Parque Jurásico (64 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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Tendido de espaldas en la ladera empezó a sentirse extrañamente relajado, indiferente a sí mismo. Pero se dio cuenta de que nada estaba mal. No se había cometido error alguno. Malcolm estaba del todo errado en su análisis. Hammond yacía muy quieto, quieto como un niño en su cuna, y se sintió maravillosamente en paz. Cuando el siguiente compi llegó y le mordió el tobillo, sólo hizo un esfuerzo, sin mucho empeño, para alejarlo de un puntapié. Los animalitos se le acercaron más. Pronto estuvieron gorjeando alrededor de él, como aves excitadas. Hammond alzó la cabeza cuando otro compi se le subió al pecho de un salto; lo encontró sorprendentemente liviano y delicado. Sólo sintió un leve dolor, muy leve, cuando el compi se inclinó para morderle el cuello.

La playa

Al perseguir los dinosaurios, siguiendo las curvas y pendientes de hormigón, Grant repentinamente irrumpió en el exterior, a través de una cavernosa abertura, y se encontró en la playa, mirando el océano Pacífico. A su alrededor, los velocirraptores jóvenes estaban retozando y alborotando en la arena. Pero, uno por uno, retrocedieron hasta ponerse a la sombra de las palmeras que crecían en el borde del manglar, y ahí permanecieron, alineados según su particular modalidad, observando el océano. Tenían la vista clavada en el sur.

—No lo entiendo —dijo Gennaro.

—Yo tampoco —contestó Grant—. Lo que sí entiendo es que resulta claro que no les gusta el sol. —No había mucho sol en la playa, flotaba una leve bruma y el océano estaba neblinoso. Pero, ¿por qué habían abandonado súbitamente el nido? ¿Qué había llevado a toda la colonia a la playa?

Gennaro levantó la esfera del reloj y observó la forma en que estaban dispuestos los animales:

—Nordeste-sudoeste. Igual que antes.

Detrás de la playa, en lo profundo del bosque, oyeron el zumbido profundo de la cerca eléctrica:

—Por lo menos, ahora sabemos cómo salen de la cerca —dijo Ellie.

Entonces, oyeron la palpitación de motores diesel y, a través de la bruma, vieron un barco que aparecía en el sur. Un carguero grande, que se desplazaba lentamente hacia el norte.

—¿Así que ése es el porqué de que hayan salido? —dijo Gennaro.

Grant asintió:

—Deben de haberlo oído venir.

Mientras pasaba el carguero, todos los animales lo observaban, en silencio, salvo por un ocasional grito o gorjeo. A Grant le impresionó la coordinación que exhibían en su conducta, la manera en que se movían y actuaban como grupo. Pero, quizá, realmente, no era algo tan misterioso. Repasó mentalmente la secuencia de sucesos que habían comenzado en la cueva.

Los primeros que se agitaron fueron los ejemplares recién nacidos. Después se dieron cuenta los adultos. Y, por último, todos los animales acudieron a la playa en tropel. Esa secuencia parecía entrañar que los animales más jóvenes, dotados de mayor agudeza auditiva, habían descubierto primero el barco. Después, los adultos condujeron la manada hacia la playa. Y, mientras miraba, vio que los adultos se hacían cargo de la situación. Había una clara organización espacial a lo largo de la playa, a medida que los animales se acomodaban; no era laxa y cambiante, como lo había sido en el recinto; era, por el contrario, bastante regular, casi militarmente ordenada: los adultos estaban separados unos de otros alrededor de nueve metros, más o menos, cada adulto rodeado por un enjambre de crías muy jóvenes. Los ejemplares jóvenes, semiadolescentes, se situaban entre los adultos y ligeramente delante de ellos.

Pero Grant también veía que no todos los adultos eran iguales: había una hembra con una lista distintiva a lo largo de la cabeza, y estaba en el centro mismo del grupo, cuando éste se ordenó a lo largo de la playa. Esa misma hembra también había permanecido en el centro de la zona de anidamiento. Grant conjeturó que, al igual que algunas manadas de monos, los raptores estaban organizados según un ordenamiento matriarcal jerárquico, basado en la edad de los componentes, y que ese animal listado era la hembra alfa de la colonia. Los machos, según veía, estaban dispuestos para actuar en la defensa: en el perímetro del grupo.

Pero, a diferencia de los monos, que estaban organizados en forma laxa y flexible, los dinosaurios mantenían una disposición rígida, casi una formación militar. Después estaba, también, la rareza de la orientación espacial según el eje nordeste-sudoeste. Eso escapaba a la comprensión de Grant. Pero, en otro sentido, no le sorprendía: los paleontólogos habían estado exhumando huesos durante tanto tiempo, que olvidaban cuan poca información se podía recoger de un esqueleto. Los huesos podían decir algo sobre el aspecto general de un animal, su talla, su peso; podían decir algo sobre cómo se adherían los músculos y, en consecuencia, algo sobre la conducta, a muy grandes rasgos, del animal durante su vida. Podían brindar indicios en cuanto a las pocas enfermedades que afectaban los huesos. Pero un esqueleto era un elemento pobre para intentar deducir a partir de él la conducta global de un organismo.

Puesto que los huesos eran todo lo que los paleontólogos tenían, huesos eran lo que utilizaban. Al igual que sus colegas, Grant era un gran experto en huesos. Y, en alguna parte del camino, había empezado a olvidarse de las posibilidades indemostrables: que podrían haber tenido conducta y vida social organizadas según pautas enteramente misteriosas para sus posteriores descendientes, los mamíferos. Que, puesto que los dinosaurios fueron pájaros, fundamentalmente…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Grant.

Quedó con la vista clavada en los velocirraptores ordenados en rígida formación a lo largo de la playa, observando en silencio el barco. Y, de repente, entendió lo que estaba viendo.

—Esos animales —dijo Gennaro—, están desesperados por escapar de aquí.

—No —repuso Grant—, no quieren escapar en absoluto.

—¿No?

—No: quieren emigrar.

Se acerca la oscuridad

—¡Emigrar! ¡Eso es fantástico! —comentó Ellie.

—Sí —asintió Grant con una risa irónica.

—¿A dónde supones que quieren ir?

—No lo sé —contestó Grant y, en ese momento, los enormes helicópteros irrumpieron a través de la niebla, atronando y describiendo giros sobre el paisaje, mostrando la parte inferior de sus fuselajes cargada de armamento. Los velocirraptores se dispersaron, alarmados, cuando uno de los helicópteros describió un círculo hacia atrás, siguiendo la línea de la rompiente, y después se desplazó para aterrizar en la playa. Una puerta se abrió con violencia y soldados vestidos con uniformes verde oliva corrieron hacia Grant y los suyos. Grant oyó el rápido parloteo de voces hablando en castellano, y vio que Muldoon ya estaba a bordo con los niños. Uno de los soldados dijo en inglés:

—Por favor, vengan con nosotros. Por favor, no hay tiempo aquí. Síganme.

Grant miró hacia atrás, a la playa en la que habían estado los raptores, pero no los vio. Todos los animales habían desaparecido. Era como si nunca hubieran existido. Los soldados tiraban de él, y se dejó llevar por debajo de las aspas, que giraban con ruido sordo, y trepó a la aeronave por la gran compuerta. Muldoon se inclinó y gritó en la oreja de Grant:

—Nos quieren fuera de aquí ahora. ¡Lo van a hacer ahora!

Los soldados les empujaron a los asientos y les ayudaron a abrocharse los cinturones. Tim y Lex saludaron a Grant agitando la mano, y súbitamente vio cuan jóvenes eran y cuan exhaustos estaban; Lex bostezaba, reclinándose en el hombro de su hermano.

Un oficial se acercó a Grant y gritó:

—Señor, ¿está usted a cargo?

—No. No estoy a cargo.

—¿Quién está a cargo, por favor?

—No lo sé.

El oficial fue hasta Gennaro y le hizo la misma pregunta:

—¿Está usted a cargo?

—No —dijo Gennaro.

El oficial miró a Ellie, pero no le dijo nada. La compuerta quedó abierta cuando despegaron, y Grant se inclinó hacia fuera para ver si podía echar un último vistazo a los velocirraptores, pero el helicóptero ya se hallaba por encima de las palmeras, desplazándose hacia el norte sobre la isla.

Grant se inclinó hacia Muldoon y gritó:

—¿Qué ha pasado con los demás?

—Ya se han ido Harding y algunos trabajadores —grito Muldoon—. Hammond tuvo un accidente: le encontraron en la colina que hay cerca de su cabaña. Debió de caerse.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Grant.

—No. Los compis le alcanzaron.

—¿Y qué hay de Malcolm?

Muldoon hizo un gesto de negación con la cabeza.

Grant estaba demasiado cansado como para sentir mucho por cualquier cosa. Se volvió y miró hacia atrás por la compuerta: estaba oscureciendo y, bajo la luz del ocaso, apenas pudo ver al pequeño rex, con las mandíbulas cubiertas de sangre, agachado sobre un hadrosaurio en la orilla de la laguna, con la vista alzada hacia el helicóptero y rugiendo cuando la máquina pasó cerca.

En alguna parte, detrás de ellos, oyeron explosiones y después, delante, vieron otro helicóptero que giraba, entre la niebla, sobre el centro de visitantes y, un instante después, el edificio estalló en una bola de fuego color anaranjado brillante. Lex empezó a llorar y Ellie le pasó el brazo alrededor tratando de que no mirara.

Grant tenía la vista clavada en el suelo, y tuvo una última visión fugaz de los hipsilofodontes, saltando con el donaire de gacelas, instantes antes de que otra explosión fulgurara con brillo cegador debajo de ellos. El helicóptero de Grant ganó altura y después se desplazó hacia el este, saliendo hacia el océano.

Grant se reclinó en su asiento. Pensó en los dinosaurios erguidos en la playa y se preguntó adónde habrían emigrado si hubieran podido; se dio cuenta de que nunca lo sabría, y se sintió triste y aliviado al mismo tiempo.

El oficial se acercó de nuevo, inclinándose cerca de su cara:

—¿Está usted a cargo?

—No.

—Por favor, señor, ¿quién está a cargo?

—Nadie.

El helicóptero cobró velocidad mientras enfilaba hacia tierra firme. Hacía frío ahora y los soldados cerraron la puerta. Mientras lo hacían, Grant miró hacia atrás sólo una vez, y vio la isla recortada contra un cielo y un mar de un púrpura intenso, envuelta en una espesa niebla que velaba las explosiones rojo blanco que se producían en rápida sucesión, hasta que pareció que toda la isla destellaba: un punto brillante cada vez más pequeño en la noche cada vez más oscura.

Epílogo
San José

Pasaron los días. El Gobierno fue cortés y les alojó en un bonito hotel de San José. Eran libres de ir y venir y de llamar a quienquiera que desearan. Pero no se les permitía abandonar el país. Todos los días, un joven de la Embajada norteamericana les visitaba para preguntarles si necesitaban algo y para explicarles que Washington estaba haciendo todo lo que podía para acelerar su partida. Pero el hecho liso y llano era que mucha gente había muerto en una posesión territorial de Costa Rica. El hecho liso y llano era que a duras penas se había evitado un desastre ecológico. El Gobierno de Costa Rica sentía que había sido inducido a confusión, y que había sido engañado, por John Hammond y sus planes para la isla. Dadas las circunstancias, el Gobierno no estaba dispuesto a darse prisa en liberar a los supervivientes. Ni siquiera permitió el entierro de Hammond ni de Ian Malcolm: sencillamente esperaba.

A Grant le parecía que todos los días le llevaban a otro organismo estatal, donde le interrogaba otro cortés e inteligente funcionario gubernamental. Le hacían repetir su relato una y otra vez: cómo había conocido a John Hammond; qué sabía del proyecto; cómo había recibido el fax de Nueva York; por qué había ido a la isla; qué había ocurrido en ella.

Los mismos detalles, una y otra vez, día tras día. El mismo relato.

Durante mucho tiempo, Grant pensó que debían de creer que les estaba mintiendo y que había algo que deseaban que les dijera, aunque no se podía imaginar qué era. Y, sin embargo, de alguna extraña manera, parecían estar esperando.

Por fin, una tarde estaba sentado junto a la piscina del hotel, observando chapotear a Tim y Lex, cuando un norteamericano vestido de caqui se dirigió a él.

—No nos conocemos —se presentó—; mi nombre es Marty Gutiérrez. Soy investigador científico; trabajo aquí, en el puesto de Carara.

—Usted fue quien encontró el espécimen originario del
Procompsognathus
—contestó Grant.

—Así es, sí. —Gutiérrez se sentó al lado de Grant—. Usted debe de estar ansioso por volver a casa.

—Sí; sólo me quedan unos días de excavación antes de que llegue el invierno. En Montana, como usted sabe, las primeras nieves caen, por lo común, en agosto.

—¿Es ésa la razón por la que la Fundación Hammond apoyaba las excavaciones en zonas boreales? ¿Porque era más factible recuperar material genético intacto de dinosaurios en los lugares con clima frío?

—Eso es lo que supongo, sí.

—El señor Hammond era un hombre astuto.

Grant nada dijo. Gutiérrez se retrepó en el asiento de la piscina.

—Las autoridades no se lo dirán —dijo por fin—, porque tienen miedo y, quizá, también están ofendidas por lo que ustedes hicieron. Pero algo muy peculiar está ocurriendo en las regiones rurales.

—¿Están mordiendo a los bebés?

—No, a Dios gracias, eso terminó. Pero hay algo más: esta primavera, en la sección de Ismaloya, que está al norte, más allá de Puntarenas, unos animales desconocidos se comieron los sembradíos de una manera muy peculiar: cada día se desplazaban según una línea, casi tan recta como una flecha, que iba desde la costa, pasando por las montañas y se adentraba en la jungla.

Grant se enderezó en su asiento.

—Como una emigración —continuó Gutiérrez—. ¿No diría usted eso?

—¿Qué sembradíos? —preguntó Grant.

—Bueno, era extraño: sólo comieron habichuelas de agama, y soja y, a veces, pollos.

—Alimentos ricos en Usina. ¿Qué les pasó a esos animales?

—Se supone que entraron en la jungla. Sea como fuere, no se les encontró. Claro que resultaría difícil buscarlos allí: una partida de búsqueda podría pasar años en las montañas de Ismaloya, sin que se encuentren indicios de dónde están.

—Y se nos retiene aquí porque…

Gutiérrez se encogió de hombros:

—El Gobierno está preocupado. Quizás haya más animales. Más problemas. Se mueven con cautela.

—¿Cree usted que hay más animales? —preguntó Grant.

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