El Semanal, 21 Diciembre 1997
Aquellas navidades Ceausescu acababa de irse al carajo, y por unos días el pueblo rumano se creyó libre y dueño de su destino. Había euforia, barricadas, combates y muchos muertos. Habíamos llegado a Bucarest en vísperas de Nochebuena, la mañana misma de la revolución, tras un viaje de locos a través de los campos nevados y derrapando en carreteras heladas, por los desfiladeros de los Cárpatos desde cuyas alturas, como en las películas de indios, los campesinos armados con escopetas de caza nos veían pasar, antes de pararnos en barricadas con tractores atravesados en la carretera para invitarnos a beber por la libertad. La Nochebuena había sido muy dura, porque en Bucarest hacía un frío del carajo, los francotiradores de la Securitate disparaban al buen tuntún, no había comida ni tabaco, y a Jean Pierre Calderón, que era un viejo amigo del Líbano y otras guerras, y a un periodista francés cuyo nombre he olvidado, o no supe nunca, se los cargaron nada más llegar. Así que la moral de la veintena de reporteros que cubríamos el asunto andaba por los suelos.
No sé si la idea fue de Alfonso Rojo, Julio Alonso, Ulf Davidson o algún otro. Igual hasta fue mía. Lo cierto es que a mí se me encomendó ejecutarla porque Nilo, el chófer rumano al que yo le pagaba cada día cien dólares de TVE para que sobornara, robara, consiguiera gasolina y, en suma, nos buscara la vida, era un ex proxeneta que conocía al dedillo los antros de la ciudad. Habíamos acordado que, a diferencia de la triste Nochebuena, la última noche de 1989 sería algo especial. Así que alquilamos una suite en nuestro hotel, el Intercontinental, y reunimos viruta suficiente para una cena razonable de mercado negro, con las cantidades de caviar, vodka y champaña adecuadas al caso. En cuanto al desequilibrio numérico de sexos -sólo cuatro entre nosotros eran mujeres, incluida una productora de la CNN-, había toque de queda y además la mayor parte de las putas rumanas habían trabajado para la Securitate, así que andaban escondidas. De modo que, dispuesto a rehabilitarlas ante la sociedad, pasé una tarde recorriendo los burdeles de Bucarest, con Nilo de intermediario. Recluté a dieciocho: cincuenta dólares por chica y una buena cena eran argumentos irresistibles. Y al llegar la noche todos nos pusimos camisas limpias, y en la puerta del hotel fuimos recibiendo a las lumis, todas con sus mejores galas, que Nilo traía en-grupos de tres o cuatro en nuestro coche con el rótulo de TVE, para ofrecerles el brazo y llevarlas con mucha ceremonia al lugar de la fiesta.
Hay cosas que uno vive y después, con el tiempo, comprende que las ha vivido para luego recordarlas. Aquélla fue una de esas veces. Hubo música, baile, humo de cigarrillos, conversación. Las matanzas, Ceausescu y la Securitate quedaron fuera esa noche, que transcurrió como una velada perfecta, impecable, donde todo el mundo se comportó con especial corrección: las reporteras hembras mostraron una generosidad y un tacto admirables con las lumis, y los varones, hasta quienes estaban más mamados, no perdieron los papeles. Una china enorme de chocolate que dos colegas de la TVG habían pasado, ignoro cómo, a través de aeropuertos y aduanas, hizo su aparición y fue debidamente honrada. A las doce en punto, desde la terraza, los mas eufóricos le tiraron bolas de nieve al de la CNN que estaba en la calle, emitiendo en directo. La cosa se animó cuando los chulos de las chicas vinieron a buscarlas y los invitamos a unas copas, y al final se sumaron también los camareros en mangas de camisa, y la gente se iba quedando cocida o dormida en los sofás y los sillones, y algunos cantaban en grupos, y otros salían a la terraza cubierta de nieve a ver amanecer. Y todavía subieron los soldados que estaban de centinela en las barricadas cercanas al hotel. Y hubo un momento en que todos, soldados, macarras, camareros, putas y periodistas, estábamos cocidos como cubas pero muy tranquilos y muy a gusto, a ver si me entienden, y nos pasábamos los brazos por los hombros y cantábamos en seis o siete lenguas distintas, canciones melancólicas y canciones de amor. Y los macarras nos contaban que la vida estaba muy jodida y nos ofrecían irnos a la cama con sus chicas, a mitad de precio e incluso gratis, pero casi nadie aceptaba la oferta. Les dábamos un abrazo a ellos y besábamos a las chicas y decíamos que, no, gracias, que no era necesario, que así estábamos bien. Y ellos sonreían un poco, entre desconcertados y amistosos. Y nos daban fuego al cigarrillo.
El Semanal, 28 Diciembre 1997
Texto
El Semanal, 07 Enero 1997
Durante buena parte de mi vida, los bares y los cafés fueron refugio, oficina, centro de operaciones y hasta hotel en lugares donde no había hotel, o éste se había convertido en lugar insalubre, lleno de sobresaltos y agujeros. Con esto quiero decirles que he coleccionado bares por un tubo, bares de aeropuerto, de barrio, de carreteras, sitios elegantes y antros cutres. Y no por afición a darle al frasco, sino porque veintiún años con una mochila al hombro, con el desarraigo y la incomodidad que eso implica, y la necesidad de un lugar de reflexión y calma donde escribir una crónica, organizar una transmisión, disponer de un teléfono que funcione para decir hola buenas, Mariloli, ponme con el redactor jefe, son motivos suficientes para que uno desarrolle el instinto de adoptar esos bares o esos cafés que, a los cinco minutos, una vez te has instalado dentro y pides algo,, y pones las notas o el libro sobre la mesa mientras ordenas ideas, se convierten con pasmosa facilidad en lugares tan confortables como tu propia casa de toda la vida. Eso ayuda mucho. Y consuela. Y un montón de cosas más.
El bar, sobre todo, tiene una ventaja adicional. A diferencia del café, que es más favorable a la parcela individual, el bar, como su propio nombre indica, cuenta con una barra común. Y una barra de bar es siempre punto de encuentro, sobre todo si al otro lado hay un camarero o un propietario como Dios manda. Una barra de bar es un sitio donde, entre vaso y vaso, y a poco que se descuide, la gente pone, voluntariamente o sin darse cuenta, su vida sobre el mostrador. Por eso es tan fácil allí hacer amigos, a poco que se cuente con las dosis mínimas de curiosidad, sociabilidad y buena fe. A menudo, en especial al principio, cuando era más jovencito y viajaba a solateras, cuando llegaba a una ciudad desconocida y a veces hostil lo primero que hacía era irme a un bar y pegar allí la hebra con el camarero, que en cinco minutos me ponía al corriente. En días de desconcierto y soledad, entraba en una cantina de Managua, un cafetín de Beirut o Estambul, una tasca cochambrosa de Luanda, y a la media hora, a medida que iba enrollándome con camareros y parroquianos, ya era de allí de toda la vida. Mientras encontré en mi camino un bar abierto, nunca estuve solo.
Ahora hago otro tipo de vida, pero conservo el viejo instinto. El otro día llegué a una ciudad que apenas conocía, y paseando a mi aire por el casco viejo entré en un bar que no había pisado en mi vida. Allí había una barra y un dueño que se llama Dani, adora los álbumes de Tintín y sueña con leer libros hermosos y fotografiar cada mañana a quienes pasan por delante de su puerta, igual que Harvey Keitel en Smoke. Y había una camarera pelirroja y guapa que se llama Isabel y tiene una linda cicatriz horizontal en la frente. Y había un cliente, un tipo chiquitillo y duro que responde por Primitivo, que a los quince minutos y dos cañas me autorizó a llamarlo Primi, y me contó que acababa de conseguir unos reclinatorios de iglesia y ya había vendido tres. Y yo me pasé dos horas en ese bar y luego volví por la tarde a llevarle a Dani el Alatriste que le había prometido. Y allí seguía Primi, y un matrimonio joven con crío en un carrito, y algunos más. Y al día siguiente Dani y los otros, que leen poco porque no tienen tiempo, y hasta Primi, que no lee nada, fueron a la presentación de un libro mío y se llevaron a toda la peña. Y luego, cuando nos desembarazamos del protocolo de corbata y la parafernalia, nos fuimos al bar de Dani con el Califa, con su amigo el fotógrafo, con Encarna y con los otros; y el Califa me contó cómo lo dejó su novia y él se quedó hecho una mierda, pero a la quinta copa pude convencerlo de que esas cosas, colega, van incluidas en el precio de la vida. Y todos estuvimos contando chistes uno detrás de otro y descojonándonos horas y horas; y cuando yo conté el del cazador y el oso maricón, y luego el de la rata que va con un murciélago del brazo y le dice a otra rata que sí, que su novio es feo pero es piloto, el Califa, que cuenta unos chistes que te vas de vareta, se lo apuntó en un papel y luego juró que me seria fiel hasta la muerte. Y Primi me contó su vida, que tiene una novela, o varias. Y Encarna escenificó tres veces el chiste de la ninfómana. Y todos agarramos una castaña de cojones. Y Dani me regaló un Tintín de madera que había en un estante, y debajo escribió: de tus amigos. Y pocas veces se han escrito verdades como ésa.
El Semanal, 11 Enero 1998
Pues resulta que estás comprándote unos tejanos y vas y le dices al dependiente de toda la vida que dónde carajo están los de siempre, esos que ya vienen lavados pero son azul oscuro, porque sólo encuentras pantalones decolorados, tan lavados de origen que todos son azul clarito, desvaído, sosos, y en cuanto los pases un par de veces por la vida y por la lavadora se van a quedar hechos una mierda. Y el dependiente te dice que ya no hay. Y tú replicas que cómo cojones no va a haber si los ha habido siempre; tejanos, o sea, vaqueros, o sea, blue-jeans, que dicen algunos chorras. Iguales que esos que tiene ahí expuestos pero azul oscuro, como su propio nombre indica. Blú. Bluyins.
Pero el dependiente va y se rila de risa. Es que no te enteras, chaval. No te enteras porque los compras de año en año y eres un abuelo y un antiguo. Ahora la moda son los tejanos descoloridos, o sea, lavadísimos; y la marca y modelo que usas desde siempre, porque eres más de piñón fijo que un teniente chusquero de la Benemérita, ya no se fabrica sino muy así, como los ves Televés, porque si los hacen de un azul que parezca poco lavado, la gente es tan gilipollas que va y no los compra.
- Me estás vacilando, Paco.
- Te juro que no.
Y yo, que siempre me tiro el folio con eso de estar mirando, pero en realidad sólo miro la parte que me interesa ver, y del resto no me entero, echo un vistazo alrededor y compruebo que sí, anda, que mi primo tiene razón, que todos los fulanos y fulanas que llevan tejanos los usan muy lavados, muy descoloridos, y apenas se ven azules de verdad, nunca mejor dicho, azules de pata negra. Entonces, indignado, le digo al dependiente que no es lo mismo; que un pantalón tejano como il faut debe ser de origen oscuro, tener un sólo lavado suave de fábrica para que luego no encoja, o no tener ninguno, e ir envejeciendo contigo, poco a poco.
- Esa concepción romántica de la indumentaria –me dice el dependiente, que leyó a Juan Benet-está obsoleta.
Obsoletas mis narices, respondo. Porque de otras cosas no tengo ni puta idea; pero de pantalones tejanos, colega, puedo escribir un libro que se llame Los tejanos y la madre que los parió. Me he pasado la vida dentro de unos tejanos, de acá para allá. He arrastrado tejanos por los suelos y los asfaltos espachurrados y los cristales y los escombros de todos los países donde había hijo putas con escopeta. Los he lavado hasta con jabón de tocador en cuartos de baño de hoteles de medio mundo. He desgastado sus rodilleras y fondillos rozándolos sobre la cubierta de un velero, y los he sentido secarse sobre mi cintura y mis piernas, endurecidos por la sal del agua de mar. Los más viejos entre la media docena que poseo tienen más mili que el Guerrero del Antifaz, están llenos de remiendos, y de zurcidos, y casi blancos de guerras y de sol y de mar y de salitre, y la navaja marinera con llave de grilletes que llevo en ellos se me cuela por los agujeros de los bolsillos. Ese par en concreto se me cae tan a pedazos, de puro cochambroso, que es precisamente el que me pongo siempre al llegar a puerto, cuando bajo a cenar a tierra. Y aunque voy hecho un guarro y sin afeitar, me repeino todo para atrás con la raya alta, me pongo un polo azul limpio que también tiene más lavados que una sábana de hotel, unas zapatillas de tenis blancas y una chaqueta de marino que tengo con dos filas de botones dorados: mi chaqueta estupenda de Lord Jim, que uso para joder a mis cuñados, que son capitanes y marinos mercantes de verdad, de toda la vida.
O sea. Que mis tejanos son mis tejanos, porque me los he currado yo. Y exijo que los puñeteros fabricantes me dejen seguir haciéndolo. Vivimos en un tiempo en que, como ocurre con todos aquellos otros tejanos des coloridos y falsos, hasta la memoria nos la convierten en mercancía postiza, de diseño, artificialmente envejecida, empaquetada como un producto. Y así vivimos entre falsas pátinas, falsos bronces, falsas pieles, falsos pantalones tejanos. Somos tan capullos y tan cómodos que la vida también pretendemos comprarla hecha, vivida por otros, servida en una pantalla de televisión o un escaparate, antes que pateárnosla nosotros mismos. Pero unos pantalones tejanos raídos, como Dios manda, no están al alcance de cualquiera. Hace falta toda una vida para vivirlos y gastarlos, y ahí es donde está la gracia del asunto. Ninguna vida viene ya lavada de fábrica.
El Semanal, 18 Enero 1998
La sangre chorreaba por los imbornales de la fragata inglesa. Habíamos estado una hora larga cañoneándonos penol a peno, y mis hombres subieron al abordaje poco inclinados a mostrarse clementes, o piadosos. No en vano habían visto, durante años, arder naves más allá de Orión y ponerse el sol en la Puerta de Tannhäuser. La fragata se llamaba Venganza de la reina Ana y ahora se balanceaba en la marejada, la jarcia hecha trizas, con el cabo de Palos perfilándose en la bruma una milla al sur-suroeste. Debía de tener a borde pasajeras, prostitutas o esposas de oficiales, porque cuando mi gente remató el trabajo oí desde el combés gritos de mujer.
Yo fui a lo mío. Del camarote del capitán me llevé dos cartuchos de monedas de oro, un sextante Plath y el cuaderno de bitácora. Luego, en la bodega, le eché un vistazo a lo que mi tercero y la dotación de presa iban a llevarse cuando gobernaran el barco hasta Cartagena. La carga no estaba mal, pero lo que me llamó la atención fue un grueso legajo que encontré manuscrito compuesto por muy diversos e interesantes textos, cultos, bárbaros, iconoclastas, divertidos e inteligentes, de cuya autoría no se daba información alguna, sacados a la luz –según lo escrito en la cubierta-, en Murcia, en el año de gracia de 1997, a 927 días del fin del segundo milenio. El título figuraba en la primera página, con tinta algo corrida por el agua de mar: Espejos de una biblioteca (KR Editorial).