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Authors: Dan Simmons

Olympos (95 page)

BOOK: Olympos
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El Demogorgo habla entonces y Aquiles entierra el rostro en la enorme y áspera palma de Asia en un vano esfuerzo por apagar el dolor subsónico de esa voz que todo lo abarca.

—PREGUNTAD LO QUE DESEÁIS SABER, OCEÁNIDAS. Asia ofrece la palma con el dolorido Aquiles en ella.

—¿Puedes decirnos la forma y modo de cosa que es esto que hemos capturado? Parece más estrella de mar que hombre, y se rebulle y chilla igual.

El Demogorgo ruge de nuevo.

—ES SÓLO UN HOMBRE MORTAL, AUNQUE HECHO INMORTAL POR ERROR DE LOS FUEGOS CELESTIALES. SE LLAMA AQUILES Y ESTÁ MUY LEJOS DE CASA. NINGÚN MORTAL HABÍA LLEGADO NUNCA AL TÁRTARO HASTA ESTE DÍA.

—Ah —dice Asia. Parece que pierde el interés por su juguete y deja bruscamente a Aquiles en un peñasco al rojo vivo.

Aquiles siente el calor a su alrededor y, cuando abre los ojos, ve más a causa del brillo de la lava y la erupción, pero se horroriza al comprobar que la lava fluye a ambos lados de su humeante peñasco. Cuando mira hacia el Demogorgo en su trono (el trono es una montaña más alta que los volcanes en erupción, y la no-forma encapuchada y velada que está en el trono parece alzarse kilómetros y kilómetros), la falta de forma del Demogorgo le da ganas de vomitar. Eso hace. Ninguna de las Oceánidas parece advertir sus arcadas.

—¿Qué más puedes decir? pregunta Asia a la enorme forma.

—TODAS LAS COSAS QUE OS ATREVÁIS A PREGUNTAR.

—¿Quién creó el mundo viviente? —pregunta Asia. Aquiles ya ha decidido que ella es la más charlatana, si no la más inteligente, de las tres idiotas Oceánidas.

—DIOS.

—¿Quién hizo todo lo que contiene? —insiste Asia—. ¿Pensamiento?

¿Pasión? ¿Razón? ¿Voluntad? ¿Imaginación?

—DIOS. DIOS TODOPODEROSO.

Aquiles decide que este Demogorgo es un ser-espíritu de pocas palabras. Y aún con menos ideas, si tiene cabeza. Daría cualquier cosa por poder levantarse y desenvainar la espada de su cinturón y descargar el escudo de su espalda. Primero mataría al Demogorgo y luego a las tres hermanas titanes... lentamente.

—¿Quién hizo ese sentido que, cuando los vientos de la primavera en la más rara visita, o con la voz del amado oída sólo en la juventud —pregunta Asia con su voz cascada y resonante—, llena los débiles ojos de lágrimas que oscurecen los radiantes aspectos de las flores y dejan al mundo poblado en soledad cuando ya no regresa?

Aquiles vuelve a vomitar. Esta vez es una declaración estética más que una reacción al vértigo óptico. Decide que matará primero a las Oceánidas. Le gustaría matar a la perra Asia varias veces. Visualiza vaciarle el cráneo y usarlo como casa, las cuencas de los ojos como ventanas redondas.

—DIOS MISERICORDIOSO —entona el Demogorgo.

No hay palabra griega equivalente a
ídem
, pero Aquiles piensa que el Demogorgo debería acuñar una. Al aqueo no le sorprende en lo más mínimo que las Oceánidas y el espíritu sin forma de la oscuridad del Tártaro hablen entre sí en su dialecto del griego. Son criaturas extrañas, monstruos, en realidad, pero incluso los monstruos, según la experiencia de Aquiles, hablan en griego. No son bárbaros, después de todo.

—¿Y quién hizo el terror, la locura, el crimen, el remordimiento? — continúa Asia, su voz tan implacable como el farfullar de una niña de dos años que acaba de aprender cómo mantener una conversación con un adulto preguntando «¿por qué?» cien veces seguidas—. El que desde los enlaces de la gran cadena de las cosas, a cada pensamiento dentro de la mente del hombre hace oscilar y agarra pesadamente, y cada uno se esfuerza bajo la carga hacia el pozo de la muerte; abandonada la esperanza, y el amor que se vuelve odio, y el autodesprecio, más amargo de beber que la sangre.

Dolor, cuya habla inaudita y familiar aúlla, y agudos alaridos, día tras día, y...

Se interrumpe.

Aquiles espera que se trate de algún cataclismo tartárico que ponga fin a su mundo y se trague a Asia y a sus dos hermanas gritando como aperitivos cubiertos de miel en un festín de mirmidones, pero cuando se obliga a abrir los ojos ve que es sólo un círculo de brillante luz que se abre, vertiendo blanco resplandor en la roja penumbra.

Un Agujero Brana.

Algo que dista mucho de ser humano se recorta contra la luz de ese agujero. Tiene forma de hombre, pero está compuesto por esferas metálicas: no sólo hay una esfera donde debería estar la cabeza, sino esferas para el torso, esferas para los brazos abiertos, esferas para las piernas tambaleantes. Sólo los pies y manos (envueltos en un metal más ligero que el bronce) parecen vagamente humanos.

La cosa se acerca y dos brillantes luces brotan de las pequeñas esferas que son sus hombros. Un luz roja, delgada como una jabalina, salta de su mano derecha y cruza a las Hermanas Oceánidas, haciendo que su piel hierva y chasquee. Las titanes retroceden, chapoteando en la lava, evidentemente ilesas por el rayo rojo pero cubriéndose los rostros y los ojos de la dolorosa luz blanca que fluye del Agujero Brana.

—Maldición, Aquiles, ¿vas a quedarte ahí tumbado?

Es Hefesto. Aquiles ahora ve que las burbujas de hierro son una especie de traje protector, con pies de calzado de hierro y manos enguantadas que emergen de la cadena de globos. Lleva una especie de humeante mochila respiratoria a la espalda y la burbuja superior es clara como el cristal; Aquiles distingue el feo rostro barbudo del dios-enano a la luz reflejada de los reflectores de su hombro y el láser que empuña.

Aquiles consigue gemir débilmente.

Hefesto se echa reír, el feo ruido queda amplificado por los altavoces de su traje de presión.

—No te gustan el aire y la gravedad de aquí, ¿eh? Muy bien. Ponte esto. Se llama termopiel y te ayudará a respirar.

El dios del fuego arroja un atuendo imposiblemente fino al peñasco, junto a Aquiles.

El héroe trata de moverse, pero el aire lo debilita y lo quema. Todo lo que puede hacer es sacudirse y toser y vomitar.

—Oh, carajo —dice el dios cojo—. Supongo que tendré que vestirte como a un crío. Me lo temía. Quédate quieto, no te muevas. No te cagues ni vomites encima de mí mientras te desnudo y te pongo esto.

Diez minutos más tarde (con un puñado de maldiciones de Hefesto colgando ahora en el aire como el humo brillante de los volcanes) Aquiles está de pie sobre la sólida roca junto al dios, vestido con una dorada termopiel bajo la armadura, respirando con facilidad a través de la clara membrana de la capucha de la termopiel (el dios-enano la ha llamado máscara de ósmosis) y blandiendo su escudo marcado por el ácido y su espada aún brillante y contemplando la masa acechante pero todavía imprecisa del Demogorgo, sintiéndose de nuevo invulnerable y más que un poco fastidiado. Aquiles sólo espera que la Oceánida llamada Asia empiece a hacer de nuevo sus interminables preguntas para tener una excusa para sacarle las tripas como a un pez.

—Demogorgo —llama Hefesto, usando el amplificador insertado en su casco en forma de pecera—, nos vimos una vez, hace más de mil novecientos años, durante la guerra de los olímpicos contra los gigantes. Me llamo Hefesto...

—TÚ ERES EL LISIADO —truena Demogorgo.

—Sí. Qué bueno que te acuerdes. Aquiles y yo hemos venido al Tártaro a buscaros a ti y a los titanes (Cronos, Rea, todos los Antiguos) y pediros ayuda.

—DEMOGORGO NO AYUDA A MEROS DIOSES Y MORTALES.

—No, por supuesto que no —dice Hefesto, su voz rasposa amplificada un centenar de veces por los altavoces de su traje—. Mierda. Aquiles, ¿quieres encargarte tú? Hablar con esta cosa es como hablar con tu propio culo.

—¿Puede oírme esa gran masa de nada? —pregunta Aquiles al pequeño dios.

—TE OIGO.

Aquiles mira hacia el cielo, centrándose en la masa de nubes rojas que hay un poco a un lado del no-rostro velado y sin rasgos de la nada que se alza sobre él.

—Cuando dices «Dios», Demogorgo, ¿te refieres a Zeus?

—CUANDO DIGO DIOS, ME REFIERO A DIOS.

—Debes referirte a Zeus, entonces, pues ahora mismo el hijo de Cronos y Rea está congregando a todos los dioses supervivientes en el Olimpo y anuncia que él, Zeus, es el Dios de dioses, el Señor de Toda la Creación, el Dios de Éste y Todos los Universos.

—ENTONCES O ÉL MIENTE O LO HACES TÚ, HIJO DE HOMBRE. DIOS REINA. PERO NO EN EL OLIMPO.

—Entonces Zeus ha esclavizado a todos los otros dioses y mortales — dice Aquiles. Su voz resuena por el altavoz de la termopiel y la emisora de radio en todas las pendientes volcánicas y montículos de lava.

—TODOS LOS ESPÍRITUS QUE SIRVEN AL MAL ESCLAVIZADOS ESTÁN: TÚ SABES SI ZEUS LO ES O NO.

—Lo sé —dice Aquiles—. Zeus es un avaricioso hijo de puta inmortal... no pretendo ofender a Rea si está aquí escuchando en las sombras. Creo que es un cobarde y un matón. Pero si lo consideras Dios, entonces reinará en el Olimpo y el universo eternamente.

—YO HABLO PERO MIENTRAS TÚ HABLAS, PUES ZEUS ES EL SUPREMO DE TODOS LOS SERES VIVOS.

—¿Quién es el amo del esclavo? —pregunta Aquiles.

—Oh, ésa es buena —susurra Hefesto—. Ésa es muy buena...

—Cállate —dice Aquiles.

El Demogorgo truena, Tan fuerte que al principio Aquiles piensa que se trata del volcán más cercano en plena erupción. Entonces el tronar se modula en palabras.

—SI EL ABISMO PUDIERA VOMITAR SUS SECRETOS... PERO UNA VOZ ES DESEO, LA PROFUNDA VERDAD NO TIENE IMÁGENES; ¿DE QUÉ TE SERVIRÍA POSAR TU MIRADA EN EL MUNDO QUE GIRA? ¿DE QUÉ SIRVE HABLAR DE HADO, TIEMPO, OCASIÓN, OPORTUNIDAD Y CAMBIO? A TODAS ESTAS COSAS ESTÁN SUJETAS MENOS EL AMOR ETERNO Y LA PERFECCIÓN DE LA QUIETUD.

—Lo que tú digas —dice Aquiles—. Pero mientras nosotros hablamos, Zeus se está proclamando Señor de Toda la Creación y pronto exigirá que toda esa creación (no sólo su pequeño mundo en la base del monte Olimpo) le rinda homenaje a él y sólo a él. Adiós, Demogorgo.

Aquiles se vuelve para marcharse, agarrando al risueño dios del artificio por su brazo-burbuja de metal y haciéndolo girar para alejarse de la masa informe que se alza sobre ellos.

—¡ALTO! AQUILES, FALSO HIJO DE PELEO, VERDADERO HIJO DE ZEUS, POSIBLE FUTURO AUTOR DE DEICIDIO Y PARRICIDIO. ESPERA.

Aquiles se detiene, se vuelve y espera con Hefesto. Las Oceánidas se esconden, cubriéndose la cabeza como de una lluvia de ceniza caliente.

—CONVOCARÉ A LOS TITANES EN SUS GRIETAS Y CAVERNAS, LOS TRAERÉ DESDE LOS RINCONES DONDE SE OCULTAN. ORDENARÉ A LAS INMORTALES HORAS QUE LOS TRAIGAN.

Con un sonido que hace que todos los insoportables sonidos parezcan

pequeños, las rocas alrededor del trono de Demogorgo se abren en la noche púrpura, el brillo de la lava se hace más profundo y más ancho, un arco iris de colores imposibles cruza la penumbra del Tártaro y carros del tamaño de montañas aparecen de ninguna parte, tirados por gigantescos corceles que no son caballos (no se parecen en absoluto a los caballos, no son ni siquiera remotamente caballos), algunos van conducidos por aurigas de ojos salvajes que no son hombres ni dioses, otros corceles miran hacia atrás con ojos temerosos. Los aurigas son casi imposibles para que los hombres mortales los contemplen, así que Aquiles evita su mirada. Le parece que no estaría bien volver a vomitar mientras está sellado tras la máscara de su termopiel.

—ESTOS SON LAS HORAS INMORTALES QUE EXIGISTE QUE OYERAN TU CASO —truena el Demogorgo—. TRAERÁN A CRONOS Y A LOS SUYOS A ESTE LUGAR.

El aire implota con una serie de estampidos sónicos, las Oceánidas gritan de pavor y los enormes carros desaparecen en círculos de llamas.

—Bueno... —dice Hefesto por la radio del traje, pero calla.

—Ahora esperaremos —dice Aquiles, envainando la espada y colgándose el escudo.

—No por mucho tiempo —dice Hefesto.

El aire se llena de nuevo de círculos de fuego. Los gigantescos carros regresan a centenares (no, a millares) cada uno con una forma gigantesca, algunas de aspecto humano, muchas otras no.

—¡CONTEMPLAD! —dice el Demogorgo.

—Es difícil no hacerlo —dice Aquiles. Se abraza y desliza su hermoso y gran escudo sobre su antebrazo.

Los carros de los titanes se acercan.

72

Cuando Harman despertó, Moira se había marchado. El día era frío y llovía con intensidad. La superficie del mar se agitaba con olas blancas, pero no era la violenta exhibición de montañas líquidas que había contemplado a la luz de los relámpagos la noche anterior. Harman no había dormido bien: sus sueños habían sido inquietos y ominosos.

Enrolló el saco de dormir, fino como la seda (sabía que se secaría solo) y lo guardó en la mochila. Dejó la ropa en la bolsa impermeable y sacó sólo los calcetines y las botas para ponérselos por encima de la termopiel.

Habían encendido una hoguera la noche anterior antes de que comenzara la tormenta (no había habido pinchitos ni malvaviscos, por supuesto, Harman sólo sabía lo que eran aquellas cosas por los libros que había absorbido en el Taj) y se había comido la segunda mitad de su insípida barra alimenticia y bebido agua mientras estaban sentados alrededor de las fluctuantes llamas.

Las cenizas estaban empapadas, el suelo de la Brecha, entre las rocas y el coral, se había convertido en lodo, y Harman advirtió que estaba caminando en círculos alrededor del campamento buscando una última señal de Moira... una nota tal vez.

No había nada.

Se cargó la mochila, se bajó la capucha de la termopiel para que las lentes estuvieran adecuadamente alineadas, las limpió de lluvia y empezó a caminar hacia el oeste.

En vez de volverse todo más luminoso a medida que progresaba el día, los cielos se hicieron más oscuros, la lluvia cayó más densamente y las paredes de agua a cada lado se volvieron más altas y más opresivas. Harman se había acostumbrado al truco de la perspectiva: nunca era el fondo del océano lo que bajaba sino las paredes verticales de agua a cada lado las que crecían. Continuó. La Brecha descendía a través de senderos de negra roca, salvaba profundas grietas con estrechos y resbaladizos puentes de hierro negro sin barandilla y subía suavemente riscos rocosos. Aunque las elevaciones del terreno hacían que las paredes de agua a cada lado descendieran (el océano no tenía más de sesenta metros de profundidad en aquel punto, supuso Harman) escalar era agotador y aún más claustrofóbico que antes, y las paredes de roca a cada lado del estrecho sendero lo hacían sentirse como si hubiera paredes dentro de paredes cerrándose sobre él.

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