Ellie cerró la boca.
—El doctor Malcolm —explicó Hammond— es un hombre de firmes convicciones.
—Y loco de remate —dijo Malcolm de buena gana—, pero tiene que admitir que éstos son temas triviales. Vivimos en un mundo de aterradores
descontados
: se da por descontado que una persona se comportará así, por descontado que le interesará aquello. Nadie piensa en los descontados. ¿No es sorprendente? En la sociedad de la información, nadie piensa. Esperábamos desterrar el papel pero, en realidad, desterramos el pensamiento.
Hammond se volvió hacia Gennaro y alzó las manos:
—Usted le invitó.
—Y fue una actitud afortunada también —dijo Malcolm—, porque la cosa pinta como si ustedes tuvieran un grave problema.
—Nosotros no tenemos problemas —repuso Hammond con rapidez.
—Siempre sostuve que esa isla sería impracticable —insistió Malcolm—. Lo predije desde el comienzo. —Buscó dentro de un maletín de cuero blando, y agregó—: Y, para estos momentos, confío en que todos sepamos cuál habrá de ser el resultado final: usted tendrá que bajar el telón para siempre.
—¡Bajar el telón! —Hammond se puso de pie, con furia—. Eso es ridículo.
Malcolm se encogió de hombros, indiferente al arranque de cólera de Hammond:
—He traído copias de mi trabajo original, para que las vean —anunció—. El trabajo original de consultoría que hice para «InGen». La parte matemática es un tanto trabajosa, pero les puedo guiar a través de ella. ¿Se va ahora?
—Tengo algunas llamadas telefónicas que hacer —adujo Hammond, y entró en la cabina contigua.
—Bueno, es un largo vuelo —dijo Malcolm a los demás—. Por lo menos, mi trabajo les dará algo que hacer.
El avión volaba a través de la noche.
Grant sabía que Ian Malcolm tenía su cuota de detractores, y pudo entender por qué algunos encontraban que su estilo era demasiado abrasivo y sus aplicaciones de la teoría del caos demasiado verbosas. Grant hojeó el trabajo, limitándose a echar un vistazo a las ecuaciones; no se sentía con ánimos para luchar con la lectura del trabajo a esa hora.
Gennaro inquirió:
—¿Su trabajo llega a la conclusión de que la isla de Hammond está condenada al fracaso?
—Exacto.
—¿Debido a la teoría del caos?
—Exacto. Para ser más precisos, debido al comportamiento del sistema en el espacio de fase.
Gennaro frunció el entrecejo. Arrojó el trabajo a un costado y dijo:
—¿Puede explicarlo en lenguaje para legos?
—Claro. Veamos dónde tenemos que empezar. ¿Sabe qué es una ecuación no lineal?
—No.
—¿Atracadores extraños?
—No.
—Muy bien —dijo Malcolm—. Volvamos al comienzo. —Hizo una pausa, clavando la vista en el techo—. La física tuvo un gran éxito en la descripción de ciertas clases de comportamiento: planetas en órbita, espacionaves yendo a la Luna, péndulos, resortes y bolas que ruedan, esa clase de cosas. El movimiento regular de los objetos. Estos movimientos se describen mediante lo que se denomina ecuaciones lineales, y los matemáticos pueden resolver esas ecuaciones fácilmente. Lo hemos estado haciendo durante centenares de años.
—De acuerdo —asintió Gennaro.
—Pero existe otra clase de comportamiento, que la física maneja mal. Por ejemplo, todo lo que tenga que ver con la turbulencia: el agua que sale de un surtidor, el aire que se desplaza sobre el ala de un avión, el clima, la sangre que fluye a través del corazón. Los sucesos turbulentos se describen mediante ecuaciones no lineales. Son difíciles de resolver… De hecho, habitualmente es imposible resolverlos. Así que la física nunca entendió toda esta clase de sucesos. Hasta hace unos diez años. La teoría que los describe se denomina
teoría del caos
.
»En su origen, la teoría del caos surgió de los intentos por hacer modelos meteorológicos computarizados, en la década de 1960. El clima es un sistema grande y complicado; específicamente la atmósfera de la Tierra cuando interactúa con las masas continentales y el mar, y con el Sol. El comportamiento de este sistema grande y complicado siempre desafía el entendimiento. Así que, como es natural, no podemos predecir el clima. Pero lo que los primeros investigadores aprendieron de los modelos de ordenador fue que, aunque se pudiera entender aquel sistema, seguiría siendo imposible predecirlo. La predicción del clima es absolutamente imposible. El motivo es que el comportamiento del sistema depende mucho de las condiciones iniciales.
—Me he perdido —dijo Gennaro.
—Si uso un cañón para disparar un proyectil de cierto peso, a cierta velocidad y con un cierto ángulo de inclinación, y si después disparo un segundo proyectil con peso, velocidad y ángulo casi iguales, ¿qué ocurre?
—Los dos proyectiles caerán casi en el mismo punto.
—Así es. Eso es dinámica lineal.
—Entendido.
—Pero si tengo un sistema meteorológico en el que empiezo con una cierta temperatura, y una cierta velocidad del viento y una cierta humedad, y si después lo repito casi con las mismas temperatura, viento y humedad, el segundo sistema no se comportará casi igual, se desviará y rápidamente se hará muy diferente del primero; tormentas de truenos en vez de sol. Eso es dinámica no lineal. Es sensible a las condiciones iniciales: diferencias diminutas resultan amplificadas.
—Creo que ya lo entiendo.
—Un resumen de todo esto es el «efecto mariposa»: una mariposa bate sus alas en Pekín, y las condiciones meteorológicas de Nueva York son diferentes.
—¿Así que todo el caos no es más que aleatorio e impredecible? ¿Es eso todo?
—No. Dentro de la compleja variedad de comportamiento de un sistema, realmente encontramos regularidades ocultas. Ése es el motivo de que, ahora, la del caos se haya convertido en una teoría muy amplia que se usa para estudiarlo todo, desde la Bolsa hasta multitudes que producen tumultos, pasando por las ondas cerebrales durante la epilepsia. Cualquier sistema complejo en el que haya confusión y que sea imposible predecir. Podemos hallar un orden subyacente. ¿Está claro?
—Sí. Pero, ¿cuál es ese orden subyacente?
—Está caracterizado, en esencia, por el movimiento del sistema dentro del espacio de fase.
—Dios mío —se quejó Gennaro—. Todo lo que quiero saber es por qué piensa usted que la isla de Hammond no puede funcionar.
—Entiendo. Ya llego a eso. La teoría del caos dice dos cosas: primero, que los sistemas complejos, como el clima, tienen un orden subyacente. Segundo, la inversa de eso, que sistemas simples pueden producir un comportamiento complejo. Por ejemplo, las bolas de billar.
Gennaro asintió con la cabeza.
—Se golpea una bola de billar y empieza a rebotar contra las bandas de la mesa. En teoría, éste es un sistema bastante simple, casi un sistema newtoniano. Puesto que se puede conocer la fuerza que se le dio a la bola y la masa de la bola, y se pueden calcular los ángulos según los cuales la bola golpeará las bandas, se puede predecir el comportamiento futuro de la bola para hacer que se detenga. En teoría, se podría predecir el comportamiento de la bola para un futuro muy lejano, mientras sigue rebotando de un lado a otro. Se podría predecir dónde va a terminar dentro de las tres próximas horas, en teoría.
—Bien.
—Pero, de hecho —añadió Malcolm—, no se pueden predecir más que unos pocos segundos. Porque casi de inmediato efectos muy pequeños, imperfecciones en la superficie de la bola, diminutas hendiduras en la madera de la mesa, empiezan a marcar la diferencia. Y no hace falta mucho tiempo para que esos efectos acaben con los cuidadosos cálculos que se hayan hecho. Así que resulta que ese sistema simple, formado por una bola de billar sobre una mesa, tiene un comportamiento impredecible.
—Comprendido.
—Y el proyecto de Hammond es otro sistema aparentemente simple, animales dentro de un ambiente de jardín zoológico que, al final, exhibirá un comportamiento impredecible.
—Usted sabe esto debido a…
—La teoría —dijo Malcolm.
—¿Pero no sería mejor que viera la isla, para comprobar qué es lo que se hizo en realidad?
—No; eso es del todo innecesario. Los detalles no importan. La teoría me dice que la isla pronto empezará a comportarse de manera impredecible.
—Y usted confía en su teoría.
—Oh, sí. Plenamente. —Se reclinó en el asiento—. Hay un problema en la isla: es un accidente que está esperando el momento de producirse.
Con un gemido, los rotores empezaron a oscilar describiendo círculos sobre el aparato, arrojando sombras sobre la pista del aeropuerto de San José. Grant escuchó el chasquido en sus auriculares cuando el piloto habló con la torre.
Habían recogido a otro pasajero en San José, un hombre llamado Dennis Nedry, que había volado hasta allí para encontrarse con ellos. Era gordo y desaliñado, estaba comiendo una barra de chocolate y tenía los dedos pegajosos y partículas de papel de aluminio en la camisa. Masculló algo respecto de los ordenadores en la isla, y no dio lugar a un apretón de manos.
A través de la burbuja de plexiglás, Grant observaba el hormigón del aeropuerto escabullírsele bajo los pies, y vio la sombra del helicóptero corriendo junto a ellos mientras viajaban hacia el Oeste, hacia las montañas.
—Es un viaje de alrededor de cuarenta minutos —informó Hammond, desde uno de los asientos posteriores.
Grant observó las colinas bajas elevarse y, después, se encontraron pasando a través de nubes intermitentes, para volver a irrumpir a la luz del sol. Las montañas eran abruptas, aunque le sorprendió el grado de deforestación; área tras área de colinas erosionadas, despojadas.
—Costa Rica —informó Hammond— tiene un mejor control de la población que otros países de América Central pero, aun así, la tierra está ferozmente deforestada. La mayor parte de esto tuvo lugar durante los diez últimos años.
Desde las nubes bajaron al otro lado de las montañas, y Grant vio las playas de la costa oeste. Pasaron velozmente sobre una pequeña aldea costera:
—Bahía Añasco —anunció el piloto—. Aldea pesquera. —Señaló hacia el Norte—. Subiendo la costa, allá, se ve la reserva de Cabo Blanco. Tienen hermosas playas.
El piloto enfiló directamente hacia el océano y se estabilizó sobre las aguas que primero se volvieron verdes y después de un aguamarina profundo. El sol brillaba sobre ellas. Eran alrededor de las diez de la mañana.
—Ahora sólo faltan unos minutos para que divisemos Isla Nubla —añadió Hammond y explicó que Isla Nubla no era una verdadera isla; en vez de eso era un guyot, una elevación volcánica de roca proveniente del lecho oceánico.
—Sus orígenes volcánicos se pueden ver por toda la isla —dijo—. Hay chimeneas para escape del vapor en muchos sitios y, a menudo, el suelo se siente caliente bajo los pies. Debido a eso, y también a las corrientes predominantes, Isla Nubla se encuentra en una región neblinosa. Cuando lleguemos ahí lo verán… Ah, ahí estamos.
El helicóptero aceleró su marcha, volando a ras del agua. En esa zona había una tenue neblina suspendida en el aire.
Frente a ellos, Grant vio una isla escabrosa y escarpada, que brotaba del océano abruptamente.
—¡Cristo, parece Alcatraz! —exclamó Malcolm.
Las boscosas laderas de la isla estaban coronadas de niebla, lo que le confería una apariencia misteriosa.
—Mucho más grande, claro —dijo Hammond—, trece kilómetros de largo y cinco de ancho, en su punto más amplio, en total, casi cincuenta y siete kilómetros cuadrados. Lo que la convierte en la reserva animal privada más grande de América del Norte.
El helicóptero empezó a subir y enfiló hacia el extremo norte de la isla. Grant estaba tratando de ver a través de la densa niebla.
—Por lo general, no es tan densa. —La voz de Hammond denotaba preocupación.
En el extremo norte de la isla estaban las colinas más altas, que se elevaban a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar. La cumbre de las colinas estaba envuelta en niebla, pero Grant vio acantilados escarpados y el océano que se estrellaba contra ellos, allá abajo. El helicóptero ascendió por encima de las colinas.
—Lamentablemente, tenemos que aterrizar en la isla. No me gusta, porque eso perturba a los animales. Y a veces resulta un tanto estremecedor.
El piloto le interrumpió:
—Iniciamos nuestro descenso ahora. Sujétense, amigos.
El helicóptero empezó a bajar y, de inmediato, quedaron envueltos en la niebla. A través de los auriculares, Grant oía un bip-bip electrónico, pero no veía nada en absoluto; después empezó a distinguir débilmente las ramas verdes de los pinos, que se extendían hacia ellos por entre la neblina. Algunas de las ramas estaban cerca. El helicóptero proseguía su descenso.
—¿Qué diablos está haciendo? —se inquietó Malcolm, pero nadie respondió.
El piloto desplazó su atenta mirada hacia la izquierda; después, hacia la derecha, observando el bosque de pinos. Los árboles seguían estando próximos. El helicóptero descendía con rapidez.
—Ciento cincuenta metros… Ciento veinte metros…
—¡Jesús! —exclamó Malcolm.
—Noventa metros… Sesenta metros…
El bip-bip era cada vez más intenso. Grant miró al piloto. Estaba concentrado.
—Treinta metros… Quince metros…
Grant echó un vistazo hacia abajo y vio una gigantesca cruz fluorescente por debajo de la burbuja de plexiglás, a sus pies. Había luces intermitentes en las esquinas de la cruz. El piloto hizo una leve corrección y tocó tierra en un helipuerto. El sonido de los rotores fue disminuyendo y murió.
Grant suspiró y se desabrochó el cinturón de seguridad.
—Tenemos que bajar deprisa, por allí —urgió Hammond—, debido al viento. A menudo hay fuertes vientos en esta cumbre y…, bueno, estamos a salvo.
Alguien corría hacia el helicóptero, un hombre con una gorra de béisbol y cabello rojo. Abrió la puerta de un empujón y dijo con alegría:
—Hola, soy Ed Regis. Bienvenidos a Isla Nubla. Y vigilen dónde pisan, por favor.
Un estrecho sendero formaba una espiral descendente alrededor de la colina. El aire era frío y húmedo. A medida que descendían, la neblina que los rodeaba se hacía menos espesa, y Grant pudo ver mejor el paisaje. Parecía más bien —pensaba— como el Noroeste del Pacífico, la Península Olímpica.
—La ecología primaria es bosque pluvial de caducifolias —explicó Ed Regis—. Bastante diferente de la vegetación de tierra firme, que es una pluviselva más clásica. Pero este es un microclima que sólo se produce en altura, sobre las laderas de las colinas del Norte. La mayor parte de la isla es tropical.