni siquiera los heridos que Alejandra Fedorovna continúa visitando en el hospital del palacio sienten ya gratitud por su caridad imperial. Antes la recibían con lágrimas de alegría. Ahora son raros los que le sonríen. Le reprochan entre ellos su admiración excesiva de mujer desequilibrada por Rasputín y, más grave aún, sus orígenes germánicos. ¿Acaso no habla ruso con el acento del enemigo? Incluso aquellos que antes le decían tiernamente
Matouchka
(madrecita) hoy la llaman
Nemka
(la alemana), a sus espaldas. Rasputín no lo ignora. Sabe que su insistencia la pierde y que él se pierde con ella. Pero no puede retroceder. La rueda empezó a andar. Él debe obedecer al movimiento que lo lleva hacia la cima. A menos que sea hacia el abismo. A veces sospecha que Bieletski, el adjunto del ministro del Interior, que se hace el amable ante él, está tramando su asesinato. Los asesinos a sueldo están por todas partes. En un momento de abandono, confía a sus amigos: «Una vez más he ahuyentado a la muerte. Pero volverá. Se pegará a mí como una puta». (Amalrik).
Sin embargo, este temor no alcanza a la Zarina, que se niega a encarar la desaparición de «nuestro Amigo»: ¡Dios no lo permitirá! Pero teme que su marido se canse, a la larga, de las numerosas súplicas del
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. Porque Nicolás II, aun estimando profundamente a Rasputín, no siente por él la veneración temblorosa de Alejandra Fedorovna. Lo escucha de buena gana y aprecia sus consejos; sin embargo, no se arrodilla mentalmente ante su proximidad. Está interesado, no iluminado. De modo que ella está obligada, a veces, a recordarle la suerte que tienen los dos por tener semejante guardián. Cuando él está en la Stavka, ella le escribe: «Perdóname por molestarte con estos pedidos, pero me los hace nuestro Amigo». Y más tarde: «Tengo total confianza en el juicio de nuestro Amigo. Le ha sido acordado por Dios para aconsejarte lo que es bueno para ti y para nuestro país. Él ve lejos en el porvenir y por eso podemos apoyarnos en su juicio». Y el Zar, esposo atento antes que soberano prudente, se pliega a las exigencias del
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trasmitidas por su mujer. A menudo, también, recurre a su procedimiento habitual de resistencia pasiva. Antes de cortar por lo sano, no dice ni sí ni no. Evitando tomar partido, se fía del tiempo y las circunstancias, que se encargarán de imponer la mejor solución. Gracias a los arrebatos de la Zarina y a las dilaciones del Zar, Rusia se convierte, poco a poco, en una autocracia sin autócrata. En período de paz, el país tal vez habría tragado la «píldora Gregorio». Pero la muerte está por doquier. Es muy evidente el contraste entre la neurosis de la Emperatriz y los sufrimientos del pueblo.
En el acogedor «salón de la esquina» del palacio de Tsarskoie Selo, hay un tapiz de los Gobelinos representando a María Antonieta y sus hijos, según el cuadro de Madame Vigée-Lebrun. Esta imagen no deja tranquila a Alejandra Fedorovna. Se pregunta si a ella misma no se le hacen los mismos reproches que a la infortunada Reina de Francia: inconsecuencia en la conducta, orgullo de casta, inteligencia con el enemigo… ¡Todas habladurías ridiculas! Pero la esposa de Luis XVI no tenía, en su entorno, un consejero tan fiel y tan cerca de Dios como Rasputín. Con el
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para apoyarla, la Zarina persiste en creer que está al abrigo de las tormentas de la política y de la guerra.
Khvostov intentó varias veces hacer asesinar a Rasputín: primero por Bieletski y Komisarov, luego por el joven periodista Boris Rjevski, quien hasta se encontró con esa intención con el tempestuoso Eliodoro. Pero todos los complots fracasaron. Cuando Sturmer sucedió a Khvostov en el ministerio del Interior, Bieletski, desautorizado por su ex jefe, se vengó publicando en el
Diario de la Bolsa
el relato de las diversas tentativas de matar al
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. La revelación por la prensa de esas maquinaciones sórdidas y torpes acaba de instalar en la opinión pública la idea de la corrupción del régimen. Esta sucia historia policial, sobre fondo de desastre nacional, exacerba las pasiones. Denunciar al espionaje alemán se convierte en obsesión. Se buscan traidores por todas partes, ante todo en la cima del Estado. ¿Cómo perdonar a la Emperatriz su sangre alemana? Por más que proporcione pruebas de su adhesión a Rusia y a la Iglesia Ortodoxa en toda ocasión, se sospecha que, en secreto, ha permanecido fiel a sus orígenes. Al mismo tiempo su guía espiritual, Rasputín, es englobado en la acusación de inteligencia con el enemigo. Muy pronto se sospecha que ambos mantienen conexiones con los agentes del Kaiser. La holgura material del «
mujik
maldito», sus costosas orgías, la amplitud de sus relaciones en el mundo político, todo eso, dicen, se explica por el dinero que recibe vendiendo a Berlín informaciones sobre el movimiento de las tropas rusas. Es verdad que Rasputín se rodea de financieros sin escrúpulos y de parásitos que se obstinan en arrancarle secretos. Pero jamás se deja llevar a divulgar un informe militar. Por otra parte, no tiene a su disposición los elementos del problema. Su parloteo cuando está borracho no es instructivo. Maurice Paléologue, el embajador de Francia, que lo hace vigilar por sus esbirros, no puede encontrar contra él más que grosería y jactancia. Su conclusión es que Rasputín no tiene nada de espía, que es «un palurdo, un primitivo, de una crasa ignorancia» pero que, por sus palabras desatinadas, socava la autoridad gubernamental y entra, sin quererlo, en el juego de Alemania.