Ahora bien, he aquí que en Moscú algunos rezongan protestando contra el despido desconsiderado de Samarin. El rumor público asocia en su reprobación a la Emperatriz, el Emperador y Rasputín. Indigna que ese
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siberiano obtenga invariablemente el acuerdo de Sus Majestades, ya se trate de la remoción de un ministro, de la destitución de un generalísimo o de la glorificación de un santo. A los ojos de la gente, la autoridad del Zar es escarnecida por el
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y sus acólitos. Las riendas del poder han pasado, dicen, de las manos imperiales a las de un campesino inculto. El gran duque André Vladimirovich anota en su diario íntimo que la canonización de Juan Maximovich indigna a la gente simple tanto como a la de los salones aristocráticos. «El populacho está muy excitado», escribe. «Los sacerdotes se dirigen al pueblo en todas las iglesias y dicen tales cosas que ya no me atrevo a respirar si no es en sueños».
Consciente de esos escudos levantados contra él, Rasputín envía a su mujer de Pokrovskoi a Petrogrado para que niegue a Anna Vyrubova que arregle su rápido regreso a la capital. Pero la oposición de los medios políticos se refuerza y la Emperatriz debe insistir ante su marido para que dé un puñetazo sobre la mesa y decida el regreso del
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indispensable e irreemplazable. Éste vuelve, todo inflado, el 28 de septiembre de 1915.
Como el Zar está retenido en la Stavka, es la Zarina quien, por detrás, gobierna el país. Mientras que Nicolás II juega al estratega entre oficiales deferentes, ella ejerce la regencia desde su
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con colgaduras color malva en Tsarskoie Selo. No quiere a su lado otros consejeros que Rasputín y Anna Vyrubova. En sus cartas cotidianas asegura a su marido que «nuestro Amigo» es más clarividente que todos los ministros juntos y que sólo él puede conducir a Rusia a la victoria. No obstante, deseosa de evitar las habladurías, nunca invita al
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al palacio. Anna Vyrubova sirve de intermediaria para recoger la buena palabra de la fuente y trasmitirla, como un viático, a Alexandra Fedorovna. Todas las mañanas, a las diez, Anna telefonea al departamento de la calle Gorokhovaia 64. Rasputín, que ha logrado disipar la borrachera de la noche, le responde con sencillez y aplomo. Sobre todas las cuestiones relativas a la política o a la guerra, a los nombramientos ministeriales o a las relaciones entre los miembros de la familia imperial, tiene su opinión que, dice, le ha sido inspirada por Dios. El mismo día, la Zarina recibe el eco de boca de su amiga, con quien se encuentra ya sea en casa de ésta, la pequeña villa blanca, o en el hospital, donde ambas trabajan con loable abnegación. Alejandra Fedorovna repite fielmente al Zar las recomendaciones del «padre Gregorio». Llega hasta el fetichismo religioso y hace llegar a su esposo objetos que han pertenecido al
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, lo que evidentemente les confiere un poder benéfico: «Antes del consejo de ministros no olvides tomar en tus manos el pequeño icono donado por nuestro Amigo y peinarte varias veces con su peine». (Carta del 15 de septiembre de 1915.) «Debo trasmitirte un mensaje de nuestro Amigo, inspirado por una visión que tuvo durante la noche. Te pide que ordenes una ofensiva inmediata ante Riga». (Carta del 15 de noviembre de 1915.) «No me tomes por loca porque te envié la botellita entregada por nuestro Amigo. Creo que es madera. Te ruego que te sirvas un vasito y lo bebas de un trago a Su salud». (Carta del 11 de enero de 1916.) Y Nicolás, dócil, responderá que ha bebido el vino directamente de la botella «por Su salud y Su prosperidad hasta la última gota».
A fines de 1915, el Emperador, constatando que la vida en la Stavska es muy apacible entre las conversaciones con los alegres oficiales y los desfiles gratos a la mirada, decide hacer venir a Mohilev a su hijo, de diez años de edad. Alejandra Fedorovna consiente de mal grado en la separación. Cada vez que el pequeño Alexis se aleja, ella tiembla por su salud. Pero el zarevich, luciendo el uniforme de los cosacos, se divierte mucho en el Gran Cuartel General. Duerme en el mismo cuarto que su padre, pasa con él revista a las tropas y recibe los homenajes de los generales más brillantes. Nicolás II, tranquilizado, lo deja el 3 de diciembre por una gira de inspección en el sur. Ahora bien, en su ausencia, el niño tiene fuertes estornudos que le provocan una epistaxis, La hemorragia nasal persiste a pesar de todos los cuidados y el doctor Fedorov aconseja al Emperador que regrese a Mohilev lo más rápido posible. Al regreso del soberano, el estado del zarevich no ha evolucionado. Como el chico se debilita de hora en hora, el 5 de diciembre su padre lo lleva por tren hacia Tsarskoie Selo. «Él (Alexis) tenía», escribe Anna Vyrubova, «una minúscula carita de cera con un algodón ensangrentado en la nariz». Desplomada a la cabecera de su hijo, con las manos juntas, Alejandra Fedorovna implora a los doctores Fedorov y Derevenko que intervengan antes que sea demasiado tarde. Los médicos piensan en probar en el paciente «cierta glándula de cobayo». En pura pérdida. Queda una sola esperanza: ¡Rasputín! A pedido de la Emperatriz, Anna Vyrubova advierte al
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del nuevo milagro que esperan de él. Por suerte, está en Petrogrado. Llega al palacio como una tromba, se acerca al lecho de Alexis, traza un gran signo de la cruz sobre su cabeza y afirma a sus padres que no hay que inquietarse porque el heredero de la Corona sanará con seguridad. En efecto, poco después de su partida, la hemorragia se detiene. Los médicos sostienen que la llaga formada por la rotura de un pequeño vaso sanguíneo se cauterizó gracias a sus remedios. Pero, en la familia imperial, todo el mundo atribuye la curación a la influencia sobrenatural de Rasputín.
Cuanto más alto está en la estima de la Zarina, más odio y rechazo suscita en la opinión pública. Mientras que Alexandra Fedorovna cree haber descubierto en él al salvador de su hijo y de Rusia, la sociedad de las grandes ciudades lo designa abiertamente como el responsable de todas las desdichas de la patria. Se piensa que es a causa de él que los generales envían a millares de hombres jóvenes al matadero, que Nicolás II elige como ministros sólo a chambones, que Alejandra Fedorovna pierde la cabeza y se desacredita un poco más cada día. Si no se acuesta corporalmente con el
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siberiano, le está sometida con toda el alma, como una posesa. Mientras que él se agota emborrachándose y fornicando, ella lo santifica en el universo cerrado de sus meditaciones. Separada de la realidad, rehusa ver todo lo que podría alterar su sueño. Y el Zar está a las órdenes de esta histérica. ¡Si por lo menos la Iglesia pudiera devolver un poco de razón al cerebro trastornado de Sus Majestades! Pero Rasputín ahora tiene adictos hasta en el Santo Sínodo. Su criatura en el seno de la venerable asamblea de los prelados es el arzobispo Pitirim. Sancionado por haber vivido durante años en pareja con un hermano laico, ha sido reintegrado gracias a Rasputín, luego nombrado inesperadamente exarca de Georgia, es decir, delegado del patriarca en esa provincia. A la muerte del metropolitano de Kiev, en noviembre de 1915, el
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ha sugerido a Alejandra Fedorovna que insistiera ante el Zar para que instale en esta ciudad, como medida disciplinaria de degradación al metropolitano de Petrogrado Vladimiro —un opositor de «nuestro Amigo»— y que nombre en su lugar en la capital al simpático y acomodadizo Pitirim. Nicolás accede a este pedido de sustitución sin siquiera consultar al alto procurador del Santo Sínodo, Alejandro Voljin, recientemente designado, y Pitirim, el homosexual ambicioso, se encuentra en la laura de San Alejandro Nevski con el título más glorioso de la jerarquía ortodoxa. Por intermedio del nuevo metropolitano de Petrogrado, Rasputín continúa asegurándose amistades en el consejo supremo de la Iglesia rusa. No desespera de reinar, una buena mañana, siempre en la sombra y el secreto, sobre toda la administración sinodal. La Iglesia, repite, debe ser dirigida por hombres salidos del pueblo. Cuanto más simples de educación y libres de costumbres sean, más se revelarán capaces de comprender a sus ovejas. En materia de apostolado, un hábito sin mancha es un obstáculo para la comunión de las almas. Pitirim y Rasputín son de la misma raza. Uno bajo los soberbios hábitos sacerdotales, el otro bajo el caftán del
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, ambos conocen demasiado bien las exigencias de la carne para no estar cerca del común de los mortales y, por consecuencia, del Señor. El único pecado inexpiable es la condena del pecado.
Mientras consolida alianzas en el gobierno espiritual de Rusia, Rasputín las busca también en el gobierno temporal. Algunos hombres políticos han comprendido el interés que hay en contemporizar con él para tener éxito en sus carreras. El nuevo ministro del Interior, Alejandro Khvostov, y su adjunto, Estéfano Bieletski, lo conocen en el departamento de su amigo común, el príncipe Andronikov. Sin perder tiempo, Khvostov expresa a Rasputín el respeto que siente por su santa persona. Bieletski, por su parte, se manifiesta muy ansioso por la seguridad y el bienestar del
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y le ofrece una pensión mensual de mil quinientos rublos, que saldrán de los fondos del Departamento de Policía. Se decide destacar junto a él, para protegerlo, al coronel de gendarmería Miguel Komisarov. Además dispondrá de guardias de corps y de un automóvil con chofer para sus desplazamientos. Rasputín acepta todo pero no promete nada. Ha adivinado que Khvostov compra su benevolencia para acceder al puesto de primer ministro. Ahora bien, él tiene otro candidato para la presidencia del Consejo: Boris Sturmer, miembro del Consejo del Imperio. Ese zorro viejo de la política le parece el hombre soñado para la función de simple registrador de las voluntades imperiales. Pitirim lo apoya en su idea de un brusco cambio ministerial y el
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, dejando a Khvostov, que creía haberlo conquistado con sus larguezas, se ocupa ahora de su nuevo potrillo. El puesto está actualmente ocupado por Goremykin, detestado por la Duma. Comprendiendo que la cotización del actual primer ministro está en baja, Rasputín se encuentra en secreto con Sturmer y le promete interceder por su nominación. Lo hace por la habitual correa de trasmisión entre él y el palacio: Anna Vyrubova. La Emperatriz se declara inmediatamente de acuerdo puesto que el postulante que le recomiendan tiene el aval de «nuestro Amigo» y escribe a su marido: «Querido, ¿has pensado en Sturmer [como presidente del Consejo]? Creo que no hay que tener en cuenta su apellido alemán. Sabemos que nos es fiel y que trabajará bien con nuevos ministros enérgicos». (Carta del 4 de enero de 1916.) Nicolás está de acuerdo y Rasputín tiene una entrevista con Sturmer al día siguiente de la promoción del interesado en casa de Isabel Levine, la amante de Manasievich-Manuilov. Pero si Rasputín está contento del resultado de sus gestiones, la Duma está furiosa. Entre los diputados se tiene a Sturmer por un incapaz, un derrotista y un sirviente del
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maldito.
Con el fin de atenuar los efectos desastrosos de ese nombramiento, Rasputín incita a Nicolás II a asistir en persona a la apertura de la Duma, el 22 de febrero de 1916, y a pronunciar una alocución digna y paternal a la vez. En el día mencionado, en la sala de sesiones del palacio de Tauride, el Zar, en uniforme de gala, sigue el servicio religioso y luego enhebra algunas palabras banales para agradecer a los elegidos del pueblo por sus trabajos. Rodzianko, el presidente de la Duma, responde a Su Majestad. Ambos discursos son saludados con ovaciones. Sin embargo, los diputados están decepcionados. Esperaban que el monarca aprovecharía la circunstancia para anunciar al fin la responsabilidad de los ministros ante el Parlamento, medida que la mayoría reclama en vano hace meses. Cuando Nicolás II se retira, después de haber estrechado algunas manos, deja detrás de él un sentimiento de amargura.
Esa impresión se refuerza con la zarabanda acelerada de los ministros. Protopopov —otro protegido de Rasputín— reemplaza en el ministerio del Interior a Khvostov, caído en desgracia. El nuevo titular de la cartera es un hombre enredador, inquieto, cuyos cambios de humor inquietan a sus mismos colaboradores. Pero la Zarina, guiada por «nuestro Amigo», declara que las «cualidades de corazón» del personaje bastan para hacer olvidar su agitación crónica. Sostenido por Rasputín y por la Emperatriz, Protopopov, que tiene más ambiciones que convicciones políticas, abandona a sus antiguos amigos del «bloque progresista» y se pone decididamente al servicio del conservadurismo y de la autoridad. La Duma —esa fastidiosa— ya no es convocada más que de cuando en cuando para breves sesiones en el curso de las cuales no deja de atacar al poder. El diputado Miliukov llega incluso a acusar al presidente del Consejo Sturmer de prevaricación y de sumisión ciega a la pandilla de energúmenos que rodean el trono. La publicación de su arenga en los diarios es prohibida, pero se han expedido copias dactilografiadas a todas partes, incluso el frente. De ese modo, la nación entera está indirectamente informada de la desautorización de los ministros y de la familia imperial por la Duma. Irritado por esta recrudescencia del descontento, Nicolás II se resigna a sacrificar a Sturmer, lo que desconsuela a la Emperatriz, que tiene, dice, «la garganta cerrada» pues se trata de «¡un hombre tan leal, tan honesto y seguro!». En su lugar aparece un nuevo fantoche, Alejandro Trepov, hermano del general difunto, mientras que las Relaciones Exteriores vuelven a Nicolás Pokrovski. ¡Ay! Ni uno no otro tienen el favor de la Duma. Sus discursos son interrumpidos por los gritos hostiles de los diputados de la izquierda socialista. De todos lados se reclama su renuncia.
En ese carrusel de cabezas, sólo Rasputín permanece inamovible. Cuanto más se degrada la situación militar y política, más se enraiza él en el corazón de Sus Majestades. Alejandra Fedorovna lo defiende con uñas y dientes contra todos los que pretenden crear suspicacias acerca de él. En un solemne mensaje, el gran duque Nicolás Mikhailovich pone al Zar en guardia contra la injerencia del
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en los asuntos públicos: «¡Si no puedes apartar de tu esposa bienamada pero extraviada las influencias que se ejercen sobre ella, al menos deberías cuidarte tú mismo de las intervenciones sistemáticas que se realizan por su intermedio!». Amonestaciones vanas: Nicolás II prefiere desesperar a la nación antes que contrariar a su mujer. Cuando él está en el frente, confiesa, ella representa sus ojos y sus oídos en la retaguardia.