La palmaste, compañero, pensé para mis adentros. Pero me equivocaba. Oí cómo el chico la llamaba: Marisa, Isa o algo parecido. Entonces ella se detuvo a los pocos pasos, se volvió, y no sé qué le vería en la cara; pero caminó de nuevo hasta él, y se abrazaron, y empezaron a besarse con tanto apasionamiento como si fueran a comerse los higadillos. Y él retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared, y ella lo empujaba sin dejar de besarlo, y se dieron doscientos besos en minuto y medio, o a lo mejor fue sólo un beso desaforado y magnífico que duró minuto y medio, vaya usted a saber. Y dejé al amigo Durell sobre la mesa y me los quedé mirando francamente, sin reparo alguno, fascinado por la maravillosa escena. Y una dama que estaba con su marido en la mesa de al lado, interpretando mal mi mirada, se volvió hacia mí, y comentó «qué poca vergüenza», creyéndome tan escandalizado como ella de los mordiscos que se atizaban los jovencitos. Y entonces solté una carcajada que la dejó, me parece, un poco perpleja; y me estuve riendo así, en voz alta, un poco más todavía, sin poderme aguantar aquella alegría insolente y vital que me sacudía el cuerpo, mirando a los jóvenes que seguían a lo suyo. Me habría levantado en ese momento para ir a darles, a mi vez, un beso a cada uno, de no tener la certeza de que iban a entenderme mal. Así que me quedé sentado, claro, viendo cómo por fin se iban agarrados el uno al otro por la cintura, besándose todavía de vez en cuando. Y les dediqué un largo sorbo de Tío Pepe. A vuestra salud, Isa, Marisa o como te llames, pensé. Porque un día dejaréis de besaros, o besaréis a otros, o ya no os besará nadie, y seréis imbéciles de corazón seco como aquí, mi vecina la beata Gregoria. O tal vez os rompáis la crisma en una carretera, o se os lleve un cáncer a los cuarenta, o a lo mejor no. Y la vida, que es muy hija de puta, os traerá de aquí para allá, y os dará unas cosas y os quitará otras, y vete tú a saber. Pero lo que nadie podrá quitaros es que esta mañana gris la habéis pintado de calor, y de ternura, y de ganas de comeros el alma el uno al otro. Y ese momento, vive Dios, ha sucedido y ya no os lo podrá arrebatar nadie, nunca. Y cada día, cada hora en que aún podáis besaros así, antes de que llegue cualquiera de los miles de finales que os aguardan, es una victoria arrebatada al azar absurdo de la muerte y de la vida.
Así que anda y que te jodan, vida, me dije. Y aún sonreía cuando abrí de nuevo Justzne y seguí leyendo.
El Semanal, 17 Noviembre 1996
Le calculé muy veintipocos años. Era la tercera o cuarta de la fila, en aquella librería de Buenos Aires donde el arriba firmante hacía exactamente eso, firmar. Me pareció callada y tímida. Venía cargada con una mochila llena de libros, y cuando llegó hasta mí sacó de ella un leído y releído ejemplar de El club Dumas. -Amo a D'Artagnan -afirmó-. Y a los otros.
Lo dijo temblándole la voz, como si acabara de confesar una pasión extraña o prohibida. Aún pareció a punto de añadir algo, pero no dijo nada más, limitándose a mirar el libro que yo tenía en las manos. Escribí unas palabras cariñosas en la primera página, conversé con ella unos instantes y luego pasé a atender a una señora sexagenaria, muy guapa, con ojos verdes que debieron causar importantes estragos en su tiempo. Mientras charlábamos sobre Sevilla y los bares de Triana, vi que la jovencita que amaba a D'Artagnan seguía por allí, entre los libros, con su mochila al hombro. Una hora más tarde, al despedirme del dueño de la librería y de mis amigos, ella aún estaba en la puerta. «Necesito enseñarle algo», dijo. Y le temblaba la voz, como si aquello le costase un gran esfuerzo. «Por favor», añadió. Estábamos junto a la terraza del Patio Bullrich, así que a nada comprometía sentarse cinco minutos y tomar un café. Pero yo dudaba. Miré la hora, incómodo.
«Es demasiado peso», dijo entonces la chica, señalando su mochila. Me eché a reír, y al cabo de un instan te ella también rió, todavía tímida. Resulta imposible negar un café a alguien que apela, como santo y seña, a las últimas palabras de Porthos en la gruta de Locmaría, Así que la joven que decía amar a D'Artagnan tornó asiento frente a mí, en el borde de su silla, y de la mochila extrajo un montón de manoseadas antiguas ediciones en folletín de las novelas de Alejandro Dumas. Las había ido adquiriendo en librerías de viejo, explicó. Todo estaba allí: Los tres mosqueteros, Veinte años después, El vizconde de Bragelonne… Y ella habló. A pesar de su timidez, sin apenas levantar los ojos de los libros, contó largamente, de un tirón, sus muchas horas a solas recorriendo la ruta de Calais, en los corredores del Louvre, batiéndose con Jussac y los guardias del cardenal, enarbolando como bandera la servilleta del baluarte de San Gervasio, o escapando por azar al vino de Anjou envenenado por Milady.
Lo conocía todo mejor que yo. Y desde niña, aclaró. Para comprobarlo, nos planteamos una especie de cuestionario mutuo que resultó de lo más divertido: el tamaño de los pies de Constanza Bonacieux. Los tres apellidos de Porthos. El nombre del perro de Beaufort. Qué dama usa el alias de María Michon. Quién es Biscarrat, en qué capítulo rompe su espada y en qué capítulo del Bragelonne aparece su hijo. En qué calle vive D'Artagnan cuando es teniente de mosqueteros. Y la única pregunta que ella no supo responder: el nombre del padre del malvado Mordaunt, hijo secreto de Milady.
De los Mosqueteros pasamos a El conde de Montecristo y La reina Margot, y de Dumas nos fuimos liando con Sabatini, Salgari y los otros, entre Scaramouche, El corsario negro y El prisionero de Zenda. Mencioné a Ruperto de Hentzau y la risa de Yáñez, y en ese momento vi que Paula lloraba. Lo hacía silenciosa y mansamente, y había lágrimas que le rodaban por la cara yendo a caer sobre las tapas descoloridas de los viejos folletines. Molesto, pregunté por qué diablos me hacía esa faena. Ella levantó la cara, muy grave y muy seria: "Nunca había podido hablar de todo eso con nadie", dijo. Y supe que me estaba contando la verdad. Después, mientras yo pagaba los cafés, Paula fue metiendo uno a uno los viejos folletines en su mochila. Lo hizo con una dulzura infinita, procurando que no se doblasen las gastadas tapas, como si se tratara de objetos preciosos, Y se puso en pie. "Ojalá existiera Ruritania", murmuró.
- Existe - respondí. Limita al norte con Syldavia y al sur con el castillo de If.
Aún tenía húmedos los ojos, pero la vi sonreír.
- Entonces el próximo café lo pagaré yo -dijo-. Si alguna vez nos vemos en Zenda.
Después me dio un beso fugaz. Y la vi alejarse entre la gente, con su pesada mochila llena de sueños.
El Semanal, 22 Diciembre 1996
Bueno, pues ya lo he visto. Y se me han caído los palos del sombrajo. El caballero de la mano en el pecho todavía tiene la mano ahí, es cierto; pero poco más. Después de la limpieza de cutis que le han hecho en el Prado, no es que parezca otro, sino que es otro. Con ese fondo gris que le han descubierto a la espalda, y con la antaño triste figura lavada, aclarada y centrifugada, no me cabe duda de que ahora se parecerá mucho más al cuadro original. Pero resulta que el cuadro original, y hasta el modelo, se ven más vulgares y de andar por casa. La mirada del observador, que antes iba, sobrecogida, de la cara realzada por la gola a la mano y a la empuñadura de la espada, deslizándose al paso por el suave relucir de la cadena y la medalla, se dispersa ahora en una visión general del asunto que destruye el antiguo efecto, luz y sombra, con aquel levísimo halo que enmarcaba de dignidad el delgado rostro del hidalgo.
El cuadro sigue siendo bello, por supuesto. Pero ya es, y será siempre, otro cuadro. Que a estas alturas resulte que fue así como lo pintó Domenico Teotocopulos, y no como lo oscurecieron la oxidación del barniz y la mano de un anónimo reformador para acercarlo más al gusto del m, resulta, a mi juicio, lo de menos. Hay objetos, cuadros, monumentos, que adquieren con el tiempo carácter de símbolos; y su apariencia, genuina o no, pasa a formar parte de la propia historia y esencia de la obra misma. Desde ese punto de vista, no sé hasta qué punto la voluntad personal de un restaurador tiene derecho a devolver la obra a su estado original. Es como si a Nuestra Señora de París, por ejemplo, le quitaran ahora las gárgolas de Violíet le JJuc porque no estaban en el edificio medieval y fueron añadidas en 1845. Quiero decir con eso que determinadas circunstancias del tiempo y la Historia que, para bien o para mal, imprimen carácter a un edificio, estatua o cuadro, adquieren a veces tanto derecho a estar allí como la propia obra original. Además, si es cierto que a menudo la verdad nos libera de muchas falsedades, no siempre es forzosamente buena la desaparición de ciertas mentiras, cuando las verdades que vienen son más prosaicas, o más infames. A veces el hombre necesita también, junto a las dosis de realidad, dosis de esa substancia maravillosa que está hecha de la misma materia que las ideas, y los sueños. Aunque, por otra parte, si es cierto que la verdad no siempre resulta revolucionaria, ni siempre nos hace libres, con frecuencia tiene la virtud de destruir embustes que permitieron a otros manipularnos a su antojo. O disipar cortinas de humo que nos confortan o nos acomodan, y cuya desaparición obliga a afrontar la realidad, haciéndonos adultos a la fuerza.
Ambas posturas, supongo, son justificables. Y allá cómo mira cada cual los cuadros que le apetece mirar. En lo que al arriba firmante se refiere, confieso que des cubrir a ese desconocido, a ese impostor que acaba de meterse a traición en el ropaje de un viejo y respetado amigo, ha sido un golpe duro. Porque hay embustes que a uno le gustaría creer; baluartes necesarios para protegerse de la mediocridad, la estupidez o la desesperación. Cuando miras hacia atrás en la Historia de España y observas esa sucesión de sombras y claroscuros, esa siniesectoria que nos llevó de la nada a la miseria, tienes -o tenias- al menos el consuelo de creer que, incluso en lo oscuro, en lo trágico, en la maldad y en el error, se daba una especie de coartada espiritual, ideológica o lo que diablos fuera. Una actitud ética; o incluso, si me apuran, sólo estética. Algo que, si bien no bastaba para justificar lo injustificable, sí al menos explicaba que antaño fuésemos lo que fuimos, como preludio de la desgracia que ahora somos. Pero resulta que no. Que basta una mano de jabón Lagarto y estropajo para probar que ya hace cuatro siglos éramos tan ordinarios como ahora; y que la representación pictórica del hidalgo español por antonomasia, del alma solemne de ese cierto modo de entender España que se nos vendió como coartada de todo lo demás, era tan postiza y falsa como el resto. Al final hasta va a resultar que, en vez de uno de esos sobrios y enlutados caballeros en los que se nos hacía admirar la austera virtud de nuestros ancestros, el fulano se llamaba Manolo y era un comerciante de paños de Tarrasa, un traficante de negros gaditano, o un usurero gallego. Igual -lo estoy viendo venir- hasta era el novio del amigo Teotocopulos, vestido con el traje de los domingos.
El Semanal, 12 Enero 1997
Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios. Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hom-% bre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento por darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los vi cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.
Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo de la embarcación que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante Y sabia, imaginé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adolescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir-el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de madrugada hechos una mierda, llenos de asco y soledad. La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.
A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta socie dad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de chicos de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura.: Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo más elemental y humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno junto al otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, me pregunté cuántos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.