-Perfectamente, ¿es usted casado?
-Hace cuarenta años
-Comprendo. Mire, va usted a irse de putas cada ocho horas. Aquí tiene la receta, pillín.
Así que nada, que no. Que las furcias suizas pagarán el IVA como todo hijo de vecino suizo, y santas pascuas; y la que no esté conforme tiene derecho a recurrir ante el tribunal federal. Lo malo es que, tal y como está en España el panorama, con todo organismo oficial loco por echarle mano a un duro, sólo faltaba que cundiera el ejemplo. Es decir, que a nuestro Ministerio de Hacienda le diera por exprimir también esa teta -no sé si captan ustedes el sutil juego de palabras-, Porque ya es raro que, a la caza y captura como se anda aquí del menor pretexto para dar otra vuelta de tuerca e intensificar el expolio, todavía no se le haya ocurrido a nadie cobrarles IVA a las lumis. Cuya actividad, según está el patio, debe de ser la única a la que el Fisco aún no ha hincado el diente.
Así que más vale que los suizos no den ideas, porque ¿se imaginan el panorama? Un ministro muy serio saliendo en el telediario para explicar a base de mucho mire usted y de mucho eufemismo -trabajadoras de la calle, productoras del sexo- y mucho marear la perdiz, que el esfuerzo de solidaridad corresponde a todos los españoles y que si las putas son españolas o hispanohablantes, a pagar tocan. Tras lo cual, las lumis palmarían su correspondiente IVA con todo cristo metiendo el cazo para trincar. Parece que lo estoy viendo: el recaudador jefe que se fuga a Suiza, precisamente, con la pasta recaudada; las chicas en la calle preguntándote si el francés lo quieres con o sin factura, y las autonomías que reclaman su parte mientras el Gobierno no les hace ni puto caso, ocupado como está en gobernar con mano firme el timón de la nave. Y mientras, en el puente aéreo, el director general de Pules de la Generalitat viajando a Madrid para llevarse, por el morro, su quince por ciento.
Calenturitas me dan, sólo de pensarlo.
El Semanal, 28 Agosto 1994
Leo en el Semana que los famosos de Marbella han hecho una fiesta para solidarizarse con los niños de Ruanda, y se me saltan las lágrimas de emoción. Para que luego digan. Allí estaban todos dando la cara por los negritos, como en el Domund. Sacrificando una de sus noches para, en vez de dedicarle calles a Lola Flores o celebrar el cumpleaños de Jaime de Mora y Aragón, que es lo normal, lanzar al mundo un alegato de solidaridad y coraje. No había más que ver esas fotos de Gunilla, de Espartaco Santoni, de todos, en fin, unidos con Ruanda como una piña. Fue muy bonito, qué quieren que les diga. Muy emocionante y hermoso.
Y es que lo confieso aquí, con la cabeza muy alta. Cada mañana, el arriba firmante desayuna leche con colacao, crispis y una revista del corazón. Y hace años que éstas no tienen, secretos para mí. Lo sé todo sobre vedettes, folklóricas, hijas de folklóricas, cantantes, actrices, y sobre sus respectivos chulos. Conozco al dedillo las inquietudes intelectuales de Marta Sánchez. Seguí con suma atención lo de los ovarios de Lolita, aplaudí el parto simultáneo de Miriam Guisasola y María Suelves, controlo el prometedor curriculum de Chabeli, y no me pierdo accidente de Alfonso de Hohenlohe, cumpleaños de Rociíto ni embarazo de Norma Duval. Soy capaz de averiguar de un vistazo si al barón Thyssen le han hecho la foto recién levantado o después del desayuno, y conozco todos los modelos de camisita y canesú que usan Paquirrín y su tío Agustín. Además, Carmen Ordóñez me parece la mujer más guapa de España.
Fíjense hasta dónde llegará mi adicción a la cosa, que hasta dejo páginas dobladas a modo de señal para continuar a la mañana siguiente, y agarro unos cabreos tremendos cuando tiran las revistas a la basura. Y me quedo a medias sobre cómo de golfos le gustan los hombres a la nieta de Bismarck, o respecto al tamaño de las tetas que trajina ese intachable caballero apellidado Santoni. Incluso, en ratos libres, practico un divertido juego de sociedad; algo parecido al juego de las familias. Consiste en seguir la cadena de la popularidad averiguando por qué son famosos Fulanito, o Menganita.
Hagan la prueba y verán qué diver. Abrimos unas páginas y hay fotos de un fulano con pinta de chuloputas venezolano, en tanga y bajo el siguiente titular: Luis Eduardo confiesa: «Las mujeres me gustan sumisas». Y uno se pregunta quién es el tal Luis Eduardo y qué en su personalidad y en sus obras da tanto valor a la filosófica afirmación del entrecomillado. Así que me voy al texto y descubro que Luis Eduardo es famoso por ser el marido de Viviane Dunlop. Y quién es Viviane Dunlop, inquiero con ansia.
Hasta que páginas adelante, resulta que la tal Dunlop hace de chacha embarazada por su señorito en la telenovela Mujer cruel, donde el que sí es famoso de verdad es Héctor Alfredo, conocido por hacer de galán junto a la escultural Doris Maracaibo, que una vez se hizo una foto con Julio Iglesias y ahora presenta un concurso en Telecinco. Y el tal Héctor Alfredo vive últimamente en España y canta. Y el otro, el tal Luis Eduardo, asegura que él también está dispuesto a venir a España y cantar, o presentar concursos, lo que se tercie.
Otro ejemplo. Uno encuentra la foto de una joven italiana: Marietta anuncia: «Seré modelo como mi hermana». Y tira que tira del ovillo, vas y descubres que la fama de Marietta proviene de eso, de su famosa hermana, que se llama Gina Dislate y dicen que fue modelo y es conocida por ser la ex mujer de un marqués suizo, que presume de ser primo del rey de Syldavia, que a su vez -el suizo- se hizo famoso al liarse con una actriz que se llama Antoñita Brainstorm, muy conocida en la prensa del corazón por haber sido, cuando era joven impúber, o sea, novia efímera del hijo de un torero que se benefició -el torero- a Ava Gardner.
En fin. El caso es que así paso los desayunos, dale que te pego al papel couché, mientras reprimo el impulso de ir corriendo a Marks & Spencer a comprarme polos como los del conde Lecquio, peinarme como Pocholo Martínez Bordiú, o ir a El Corte Inglés por náuticos de los que luce Bertín Osborne en las fotos con ese pedazo de rubia que ha levantado, el tío. Y mi sueño inconfesable es tener treinta y tantos años menos y que me hagan una foto de primera comunión en el Diez Minutos diciendo que soy el último romance de María Vidaurreta.
Les cuento todo esto para que vean que estoy puesto en la materia y valoro el gesto de Ruanda en lo que vale. Por eso, lo de la fiesta para los negritos me ha tocado mucho la fibra. O sea.
El Semanal, 25 Septiembre 1994
Contaba mi abuelo que una vez, durante cierta airada discusión parlamentaria, un diputado recibió una bofetada de manos de un miembro de la oposición. Volvióse entonces hacia sus correligionarios y, alzando el gesto y la voz, clamó: «Señores: la República acaba de recibir una bofetada», A lo que el sentido común de la cámara repuso, unánime: «Pues ahí nos las den todas».
Ignoro si la anécdota es cierta o sólo bien hallada, pero el demagógico cante de aquel fulano parece de ahora mismo, en este país donde todos nos hemos vuelto tan susceptibles y tan finos, tan de mírame y no me toques. Alguien dice públicamente, por ejemplo, que Curro Triana, presidente autonómico de Andalucía Oriental -no sé si captan mi astuta forma de nadar y guardar la ropa- pronuncia graziozo en lugar de gracioso y antes de dedicarse a la política regentaba un negocio de ultramarinos, y el tal Curro, jaleado por sus palmeros finos, salta en el acto como una fiera diciendo que acaban de acusar a los andaluces de ser un pueblo de tenderos analfabetos.
El mero hecho de que el que el arriba firmante haya escogido Andalucía Oriental para ilustrar el asunto, y no, a ver, no sé, el Bajo Llobregat, por ejemplo, es ya de por sí buena prueba de a qué me refiero al hablar de susceptibilidades y de marear la perdiz. En estos tiempos de integrismos coyunturales y de tanto morro, uno tiene que tentarse mucho la ropa al hablar de según qué cosas, si no quiere que lo acusen de practicar el centralismo fascista o la agresión autonómica en dos folios y medio. Vivimos en un país donde todo quisque anda a la que salta, en busca de ofensas reales o ficticias, de bofetadas que rentabilizar en su beneficio. Donde cualquier cacique local, cualquier alcalde pedáneo de quince vecinos, cualquier mañoso cualificado, es capaz de autoerigirse en símbolo y en bandera de lo que sea, mientras ejerce de aprendiz de brujo con una alegría, una irresponsabilidad y una soberbia inauditas, agitando viejos demonios. Consciente de que quien no llora, no mama.
Lo cierto es que me aburren hasta arriba. Me aburre no poder mentarle la madre a un fulano concreto cuando dice una gilipollez, porque resulta que al criticarlo ofendo a su patria, su RH y su lengua vernácula. Me aburre mucho tanto sacar conejos de la chistera, convertir cuestiones personales o partidarias en tragedias locales, municipales, comarcales, autonómicas y nacionales. Me aburren los hipócritas que se escudan tras las banderas y la demagogia barata y garbancera, olvidando lo que cualquiera en este país recuerda con atroz claridad: nuestra facilidad para el motín, el paredón, la envidia, el escopetazo a la vuelta de la esquina y la secular inclinación al degüello que tiene esta tierra donde tan acostumbrados estamos a vivir bajo la sombra de Caín. Donde las guerras civiles no son coyunturas históricas, sino simples estados de ánimo.
Por eso me parecen detestables tan vulgares alardes de mala memoria y mala fe. O, peor aún, el desprecio ante las consecuencias a largo plazo de lo que uno destapa en política. Pues hay que ser muy estúpido o muy canalla para ignorar que aquí basta un trasvase de un río a otro, una reconversión inoportuna, una cuestión de bosques comunales o un viejo pleito municipal para que la gente se eche a la calle dispuesta a sacarle al vecino los higadillos. Sin embargo, nunca escasean padres de la patria, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes, ni pasteleros, ni oportunistas a la que salta, dispuestos a calentar los ánimos y sacar partido del asunto. A aprovecharse de los trenes baratos y después, cuando viene la factura, elevar a general y colectiva la categoría particular de la bofetada.
Hay países, conjuntos de naciones y lenguas, que se formaron por acuerdos pacíficos y educadas solicitudes de adhesión, pero son los menos. A casi todos nos hicieron con la guerra y con la sangre, y quien lo niegue es un cantamañanas y un perfecto imbécil. En cuanto a España, aquí nadie puede alardear ya de más oprimido que otros: a todos nos arrasaron alguna vez el pueblo o la ciudad, un recaudador de impuestos nos quitó la cosecha, un moro, un cristiano, un soldado del rey nos degolló al abuelo, un guardia civil nos dio culatazos y un vecino guerrillero, republicano, monárquico, carlista, liberal, falangista o lo que sea, nos fusiló a otro. Pero todo eso, en 1994, ya no es malo ni es bueno. Sólo es Historia. Hacer con ella encaje de bolillos, tocar a rebato, desenterrar fantasmas para que vayan a las urnas en nombre de uno, no es un inocuo ejercicio de habilidad política. Es una peligrosa manipulación, y es una golfería.
El Semanal, 02 Octubre 1994
Era viernes por la noche, casi la hora de entrada de los cines. La hamburguesería estaba llena hasta los topes, y ella -que llevaba puesto un espantoso gorrito de colores y tenía el aire cansado- se movía entre los envases de plástico, el mostrador y el micrófono para los pedidos. Una hamburguesa doble, patatas fritas, uno de jamón y queso, repetía con voz monocorde yendo y viniendo como una autómata, la mirada ausente, agotada. La imaginé levantándose muy temprano, allá en cualquier barrio a una hora de metro del centro de la ciudad. Debía de estar siendo una de esas jornadas laborales largas como un día sin pan, y se le notaba en los ojos con cercos de fatiga, en la forma en que preguntaba qué va usted a tomar sin mirarte siquiera la cara. Ignoro cuántas hamburguesas llevaba despachadas aquel día. Quinientas. Mil, quizás. Cualquiera sabe.
Creo que en otro momento del día, vestida de otra forma y sin aquel inmenso cansancio asomándole a los ojos, habría parecido bonita. En la cola, pidiendo hamburguesas y cocacola, veinteañeras de su edad comentaban la película que iban a ver dentro de un rato. Ropa cara, etiquetas, zapatos de marca, tejanos de los que salen en la tele, cosas así. Chicas de las que pueblan los anuncios de no se nota, no se mueve, no traspasa. Yogurcitos, que diría mi amigo Salvador Gracia Segovia, en su celda de castigo del Puerto de Santa María. Y allí estaba ella echándole horas al otro lado del mostrador, con aquel ridículo gorro en la cabeza, sirviéndoles hamburguesas para que pudieran luego irse a ver a Schwarzenegger a gusto, con la tripita llena. Total. Que pagué mi whopper con queso, Cobró mirándome sin verme -observé que tenía mordidas las uñas-, respondió con un mecánico «a usted» a mi «gracias», y salí de su vida sin haberme asomado siquiera a ella. Después me senté en la terraza de un bar próximo a la hamburguesería, a echarle un vistazo a ese libro que ha escrito Mario Conde, y que resulta más estremecedor por el infame ganado que describe que por lo que cuenta. Y al poco la vi salir. Debía de haber terminado por fin su turno, porque vestía ropa de calle y se detuvo un instante en la acera, mirando alrededor. El chico estaba apoyado en una jardinera. Llevaba el pelo largo y revuelto, una cazadora de cuero, botas y una moto de mensajero, Rayo, leí, o algo así. Entonces ella fue hacia él y se le abrazó como un naufrago puede abrazarse a un salvavidas. Y se besaron, y yo volví con Mario Conde.
Después, al rato, alguien dijo algo en la mesa de atrás sobre la juventud, y sobre los ideales, y sobre la falta de no sé qué, y yo cerré el libro, y miré hacia el tráfico que se había tragado media hora antes a la pareja, y me hubiera gustado volverme y decir de qué juventud habla usted, señora. De esa que sale en los anuncios y en las encuestas sobre universitarios y en la ruta del bakalao, de su sobrina Maripili, señora, que la preñó el novio que estudia Arquitectura, una tarde, porque se aburrían viendo el Principe de Bel Air, o de la otra, la que se levanta a las seis de la mañana y se pega una hora de tren, de metro o de autobús, para estar después ocho o diez horas sirviendo hamburguesas, enlatando pimientos o limpiando casas ajenas a fin de llevar un jornal a su casa. De esos jóvenes que trabajan y luchan o quieren hacerlo, de las parejas que aún tienen veinte años y ya parieron hijos que solo heredarán la cola del paro, la ausencia de esperanza. De los miles de jóvenes engañados, estafados, puestos en la Calle De Ahí Te Pudras por esa cuerda de trileros que, con los votos de mi generación, prometió ponerles un piso y atar sus perros con longaniza, y que ahora empezará a esfumarse impune y discretamente, como de costumbre, dejando esto hecho un solar. Y el que venga detrás, que arree.