—No te preocupes —le contestó Grant.
—A lo mejor podemos atrapar algún pez —dijo la niña.
A medida que descendían por el camino, el terraplén en declive que tenían a ambos lados aumentaba de altura. Oyeron un profundo ronquido rítmico, pero Grant no pudo ver de dónde llegaba.
—¿Está seguro de que hay una balsa ahí abajo? —preguntó Lex, frunciendo la nariz.
—Es probable —dijo Grant.
El ronquido aumentaba de intensidad a medida que avanzaban, pero también oyeron un ronroneo continuo, como un zumbido. Cuando llegaron al final del camino, al borde del pequeño muelle de hormigón, Grant quedó paralizado por el miedo.
El tiranosaurio estaba precisamente allí.
Estaba sentado a la sombra de un árbol y con la espalda erguida, las patas traseras extendidas hacia delante. Tenía los ojos abiertos, pero no se movía, salvo por la cabeza, que se levantaba y caía suavemente, siguiendo el ritmo de los ronquidos. El zumbido provenía de los enjambres de moscas que rodeaban su cabeza, moviéndose sobre su cara y sus mandíbulas laxas, sus colmillos ensangrentados y los rojos cuartos traseros del hadrosaurio que había sido su presa y que yacían de costado, detrás de él.
Ahora, el tiranosaurio estaba tan sólo a unos dieciocho metros de Grant. Estaba seguro de haber sido visto, pero el enorme animal no reaccionó. Se limitó a permanecer sentado.
Grant tardó unos instantes en darse cuenta: el monstruo estaba dormido. Sentado con la espalda enhiesta, pero dormido.
Les hizo una señal a Tim y Lex para que permanecieran donde estaban y caminó lentamente hacia delante, entrando en el muelle y totalmente a la vista del tiranosaurio. El enorme animal siguió durmiendo, roncando con suavidad.
Cerca del extremo del muelle, un cobertizo de madera estaba pintado de verde, para confundirlo con el follaje. En silencio, Grant quitó el cerrojo de la puerta y miró en el interior: vio media docena de chalecos salvavidas anaranjados colgando de la pared, varios rollos de malla metálica para cercas, algunos rollos de cuerda, y dos cubos grandes de goma apoyados en el suelo. Los cubos estaban estrechamente sujetos con unas cinchas planas de goma.
Balsas.
Grant volvió la mirada hacia Lex.
La niña moduló con los labios, pero sin sonido:
No hay bote.
Grant asintió con la cabeza:
Sí.
El tiranosaurio alzó su pata anterior para ahuyentar las moscas que le zumbaban alrededor del hocico. Pero, aparte de eso, no se movió. Grant extrajo uno de los cubos y lo puso sobre el muelle. Era sorprendentemente pesado. Soltó las fajas y encontró el cilindro de inflado. Con un fuerte siseo, la goma empezó a expandirse y después, con un ruido parecido al de un latigazo, se desplegó completamente abierta, sobre el muelle. El sonido fue aterradoramente intenso para sus oídos.
Grant se volvió y contempló al dinosaurio.
Éste gruñó y resopló. Empezó a moverse. Grant se preparó para correr, pero el animal cambió de posición su voluminoso y pesado cuerpo y, después, volvió a ponerse de espaldas contra el tronco, lanzando un largo y retumbante eructo.
Lex hizo un gesto de asco, y se cubrió la cara con la mano.
Grant estaba empapado en sudor por la tensión. Arrastró la balsa de goma por el muelle y la echó al agua, donde produjo un fuerte ruido de chapoteo.
El dinosaurio siguió durmiendo.
Grant amarró la balsa al muelle y volvió al cobertizo para tomar dos chalecos salvavidas. Los puso en la balsa y, después, les hizo a los niños ademán de que fueran al muelle.
Pálida por el miedo, Lex le contestó con un movimiento de cabeza:
No.
Grant gesticuló:
Sí.
El tiranosaurio seguía durmiendo.
Grant acuchilló el aire con un dedo enfático, Lex acudió en silencio, y Grant le hizo gesto de que entrara en la balsa; después lo hizo Tim, y ambos se pusieron los chalecos. Grant entró después y alejó la balsa del muelle. Flotaron silenciosamente a la deriva, hacia la laguna. Grant levantó los remos y los encajó en las horquillas. Se alejaron más del muelle.
Lex se sentó, y suspiró ruidosamente, con alivio. En ese momento, su cara mostró aflicción, y se puso la mano sobre la boca. El cuerpo se le sacudía, y emitía sonidos amortiguados: estaba conteniendo la tos.
¡Siempre tosía en mal momento!
—Lex —le susurró Tim con ferocidad, volviendo la cabeza hacia la orilla.
La niña sacudió la cabeza, con gesto de desdicha, y señaló su cuello: le picaba la garganta. Lo que necesitaba era un sorbo de agua. Grant estaba remando y Tim se inclinó sobre la borda de la balsa, metió la mano en la laguna, la llenó de agua y luego la tendió hacia su hermana.
Lex tosió ruidosamente, de manera explosiva. Para los oídos de Tim, el sonido resonó por el agua como si hubiera sido un escopetazo.
El tiranosaurio bostezó con pereza y se rascó detrás de la oreja con la pata trasera, igual que un perro. Volvió a bostezar. Estaba adormilado después de su gran comida y despertó con lentitud.
En el bote, Lex estaba produciendo ruiditos como de gárgaras.
—Lex, ¡cállate! —dijo Tim.
—No lo puedo evitar —murmuró ella, y después tosió otra vez. Grant remaba con fuerza, llevando la balsa con eficacia hacia el centro de la laguna.
En la orilla, el tiranosaurio se puso en pie vacilante.
—¡No lo pude evitar, Timmy! —chilló Lex, afligida—. ¡No lo pude evitar!
—¡Shhh!
Grant estaba remando lo más deprisa que podía.
—De todos modos no importa —dijo Lex—: estamos suficientemente lejos. No sabe nadar.
—¡Claro que sabe nadar, pedazo de idiota! —le gritó Tim. En la orilla el tiranosaurio saltó del muelle, se lanzó al agua y se desplazó vigorosamente por la laguna, en pos de ellos.
—Bueno, ¿cómo iba a saberlo yo? —dijo la niña.
—¡Todo el mundo sabe que los tiranosaurios pueden nadar! ¡Eso está en todos los libros! ¡Todos los reptiles pueden nadar!
—Las víboras no.
—Claro que pueden. ¡Eres una idiota!
—Calmaos —intervino Grant—. ¡Agarraos a algo! —Observó al tiranosaurio, fijándose en su manera de nadar: estaba hundido hasta el pecho en el agua, pero podía mantener su cabezota muy por encima de la superficie. Entonces Grant se dio cuenta de que no estaba nadando sino caminando, porque instantes después únicamente la parte más alta de la cabeza (los ojos y las aberturas nasales) sobresalía del agua. Así parecía un cocodrilo, y nadaba como éstos batiendo la cola hacia delante y hacia atrás, de modo que el agua se agitaba detrás de él. Detrás de la cabeza, Grant vio la giba de la espalda, y las crestas a lo largo de la cola, cuando ocasionalmente rompía la superficie.
«Exactamente como un cocodrilo», pensó con tristeza. El cocodrilo más grande del mundo.
—¡Lo siento, doctor Grant! —sollozó Lex—. ¡No quise hacerlo!
Grant miró por encima del hombro: la laguna no tenía más que unos noventa metros de ancho en el lugar en el que estaban ahora, y ya casi habían llegado al centro. Si continuaban la marcha, el agua volvería a perder profundidad. Entonces, el tiranosaurio nuevamente podría caminar y se desplazaría más deprisa en agua poco profunda. Grant le imprimió al bote un giro opuesto al curso que llevaban, y empezó a remar hacia el Norte.
—¿Qué está haciendo?
Ahora, el tiranosaurio estaba sólo a unos metros de distancia. Grant podía oír los bufidos que emitía a medida que se acercaba. Grant miró los remos que tenía en las manos, pero eran de plástico liviano: no servían como arma.
El tiranosaurio echó la cabeza hacia atrás y abrió por completo las mandíbulas, exhibiendo hileras de dientes curvos, y después, mediante una gran contracción muscular, se arrojó contra la balsa, errándole apenas a la borda de goma. La enorme cabeza cayó en el agua como un martinete y la balsa se sacudió peligrosamente en la cresta de la ola producida por el impacto de la cabeza en el agua.
El tiranosaurio se hundió, desapareciendo de la superficie y dejando burbujas gorgoteantes. La laguna estaba quieta. Lex se aferró a las asas de la borda y miró hacia atrás.
—¿Se ha ahogado?
—No —contestó Grant. Vio burbujas… después, una tenue olita que surcaba la superficie, que venía hacia el bote…
—¡Agarraos! —gritó, mientras la cabeza embestía desde abajo el piso de goma, doblando la balsa, levantándola en el aire y haciéndola girar enloquecidamente antes de que se volviera a estrellar en el agua.
—¡Haga algo! —grito Alexis—. ¡Haga algo!
Grant extrajo la pistola de aire comprimido que llevaba en la cintura: la veía lastimosamente pequeña en sus manos, pero quizás existía la posibilidad de que, si le daba al animal en un punto sensible, como el ojo o la nariz…
El tiranosaurio emergió al lado del bote, abrió la boca y rugió. Grant apuntó, y disparó. El dardo centelleó a la luz y le dio en la mejilla. El tiranosaurio sacudió la cabeza y volvió a rugir.
Y, de repente, oyeron un rugido de respuesta que flotó por el agua hacia ellos.
Al mirar hacia atrás, Grant vio al T-rex joven en la orilla, agachado sobre el saurópodo muerto, reclamando la presa como suya. Con un rápido movimiento circular de la cabeza, el ejemplar joven arrancó carne de la presa; después alzó la cabeza y bramó. El tiranosaurio adulto lo vio también, y la reacción fue inmediata: se volvió sobre sí mismo para proteger su presa, nadando vigorosamente hacia la orilla.
—¡Se está yendo! —aulló Lex, batiendo palmas—. ¡Se está yendo! ¡Na-na-na-na! ¡Dinosaurio estúpido!
Desde la orilla, el espécimen joven rugió desafiante. Presa de furia, el adulto salió violentamente de la laguna a toda velocidad; el agua chorreaba de su inmenso cuerpo, mientras ascendía velozmente la colina. El tiranosaurio joven agachó la cabeza y huyó, con las mandíbulas todavía llenas de carne desgarrada.
El adulto le persiguió, pasando a toda velocidad frente al saurópodo muerto y desapareciendo sobre la colina. El grupo de seres humanos oyó su último bramido de amenaza y, después, la balsa se desplazó hacia el Norte, doblando un recodo de la laguna, en dirección al río.
Exhausto por haber remado, Grant cayó de espaldas. El pecho le subía y bajaba con esfuerzo: no podía recobrar el aliento. Estaba acostado en el fondo de la balsa, jadeando.
—¿Se siente bien, doctor Grant? —preguntó Lex.
—De ahora en adelante, ¿vas a hacer exactamente lo que te diga?
—¡Oh, bueno! —suspiró, como si se le hubiera hecho la exigencia más descabellada del mundo.
Dejó que el brazo le arrastrara un rato en el agua:
—Usted dejó de remar —observó.
—Estoy cansado.
—Entonces, ¿cómo es que todavía nos estamos moviendo?
Grant se incorporó. La niña tenía razón: la balsa derivaba con curso fijo hacia el Norte.
—Tiene que haber una corriente.
Ésta los llevaba hacia el Norte, hacia el hotel. Grant miró su reloj y quedó pasmado al ver que eran las siete y cuarto: sólo habían pasado quince minutos desde que miró el reloj la última vez. Parecía como si hubieran transcurrido dos horas.
Se acostó de espaldas contra las bordas de goma, cerró los ojos y se durmió.
Las deficiencias del sistema se agravarán ahora.
I
AN
M
ALCOLM
Gennaro se sentó en el jeep, escuchó el zumbido de las moscas y contempló las lejanas palmeras que oscilaban bajo el calor. Quedó asombrado por lo que tenía la apariencia de un campo de batalla: la hierba había sido pisoteada hasta su total aplastamiento en un radio de noventa metros; una palmera grande estaba arrancada de cuajo; había amplios charcos de sangre en la hierba, así como en el afloramiento rocoso situado a la derecha del jeep.
Sentado a su lado, Muldoon dijo:
—No hay duda al respecto: «Rexy» estuvo entre los hadrosaurios. —Tomó otro sorbo de whisky y tapó la botella—. Condenadas moscas —añadió.
Aguardaron y observaron.
Gennaro tamborileó con los dedos en el tablero de instrumentos:
—¿Qué estamos esperando?
Muldoon no respondió enseguida.
—El rex está por ahí, en alguna parte —dijo, escudriñado el paisaje: con los ojos entornados por el sol—: Y no tenemos una sola maldita arma.
—Estamos en un jeep.
—¡Oh, ese animal puede correr más deprisa que el jeep! Una vez que salgamos del camino y vayamos a campo abierto, la velocidad máxima que podemos obtener con tracción en las cuatro ruedas será de cincuenta, sesenta y cinco kilómetros por hora. El tiranosaurio nos cazará con facilidad. No tiene el menor problema. ¿Está listo para llevar una vida llena de peligros?
—Por supuesto —dijo Gennaro.
Muldoon puso en marcha el motor y, ante el sonido que se produjo de manera repentina, dos pequeños othnielianos emergieron de un salto de la hierba enmarañada que había directamente frente al jeep. Muldoon puso el vehículo en primera y arrancó. Condujo describiendo un amplio círculo alrededor del lugar pisoteado y, después, se desplazó hacia dentro, trazando círculos concéntricos de diámetro decreciente, hasta que, al final, llegó a un lugar del campo en el que habían estado los pequeños othnielianos. Después se apeó y caminó hacia delante por la hierba, alejándose del jeep. Se detuvo cuando una densa nube de moscas se alzó por el aire.