En cuanto al epíteto español por excelencia, qué es voy a contar. Aquí ya no se da nadie por aludido. Un conductor de un automóvil se oirá llamar hijoputa media docena de veces al día, sin por eso bajar del coche y liarse a guantazos en los semáforos -pasividad, por cierto, que resulta loable y civilizada, aunque aburridísima-. Para que el insulto aún surta efecto, ahora no hay más remedio que pronunciarlo despacio y claro, dándole trascendencia en el tono, y a ser posible con la preposición de. Porque ya no es lo mismo decirle a uno hijoputa así, de corrido, como quien no quiere la cosa, que vocalizar bien hijo de puta, o mejor hijo de la gran puta, con una pequeña y precisa explosión labial en la p, que es donde está el nudo de la cuestión.
Como tantas otras cosas, insultar en España se ha vuelto ya un quiero y no puedo. Hasta para insultar hemos perdido la imaginación, la originalidad y la memoria. Quizá por eso me inspiran tanta simpatía el trasnochado lenguaje, los rotundos vocablos que José María Ruiz-Mateos esgrime como armas arrojadizas en sus agresiones varias. Esos infame, canalla, malandrín, bellaco, que con tan precisa soltura maneja, me reconcilian un poco con el personaje. Ruiz-Mateos es el único que, en estos tiempos de anestesia, devaluación y vulgaridad, sigue insultando en España como Dios manda.
El Semanal, 27 Marzo 1994
Una vez conocí a un cura guerrillero que iba por los montes con escopeta, hasta que se lo cargaron las tropas gubernamentales. Y a otro que tuvo más suerte y llegó a ministro sandinista. También conozco a uno que es maricón y buenísima persona al mismo tiempo, y vive humildemente trabajando en un barrio muy pobre del Sur, a otro que baja cada día a picar a la mina, y a otro más que es capitán castrense y cuando visita su pueblo, donde viste sotana por aquello del prestigio y porque allí vive su madre, se le cuadran los guardias civiles.
Quiero decir con eso que hay tantos tipos de cura como de seres humanos, y que unos llevan sotana y otros no la han visto ni por el forro desde el día de su ordenación. Y es que, según me cuenta otro viejo amigo que acaba de ser nombrado arcipreste -yo creía que ya no quedaban, como el de Hita y todo eso, pero ya ven-, el papa Wojtila ha expresado en diversas ocasiones su deseo de que los sacerdotes vistan sotana cuando se encuentran en acto de servicio, e incluso algunos obispos han hecho circular recomendaciones al respecto.
Quizás, en el fondo, la pérdida de clientela registrada por la Iglesia católica desde la puesta al día del Concilio Vaticano II no se trate de un problema de fe, sino de estética. Hay tiempos en que necesitamos compadres, guerrilleros, visionarios o compañeros de barricada. Y hay tiempos en que necesitamos catedrales, el barroco, las telenovelas, la misa en latín, los conciertos de Madonna, los viajes papales en plan Totus Tuus. O sea, referencias, señales, asideros donde echar mano cuando todo parece irse al carajo. Tiempos en que quizás importa menos la lucidez que el espectáculo, el símbolo que el consuelo. Y tal vez sea ahora, de nuevo, más creíble o más útil un párroco sentado en silencio con su sotana a la cabecera de un moribundo, que otro con su cutre jersey gris y una sonrisita diciéndole: Dios te ama, yupi-yupi, tranquilo, chaval. Ya me contarán ustedes, tal y como está el patio, qué mensaje de consuelo puede transmitir semejante cantamañanas. Al menos el otro, el de la sotana, impone respeto y te obliga a palmar con dignidad.
En fin. Tanto el Papa Wojtila como los obispos son profesionales de su oficio, que es el más viejo del mundo con algún otro, así que ellos sabrán. Después de todo, la sotana ha sido durante muchos siglos símbolo de oscurantismo y reacción, con Torquemada y sus colegas, y con toda la peña que estuvo siglos volviéndose de espaldas cuando pasaban las cuerdas de presos camino del presidio o del paredón. Pero -a Dios lo que es de Dios- la sotana también ha sido aquí estudio, coraje, honradez y progreso, desde los frailes que le daban cuartelillo a un tal Cristóbal Colón, hasta los curas que lo mismo degollaban franceses que se daban después de hostias -nunca mejor dicho, mas no en sentido literal- con las fuerzas de Orden Público por la libertad y el pan de sus feligreses. Sin olvidar a quienes, en la frágil trinchera de sus scriptorium y bibliotecas, se dejaron las pestañas traduciendo, copiando, conservando para nosotros el Conocimiento y la Cultura mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor y, cerril e ingrato, les quemaba los conventos.
A mí, qué quieren que les diga, la sotana como prenda me cae bien. Me revientan, eso sí, quienes a estas alturas hacen de ella una bandera o un uniforme de combate. Ese camino lleva a las hogueras de la Inquisición y a los maestros de escuela asesinados en Argelia. He visto a curas que se llamaban Jomeini llegar como los libertadores, acogidos con entusiasmo por la gente -también por ciertos periodistas españoles que ahora tienen muy mala memoria- y después sumir a un país entero en la noche medieval más reaccionaria y más terrible, convirtiendo en policías, en delatores, a vecinos y parientes. Porque no hay nada más peligroso, más hipócrita ni más ruin que un integrista con poder, o un cura vergonzante infiltrado en la política.
Quizá por eso me inspiran simpatía quienes por voluntad propia o disciplina profesional visten sotana. En este siglo que agoniza de tan mala manera, en esta pulpa irreconocible donde ni siquiera la Iglesia católica, sus ministros y lugares de culto escapan a la vulgaridad y el mal gusto, a uno -a mí, por lo menos- le gusta que la gente esté en su sitio, que un cura parezca un cura y que lleve con dignidad, lo mismo que un bombero lleva la manguera y el casco, aquello que simboliza la trascendencia de lo que representa. Es bueno saber quién es cada cual. Y más en los tiempos que corren.
El Semanal, 01 Mayo 1994
Ni sabe quién fue Joseph Conrad ni maldito lo que le importa. Fue marino mercante, y también cornetín de órdenes en el Almirante Cervera cuando en los barcos los almirantes daban las órdenes con cornetín, lo que equivale a decir cuando Franco era cabo. En los últimos tiempos dejó de fumar y ha engordado, pero todavía conserva buena planta a pesar de que navega hacia los setenta con viento por la aleta, rumbo al dique seco. Tiene la piel curtida como si fuera cuero viejo, el pelo blanco e intacto, rizado, y los ojos azules. Hace diez años, a las extranjeras que subían en su lancha para darse una vuelta por el puerto de Cartagena les temblaban las piernas cuando les hacía un huequecito entre los brazos para que cogieran el timón. Era mucho tío, el Piloto.
Se le ve por las mañanas apoyado en cualquier tasca del puerto, honesto mercenario de la mar, esperando clientes que no llegan, con su vieja y repintada lancha que se llama como él y como se llamó su padre. Además de turistas guiris a las que daba una palmada en el culo para subir a bordo, el Piloto ha llevado familias de soldaditos que iban a la jura de bandera, tripulantes de petroleros fondeados frente a Escombreras, prácticos en días de temporal, marineros yanquis hasta arriba de jumilla, los hijoputas, largando hasta la primera papilla por la borda, a sotavento, después de que les partieran el morro en los bares de lumis del Molinete. Su lancha y él han visto de todo: la mar pegando de verdad, cuando Dios se cabrea, y esos largos y rojos atardeceres mediterráneos en que el agua es un espejo y la paz del mundo es tu paz, y comprendes que eres una gotita minúscula en un mar eterno.
Ahora Paco el Piloto está cerca de jubilarse y anda, como sus compañeros de las barcas y las lanchas, en confusos pleitos con las autoridades que pretenden -las autoridades siempre pretenden hacerte faenas así- cambiarles el atracadero de la dársena de botes donde han estado amarrados toda la vida, como lo hicieron sus padres y sus abuelos, y llevárselos a otro sitio.
Estuve hace unos días tomando cañas con ellos y, como siempre ocurre en estos casos, al final no sabe uno exactamente dónde reside la razón legal, pero termina adoptando por corazón e instinto la causa de tipos como Paco y sus colegas, gente con manos ásperas y ojos quemados por el salitre, llenos de arrugas y cicatrices, sencillos, honrados y duros. Así que la razón, sea cual fuere, me importa un carajo. Escribe algo para defendernos, me dijeron, liándome. Y aquí ando, cumpliendo mi palabra a cambio de unas cañas, aunque sin saber muy bien qué diablos es lo que tengo que defender.
De un modo u otro, a Paco el Piloto le debo esta página. A su lado, hace ya casi treinta años, aprendí cantidad de cosas sobre los hombres, sobre el mar y sobre la vida. Una vez, en mitad de un temporal gris y asesino de esos que de vez en cuando sabe sacarse de la manga el Mare Nostrum -nuestro: de Paco y mío-, estuve con él en la bocana del puerto, en el faro de San Pedro y junto a mujeres vestidas de negro, viendo cómo los pequeños y desvalidos pesqueros intentaban poco a poco, entre olas de diez metros, ganar el abrigo del rompeolas.
Los divisábamos a lo lejos, vacilantes y minúsculos, tan frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno, y cuando un pesquero se pierde no se va un hombre, sino que desaparecen juntos el hijo, el marido, el hermano y los cuñados. Por eso las mujeres enlutadas y los críos estaban allí mirándolos venir, en silencio, intentando adivinar cuál faltaba. Entonces el Piloto, que estaba a mi lado con la colilla a un lado de la boca, las miró de reojo y, discretamente, casi con embarazo, se quitó la gorra. Por respeto.
Otro de mis recuerdos ligados al Piloto es el Cementerio de los Barcos sin Nombre. Una vez me llevó con su lancha allí donde los viejos vapores rendían su último viaje para, ya sin nombre y sin bandera, ser desguazados y vendidos como chatarra. En aquel desolado paisaje de planchas oxidadas, de chimeneas apagadas para siempre y cascos como ballenas muertas bajo el sol, el Piloto lió el primer cigarrillo de mi vida y lo encendió con su chisquero de latón que olía a mecha quemada. Después lió otro para él, y entornando los ojos miró con tristeza los barcos muertos.
-Es mejor hundirse en alta mar -dijo por fin, moviendo la cabeza-, Ojalá nunca nos desguacen, zagal.
El Semanal, 08 Mayo 1994
Hojeando un libro sobre la Guerra Civil encuentro una foto en blanco y negro, con fusiles y alpargatas y tipos en mangas de camisa que se llevan a un hombre para fusilarlo. Es una foto vieja de casi sesenta años; una de esas que pudo hacer Robert Capa y tanto gustaban a aquel fulano, Hemingway. A quien, por cierto, no sé quién dio vela en este entierro -ya tenía yo ganas de decir esto- y tanto le gustaba venir a España a ver cómo matábamos toros y nos matábamos unos a otros, poniéndose hasta arriba de rioja mientras disfrutaba del espectáculo y hacía frases y artículos y novelas en vez de ocuparse de sus asuntos, ir al cine o entrevistar a Jerónimo en la reserva, el hijoputa.
Pero volvamos a la foto. Es en blanco y negro, les decía, y en ella hay un hombre con camisa blanca que levanta los brazos mientras se lo llevan a pegarle un tiro. Se lo llevan sin brutalidad tres tipos que le apuntan como diciéndole hoy por tí y mañana por mí, y él no parece asustado, ni inquieto, sino sólo resignado, hosco, con la media cara que se le ve en la foto concentrada en su vacío interior o sus pensamientos. El fulano es pequeño y moreno, mal afeitado, con mucha pinta de español de esos de antes, duro y con generaciones de hambre a cuestas, y en la boca lleva esa colilla que en este país siempre fuman los españoles cuando los llevan al paredón.
No sé por qué fusilaron al tipo de la colilla. El pie de foto no especifica dónde le dieron matarile; si era rojo, nacional, o sólo un pobre diablo atrapado, como casi todos, entre los unos y los otros. Quizá había matado a un cura o al alcalde de su pueblo, o votó Frente Popular, o tal vez no se presentó voluntario para salvar la República. Tal vez disparó sus cinco cartuchos uno tras otro, y después dejó el fusil, encendió el pitillo y se puso en pie en la trinchera con los brazos en alto, resignado a la suerte que llevaba escrita en la frente desde hacía siglos. Que quizás el cigarro se lo dio uno de los que le apuntan con los fusiles en la foto: estás listo, paisano, anda, echa un pito que es el último. Tira palante.
Estoy mirando esa instantánea -como se decía antes- y sin querer la asocio con otra imagen, ésta en movimiento: la de los republicanos fugitivos que, al llegar a la frontera, cogen un puñado de tierra española y pasan al otro lado con ella en el puño cerrado, en alto. Y me digo: pobre gente, cuántos sueños, y cuantas ilusiones, y cuánta amargura, y cuánta derrota hay detrás de ese puño en alto, de esos brazos que se levantan y de esa colilla indiferente, resignada, en la comisura de la boca de un hombre que ya nació camino del paredón.
Y junto al libro abierto donde está la foto, sobre la mesa por donde se desliza mi memoria, hay también un montón de periódicos abiertos que son de ahora mismo, del día de hoy. Páginas y titulares y otras fotos que hablan de banqueros, y de políticos sin vergüenza, y de gentuza que amasó fortunas sin el menor rubor sobre las espaldas de ese hombre de la camisa blanca; de todos los hombres de camisa blanca que han levantado las manos en este país camino de un tiro y del cementerio
Canallas encorbatados que incluso, a veces, han tenido el cinismo de enarbolar como bandera nombres y causas por las que pequeños hombres honrados, valientes y sin afeitar, con el último pitillo en la boca y esa cara de indiferencia resignada, ese aplomo que dan el instinto de la raza y la memoria, tuvieron que levantar miles de veces los brazos y dejarse llevar, a menudo sin empujones, como en el cumplimiento de un rito viejo y terrible que es nuestra condena, a la tapia de un cementerio para respirar hondo y decir adiós, muy buenas.
Y con el libro abierto junto a los diarios del día, memoria vieja, limpia y depurada por el paso de los años frente a tanta actualidad que apesta, me digo: pobre español desconocido el de la camisa blanca y los brazos en alto, con su enternece-dora colilla en la boca y sus ojos derrotados; pequeño héroe anónimo y gris que sin duda olía a sudor, a tierra, consecuente y valeroso, bajito, sin afeitar.
Pobre diablo que a lo mejor le dio la última calada al pitillo mirando amanecer sobre los fusiles y los rostros, tan parecidos al suyo, de los que le pegaron, sin más rencor que el necesario, unos cuantos tiros. Y que a lo mejor creyó, o intuyó, en algún lugar del confuso pensamiento del último minuto, que a lo mejor su viuda, sus zagalicos, iban a vivir en un mundo mejor. En una España más limpia y más justa.