De regreso en Petrogrado, Nicolás II consiente en leer un nuevo informe, aún más detallado, sobre los incidentes de Moscú. Luego de lo cual, con gran enfado de Alejandra Fedorovna, rehusa recibir al «padre Gregorio» que ha regresado para solicitar una audiencia suplementaria de justificaciones y juramentos. Siempre afirmando que ha sido injuriosamente calumniado, Rasputín parte, con la cabeza baja, hacia Pokrovskoi.
Durante el viaje lo persigue la mala suerte. Embarcado el 9 de agosto en Tiumen, en un vapor que debe llevarlo a Pokrovskoi, se mezcla con un grupo de soldados y, ya pasablemente borracho, los invita al restaurante de segunda clase. Les paga el almuerzo y la bebida. Vacían algunas botellas, cantan, bailan y cuentan riendo anécdotas salaces que chocan a los otros pasajeros. El capitán del barco viene a recordar al
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que el acceso a la «segunda» está prohibido a los hombres de la tropa. Fuera de sí, Rasputín provoca un escándalo, da puñetazos e insulta al
maître d’hôtel
antes de desplomarse sobre la alfombra. Entre el público, algunos se burlan y otros exclaman que está loco y que hay que «afeitarle la cabeza y la barba». En Pokrovskoi, unos marineros lo desembarcan, semiinconsciente, y lo cargan en un carro. María y Varvara que habían ido a recibirlo, lo trasladan a la casa, completamente borracho. Se levanta un acta por injurias al
maître d’hôtel
y «palabras injuriosas hacia la Emperatriz y sus muy augustas hijas». Se abren dos instrucciones: una política (por ofensa a la Emperatriz), la otra de derecho común (por ofensa al
maître d’hôtel
). El gobernador de la provincia amenaza con arrestar a Rasputín si intenta salir de Pokrovskoi. Éste, que ha dormido la mona, contesta fríamente: «¿Qué puede hacerme un gobernador?». Pero se cuida muy bien de moverse y espera que Anna Vyrubova le telegrafíe que vuelva, lo que no debería tardar. Esa amonestación administrativa no le impide continuar bebiendo. Su viejo padre, haragán y charlatán, lo irrita. Un día empiezan a discutir. Los dos están ebrios. Gregorio, en un acceso de furor, arroja a su padre al suelo y lo muele a golpes. Los separan a duras penas. Al día siguiente, el incidente está olvidado y chocan las copas juntos otra vez. Al año siguiente, cuando muere Efim, Gregorio, que está en Petrogrado, no irá al entierro pero llevará luto durante veinticuatro horas y durante ese lapso de tiempo se abstendrá de toda libación. (Yves Tenon).
Mientras todavía está en Pokrovskoi,
La Gaceta Moscovita
insiste acerca del escándalo en el restaurante Yar que el Zar y la Zarina habían querido tanto silenciar. ¿Por qué medio los redactores de esa hoja se procuraron el informe ultraconfidencial que Djunkovski había sometido a Nicolás II? El caso es que, de un día para otro, las menores peripecias de ese festejo reservado se echan a rodar en la prensa. Convicto de haber divulgado un secreto de Estado, Djunkovski es separado de sus funciones. Rasputín recibe la buena nueva en Pokrovskoi. En fin, está vengado y la vía está libre. Vuelve varias veces a Petrogrado para burlarse de sus enemigos y pavonearse en los lugares a la moda. La policía, enérgicamente amonestada por sus excesos de celo, lo deja en paz. Y él aprovecha.
Hay un contraste sorprendente entre el apetito de placeres que se ha adueñado de la alta sociedad, lejos del campo de batalla, y la horrible carnicería del frente. Los hombres caen por cientos de miles en el frente, mientras que en Petrogrado y en Moscú se complota, se murmura y se hacen negocios. Para explicar las derrotas sucesivas del ejército ruso, las autoridades invocan el espionaje. Son puestos en la mira los judíos, a quienes el pueblo les reprocha su falta de patriotismo y sus nombres de sonido a menudo extranjero. La embajada de Alemania en Petrogrado ha sido saqueada apenas se declaró la guerra. Los diarios y los libros en alemán están prohibidos. El Santo Sínodo ha prohibido los árboles de Navidad porque corresponden a una costumbre alemana. En las oficinas y las fábricas son despedidos los que tienen apellidos alemanes o judíos, incluso aquellos cuyas familias están establecidas en Rusia desde hace generaciones. Se habla de oficiales superiores vendidos al enemigo, de industriales que fabrican a escondidas municiones para el Kaiser, de dignatarios de palacio cuyos orígenes bálticos los hacen sospechosos en primer lugar. En mayo de 1915, ante el anuncio de la retirada de Galitzia, la multitud de Moscú ha saqueado los negocios alemanes en el curso de una revuelta que duró dos días. Al regresar de una inspección en el frente, Rodzianko proclamó ante la Duma que el país estaba dirigido por incapaces, que los heroicos soldados rusos morían por culpa del comando y que esa impericia se explicaba por la presencia de traidores en las más altas esferas de la política y del ejército. Como hacía falta un chivo emisario, arrestaron al teniente coronel Miasoiedov bajo la acusación de inteligencia con el enemigo y lo colgaron para que sirviera de ejemplo.
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A instigación del gran duque Nicolás Nicolaievich, el ministro de Guerra, Sukhomlinov, considerado responsable de las principales derrotas militares, es reemplazado por el general Polivanov. El Zar espera que esos cambios en el equipo dirigente calmen a los agitados de la Asamblea y devuelvan la confianza al pueblo en desorden. Pero la ebullición de los ánimos es muy fuerte y Nicolás II debe reconocer que no son las modificaciones ministeriales las que salvarán la situación. Apenas nombrado, Polivanov declara la patria en peligro y afirma que la guerra se está desarrollando sin un plan de conjunto y sin ninguna estrategia. El 23 de julio, Varsovia cae en manos de los alemanes; la Duma, enloquecida, interpela al gobierno y el Consejo de Ministros decide la destitución del jefe de estado mayor, el general Ianuchkevich. Pero ¿es suficiente?
Cada vez más, Nicolás II piensa en colocarse él mismo a la cabeza del ejército. Sus numerosas visitas al Cuartel General Central, la Stavka, han reavivado su gusto por la vida militar. Entre esos oficiales de élite, descansa de las intrigas de Petrogrado. Además, estima que en caso de peligro grave el lugar del Zar está en el frente, con los soldados. Los ministros, unánimemente, le suplican que no ceda a esa tentación gloriosa pero llena de riesgos. Su esposa, en cambio, lo impulsa con toda su energía, con toda su fe, a asumir las responsabilidades de la conducción de la guerra sobre el terreno. Desde hace largo tiempo, ella sufre por la influencia creciente de Nicolás Nicolaievich. No le perdona el haberse casado con su ex amiga montenegrina, que se ha divorciado —¡cosa altamente condenable!— para volver a casarse con él. Convertido en generalísimo por la gracia del Emperador, está inflado de orgullo. La tropa lo quiere y lo respeta a pesar de su notoria insuficiencia. Grande e imponente, tiene el físico para el cargo. No hace falta más para conquistar las almas simples. Además, Alejandra Fedorovna sospecha que quiere apoderarse del trono aprovechando alguna revolución de palacio fomentada por oficiales a su servicio y, así, apartar a su hijo Alexis de la sucesión dinástica. Por otra parte, ¿acaso no es un enemigo declarado de Rasputín? ¡Está todo dicho! Cuando el
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manifestó el deseo de ir a la Stavka, el gran duque ha hecho saber que el «padre Gregorio» podría ir, pero que sería «colgado». ¡Tales palabras revelan quién es! Rasputín es tenaz en el rencor, y Alejandra Fedorovna más aún que él. Los dos presionan al Emperador para que destituya a ese rival peligroso en la popularidad de la nación.
Mientras el Zar está de inspección en el Cuartel General Central, su mujer trata de adoctrinarlo por medio de cartas diarias escritas en inglés. Sin decirlo claramente, espera que, tarde o temprano, Rasputín pase del papel de consejero espiritual al de consejero político y militar: «¡Si pudieras mostrarte más severo, querido, es indispensable! […] ¡Es necesario que tiemblen ante ti! […] Escucha a nuestro Amigo (Rasputín) y ten confianza en él. Es importante que podamos contar no sólo con sus plegarias sino también con sus consejos». (Carta del 10 de junio de 1915.) Y todavía: «¡Cuánto desearía yo que Nicolacha (el gran duque Nicolás Nicolaievich) fuera diferente y no se alzara contra el hombre que nos ha sido enviado por Dios!». (Carta del 12 de junio de 1915.) «Me aterran los nombramientos hechos por Nicolacha. Lejos de ser inteligente, es testarudo y se deja guiar por otras personas […]. Por otra parte, ¿no es el adversario de nuestro Amigo? ¡Eso puede traer sólo desdichas! […] Nuestro Amigo te bendice y exige, con suma urgencia, que se organice el mismo día, sobre todo el frente, una procesión religiosa para pedir la victoria […]. Por favor, imparte órdenes en consecuencia». (Otra carta del 12 de junio de 1915.) «Te envío un bastón que perteneció a nuestro Amigo. Lo ha utilizado y te lo da ahora con su bendición. Sería muy bueno si pudieras utilizarlo de cuando en cuando […]. ¡Sé más autócrata, querido, muestra de qué eres capaz!». (Carta del 14 de junio de 1915.)
De día en día, de carta en carta, Nicolás II se persuade de que la voluntad de Dios, encarnada por Rasputín, es que él se muestre más enérgico, que despida al incapaz gran duque Nicolás Nicolaievich y que se coloque a la cabeza de las tropas para levantarles la moral y conducirlas a la victoria. En el corazón del verano de 1915, el momento es de lo más crítico. Del Báltico a los Cárpatos, los rusos se baten en retirada. Kovno, Grodno y Brest-Litovsk acaban de caer. Polonia, Lituania y Galitzia están en manos del enemigo. La cantidad de pérdidas en vidas humanas da vértigo. Los hospitales se muestran insuficientes para atender a los millares de heridos conducidos del frente hacia la retaguardia. La Stavka, amenazada, ha debido replegarse sobre Mohilev.
Ante el aumento de los peligros, Nicolás II toma al fin la decisión de desembarazarse de ese tío demasiado molesto y envía a su ministro Polivanov a la retaguardia para preparar suavemente al generalísimo a su desgracia. Pero su madre, la emperatriz viuda María Fedorovna, lo exhorta a renunciar a esa idea, que considera arriesgada. Lo pone en guardia contra el peligro que significaría para él disgustar al ejército apartando a un jefe tan popular. Además teme que, al dejar Petrogrado por el Cuartel General Central y ceder la dirección del Estado a otro hombre, aunque sea de confianza, precipite la ruina del régimen. Por su parte los ministros, convocados el 20 de agosto de 1915 a Tsarskoie Selo, imploran en coro a Su Majestad que abandone su proyecto. Y, al día siguiente, dirigen al Zar una carta colectiva de dimisión para protestar, «en hombre de todos los rusos leales», contra su intención de despedir al generalísimo y sucederlo en la conducción de la guerra. Al pie del documento figuran ocho firmas.
¿Pero qué puede un puñado de ministros contra una esposa entusiasta y un
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inspirado? Nicolás II no se deja doblegar. El 22 de agosto por la tarde parte hacia Mohilev. El 23, un rescripto releva de sus funciones al gran duque Nicolás Nicolaievich y anuncia que el Emperador lo reemplazará a la cabeza de sus tropas. A modo de resarcimiento, el gran duque recibirá la dirección de las operaciones en el Cáucaso. El mismo día, Nicolás II escribe a su mujer: «Él [el gran duque Nicolás Nicolaievich] vino a mi encuentro con una sonrisa animosa y gentil. Me preguntó cuándo debía partir y le contesté que podría quedarse dos días aún […]. Hacía meses que no lo veía así, pero los rostros de sus ayudas de campo estaban sombríos; era divertido observarlos». La Zarina aprueba: «¡Es tal el alivio! Te bendigo, ángel mío, así como a tu justa decisión y espero que sea coronada por el éxito y nos aporte la victoria en el interior y en el exterior».
Rasputín también aplaude esa destitución que lo libra de un enemigo personal demasiado influyente y declara alegremente a la Emperatriz: «Si nuestro Nicolás no hubiera tomado el lugar de Nic-Nic
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, habría podido decir adiós a su trono». Mientras su esposa y su consejero oculto se felicitan por una resolución que consterna al ejército y a la clase política, Nicolás II firma con una mano titubeante su primer orden del día: «Hoy he tomado sobre mí el comando de todas las fuerzas navales y terrestres presentes sobre el teatro de operaciones […]. Tengo la firme convicción de que la misericordia divina nos acompañará en nuestra fe absoluta en la victoria final y en el cumplimiento de nuestro deber sagrado de defender la patria hasta el fin. No seremos jamás indignos de la tierra rusa».
La alusión a la «tierra rusa» alegra a Rasputín. Está seguro de ser su verdadero representante, con las cualidades y los defectos específicos de la nación. Cuando piensa en su destino, lo resume así: ¡Un
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instalado como un intruso entre los grandes de este mundo y que les recuerda la realidad de un país del que su nacimiento, su educación, su fortuna, los han separado desde hace largo tiempo! Ciertamente, él espera la victoria, pero maldice la guerra a causa de los sufrimientos que inflige a los más desprovistos de sus compatriotas. Y declara ante un círculo de admiradoras: «Rusia ha entrado en esta guerra contra la voluntad de Dios… Cristo está indignado por todas las quejas que suben hacia Él desde la tierra rusa. ¡Pero a los generales les da igual hacer matar
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, eso no les impide comer ni dormir ni enriquecerse…! ¡Ay! ¡No es sobre ellos que recaerá la sangre de sus víctimas! Recaerá sobre el Zar, porque el Zar es el padre de los
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… Yo les digo: ¡la venganza de Dios será terrible!».
Habiendo proclamado así su indignación, se prepara para terminar alegremente la velada en un restaurante a la moda. Está tan cómodo en su papel de profeta como en el de juerguista. Sólo cuando ha saciado su sed de placeres siente el deseo de regresar a Pokrovskoi.
Aun relegado en su aldea, Rasputín se niega a bajar los brazos. La distancia no cuenta cuando se tiene ambición para sí mismo y para los amigos. Entre estos, uno de los más próximos al
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es el nuevo obispo de Tobolsk, Bernabé. Un hombre de pueblo como él, rudo, ardiente y poco cultivado, pero que conoce bien los textos teológicos y está animado por un orgullo devorante. El año anterior, a Bernabé se le puso en la cabeza hacer canonizar a un antiguo sacerdote benemérito. Esta medida estaba destinada a valorizarlo a él mismo para una eventual elevación a la dignidad de metropolitano. Elige al finado Juan Maximovich, arzobispo de Tobolsk muerto el 15 de junio de 1715, y pide al Santo Sínodo que incluya al difunto en el canon de los santos en ocasión del ducentésimo aniversario de su desaparición. El alto procurador del Santo Sínodo, Vladimiro Sabler, le propone prudentemente esperar el final de la guerra para elevar esa cuestión, de todos modos secundaria. Entonces Bernabé, irritado por la mala acogida, se vuelve hacia Rasputín para rogarle que apoye su petición. El
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, dichoso de intervenir en un asunto eclesiástico, telegrafía al Zar, en Mohilev, a fin de recomendarle ese nuevo candidato a la aureola. Para justificar su iniciativa, Bernabé ha enumerado los milagros producidos sobre la tumba de Juan Maximovich y destaca la urgencia de gratificar a Rusia con una figura suplementaria que venerar mientras el país está a sangre y fuego. Puesta al corriente de la iniciativa, la Emperatriz ha estimado igualmente que, al engrosar la cohorte de sus santos, la patria no dejaría de inclinar la balanza del lado de la victoria. El 27 de agosto, Nicolás, convencido por su mujer y por Rasputín, comunica a Bernabé: «Puede cantar las alabanzas por la glorificación». Tal medida equivale a autorizar a los fieles a adorar las reliquias en espera de la canonización oficial. Inmediatamente, Bernabé hace salmodiar las laudas en la catedral de Tobolsk, donde reposan las cenizas de Juan Maximovich. Pero, entretanto, Vladimiro Sabler ha sido reemplazado a la cabeza del Santo Sínodo por Alejandro Samarin, ex mariscal de la nobleza de Moscú. Ignorando la aprobación de Su Majestad, Samarin se sorprende por esas manifestaciones intempestivas alrededor de Juan Maximovich y convoca a Bernabé a Petrogrado para sermonearlo. Alertado por su protegido, Rasputín telegrafía de nuevo al Zar para agradecerle haber sostenido a Bernabé en esa piadosa empresa y asegurarle que el pueblo llora y baila de alegría a la idea de que un nuevo santo patrón se va a ocupar de Rusia. Luego de lo cual, Bernabé se dirige el 8 de septiembre a la alta asamblea sinodal y, para justificar su conducta, muestra el despacho del Emperador que ha recibido el 27 de agosto. Lejos de sentirse confundido, Samarin está escandalizado por esa maniobra tramada a sus espaldas. A su instigación, el Santo Sínodo invalida la «laudación» de Juan Maximovich y priva a Bernabé de su sede episcopal por desobediencia. Pero Alejandra Fedorovna asume la defensa del obispo injustamente castigado, proclama su fe personal en las virtudes de Juan Maximovich y acusa al alto procurador de impedir la devoción de las masas por un héroe de la Iglesia Ortodoxa. Nicolás II le da la razón a su mujer y a Rasputín y revoca a Samarin, que ha osado resistirles.